Slawomir Mrozek
Largo tiempo duró el dominio
del Dictador, hasta que al fin se colmó la medida. Al frente del descontento popular
estaba un joven y ambicioso general, comandante de una guarnición de provincia.
A marchas forzadas llegó a la capital, a la cabeza de los destacamentos bajo su
mando, y cercó el palacio presidencial. Los guardaespaldas del Dictador resistieron
hasta el fin, pero la victoria de la revolución era inevitable. Después de un breve
sitio, los destacamentos sublevados se lanzaron al ataque e irrumpieron en el palacio.
Mientras daban los golpes de gracia a los últimos pretorianos, el General, unos
oficiales y un corresponsal de prensa extranjera se dirigieron al gabinete privado
del Dictador. Era un búnker subterráneo en el centro mismo del palacio, el más secreto
de los lugares secretos, rodeado de leyenda. Nadie, excepto el Dictador, tenía acceso;
se decía que allí se encontraban todo el tesoro del Estado y todos los documentos
importantes concernientes a las políticas interior y exterior.
La puerta blindada
estaba entreabierta. Detrás de un enorme escritorio dorado de caoba, en la silla
imperial, estaba sentado el Dictador, con la frente sobre la tabla. Frente a él,
sobre el escritorio, que fuera de eso estaba completamente vacío, yacían el revólver
y la llave. El búnker no tenía ningún otro mueble, excepto el escritorio y la silla.
En cambio, desde el suelo hasta el techo, estaba repleto de cajas de cartón. Rompieron
con bayonetas la primera, al azar, y después, cada vez más impacientes, las siguientes,
una tras otra, hasta la última. Pero todas contenían lo mismo: el pequeño Ratón
Miguelito de plástico de pacotilla, en una enorme cantidad de ejemplares, montones,
avalanchas y aludes del Ratón Miguelito cayeron de las cajas de cartón y los rodearon
por todos lados, hasta las rodillas.
–¡Es una revelación!
–gritó el corresponsal extranjero–. En seguida telegrafiaré: “Un descubrimiento
sensacional en el palacio del Presidente”. O no, tengo un título mejor: “¡El secreto
del poder revelado!”
–Me parece que
no lo hará –dijo el General, y él mismo le pegó un tiro al corresponsal. Después
tomó la llave de la mesa, salió del lugar con sus guardias, cerró la puerta exterior
y guardó la llave en el bolsillo. Luego dio órdenes de que fusilaran a los guardias
de inmediato, antes de que pudieran decirle nada a nadie.
La alegría por
la caída del Dictador era total. El General, proclamado por unanimidad Presidente
de la República, empezó a gobernar. La libre prensa, renacida bajo su culto mecenazgo,
anunciaba el florecimiento del estado renovado, la llegada de la era del bienestar
y de la creciente importancia de la nación en la escena internacional. La garantía
del éxito eran las enormes riquezas y los documentos de extraordinaria importancia
encontrados en el palacio presidencial. Además, ahora iban a servir no a una dictadura
egoísta, sino al pueblo y a los intereses de toda la nación.
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