Aldous Huxley
Era una mujercita de pelo
oscuro, cuyos ojos de color gris azulado llamaban la atención, tan grandes parecían
en su carita pálida. Una cara de niña, con menudas facciones delicadas, pero marchitas
prematuramente; pues la señora Tarwin solo tenía veintiocho años y sus grandes ojos
bien abiertos estaban llenos de inquietud y tenían al mirar un fulgor extraño. “Moka
es nerviosa” –explicaba su marido cuando la gente le preguntaba por qué no estaba
con él. “Nervios que no pueden soportar la tensión de Londres o de Nueva York. Tiene
que vivir tranquila, en Florencia. Una especie de cura de reposo. ¡Pobre querida!”–
añadía con una voz que de pronto se aterciopelaba de sentimiento; e iluminaba su
cara inteligente, de ordinario inexpresiva, con una de esas sonrisas suyas, tan
pensativas, tiernas y encantadoras. Casi demasiado encantadoras, uno se sentía incómodo.
Apretaba el botón del encanto y de la ternura como el de la electricidad. ¡Clic!,
su cara se iluminaba. Y luego ¡clic!, la luz se apagaba y volvía a ser el inexpresivo,
inteligente investigador científico. El cáncer era su objetivo.
Pobre
Moira. ¡Qué nervios! Estaba llena de caprichos y manías. Por ejemplo, cuando alquiló
la quinta en las cuestas de Bellosguardo, quería que le permitieran cortar los cipreses
en el fondo del jardín. “Tan terriblemente parecido a un cementerio”, no se cansaba
de repetir al viejo signor Bargioni. El viejo Bargioni era encantador, pero firme.
No tenía intención de sacrificar sus cipreses. Daban el toque final de perfección
a la vista más deliciosa de Florencia desde la ventana del dormitorio principal:
el Duomo y la torre de Giotto encuadrados en sus oscuras columnas. Con locuacidad
inagotable, trataba de persuadirla de que los cipreses no eran nada fúnebres. Para
los etruscos, por el contrario (inventó esa pequeña pieza de arqueología bajo la
inspiración del momento), el ciprés era un símbolo de alegría; las fiestas del equinoccio
de primavera concluían con danzas alrededor del árbol sagrado. Boecklin, es cierto,
había plantado cipreses en su Isla de los Muertos. Pero Boecklin, después de todo…
Y si ella encontraba tristes los árboles, podía plantar nasturcias para que se enreden
en ellos. O rosales. Los rosales que los griegos…
–Bueno,
bueno –dijo Moira Tarwin precipitadamente–. Dejaremos los cipreses.
¡Esa
voz, ese interminable flujo de erudición y de inglés extranjero! El viejo Bargioni
era realmente terrible. Si lo hubiera tenido que seguir escuchando un momento más,
hubiese llorado. La necesidad de defenderse la hizo ceder.
–¿E
la Tarwine? –preguntó la signora Bargioni cuando volvió a casa su marido.
Él
se encogió de hombros:
–Una
domina piuttosto sciocca –fue su veredicto.
¡Un
poco tonta! El viejo Bargioni no era el único hombre que lo pensaba; pero era uno
–y no eran muchos– de los que miraban su ingenuidad como una falta. A la mayoría
de los hombres que la conocían les encantaba; sonriendo, la adoraban. Aliada a su
diminuta estatura, a esos ojos, a esos rasgos delicados en ese rostro infantil,
su ingenuidad inspiraba devociones y amores protectores. Tenía un don de que los
hombres se sintieran, por contraste, agradablemente amplios, superiores e inteligentes.
Y para su suerte o tal vez su mala suerte, Moira había pasado su vida entre hombres
realmente inteligentes, lo que se dice superiores. Su abuelo, el viejo Sir Watney
Croker, con el que siempre había vivido desde la edad de cinco años (su padre y
su madre habían muerto jóvenes), era uno de los médicos más eminentes de su época.
La monografía sobre úlceras del duodeno, trabajo de los principios de su carrera,
es todavía la obra clásica de ese tema. Entre dos úlceras del duodeno, Sir Watney
encontraba tiempo para adorar y mirar a su nietecita y hacerle el gusto en todo.
Con la pesca al anzuelo y la metafísica, era su manía. El tiempo pasaba. Moira creció,
cronológicamente hablando; pero Sir Watney continuaba tratándola como niña mimada,
continuaba encantándose con sus gorjeos de pajarito, y con la ingenuidad e impertinencia
de sus enfant-terrible-rías. La alentaba, casi la compelía a preservar su infantilidad.
Lo divertía conservarla niña a través del tiempo. Quería su puerilidad y solo así
podía quererla. Todas esas úlceras del duodeno, tal vez habían influido en su sensibilidad,
lo habían desviado un poco, lo habían detenido en su desarrollo y preservado no
adulto como la misma Moira. En las profundidades de su ser no especializado, no
profesional, Sir Watney era también un poco niño. La excesiva preocupación por el
duodeno había impedido a su descuidada parte instintiva desarrollarse por completo.
Lo semejante gravita hacia lo semejante. Al viejo niño Watney le gustaba el niño
en Moira y quería conservar a la joven perpetuamente infantil. Muchos de sus amigos
compartían los gustos de Sir Watney. Médicos, jueces, profesores, funcionarios civiles
–todos los miembros del círculo de Sir Watney eran profesionales eminentes, especialistas
veteranos. Ser invitado a sus comidas era un privilegio. En esas augustas ocasiones,
Moira desde los diecisiete años siempre había estado presente, única mujer en la
mesa. No es una mujer, explicaba Sir Watney, es solo una niña. Los grandes especialistas
eran para ella tíos indulgentes. Cuanto más pueril, más la querían. Moira les ponía
sobrenombres cariñosos. El profesor Stagg, por ejemplo, el neohegeliano, era el
tío Bonzo; el señor juez Gidley era Giddy-goat, etc. Cuando la embromaban, les replicaba
con impertinencias. ¡Cómo se reían! Cuando empezaban a discutir el Absoluto o el
Porvenir Industrial de la Gran Bretaña, los interrumpía con alguna observación deliciosamente
incongruente que los hacía reír a carcajadas. ¡Exquisita! Y al día siguiente la
historia se la contaba a los colegas del tribunal o del hospital, a los camaradas
del Ateneo. En los círculos científicos o de profesiones liberales, Moira gozaba
de una real celebridad. Al fin, había cesado no solo de ser mujer, sino casi de
ser una niña. Era simplemente la mascota.
A
las nueve y media dejaba el comedor, y la conversación volvía a úlceras y Realidad
y Evolución Emergente…
–Uno
querría tenerla como un pajarito enjaulado –dijo John Tarwin, cuando la puerta se
cerró tras ella, la primera vez que comió en casa de Sir Watney.
El
profesor Broadwater asintió. Hubo un pequeño silencio. Fue Tarwin quien lo rompió.
–¿Cuál
es su opinión –preguntó, inclinándose hacia adelante, con esa expresión de inteligencia
inexpresiva en su rostro vehemente de agudos rasgos– cuál es su opinión sobre el
valor de los experimentos en tumores artificialmente injertados en oposición a los
practicados en tumores naturales?
Tarwin
tenía solo treinta y tres años y parecía más joven aún, entre los veteranos de Sir
Watney. Ya tenía una buena obra, lo había dicho Sir Watney a sus huéspedes antes
de la llegada del joven, y prometía mejorarla en lo sucesivo. Era además un tipo
interesante. Había viajado mucho, en el África tropical, en la India, en ambas Américas.
Tenía una buena posición y no necesitaba atarse a un empleo académico para ganarse
la vida. Había trabajado aquí en Londres, en Alemania, en el Instituto Rockefeller
de Nueva York, en el Japón –¡envidiables oportunidades! Tiene grandes ventajas poseer
una renta propia…
–¡Ah!,
aquí está. Tarwin, buenas noches. No, no es tarde… El señor juez Gidley, el profesor
Broadwater, el profesor Stagg y ¡válgame Dios!, no te había visto, Moira; eres realmente
ultramicroscópica, mi nieta. –Tarwin le sonrió. Era verdaderamente deliciosa.
Bueno,
hacía cinco años que se habían casado, pensaba Moira, mientras se empolvaba el rostro
frente al espejo. Tonino venía a tomar el té; se estaba cambiando el vestido. Por
la ventana detrás del espejo, se veía Florencia entre los cipreses –un entrevero
de techos pardos, en la bruma, y sobre ellos la torre de mármol y el Duomo surgiendo
enorme, aéreo. Cinco años. Fue el retrato de John en su marco de cuero de viaje
lo que la hizo pensar en su casamiento. ¿Por qué lo tenía en su tocador? La fuerza
de la costumbre, suponía. No era que le recordara días particularmente felices.
Al contrario. Había ahora como una falta de honradez de su parte en conservarlo
ahí. Pretendiendo quererlo cuando ya no lo quería… Lo miró de nuevo. El perfil era
afilado y ardiente: un joven investigador ávido, enfocando un tumor. A ella en realidad
le gustaba más como hombre de ciencia que cuando trataba de tener un alma o ser
un poeta o un enamorado. Parecía horrible decirlo pero era así: el hombre de ciencia
era de mejor calidad que el hombre hombre.
