Martín Luis Guzmán
Atento a cuanto se
decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me
preguntaba yo en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo
la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las
que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto
dentro de la más escueta realidad, o las que traían ya tangibles, con el toque
de la exaltación poética, las revelaciones esenciales. Y siempre eran las
proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a
mi juicio, eran más dignas de hacer Historia.
Porque
¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro –y Fierro y el
villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban
infinitamente entre sí– que en el relato que ponía a aquel ante mis ojos,
después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan
cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? Verlo
así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad cuya impresión
se conservaba para siempre.
*
Aquella
batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de
quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte los
voluntarios orozquistas a quienes llamaban “colorados”; de la otra, los federales.
Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un
escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba benigno
con los otros. A los colorados se les pasaría por las armas antes de que
oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas
revolucionarias o bien irse a sus casas mediante la promesa de no volver a
hacer armas contra los constitucionalistas.
Fierro,
como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó desde
luego la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de
Villa, o de “su jefe”, según él decía.
Declinaba
la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba
reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido
objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense
empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes:
unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro –a quien nunca
detuvo nada ni nadie– no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo
barruntaba la helada de la noche. Hizo cabalgar a su caballo de anca corta,
contra cuyo pelo oscuro, cano por el polvo de la batalla, rozaba el borde del
sarape gris. Iba así al paso. El viento le daba de lleno en la cara, más él no
trataba de eludirlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues
del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los
pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de
campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación
del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso
inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para
lucirse en un paseo. Fierro se sentía feliz: lo embargaba el placer de la
victoria –de la victoria, en la cual nunca creía hasta consumarse la completa
derrota del enemigo–, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas
que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de
quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol –sol un tanto
desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores encendidos y tormentosos.
Llegó
al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos
prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por
sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos trescientos
huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la
fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los
cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles.
Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su
valor militar –y en su valer– y sintió una pulsación rara, un estremecimiento
que le bajaba desde el corazón, o desde la frente hasta el índice de la mano
derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a posársele en las
cachas de la pistola.
“Batalla,
ésta”, pensó.
Indiferentes
a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se
fijaban en él. A ellos no les preocupaban más que la molestia de estar montando
una guardia fatigosa –guardia incomprensible después de la excitación del
combate– y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el
muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados
apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba
entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se
replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno.
Fierro
avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las
trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a
tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de
cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a
observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio
varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre
dos tablas, para dejar sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo
que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca
distancia de los prisioneros.
Los
corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones
angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando el cuerpo
entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se
detuvo. Su figura grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior,
algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape
había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los
hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero,
gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del
sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las
cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus mitasas
brillaba en la luz del atardecer.
A
unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la
tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se
acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro.
Este caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue
señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo.
Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el
oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en
una maniobra al parecer muy importante, y el oficial entonces, seguro de las
órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.
Entonces
tornó Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atentó a estudiar la
disposición de las cercas y cuanto las rodeaba. De los tres corrales, aquel era
el más amplio, y según parecía, el primero en orden –el primero con relación al
pueblo–. Tenía, en dos de sus lados, sendas puertas hacia el campo: puertas de
trancas más estropeadas –por mayor uso– que las de los corrales posteriores,
pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral
inmediato. Y el lado último, en fin, no era una simple valla de madera, sino
tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como
sesenta metros de largo, de los cuales veinte servían de fondo a un cobertizo o
pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los
postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el
campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía
perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los
medios del corral. De esta suerte, entre el cobertizo y la valla del corral
próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes
macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacia
sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de
hierro. Del brocal del pozo se elevaban dos palos secos, toscos, terminados en
horquetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde este pendía la
cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento. En lo más alto
de una de las horquetas, un pájaro grande –inmóvil, blanquecino– se confundía
con las puntas del palo seco.
Fierro
se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la
quieta figura del pájaro y, como si la presencia de este encajara a pelo en sus
reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la
pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de
rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta
señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo –seco y diminuto en la
inmensidad de la tarde– y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a
la funda.
En
aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el
asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios
segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su
amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:
–¿Qué
hubo con esos? Si no vienen luego va a faltar tiempo.
–Parece
que ya vienen ahí –contestó el asistente.
–Entonces,
tú ponte allí de una vez. A ver, ¿qué pistola traes?
–La
que usted me dio, mi jefe. La “mitigüeson”.
–Sácala
pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que tienes?
–Unas
quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos,
yo no.
–¿Quince
docenas?… Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para
emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.
–No,
mi jefe.
–No
mi jefe ¿qué?
–Que
me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.
–Pues
cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me salga bien esta
ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que te voy a
decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto
con ellos.
–¡Ah,
qué mi jefe!
–Como
lo oyes.
El
asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de
cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a uno los
tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que
se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le embrollaban.
–¡Ah,
qué mi jefe! –seguía pensando para sí.
Mientras
tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral fueron
apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo, medio busto les
sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de
las dos cercas restantes.
Fierro
y su asistente eran los únicos que estaban dentro del primero de los tres
corrales: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el
asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos.
*
El jefe de
la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo
y dijo:
–Ya
tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?
Fierro
respondió:
–Sí,
pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo
empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres.
Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.
Volvió
el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo
alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los prisioneros iban a
irrumpir. Se había situado lo bastante próximo a la valla divisoria para que,
al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los colorados que todavía estuviesen
del lado de ella: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a
las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no
descubrieran, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les
apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro el sol poniente convertía el
cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.
