Harold Kremer
El enano siempre me acompaña. Es tan insignificante
que nadie lo ve. Mi mujer me dice: “Deja esa costumbre de hablar solo. Pareces un
loco”. Ella no sabe que estoy hablando con el enano. En la calle la gente también
cree que estoy loco cuando me ven tirando golpes al aire. Es que cuando estoy bravo
le pego al enano y así me desquito del mundo. A veces nos metemos a un bar, a la
mesa más apartada, y nos emborrachamos. Entonces el enano se desquita. Provoca peleas
y arma tropeles como la noche aquella en que le metió la mano a una camarera del
bar de Polo. Creyeron que era yo el que lo hice y me dieron una paliza que casi
me manda al hospital.
Anoche, después de pelear
con mi mujer, fuimos al bar Brasil. El enano se aprovechó de mi depresión y me hizo
beber más de la cuenta. Sólo recuerdo que nos echaron y que el enano, después de
quebrar botellas y tumbar varias mesas, insultó al dueño de la cantina. Luego nos
fuimos por las calles pateando tarros de basura y cantando a todo pulmón. El enano
me llevó por los lados de la estación, me retó a acostarme sobre los rieles y luego,
entre risas y chistes, me amarró. Cuando desperté esta mañana el enano, sentado
a mi lado, se reía con su maldita risa de enano y me hacía gestos obscenos con sus
manos deformes. Le supliqué que me soltara pero el enano se bajó los pantalones,
meneó su horrendo trasero en mi cara y se marchó.
Ahora, a lo lejos, escucho
el pito del tren.
No hay comentarios:
Publicar un comentario