Ella
lo había sabido siempre –o más bien, sabido no, sino sentido. El hombre siempre
la ponía incómoda. Cuanto más humano, más incómoda se sentía. Nunca debía haberse
casado con él. ¡Pero él había insistido tanto!, y tenía tanta vitalidad; todos hablaban
tan bien de él; lo encontraba bien físicamente; parecía llevar una vida tan alegre,
viajando por todo el mundo; y ella estaba cansada de ser la mascota de los viejos
colegas de su abuelo. Había un buen número de pequeñas razones. Juntos los dos,
pensaba Moira, serían el equivalente de una razón grande y poderosa. Pero no lo
eran; se había equivocado.
Sí,
cuanto más humano, más incómodo. ¡La manera desconcertante en que él proyectaba
la hermosa iluminación de su sonrisa! Iluminación súbita que se apagaba sin aviso
alguno, cuando se iniciaba una discusión sobre un tema serio; cáncer o filosofía,
por ejemplo… Y además esa voz acolchada de sentimentalismo, cuando hablaba del Amor
o de la Naturaleza, ¡o de Dios! ¡Ese acento emocionado y ese temblor superfluo que
ponía en su adiós! Como un perrito de Landseer, le había dicho una vez antes de
casarse, riendo y haciendo una burlesca parodia de su demasiado tierno ¡Adiós, Moira!
La burla lo había herido. John se enorgullecía de su alma y de sus sentimientos
tanto como de su intelecto; tanto de sus sentimientos por la Naturaleza y sus poéticas
nostalgias amorosas como de su conocimiento de los tumores. Goethe era su autor
favorito y el personaje histórico que más admiraba. Poeta y hombre de ciencia, pensador
profundo y ardiente enamorado, artista en el pensamiento y en la vida. –John se
veía personificado en ese papel fastuoso. La hizo leer Fausto y Wilhelm Meister.
Moira hizo lo posible para fingir un entusiasmo que no sentía. En su fuero interno
pensaba que Goethe era un farsante.
–Nunca
he debido casarme con él –dijo a su imagen en el espejo, y sacudió la cabeza.
En
John convivían el aficionado a hacer mimos y el educador cariñoso. Había veces en
que la infantilidad de Moira lo deleitaba lo mismo que había deleitado a Sir Watney
y sus colegas. Entonces se reía de todas las candideces o impertinencias que se
le ocurrían, como si fueran rasgos del ingenio más exquisito; y no solo se reía,
sino que llamaba la atención pública, la inducía a nuevas puerilidades y repetía
la historia de sus gracias a quien quería escucharlo. Era menos entusiasta cuando
Moira se mostraba pueril a sus expensas, cuando sus inocentadas habían comprometido
en algún modo su dignidad o sus intereses. En tales ocasiones perdía la paciencia,
la llamaba tonta y le decía que debía avergonzarse de sí misma. Después de lo cual
se dominaba y se volvía grave, paternal y pedagógico. Y hacía sentir a la pobre
Moira que no era digna de él. Y por fin, encendía la sonrisa y se reconciliaba,
prodigándola caricias que le dejaban fría como una piedra.
–¡Y
pensar –reflexionaba, volviendo a colocar el cisne en la polvera– pensar en todo
el tiempo y la energía que he gastado tratando de ponerme a tono con él!
Todos
esos artículos científicos que había leído, esos esbozos de medicina y psicología,
esos textos de esto o de aquello (no recordaba ni los nombres), ¡para no decir nada
de los aburridos volúmenes de Goethe! ¡Y después todas las andanzas cuando le dolía
la cabeza o estaba cansada! ¡Todos esos encuentros con gentes que la aburrían, pero
que eran realmente, según John, tan interesantes e importantes! ¡Y todos los viajes,
ese terrible afán de verlo todo, esas visitas a extranjeros distinguidos y a sus
menos distinguidas esposas! Hasta físicamente le era imposible seguir a su marido
–¡tenía las piernas tan cortas y John tenía siempre tanta prisa! Mentalmente, a
despecho de todos sus esfuerzos, se quedaba cien millas atrás.
–¡Horrible!
–dijo en alta voz.
Toda
su vida de casada había sido horrible. Desde aquella horrible luna de miel en Capri,
cuando la había hecho andar demasiado a prisa, demasiado a prisa, cuesta arriba,
solo para leerle extractos de Wordsworth, una vez arriba en el Aussichtpunckt; cuando
le hablaba de amor y lo hacía con demasiada frecuencia, cuando le decía los nombres
latinos de plantas y mariposas, desde aquella horrible luna de miel hasta el día,
cuatro meses atrás, en que sus nervios se habían hecho pedazos y el doctor había
ordenado que estuviera tranquila, lejos de John. ¡Horrible! Esa vida casi la había
muerto. Y eso no era (al fin se había dado cuenta), eso no era vida. No era más
que una actividad galvánica, como la contracción de la pata de una rana muerta cuando
se le toca un nervio con un alambre eléctrico. No era vida sino una muerte galvanizada.
Recordaba
la última de sus querellas, antes de la prescripción médica de alejarse. John estaba
sentado a sus pies, la cabeza recostada en sus rodillas. ¡Y John empezaba a ponerse
calvo! A ella le eran insoportables esos largos pelos aplastados sobre el cráneo.
Y porque estaba cansado con sus investigaciones de microscopio, cansado y a la vez
(habiéndola dejado en paz, gracias a Dios, por más de quince días) enamorado, se
le veía en los ojos, se volvía sentimental y hablaba con su voz más aterciopelado
de Amor y de Belleza y de la necesidad de parecerse a Goethe. Hablando hasta darle
ganas de gritar. Y al fin ya no pudo más.
–¡John,
por amor de Dios –le dijo casi a punto de perder el dominio de sí– cállate!
–¿Qué
te pasa? –interrogó, levantando hacia ella sus ojos apenados.
¡Toda
esa charla! Estaba indignada.
–Pero
si tú nunca has querido a nadie más que a ti mismo. Ni sentido la belleza de nada.
Ni más ni menos que ese viejo farsante de Goethe. Tú sabes lo que debes sentir cerca
de una mujer o mirando un paisaje; tú sabes lo que siente la gente refinada. Y deliberadamente
tratas de sentir lo mismo en cabeza propia.
John
se sintió herido en lo más vivo.
–¿Cómo
puedes decir eso?
–Porque
es cierto, es cierto. ¡Solo vives intelectualmente, con la cabeza! ¡Y una cabeza
calva, por añadidura! –agregó Moira, riendo sin poder contenerse.
¡Qué
escena! Siguió riéndose mientras él estaba enfurecido; no podía contener la risa.
–Es
histerismo –dijo John y se calmó–. La pobre criatura está enferma. –No sin esfuerzo,
encendió su expresión de ternura paternal y fue a buscar las sales.
Un
último toque a los labios ¡ya está!, lista. Bajó al salón, para encontrar a Tonino,
que la esperaba –siempre se adelantaba–. Se levantó al verla, se inclinó sobre la
mano que ella le tendía y se la besó. Le gustaban sus maneras rebuscadas de meridional,
a veces algo excesivas.
John
siempre ocupado en sus investigaciones científicas o en hacer el poeta de voz afelpada
no tenía tiempo para pensar en buenas maneras. No creía que la cortesía fuera muy
importante. Lo mismo le pasaba con la ropa. Andaba crónicamente mal vestido. Tonino,
al contrario, era un modelo de elegancia llamativa. Ese traje gris claro, esa corbata
color alhucema, esos zapatos abigarrados de cabritilla blanca y charol –¡maravilloso!
Uno
de los placeres, o de los peligros de los viajes por el extranjero es que uno pierde
la noción de clase. En su propio país, aun con la mejor voluntad, esto es imposible.
El hábito nos hace a nuestra propia clase legible de inmediato como nuestro propio
idioma. Una palabra, un gesto son suficiente: nuestro hombre está clasificado.
Pero
en el extranjero la gente no es legible. Los defectos de educación no saltan a la
vista; todos los más sutiles refinamientos, los más finos matices de la vulgaridad,
se nos escapan. El acento, las inflexiones de voz, el vocabulario, los ademanes,
nada nos dicen. Entre el duque y el corredor de seguros, el arrivista aprovechador
y el gentilhombre campesino, nuestro ojo inexperimentado y nuestro oído no aprecian
diferencias. Para Moira, Tonino era la flor característica de la sociedad italiana.
Sabía, naturalmente, que no estaba en buena posición, ¡pero hay tanta gente distinguida
en la pobreza! Veía en él el equivalente de uno de esos hijos menores de los squires
ingleses, esa clase de joven que busca trabajo por medio de un aviso en el Times,
en la Agony Column: “Exestudiante universitario, aficionado a los deportes, aceptaría
cualquier empleo de confianza bien remunerado”. La hubiera apenado y llenado de
sorpresa e indignación oír al viejo Bargioni, decir de Tonino después de su primer
encuentro: “il tipo dil parrucchiere napoletano” –el peluquero típico napolitano.
