Roberto Arlt
Djamil entró en mi camarote
y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.
Abandoné
precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban
bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía
comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después
me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese
encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de
las orquídeas.
Efectivamente,
dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta
flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris
permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día,
bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las
tintas más vivas.
Yo
ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo
Emilio, precisamente en Madagascar.
Creo
haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo
se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia
pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto
de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte
de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares
de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente
equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les
quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el
financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.
Completamente
empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México,
donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo
el nombre de “orquídea del azafrán”. No sé qué incidentes tuvo con un nativo –los
mexicanos son gente violenta–, que Guillermo Emilio desapareció de México con la
misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de
Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo
Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien
claro lo dicen las Sagradas Escrituras: “No juzguéis si no quieres ser juzgado”.
Era
él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y
fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje
caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno
estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto
a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad
le permitió robar en muchas partes.
Este
es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante
a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó
la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que
recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias
anécdotas; pero dejémoslas para otro día.
Estaba,
como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de
cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una
alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre
Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches,
que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando
sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes
despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando
su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora
no lo recuerdo. Adelante.
Mis
proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo,
otro –y éste me seducía muy particularmente– en cruzar oblicuamente la isla partiendo
de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago
de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de
los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo
con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén,
y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero.
Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido
que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le
llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras
señales.
–¡Tony!
¡Tú aquí, Tony!
¿Quién
diablos me llamaba?
Me
volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui
y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba
en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo,
tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar
el chino del “fondak” frontero:
–Nunca
entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.
Terminó
mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y
corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro
de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por
el piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:
–Honorable
Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.
Taman
me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no
había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba
colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa
y el primo Guillermo me lo presentó:
–Es
sabio y virtuoso como el ojo de Alá.
El
pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:
–A
ti puedo confiarme –miró en derredor cautelosamente–. Este prodigioso niño llamado
Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide
cerca de cuarenta centimetros.
–¿Y
dónde descubrió ese prodigio?
–A
ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.
–¿Y
por qué no la cazó él?
El
tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me
respondió:
–Te
diré, señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se
oculta una venenosísima serpiente negra…
El
primo Guillermo masculló:
–¡Supersticiones!
¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?
–¿Y
qué piensas hacer tú? –intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado
en la aventura.
–Contrataré
a dos indígenas. Cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.
Taman,
el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas
palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:
–Este
precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.
Finalmente,
después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente,
Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones,
de cuya puntual enumeración fui testigo:
TAMAN.
–Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.
GUILLERMO.
–Únicamente le pegaré cuando haga falta.
TAMAN.
–Pero ni con el puño ni con el bastón.
GUILLERMO.
–Pero sí podré utilizar una vara flexible.
TAMAN.
–Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.
GUILLERMO.
–Sí.
TAMAN.
–Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.
GUILLERMO.
–Sí; menos cuando esté de guardia.
TAMAN.
–No serás con él cruel ni autoritario.
GUILLERMO
(impaciente). –¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!
TAMAN.
–Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a
la preferencia de mis ojos.
Finalmente,
una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección
al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza
una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.
Primero
cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes,
frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches
jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre
de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en
una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.
Después
dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos,
algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho
desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre
ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas
redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.
Cantaban
una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes,
aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio
para nuestra aventura.
Al
caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de
hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles
gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran
conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos,
ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas
y amarillentas componían desde sus alturas.
El
“Ojo de Alá”, como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado.
De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a
mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni
izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias
de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para
qué se apresuraba!…
Al
día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al
cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una
corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y
pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El
agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo
cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente
peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.
El
tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie
parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella.
Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano
Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar
trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de
toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como
si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro
azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero
pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar,
casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible.
Verticales
centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio
sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una
roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente
apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde.
Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la
salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico.
Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios
puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos
de cacao.
Luego
nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la
orquídea negra.
Aborrezco
los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso
de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de
troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por
un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al
fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que
no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba
un tallo, y al extremo de este tallo…, ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni
aun pintado!
Era
una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado
de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla
de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.
Todos
lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco,
lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas
de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:
–Retírenla
cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble.
Armados
de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base
musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú
provista de su correspondiente techo.
–Este
ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos –cuchicheaba Guillermo,
mientras ataba las cañas.
Nunca
escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del
murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro;
de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un
doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.
Fue
inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente,
pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo
el tronco de la orquídea.
Yo
mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente,
nos importó. Estábamos envenenados de codicia.
Veinte
mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su
apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa,
gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.
Y
con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.
–Déjame
a mí; yo le hablaré –dijo el primo Guillermo Emilio.
Recuerdo
que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte
del hijo de su hermana.
Pero
me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor,
cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices
baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos
todos en silencio: luego Taman dijo:
–¿Dónde
han dejado al hijo de mi hermana?
Creo
que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final
del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto,
Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más
impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita
educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo
sobre la cabeza de Guillermo, dijo:
–¡Perro
maldito! ¡Cómete esa orquídea!
–¡Taman
–suplicó el primo Guillermo–, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa!
En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?
–¿Cómete
esa orquídea, he dicho!
–Entendámonos,
Taman: tu querido sobrino…
–¡Vas
a comerte esa orquídea, perro!
El
tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo
se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante
de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:
–Escúchame,
honorable hermano mío…
Una
sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y
con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba
caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.
–Taman,
piensa…
–¡Come!
–ladró Taman.
Entonces
por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse
veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con
la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse
el suntuoso tejido de la flor.
Cuando
Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió
del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.
Estuvo
dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste
curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en
todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa,
ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde
“se comió su fortuna”.
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