En
el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces –voces que los
silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado–. Era
difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio a
los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los
amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo
histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta, y, de minuto en minuto, los
disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde
como chasquido en la punta de un latigazo.
De
los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un grupo de soldados
segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos
sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las
bocas de las carabinas.
–¡Traidores!
¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usted
p’allá, traidor!
Y
así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su
asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de
los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro
peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a
veinte pasos.
Tan
pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña
frase –frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:
–¡Ándenles,
hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!
Ellos
brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no
había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados
dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacía la tapia:
loca carrera que a ellos les parecería como de sueño. Al ver el brocal del pozo,
uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás
siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo –Fierro disparó ocho veces
en menos de seis segundos–, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes
que, por un extraño capricho de este momento, separaban de la región de la vida
la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los
soldados, desde su sitio, tiraron para rematarlos.
Y
vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las pistolas de Fierro –dos
suyas, la otra de su ordenanza– se turnaban en la mano homicida con ritmo
infalible. Cada una disparaba seis veces –seis veces sin apuntar, seis veces al
descubrir– y caía después encima de la frazada. El asistente hacia saltar los
casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía
hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos
del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los
prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su
conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos y en
los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones
le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo
en los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis, lisa y cálida, del
arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su jefe se
entregaba al deleite de hacer blanco.
El
angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora –fuga de la
muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia inagotable
de vivir– duró cerca de dos horas.
Ni
un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos móviles
y humanos, blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y
cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de
errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por obra del
viento y de un disparo a otro la corregía.
Algunos
prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta; la
bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo
hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos, por la
boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban
de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes,
húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las
uñas en la barda, hecha de paja y tierra, pero sus manos, agitadas por intensa
ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.
Hubo
un momento en que la ejecución en masa llegó a envolverse en un clamor
tumultuario donde descollaban los chasquidos secos de los disparos, opacados
por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de
morir y al cabo morían; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes
y pugnaban por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y
al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos
en el contorno de las cercas. Estos habían ido enardeciéndose con el alboroto
de los disparos, con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar
frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la
voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban; histéricos, reían
a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían
el menor indicio de vida.
El
postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los
doce salieron al corral de la muerte atropellándose entre sí, procurando cada
uno cubrirse con el grupo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la
horrible carrera. Para avanzar hacían corcovas sobre los cadáveres hacinados,
pero la bala no erraba por eso: con precisión siniestra iba tocándolos uno tras
otro y los dejaba a medio camino de la tapia –abiertos de brazos y de piernas–
abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Sin embargo, uno de ellos, el
último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla…
El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del
corral inmediato para ver al fugitivo…
Pardeaba
la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo
interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en
la inmensidad de la llanura ya medio en sombra, fue cobrando precisión un punto
móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr, que por momentos
se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo…
Un
soldado levantó el rifle para hacer blanco:
–Se
ve mal –dijo y disparó.
La
detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera…
*
Fierro no se
había movido de su sitio. Rendido el brazo, largo tiempo lo tuvo suelto hacia
el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos:
en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente; se
lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así se
mantuvo: largamente entregado todo él a la dulzura de un masaje moroso. Por
fin, se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había
desembarazado desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre los
hombros y caminó para acogerse al socaire del cobertizo. A los pocos pasos se
detuvo y dijo al asistente:
–Así
que acabes, tráete los caballos.
Y
siguió andando.
El
asistente juntaba los cartuchos quemados. En el corral contiguo los soldados de
la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en
silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la
frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda; los casquillos vacíos
sonaron dentro con sordo cascabeleo.
Había
anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los
cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar
con paso débil y fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, de
donde regresó a poco trayendo de la brida los dos caballos –el de su amo y el
suyo– y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.
Se
acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra Fierro fumaba en la oscuridad. En
las juntas de las tablas silbaba el viento.
–Desensilla
y tiéndeme la cama –ordenó Fierro–; ya no aguanto el cansancio.
–¿Aquí,
en este corral, mi jefe? ¿Aquí?
–Sí,
aquí. ¿Por qué no?
Hizo
el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja,
arreglando con el maletín y la montura una especie de cabezal. Minutos después
de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.
El
asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo necesario
para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada
de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en
la paja…
*
Pasaron
seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba
en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo.
Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía
sombras precisas al tropezar con todos los objetos; con todos, menos con los
montones de cadáveres. Estos se hacinaban, enormes en medio de tanta quietud,
como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.
El
azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más pura limpidez
de la luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz,
voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas
perceptible, apagada, doliente, moribunda, pero clara en su tenue contorno como
las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los
montones de cadáveres la voz parecía susurrar:
–Ay…
Ay…
Luego
calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser solo luz. Mas la voz se oyó
de nuevo:
–Ay…
Ay…
Fríos
e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían
inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero
la voz tornó:
–Ay…
Ay… Ay…
Y
este último “ay” llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la
conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El
asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el
solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él
pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma…
–Ay…
Por favor…
Fierro
se agitó en su cama…
–Por
favor… agua…
Fierro
despertó y prestó oído…
–Por
favor… agua…
Entonces
Fierro alargó un pie hasta su asistente.
–¡Eh,
tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.
–¿Mi
jefe?
–¡Que
te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está
quejando! ¡A ver si me deja dormir!
–¿Un
tiro a quién, mi jefe?
–A
ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?
–Agua,
por favor –repetía la voz.
El
asistente sacó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se levantó y
salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno
como mareo del alma lo embargaba.
A
la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin
saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz; la
voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.
La
luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre
dormía Fierro.
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