La signora Bargioni sacudió la cabeza ante el posible escándalo, regocijándose en
el fondo.
En
realidad Tonino no era peluquero. Era hijo de un capitalista, no muy fuerte, pero
un capitalista auténtico.
Vasare
padre era propietario de un restaurant en Pozzuoli y tenía la ambición de abrir
un hotel. Tonino había sido enviado a estudiar la industria del turismo a casa de
un amigo de la familia que dirigía uno de los mejores establecimientos de Florencia.
Cuando hubiera aprendido todos los secretos del oficio, volvería a Pozzuoli a ser
el director de la pensión refaccionada que su padre se proponía rebautizar modestamente:
el Gran Hotel Ritz-Carlton. Mientras tanto, vagaba en Florencia sin mucho que hacer.
Había conocido a Moira en una forma romántica, en el camino real. Guiando sola,
como era su costumbre, Moira había pasado sobre un clavo. Un pinchazo. Nada más
fácil que cambiar la rueda –nada, siempre que se tenga la fuerza necesaria para
desatar los nudos que sujetan la rueda pinchada a su eje. Moira no la tenía. Cuando
Tonino apareció, diez minutos después del accidente, la encontró sentada en el estribo
del coche, colorada, despeinada por los esfuerzos y en un mar de lágrimas.
–Una
signora forestiera. –Esa noche, en el café, Tonino relató su aventura con satisfacción
y aire fatuo. Para la pequeña burguesía en que se había criado, una Dama Extranjera
era casi una criatura fabulosa, un ser de riqueza, independencia y excentricidad
legendarias. Inglese, especificó. Giovane y bella, bellissima. Sus interlocutores
no se convencían; la belleza por una u otra razón, no es común entre los ejemplares
ingleses que ambulan por el extranjero. Ricca, añadió. Eso ya parecía menos improbable;
las señoras extranjeras, eran todas ricas, casi por definición. Suculentamente y
con unción, describió Tonino el coche que ella guiaba, la villa lujosa en que vivía.
El
encuentro casual cuajó pronto en amistad. Ésta era la cuarta o quinta vez en una
quincena que Tonino había visitado la casa.
–Unas
pocas flores –dijo el joven en un tono de excusa, suave e insinuante; y adelantó
la mano izquierda, que había tenido escondida detrás de la espalda. Sostenía un
ramo de rosas blancas.
–¡Pero
qué bueno de su parte! –exclamó ella en su mal italiano–. ¡Qué bonitas! –John no
regalaba flores a nadie; miraba esas cosas como tonterías. Sonrió a Tonino por encima
de las flores: mil gracias.
Con
un gesto de súplica, devolvió la sonrisa. Brillaron sus dientes iguales, como perlas.
Sus grandes ojos eran luminosos, oscuros, líquidos y algo vagos como los de las
gacelas. Era todo un buen mozo.
–Rosas
blancas –dijo–, para la rosa blanca.
Moira
se rio. El cumplido era ridículo; pero no dejó de agradarle.
Tonino,
no era solo capaz de hacer cumplidos. Sabía hacerse útil. Cuando unos días después,
Moira resolvió pintar al agua el hall, bastante deteriorado, y el comedor, Tonino
fue el alma del arreglo. Trató con el decorador, hizo reproches a las demoras, indicó
a los obreros las ideas personales de Moira sobre los tonos de color y tomó a su
cargo la dirección de los trabajos.
–Si
no hubiera sido por usted –le dijo Moira, una vez terminada la obra–, me hubieran
robado y nada se hubiera hecho como es debido.
–Qué
alivio –pensaba–, tener a mano un hombre sin cosa importante que hacer; un hombre
con tiempo disponible para ayudarla y serle útil. ¡Qué alivio! ¡Y qué cambio! Con
John, era ella la que tenía que hacer todas las cosas prácticas y aburridas. John
siempre tenía que hacer, y su trabajo era antes que todo, hasta de la conveniencia
de su esposa. Tonino era un hombre vulgar, sin nada de sobrehumano en él o en sus
actividades. Sí, era un gran alivio.
Poco
a poco, Moira llegó a descansar en él para todo. Era universalmente útil. Se consumieron
las mechas y Tonino las puso nuevas. Había un nido de avispas en la chimenea del
salón, que Tonino heroicamente asfixió con azufre. Pero su especialidad era la economía
doméstica. Criado en un restaurant, sabía los precios y todo lo concerniente a bebidas
y alimentos. Cuando la carne no era buena, iba a la carnicería y poco faltaba para
que se la hiciera tragar al carnicero. Hacía rebajar al almacenero lo que cobraba
de más. Hizo un arreglo con un empleado de la pescadería, mediante el cual Moira
tenía la flor de los lenguados y de los mújoles. Le hizo las compras de vino y aceite,
al por mayor, en enormes damajuanas de vidrio; y Moira, que después de la muerte
de Sir Watney podía permitirse beber Pol Roger 1911, y cocinar con manteca de yak
importada, se entusiasmaba en largas conversaciones sobre la economía de un céntimo
por libra o de una o dos liras por quintal. Para Tonino el precio y la calidad de
las provisiones era de la mayor importancia. Conseguir una botella de Chianti por
cinco liras noventa en vez de seis liras era a sus ojos una victoria; y la victoria
era un triunfo completo si se podía probar que el Chianti llevaba tres años de embotellado
y tenía más de catorce por ciento de alcohol. Por naturaleza Moira no era ni avara
ni comilona. Y su educación había afirmado sus tendencias naturales. Tenía el desinterés
de aquellos que nunca han estado cortos de dinero; y a su abstemia indiferencia
por los placeres de la mesa nunca se había mezclado la preocupación de dueña de
casa por el apetito y la digestión de los demás. Nunca; pues Sir Watney tenía a
su servicio una ama de llaves profesional, y con John Tarwin, que apenas se daba
cuenta de lo que comía, y que pensaba que las mujeres debían ocuparse en cosas intelectuales,
más importantes que asuntos de cocina, había vivido la mayor parte del tiempo desde
su casamiento en hoteles o en departamentos con pensión, o en piezas amuebladas
en un crónico estado de picnic. Tonino le había revelado el mundo de los mercados
y de las cocinas. Acostumbrada, sin embargo, a pensar con Johrt. que no valía la
pena de preocuparse por la vida material, se rio al principio de la seriedad con
que Tonino trataba de la carne o de un medio penique. Pero al poco tiempo empezó
a contagiarse de ese entusiasmo casi religioso por la vida doméstica: descubrió
que la carne y el medio penique eran interesantes, después de todo, que eran reales
e importantes –mucho más reales e importantes, por ejemplo, que leer a Goethe cuando
uno lo encuentra farsante y aburrido. Vigilada cariñosamente por los más competentes
abogados y corredores, la fortuna del finado Sir Watney producía Un buen cinco por
ciento, libre de impuestos. Pero en la compañía de Tonino podía Moira olvidar el
balance de su cuenta de banco. Descendiendo del Sinaí financiero en el que tan alto
estaba colocada sobre el común de los mortales, descubrió, con él, las preocupaciones
de la pobreza. Eran curiosamente excitantes e interesantes.
–¡Los
precios que piden por el pescado en Florencia! –decía Tonino, después de un silencio,
ya agotado el tema de las rosas blancas–. ¡Cuando pienso en el precio de los pulpos
en Nápoles! Es escandaloso.
–¡Escandaloso!
–repetía Moira, con igual indignación.
Hablaban
interminablemente.
El
día siguiente el cielo ya no fue azul, sino de un blanco opaco. No había sol, solo
un resplandor difuso sin sombras. El paisaje yacía absolutamente sin vida bajo la
mirada del cielo muerto como de un pez muerto. Hacía mucho calor, no había viento,
el aire apenas respirable parecía de lana. Moira se despertó con dolor de cabeza,
y sus nervios tenían como una inquieta vida propia, independiente de la suya. Eran
como pájaros enjaulados, aleteando y revoloteando y piando a la menor alarma; y
su cuerpo laxo y dolorido era la pajarera. Contra su voluntad y su intención se
sorprendió malhumorada contra la doncella diciéndole cosas desagradables. Como compensación
tuvo que darle un par de medias. Ya vestida, quiso escribir algunas cartas; pero
su estilográfica le manchó los dedos, lo cual la enfureció de tal modo que la tiró
por la ventana. La estilográfica se hizo pedazos abajo en el embaldosado. No tenía
otra con que escribir; era demasiado. Se lavó la tinta de las manos y tomó su bastidor.
Pero le parecía que todos los dedos eran pulgares. Y se pinchó con la aguja. ¡Ah
qué dolor! Se le llenaron los ojos de lágrimas; empezó a llorar. Y habiendo empezado
no pudo parar. Assunta entró cinco minutos después y la encontró sollozando:
–¿Pero
qué pasa, signora? –le preguntó llena de afectuosa solicitud, ablandada con el regalo
de las medias. Moira sacudió la cabeza.
–Váyase
–le dijo con voz entrecortada. La muchacha insistió–. Váyase –repitió Moira. ¿Cómo
explicar lo que había, si no había sucedido otra cosa más que el pinchazo del dedo?
No había nada. Y sin embargo, todo, todo la entristecía. A fin de cuentas ese todo
era el tiempo. Aun en plena salud Moira había sido muy sensible a las tormentas.
Sus nervios relajados eran entonces más sensibles que nunca. Las lágrimas y furias
y desesperaciones de este horrible día tenían puramente un origen meteorológico.
Pero no por eso eran menos violentas y dolorosas. Las horas pasaban lúgubremente.
Espeso de nubes negras, vino el crepúsculo en un silencio sofocante y prematuramente
se hizo noche. El reflejo de lejanos relámpagos, brillando más allá bajo el horizonte,
iluminaba el cielo oriental. Los picos y las crestas de los Apeninos se recortaban
momentáneamente contra extensiones de vapor plateado y desaparecían en silencio,
la expectativa persistía. Con una sensación de ahogo –porque las tormentas la aterraban–
Moira se sentó en la ventana, mirando las negras colinas aparecer en ese fondo de
plata y morir, aparecer y morir. Los relámpagos eran más intensos; por primera vez
oyó acercarse el trueno, lejano y débil como el murmullo del mar en un caracol.
Moira se estremeció. El reloj del hall dio las nueve, y como si el sonido fuera
una señal convenida, de repente una ráfaga de viento sacudió la magnolia en el cruce
de los senderos del jardín allá abajo. Largas hojas tiesas se entrechocaron como
escamas de cuerno. Hubo otro relámpago. A su blanco resplandor fugaz distinguió
los dos cipreses funerarios que se retorcían y se debatían en la agitación desesperada
del dolor. Y entonces, de súbito, la tormenta estalló catastrófica; directamente
sobre su cabeza, parecía. Ante la violencia salvaje de un diluvio glacial, Moira
cerró la ventana. Una raya blanca de fuego zigzagueó terriblemente, allí detrás
de los cipreses. El trueno inmediato fue como el derrumbe y la caída de una sólida
bóveda. Moira se apartó de la ventana y se tiró en la cama. Se cubrió la cara con
las manos. A través del ruido continuado de la lluvia el trueno estallaba y repercutía,
estallaba otra vez y hacía rodar su voz entrecortada a través de la noche, en todas
direcciones. Temblaba la casa entera. En las ventanas, los vidrios sacudidos repiqueteaban
como los vidrios de un ómnibus viejo rodando sobre el empedrado.
–¡Dios
mío! ¡Dios mío! –repetía Moira. En el enorme tumulto su voz era breve y como desnuda,
perfectamente abyecta.
–Pero
es una estupidez asustarse. –Recordaba la voz de John, su brillante tono de superioridad.
Hay miles de probabilidades contra una de no ser alcanzada. Y en todo caso el esconder
la cabeza no va a impedir al rayo de…
¡Cómo
lo odiaba por ser tan sensato y razonable!
–¡Dios
mío! –Se oyó otro trueno–. ¡Dios mío, Dios mío, Dios…!
Y
de repente sucedió algo espantoso: se apagó la luz. A través de sus párpados cerrados
ya no vio el rojo de sangre traslúcida, sino un negro absoluto. Destapándose la
cara, abrió los ojos y miró con ansia a su alrededor: la misma oscuridad. Buscó
a tientas el conmutador, lo encontró, le dio vuelta una y más veces: la misma oscuridad
impenetrable.
–¡Assunta!
–llamó.
Y
de pronto, enmarcado por la ventana, se proyectó un cuadro del jardín sobre un fondo
de cielo blanco-malva y de lluvia brillante que caía a mares.
–¡Assunta!
–Una explosión que parecía en el mismo techo ahogó la voz–. ¡Assunta, Assunta! –Enloquecida,
llegó tropezando hasta la puerta del cuarto oscuro como una tumba. Otro relámpago
iluminó el picaporte. Abrió–. ¡Assunta!
Su
voz resonó hueca en el pozo negro de la escalera. Volvió a estallar el trueno sobre
su cabeza. Con un estallido y repiqueteo de vidrios rotos, una de las ventanas de
su cuarto se abrió de par en par. Una ráfaga de viento frío le levantó los cabellos.
De su escritorio se elevó un vuelo de papeles y remolineó con alas crujientes en
la oscuridad. Una le rozó la cara como algo vivo y después nada. Gritó con fuerza.
La puerta golpeó tras ella. Aterrada corrió escaleras abajo, como si el diablo la
persiguiera. En el hall encontró a Assunta y la cocinera que venían a su encuentro,
encendiendo fósforos.
–¡Assunta,
la luz! –Se colgó del brazo de la muchacha. Solo el trueno respondía. Cuando se
apaciguó el ruido, Assunta explicó que los fusibles habían saltado y que no había
ni una vela en la casa. Ni una, y nada más que otra caja de fósforos.
–Pero
entonces estaremos a oscuras –dijo Moira histéricamente.
Por
las tres relucientes ventanas negras del hall aparecieron tres cuadros separados
del jardín empapado y desaparecieron. En la pared, los viejos espejos de Venecia
por un instante, parpadearon como ojos muertos vueltos a la vida.
–¡A
oscuras! –repetía con una insistencia de loca.
–¡Ay!
–grito Assunta, dejando caer la cerilla que le quemaba los dedos. El fragor del
trueno caía sobre ellas, a través de las tinieblas que la falta de luz hacía más
densas e impenetrables. Cuando sonó el teléfono, Tonino estaba sentado en la gerencia
de su hotel, jugando a las cartas con los dos hijos del propietario y un amigo.
–Alguien
quiere hablarle, signor Tonino –dijo el subportero, asomando la cabeza–. Una señora.
–E hizo un gesto significativo.
Tonino,
con dignidad, se alejó. Al volver unos minutos después, tenía el sombrero en una
mano y con la otra se abotonaba el impermeable.
–Lo
siento –dijo–; tengo que salir.
–¿Salir?
–repitieron los otros, incrédulos. Tras las ventanas con los postigos cerrados,
la tormenta rugía como una catarata con salvajes explosiones–. ¿Pero dónde? –le
preguntaron–. ¿Por qué? ¿Estás loco?
Tonino
se encogió de hombros, como si no fuera nada salir en un huracán, como si fuera
su costumbre. La signora forestiera –explicó fastidiado con la pregunta–: la Tarwin
le pedía que fuera en seguida a Bellosguardo. Los fusibles… ni una vela en la casa…
completamente a oscuras… desesperada… los nervios…
–Pero
con una noche semejante… no eres electricista. –Los dos hijos del propietario hablaban
en coro. Les parecía, y eso los indignaba, que Tonino se dejaba explotar. Pero el
tercer joven se recostó en la silla riendo.
–Vai,
caro, vai –y amenazando con el dedo le dijo con intención–: Ma fatti pagare per
il tuo lavoro. (Hazte pagar el trabajo). Berto era un conquistador, un especialista
avezado en materia de estrategia amorosa, un experto reconocido.
–Toma
la oportunidad. –Los otros hicieron eco a su risa desagradable. Tonino, por su parte,
asintió con la cabeza ensayando una sonrisa.
El
taxi, por las calles desiertas, se hundía en el agua y salpicaba como una fuente
viajera. Tonino, sentado en el coche oscuro, rumiaba el consejo de Berto. Por cierto,
era bonita. Pero –no sabía por qué– apenas se le había ocurrido pensar en ella como
en una querida. Había sido cortésmente galante con ella –por principio y por la
fuerza de la costumbre– pero sin idea de conquista, y cuando se dio cuenta de que
ella no respondía a sus avances, le había sido indiferente. Pero tal vez hubiera
debido sentirlo, y hubiera debido poner mayor empeño. En el medio de Berto era como
una obligación deportiva hacer lo posible para seducir todas las mujeres a mano.
El hombre más admirable era el hombre que contaba más mujeres en su haber. Realmente
encantadora, pensaba Tonino en su fuero interno, tratando de entusiasmarse con ese
juego. Sería un triunfo de que podría enorgullecerse. Y más tratándose de una extranjera.
Y tan rica. Sentía una satisfacción íntima en el gran coche, en la casa, en los
sirvientes, en la platería. Certo –se dijo complacido–, mi vuol bene. Ella simpatizaba
con él; no cabía duda. Meditativamente, se acarició el rostro; los músculos se distendieron
bajo sus dedos. Se sonreía consigo mismo en la oscuridad; inocentemente, la sonrisa
ingenua de una prostituta.
–Moira
–dijo en alta voz– Moira. Strano quel nome. Piuttosto ridicolo.
Moira
le abrió la puerta. Había estado mirando por la ventana, esperando, esperando.
–¡Tonino!
–Le tendió ambas manos; nunca se había sentido más feliz de ver a alguien.
El
cielo se volvió un momento de un blanco-malva detrás de él, mientras se detuvo en
la puerta abierta. Los faldones de su impermeable se agitaron con el viento; una
ráfaga húmeda entró con él; helando el rostro de Moira. El cielo se puso negro de
nuevo. Cerró él la puerta con un golpe. Estaban en completa oscuridad.
–Tonino,
es demasiado bueno de haber venido, sí demasiado…
El
trueno que la interrumpió parecía el fin del mundo. Moira se estremeció.
–¡Dios
mío! –murmuró; y de pronto llorando oprimió la cara contra el chaleco de Tonino,
que la sostuvo en sus brazos acariciándole el cabello. El siguiente relámpago le
mostró el sitio del sofá. En medio de la oscuridad que se sucedió la condujo a través
del cuarto, se sentó y empezó a besar la cara húmeda de lágrimas. Ella estaba quieta
en sus brazos, como una criatura asustada que al fin encuentra un amparo. Tonino
la oprimía en sus brazos, besándola con dulzura una y otra vez.
–Ti
amo, Moira –murmuraba. Y era cierto. Oprimiéndola, tocándola así en la oscuridad,
la quería–. Ti amo! –¡Cómo la amaba!–. Ti voglio un bene inmenso, –repetía con pasión,
con una honda y cálida ternura nacida de súbito de la oscuridad y del dulce y ciego
contacto. Pesada y cálida como la vida, Moira yacía apretada contra él. Su cuerpo
se curvaba, pleno y sólido bajo sus dedos, sus mejillas eran frescas y redondas,
sus párpados redondos y trémulos, húmedos de lágrimas, su boca tan dulce, tan dulce
bajo el contacto de sus labios.
–Ti
amo, ti amo! –Estaba sin aliento de tanto amor, y sentía como si hubiera un hueco
en el centro de su ser, un vacío de ternura deseosa de colmarse, que solo Moira
podía colmar, un vacío que la atraía hacía él, en él, que la absorbía como un vaso
vacío absorbe el agua. Inmóvil, con los ojos cerrados, inmóvil, estaba ella en sus
brazos, dejándose beber por su ternura, ahogarse en el vacío absorbente de su corazón,
feliz en su pasividad, abandonándose a esa dulce insistencia apasionada.
–Fatti
pagare, fatti pagare! –El recuerdo de las palabras de Berto transformó de golpe
al enamorado en un sportsman del amor con una reputación que guardar y con récords
que sostener. Fatti pagare. Arriesgó una caricia más íntima. Pero Moira se retrajo
con tal estremecimiento al contacto que renunció, avergonzado de sí mismo.
–Ebbene
–le preguntó Berto cuando regresó, una hora después–, ¿arreglaste los fusibles?
–¡Sí,
los arreglé!
–¿Y
cobraste?
Tonino
sonrió con la sonrisa del sportsman de amor.
–Algo
a cuenta –contestó, y en el acto se disgustó consigo mismo por lo que decía, y se
disgustó con los demás porque lo festejaban. ¿Por qué consentía en echar a perder
una cosa que había sido tan hermosa? Pretextando dolor de cabeza subió a su cuarto.
La tormenta había pasado y la luna brillaba ahora en un cielo claro. Abrió la ventana
y miró afuera. El Arno, río de tinta y mercurio, corría murmurando. Abajo, en la
calle, brillaban los charcos como ojos abiertos. Lejos, en la opuesta ribera, el
fantasma de Caruso cantaba en un gramófono: Stretti, stretti, nell’estasi d’amore…
Tonino estaba emocionado profundamente.
A
la mañana siguiente el cielo estaba azul, el sol brillaba en las hojas barnizadas
de la magnolia, el aire era modesto y quieto. Sentada ante el tocador, Moira miró
por la ventana, preguntándose incrédula si algo como una tormenta era posible. Pero
las plantas estaban tronchadas sobre los canteros; los caminos alfombrados de hojas
y pétalos dispersos. A despecho de la brisa suave y del sol, los horrores de la
noche eran algo más que un mal sueño. Moira suspiró y empezó a cepillarse el cabello.
En su marco de cuero, el perfil de John Tarwin se destacaba, brillantemente fijo
en tumores imaginarios. Con los ojos puestos en él, Moira continuó cepillándose
maquinalmente el cabello. Luego, de pronto, interrumpiendo el ritmo de sus movimientos,
se levantó, tomó el cuadro y, atravesando el cuarto, lo arrojó fuera de su vista
encima del gran armario. ¡Ahí! Volvió a su sitio, y, llena de una especie de temeroso
engreimiento, prosiguió el peinado interrumpido.
Cuando
estuvo vestida, bajó a la ciudad y pasó una hora en la joyería de Settepassi. Cuando
salió dirigiéndose a Lungarno, la saludaron como a una princesa.
–¡No,
no fume de ésos! –le dijo a Tonino esa tarde, al querer tomar un cigarrillo de la
caja de plata sobre la chimenea–. Tengo algunos egipcios de los que a usted le gustan.
Los he comprado especialmente para usted. –Y sonriendo le entregó un paquetito.
Tonino
se lo agradeció profusamente –demasiado profusamente– según su costumbre. Pero cuando
abrió el paquete y vio el oro mate de una gran cigarrera, solo pudo mirarla con
embarazoso y escrutador asombro.
–¿No
le parece bonita? –preguntó Moira.
–¡Maravillosa!
Pero es… –titubeó un momento–. ¿Es para mí?
Moira
se rio encantada de su cortedad. Nunca lo había visto cohibido. Era siempre el joven
de mundo dueño de sí, seguro, inexpugnable bajo su armadura de buenas maneras meridionales.
Ella admiraba esa elegante caparazón. Pero la divertía por una vez tomarlo de improviso,
verlo desorientado, ruborizándose y tartamudeando como un niño. Le divertía y le
gustaba; le gustaba tanto el niño como el joven socialmente competente, educado
y cortés.
–¿Para
mí? –remedó ella riendo–. ¿Le gusta? –Cambió de tono, se volvió grave–: Quería que
tuviera un recuerdo de anoche. –Tonino le tomó las manos y las besó en silencio.
Lo había recibido con una alegría tan natural, con tanta desenvoltura, como si nada
hubiera pasado entre ellos, que las tiernas referencias (tan cuidadosamente preparadas
al subir la cuesta) quedaron inéditas. Temió decir lo que no debía y ofenderla.
Pero ahora el encanto estaba roto, por la misma Moira–. Uno no debe olvidar sus
buenas acciones –le dijo abandonándole sus manos–. Cada vez que saque un cigarrillo
¿recordará cuan bueno y gentil ha sido con una tontita?
Tonino
tuvo tiempo de recobrar su aplomo.
–Recordaré
la más adorable, la más bella… –Teniéndole siempre las manos, la miró un momento
en silencio, intencionadamente. Moira sonreía–. ¡Moira! –Y se encontró en sus brazos.
Cerró los ojos y pasiva se abandonó en el círculo fuerte de sus brazos, pasiva y
floja contra su cuerpo firme–. Te amo, Moira. –El aliento de sus palabras abrasaba
su mejilla–. Ti amo. –Y de pronto los labios de Tonino encontraron los suyos besándolos
violentamente, impacientemente. Entre los besos llegaban las palabras a su oído,
apasionadas.
–Ti
amo pazzamonte… picana… tesoro… amore… cuore… –Dicho en italiano, su amor parecía
algo especialmente fuerte y profundo. Las cosas descritas en un idioma extranjero
cobran una cierta extrañeza–. Ammami, Moira, ammami. Mi ami un po? –insistía–. ¿Un
poco, Moira, me amas un poquito?
Ella
abrió los ojos y lo miró. Luego, con un rápido movimiento le tomó la cara en sus
dos manos, lo atrajo hacia ella y lo besó en la boca.
–¡Sí
–murmuró–, te amo! –Y dulcemente, lo alejó. Tonino quiso besarla de nuevo. Pero
Moira sacudió la cabeza y se desasió de sus brazos–. No, no –dijo bondadosa y perentoriamente,
a la vez–. No hay que afearlo todo.
Pasaban
los días, calientes y dorados. Se acercaba el verano. Los ruiseñores, invisibles,
cantaban en la frescura de la tarde.
–L’ussignolo
–se decía Moira a sí misma al escuchar el canto–. L’ussignolo. Hasta los ruiseñores
eran sutilmente melodiosos en italiano. El sol se ponía. Sentados en una pequeña
glorieta al fondo del jardín miraban ensombrecerse el paisaje. Sobre la colina,
allá abajo, los muros blancos de las granjas y las villas se recortaban con nítida
claridad contra los olivos crepusculares como llenos de un sentido nuevo y extraño.
Moira suspiró.
–Estoy
tan feliz –dijo; Tonino le tomó la mano–. Ridículamente feliz. –Porque, después
de todo –pensaba–, era ridículo estar tan feliz sin un motivo en particular. John
Tarwin le había enseñado que solo se podía ser feliz cuando se llevaba entre manos
algo “interesante” (como él decía) o se frecuentaba personas que “valían la pena”.
Tonino no era un ser extraordinario ¡gracias a Dios! Y hacer un pic-nic no era exactamente
“interesante” en el sentido que John daba a la palabra; tampoco lo era hablar de
los méritos de las diferentes marcas de coches; tampoco, enseñar a Tonino a manejar,
ni ir de compras; ni discutir el problema de cortinas nuevas para el salón; ni,
como sucedía ahora, estar sentados en una glorieta sin decir palabra. A pesar, o
a causa de lo cual, era feliz con una felicidad sin precedente.
–Ridículamente
feliz –repetía.
Tonino
le besó la mano.
–Y
yo también –dijo. Y no era simple cortesía. A su manera, era realmente feliz con
Moira. Cuando lo veían sentado a su lado, en el magnífico auto amarillo, la gente
le tenía envidia. Era ella tan bonita y elegante y también tan exótica; tenía orgullo
de que lo vieran andar con ella. ¡Y la cigarrera, y el bastón con puño de ágata,
montado en oro, que le había regalado para su cumpleaños!… Además, y sin, darse
bien cuenta, estaba muy enamorado. Por algo la había abrazado y acariciado en la
oscuridad, la noche de la tormenta. Algo de esa honda y apasionada ternura, nacida
de pronto de la noche y de aquel ciego y mudo contacto, subsistía en él –subsistía
aun después que el deseo físico que entonces le había inspirado hubiera sido satisfecho
por sustitución. (Y bajo los sabios consejos de Berto habían sido satisfechos con
frecuencia). Si no fuera por los comentarios sarcásticos de Berto sobre la naturaleza
aún platónica de sus relaciones, habría sido plenamente feliz.
–Alle
donne –Berto generalizaba, sentenciosamente– piace sempre la violenza. Suspiran
porque las violenten. Tú no sabes, hacer el amor, mi pobre amigo. –Y ponía como
ejemplo sus hazañas. Para Berto, el amor era una especie de lasciva venganza sobre
las mujeres por el crimen de ser puras.
Aguijoneado
por las bromas de su amigo, Tonino hizo otra tentativa para hacerse pagar el saldo
del arreglo de los fusibles en la noche de la tormenta. Pero recibió en la cara
tal bofetada, y Moira lo amenazó en tono tan seco con no volverlo a ver a menos
que se condujera correctamente, que no se animó a intentar otro ataque. Se contentó
con tomar un aire de tristeza y quejarse de su crueldad. Pero, a despecho de esa
cara larga de circunstancias, era feliz con ella. Feliz como un gato al lado del
fuego. El coche, la casa, su elegante belleza extranjera, los regalos maravillosos
que le había hecho lo mantenían en una felicidad ronroneante.
Pasaban
los días y las semanas. Moira hubiera querido que la vida se deslizara así por siempre,
como una corriente alegre y viva con rachas ocasionales de tranquilo sentimentalismo,
nunca peligrosamente honda o turbulenta, sin caídas ni remolinos ni correntadas.
Ella quería que su existencia continuase eternamente así, lo que era en este momento,
una especie de juego, con un compañero agradable que la excitara emocionalmente,
jugando a amar y a vivir. ¡Si este pasatiempo feliz pudiera durar para siempre!
Y
fue John Tarwin quien decidió que no podía durar. “Debiendo asistir congreso citológico
Roma iré de pasada unos días llegaré jueves cariños. John”. Tal era el texto del
telegrama que esperaba a Moira una tarde al volver a su villa. Lo leyó y se sintió
en el acto deprimida y desmoralizada. ¿Por qué venía? Iba a echarlo todo a perder.
La tarde deslumbrante se volvió descolorida y muerta a sus ojos; esa felicidad que
la colmaba al volver con Tonino de esa gira maravillosa por los Apeninos se extinguió.
Retrospectivamente, su melancolía oscureció la belleza azul y dorada de las montañas,
las flores brillantes, veló las risas y la charla del día.
–¿Por
qué venía? –se preguntó desolada y rencorosa–. ¿Y qué va a suceder, qué va a suceder?
–Sintió frío y le faltó el aliento y se sintió enferma con la inquietud y la incertidumbre.
La
cara de John, al verla esperándolo en la estación, se iluminó instantáneamente con
todo el poder de sus cien bujías de ternura y encanto.
–¡Queridita
mía! –Su voz era trémula y aterciopelada. Se inclinó sobre ella; Moira se puso tiesa,
soportando que la besara. Notó con asco que tenía las uñas sucias. La perspectiva
de la comida sola con John la había asustado. Había invitado a Tonino a comer. Además,
quería que John lo conociera. Guardar el secreto de la existencia de Tonino era
admitir que había algo malo en sus relaciones con él. Y no había nada. Quería que
John lo encontrara así, como la cosa más natural del mundo. ¿Le gustaría Tonino?
Eso ya era otra cosa. Moira tenía sus dudas que se vieron justificadas. John empezó
protestando al saber que había un invitado. ¡Su primera noche! ¿Cómo se le había
ocurrido? Le temblaba la voz –pieles rizadas por la brisa. Moira tuvo que soportar
un diluvio de sentimentalismo. Pero al fin, cuando llegó la hora de la comida, apagó
su patetismo y pasó de nuevo a ser el investigador científico. Indagando con brillo
pero impersonalmente, John hizo un verdadero interrogatorio a su huésped sobre todo
lo interesante e importante que sucedía en Italia. ¿Cuál era la verdadera situación
política? ¿Cómo funcionaba el nuevo sistema de educación? ¿Qué pensaba de la reforma
del código penal? Sobre todos esos temas, Tonino estaba, claro está, mucho menos
informado que su examinador. La Italia que él conocía era la de sus amigos y la
de su familia, de las tiendas y los cafés y las muchachas y la de la lucha diaria
por el dinero. Toda esa Italia histórica, impersonal de que hablaban las grandes
revistas que John leía tan inteligentemente, le era totalmente desconocida. Sus
respuestas fueron de una tontería infantil. Moira escuchaba, muda de pena.
–¿Qué
encuentras en ese muchacho? –le preguntó su marido, cuando Tonino se retiró–. Me
ha parecido desprovisto de todo interés.
Moira
no contestó. Hubo un silencio. John de repente abrió el conmutador de su sonrisa,
una tierna sonrisa conyugal, protectora y enamorada.
–Es
hora de acostarse, amor mío –dijo. Moira lo miró y vio en sus ojos la expresión
que tan bien conocía y temía–. Amor mío –repitió, y se volvió el perro de Landseer
enamorado. La rodeó con sus brazos y se inclinó a besar su rostro. Moira se estremeció,
pero estaba sin fuerzas, muda, no sabiendo cómo escapar. Se la llevó.
Cuando
John la dejó, tarde en la noche, se quedó despierta reviviendo sus ardores y sus
accesos de sentimentalismo con un horror que el correr de las horas parecía aumentar.
Al fin vino el sueño a libertarla.
Arqueólogo,
el viejo signor Bargioni era decididamente “interesante”.
–Pero
me aburre mortalmente –dijo Moira, cuando al día siguiente su marida sugirió hacerle
una visita–. ¡Qué voz! ¡Y sigue, y sigue! ¡Y la barba! ¡Y la mujer!
John
se puso colorado de rabia.
–No
seas pueril, –saltó, olvidando cuánto le divertía esa puerilidad cuando no se oponía
a sus diversiones o a sus asuntos.
–Con
todo –insistió– no hay, probablemente, un hombre en el mundo que sepa más sobre
la Toscana en la Edad Media.
A
pesar de la Edad Media en la Toscana, John tuvo que hacer solo su visita. Pasó una
hora lo más provechosa, charlando sobre arquitectura románica y sobre los reyes
lombardos. Pero momentos antes de salir la conversación tomó otro giro; en cierto
momento como por casualidad se mencionó el nombre de Tonino. Era la señora la que
había insistido en mencionarlo.
–La
ignorancia –protestó su marido– es una bendición. –Pero a la signora Bargioni le
gustaba el escándalo, y siendo ya madura, fea, envidiosa y maligna, estaba llena
de virtuosa indignación contra la joven esposa y de hipócrita simpatía por el esposo
quizás engañado.
–Pobre
Tarwin –insistió–, debe quedar advertido. –Y así, con tacto, con aire de quien no
dice nada el viejo deslizó sus insinuaciones.
Volviendo
a pie a Bellosguardo, John iba pensativo y disgustado. No era que supusiera a Moira
capaz de ser o haber sido infiel. ¡Esas cosas, en verdad, nunca le suceden a uno!
Era evidente que Moira tenía simpatía por ese muchacho poco interesante; pero, en
definitiva, y a pesar de su infantilidad, Moira era una persona civilizada. Era
demasiado bien educada para hacer una estupidez. Además, reflexionaba, recordando
la noche pasada, recordando todos los años de matrimonio, no tiene temperamento;
no conoce la pasión; está totalmente desprovista de sensualismo. Su puerilidad nativa
no puede más que reforzar sus principios. Se puede confiar en la pureza de los niños;
pero no (y eso era lo que inquietaba a John Tarwin) en los que conocen el mundo.
Moira no iba a rebajarse hasta permitir que le hicieran la corte; pero podía muy
bien dejarse estafar. El viejo Bargioni había sido muy discreto y no se había comprometido;
pero era evidente que consideraba al joven como un aventurero, a la pesca de cualquier
cosa que le fuera provechosa. John, andando, frunció el ceño y se mordió los labios.
Al llegar a su casa encontró a Moira y a Tonino dirigiendo la colocación de las
nuevas fundas de cretona en las sillas del salón.
–Despacito,
despacito –decía Moira al tapicero, cuando él entró. Volvió la cara al ruido de
sus pasos. Una nube pareció oscurecer el brillo de su rostro al mirarlo; pero hizo
un esfuerzo para conservar su alegría–. Ven a ver, John –le dijo–, es como querer
meter una vieja bien gorda dentro de un traje muy estrecho. ¡Ridículo! –Pero John
no le devolvió la sonrisa; su rostro era una máscara de una gravedad de piedra.
Se dirigió con aire altanero hasta un sillón, saludó brevemente con la cabeza a
Tonino, y al tapicero y se plantó ahí, a observar el trabajo, como si fuera un extraño,
y, lo que es peor, un extraño hostil. La vista de Tonino y de Moira charlando y
riendo había hecho nacer en su alma una súbita y violenta furia.
–Aventurerillo
repugnante, –se repetía ferozmente a sí mismo detrás de su máscara.
–Es
una tela muy bonita, ¿no te parece? –dijo Moira.
Contestó
con un gruñido.
–Y
muy moderna –agregó Tonino–. Aquí las tiendas son muy modernas –insistió con esa
especie de susceptibilidad en lo que concierne a la modernidad que caracteriza a
los habitantes de un país demasiado rico en monumentos y demasiado pobre en cuartos
de baño.
–¿De
veras? –dijo John sarcásticamente.
Moira
frunció el ceño.
–No
tienes idea lo útil que me ha sido Tonino –afirmó con cierto calor.
Tonino
empezó a negar efusivamente que ella tuviera nada que agradecerle. John Tarwin lo
interrumpió.
–¡Oh,
no tengo ninguna duda que te haya sido útil! –dijo con el mismo tono sarcástico
y con una risita despreciativa. Hubo un incómodo silencio. Entonces Tonino se despidió.
Apenas hubo salido, Moira se encaró con su marido. Tenía pálido el rostro y los
labios le temblaban.
–¿Cómo
te atreves a hablar así a uno de mis amigos? –preguntó con una voz que la ira hacía
temblar.
John
se encolerizó. –Porque quiero verme libre de ese tipo– le contestó; y caída la máscara,
su cara descubierta era una furia–. Es repugnante ver a un individuo de esa calaña
rondar la casa: un aventurero. Aprovechando tu estupidez. Explotándote.
–Tonino
no me explota… Y después de todo, ¿qué sabes tú?
Se
encogió de hombros.
–No
hay más que oír lo que dice la gente.
–¡Ah!,
son esos viejos imbéciles, ¿no? (Odiaba a los Bargioni, los odiaba). ¡En vez de
agradecer a Tonino su ayuda! Ha hecho más por mí que tú. John. ¡Tú con tus horribles
tumores y tu rancio Fausto! –El tono despreciativo de su voz era incisivo–. Sola
tengo que luchar o hundirme. Y cuando alguien se me acerca y es humano y bueno conmigo,
lo insultas. Y sufres un ataque de celos rabiosos porque le estoy normalmente agradecida.
John
había tenido tiempo de acomodarse la máscara.
–Yo
no sufro ningún ataque de rabia –dijo tragando su enojo y hablando lenta y fríamente–.
Solo quiero que no seas una presa posible de bellos y jóvenes gigolós de negra cabellera,
salidos del bajo fondo napolitano.
–¡John!
–Aunque
el asunto sea platónico –prosiguió– como estoy seguro que lo es. Pero no quiero
tener cerca un gigoló aunque sea platónico. –Hablaba fríamente, lentamente con el
propósito deliberado de herirla todo lo posible–. ¿Cuánto te ha sacado, hasta ahora?
Moira
no contestó, pero le volvió la espalda bruscamente y salió corriendo.
Tonino
acababa de bajar la colina, cuando la insistencia de fuertes cornetazos le hicieron
volver la cara. Un gran automóvil amarillo estaba sobre él.
–¡Moira!
–exclamó asombrado. El coche se paró a su lado.
–¡Suba!
–le ordenó casi furiosa, como si estuviera enojada con él. Hizo lo que le decían.
–Pero
¿dónde piensa ir? –le preguntó.
–No
sé, a cualquier parte. Tomemos el camino de Bolonia, por las montañas.
–Pero
no lleva sombrero –objetó–, ni abrigo.
Por
toda respuesta, ella se rio, y poniendo el coche en movimiento se lanzó a la carrera.
John pasó la tarde solitario. Empezó a hacerse reproches: no he debido hablarle
tan brutalmente –pensaba, cuando supo la partida precipitada de Moira–. ¡Cuántas
cosas tiernas y dulces le diría, a su vuelta, para compensar su rudeza! Y entonces,
cuando hicieran las paces, le hablaría con dulzura, paternalmente, sobre los peligros
de las malas amistades. Ya la anticipación de lo que le iba a decir iluminaba su
rostro con una bella sonrisa. Pero cuando pasaron tres cuartos de hora del tiempo
de la comida y se sentó solitario ante platos recocidos, cambió de humor.
–¡Si
quiere enojarse, que se enoje! –Y a medida que las horas pasaban, se le endurecía
el corazón. Dio el reloj la media noche. Su enojo empezó a entibiarse con un cierto
temor. ¿No le habría sucedido algo? Estaba inquieto. Pero, por principio, y con
firmeza, se fue a la cama. Veinte minutos después oyó en la escalera los pasos de
Moira y luego su puerta que se cerraba. Había vuelto, nada le había pasado; absurdamente,
se sintió exasperado con ella sabiéndola sana y salva. ¿Vendría a darle las buenas
noches? Esperó.
Como
ausente, entretanto, Moira se desvistió mecánicamente. Pensaba en todo lo que había
pasado en esa eternidad, desde que dejó la casa. ¡Esa maravillosa puesta de sol
en las montañas! Las laderas que miraban al poniente teñidas de un rosa dorado;
abajo yacía un golfo azul de sombra. Contemplaban todo eso en silencio hasta que
ella, de pronto, murmuró:
–¡Bésame,
Tonino! –y al contacto de sus labios había sentido bajo la piel como un temblor
delicioso. Se apretó contra él; ceñido por sus brazos el cuerpo era firme y sólido.
Podía oír el latido del corazón de Tonino contra su mejilla, como algo con vida
propia. Tic, tic, tic, y esa palpitación de vida no era la vida del Tonino que ella
conocía, del Tonino que reía y hacía cumplidos y regalaba flores: era la vida de
un poder misterioso e independiente. Un poder con el cual el personaje familiar
de Tonino estaba asociado, pero sin relación apenas con él. Moira se estremeció.
Misterioso y aterrador. Pero era un terror atrayente, como un negro abismo que nos
atrae.
–Bésame,
Tonino. Bésame. –Palideció la luz; las colinas se volvieron informes masas chatas
contra el cielo–. Tengo frío –dijo ella al fin, tiritando–. Vamos.
Cenaron
en una pequeña posada, allá arriba, entre dos pasos. Cuando volvieron al auto, era
de noche. Él pasó el brazo alrededor de su cintura y le besó la nuca, allí donde
los cabellos cortados eran ásperos contra su boca.
–Vamos
a dar a la zanja –dijo ella riendo. Pero Tonino no reía.
–¡Moira!
¡Moira! –repetía; y había angustia en su voz–. ¡Moira! –Y al fin, cediendo a su
ruego doloroso, ella detuvo el coche. Bajaron. Bajo los castaños, ¡qué completa
oscuridad!
Moira
dejó caer la última prenda y desnuda ante el espejo miró su imagen. Parecía el mismo
de siempre, su cuerpo pálido: pero en realidad era distinto, era nuevo, acababa
de nacer.
John
esperaba todavía, pero su mujer no vino.
–Bueno
–se dijo a sí mismo, con un dejo de irritado despecho que disfrazaba de olímpica
serenidad justiciera– que se enoje si quiere. Se castiga a sí misma. –Apagó la luz
y se dispuso a dormir. A la mañana siguiente se fue a Roma, al Congreso Citológico
sin despedirse; ¡eso la enseñaría! Pero –¡gracias a Dios!– fue lo primero que se
le ocurrió decir a Moira cuando supo la partida. Y luego, de pronto, le tuvo lástima–.
¡Pobre John! Como una rana muerta, galvanizada: retorciéndose, pero nunca viviente.
Era patético, realmente. –Moira se sentía tan rica de dicha, que podía darse el
lujo de compadecerlo. Y en cierto modo le estaba agradecida. Si no hubiera venido,
si no se hubiera conducido de un modo tan imperdonable, nada habría pasado entre
ella y Tonino. ¡Pobre John! Con todo, era el suyo un caso desesperado.
Los
días se sucedían serenos y brillantes. Pero la vida de Moira no corría como antes
de la venida de John, tal una corriente clara y poco profunda. Turbulenta ahora,
con oscuridades y honduras. Ya el amor no era un juego con un compañero agradable;
era violento, absorbente, casi terrible. Tonino se le volvió una obsesión. Estaba
perseguida por él; por su rostro, por sus dientes blancos y su pelo oscuro, y por
sus miembros y por su cuerpo. Necesitaba estar con él, sentir su proximidad, tocarlo.
Podía pasar horas enteras acariciándole el cabello, alborotándolo, arreglándolo
de un modo fantástico, tieso como el de un gollinag, o en bucles enrollados como
cuernos. Y cuando conseguía un efecto cómico, golpeaba las manos y se reía, se reía
hasta que le corrían las lágrimas.
–¡Si
te pudieras ver! –le gritaba; y, ofendido por su risa, Tonino protestaba con una
cómica expresión de dignidad irritada–: Juegas conmigo como con una muñeca… –La
risa moría en el rostro de Moira, y con una feroz seriedad, casi cruel se inclinaba
sobre él y lo besaba en silencio, violentamente, cien y cien veces.
Ausente,
aún estaba con ella, como una conciencia culpable. Sus soledades no eran más que
meditaciones sin fin sobre Tonino. A veces, la necesidad de su presencia tangible
era demasiado dolorosa e insoportable. Desobedeciendo todos sus requerimientos,
rompiendo todas sus promesas, le telefoneaba que viniera, o partía en su coche a
buscarlo. Una vez, cerca de medianoche, Tonino fue advertido en su cuarto del hotel
de que una señora necesitaba hablarle. La encontró sentada en el coche.
–¡No
he podido resistir!, ¡de veras!, ¡no he podido! –exclamó para excusarse y ablandar
su enojo. Tonino no quiso ablandarse, ¡venir así a medianoche! Era una locura, ¡era
escandaloso! Ella escuchaba, sentada en su sitio, pálida, con labios temblorosos
y los ojos llenos de lágrimas. Al fin él se calló.
–¡Oh,
si supieras, Tonino! –murmuró–, si tú supieras… –Le tomó la mano y se la besó humildemente.
Berto,
cuando supo la buena noticia (pues Tonino orgulloso se la dijo en seguida), tuvo
curiosidad de saber si la signora forestiera era tan fría como se suponía proverbialmente
que lo eran las mujeres del norte.
–Macché!
–protestó Tonino vigorosamente–. ¡Al contrario!
Por
largo rato los dos jóvenes sportsmen discutieron las temperaturas amorosas, las
discutieron técnicamente, profesionalmente.
Los
arranques de Tonino no eran tan exagerados como los de Moira. En lo que le concernía
personalmente, ya le habían sucedido cosas parecidas. En Moira la pasión no se disminuía
con satisfacerla, más bien crecía, por el hecho de que para ella la satisfacción
era algo intrínsecamente apocalíptico. Pero lo que era causa de que creciera la
pasión en ella, en él la hacía declinar. Había conseguido lo que quería; su deseo
de ella, concebido en la noche, nacido de su contacto (amortiguado con el tiempo
y disminuido por todas sus deportivas aventuras amorosas en compañía de Berto),
se había colmado. Ya no era más la deseada, la inaccesible, sino la mujer poseída,
conocida. Al entregarse, se había rebajado al nivel de todas las otras mujeres que
había poseído; ya no era más que otro ítem en el cuadro del sportsman.
Su
actitud hacia ella sufrió un cambio. La familiaridad reemplazó a la cortesía; sus
maneras tomaron una brusquedad conyugal. Cuando la volvía a ver después de una ausencia,
le decía alegremente, en un tono poco romántico, dándole una o dos palmaditas en
la espalda, como se palmea un caballo: E bene, tesoro? La dejaba que hiciera sus
compras y hasta las suyas también. Moira era feliz con ser su sirvienta. Su amor,
al menos en ese aspecto, era casi abyecto. Era de una sumisión de perro. Tonino
encontró ese género de adoración muy agradable mientras se concretó a buscarlo y
pasearlo en su coche, a seguir sus consejos y a hacerle regalos.
–Pero
no debes, querida, no es posible –protestaba cada vez que le regalaba algo. Sin
embargo, aceptó una perla para su corbata, un par de gemelos de esmalte con brillantes,
un cronómetro con una cadena de oro y platino. Pero el amor de Moira se manifestaba
también de otra manera.
El
amor exige tanto como da. Ella quería tantas cosas: su corazón, su presencia física,
sus caricias, sus confidencias, su tiempo, su fidelidad. Era tiránica en su abyección
amorosa. Fastidiaba a Tonino con su excesiva adoración. El omnisapiente Berto, a
quien contó sus cuitas, le aconsejó una actitud enérgica. A las mujeres, decretó,
se les debe mantener en su lugar con firmeza. Quieren más si se les maltrata un
poquito.
Tonino
siguió su consejo y, pretextando trabajo y compromisos sociales, redujo sus visitas.
¡Qué alivio librarse de su asedio! Inquieta, Moira le regaló una boquilla de ámbar.
Él protestó, la aceptó, pero no le retribuyó con visitas más frecuentes. Un juego
de botones con diamantes para camisa no produjo mejor efecto. Hablaba vagamente
y de un modo grandilocuente de su carrera y de la necesidad de un trabajo constante;
ésa era la excusa para no venir a verla más a menudo. Una tarde, ella tuvo en la
punta de la lengua decirle que ella sería su carrera, que le daría todo lo que quisiera,
si solo… Pero el recuerdo de las odiosas palabras de John la hizo enmudecer. La
idea de que él no pusiera dificultades para aceptar el ofrecimiento la aterró.
–Quédate
conmigo esta noche –imploró echándole los brazos al cuello. Él se dejó besar.
–Lo
desearía mucho –dijo hipócritamente–, pero tengo un asunto importante que tratar
esta noche. –El asunto importante era una partida de billar con Berto.
Moira
por un momento lo miró en silencio; luego, separando sus manos del cuello de Tonino,
volvió la cara. Había leído en sus ojos un fastidio que era casi horror.
Llegó
el verano; pero en el alma de Moira no había ningún brillo interior en armonía con
el sol. Pasaba sus días en una tristeza que fluctuaba entre el desasosiego y la
apatía. Sus nervios volvieron a empezar su vida irresponsable, independiente de
la de ella. Sin motivo real y contra su voluntad, tenía accesos incontrolables de
furia, o de lagrimeo, o de risa. Cuando Tonino venía a verla, casi siempre, a despecho
de sus buenos propósitos, montaba en amarga cólera o prorrumpía en una risa histérica.
–Pero
¿por qué estoy así? –se preguntaba–. Me le hago odiosa. –Pero en la próxima visita
se conducía exactamente lo mismo. Era como si estuviera poseída por el demonio.
Y no era solo su espíritu el que estaba enfermo. Cuando subía la escalera demasiado
a prisa, parecía que el corazón detenía por un instante sus latidos y que se le
oscurecía la vista. Tenía dolor de cabeza casi a diario, perdió el apetito y no
digería la comida. En su carita pálida y delgada, sus ojos parecían enormes. Cuando
se miraba en el espejo se encontraba horrible, vieja y repulsiva.
–No
es extraño que me deteste –pensaba, y por horas cavilaba y cavilaba con la idea
de que se había vuelto físicamente desagradable para ver y tocar, corrompiendo el
aire con su aliento. La idea se le volvió una obsesión, indescriptiblemente penosa
y humillante.
–Questa
donna! –se quejaba Tonino con un suspiro, al regreso de sus visitas.
–¿Por
qué entonces no la abandonas? –Berto era hombre de medidas radicales. Tonino protestaba
que no tenía valor; la pobre mujer sería demasiado infeliz. También lo complacía
una buena mesa y pasear en un auto de precio y que su guardarropa se enriqueciera
con suntuosos aditamentos. Se contentaba con quejarse y ser un mártir cristiano.
Una noche su antiguo amigo Carlos Menardi le presentó a su hermana. Desde entonces
soportó su martirio con menos paciencia todavía. Luisa Menardi solo tenía diecisiete
años, era fresca, sana, provocativamente bonita, con inquietos ojos negros que decían
muchas casas y una lengua mordaz. Las citas de negocios se hicieron más frecuentes.
Moira quedó abandonada a sus cavilaciones sobre el horrible tema de la repulsión
que inspiraba.
Y
luego, de golpe, la actitud de Tonino hacia ella sufrió otro cambio. Se volvió de
nuevo asiduamente tierno, atento, cariñoso. En vez de endurecerse en un indiferente
encogimiento de hombros, ante sus lágrimas, en vez de responder con enojo al enojo
histérico de Moira, fue paciente con ella y le mostró una gentileza dulce y gozosa.
Gradualmente, por una especie de contagio espiritual, ella también se volvió dulce
y cariñosa. Casi a disgusto –porque el demonio en ella era el enemigo de la vida
y la dicha– subió a la luz.
–“Mi
hijo querido –había escrito el viejo Vasari en su inquietante y elocuente carta–:
yo no soy de los que acusan débilmente al Destino; toda mi vida no ha sido más que
un largo acto de Fe y de indomable Voluntad. Pero hay golpes bajo los cuales tambalea
el hombre más fuerte –golpes que…”. La carta seguía así durante páginas y páginas
en ese estilo. La dura y desagradable realidad que surgía de esa elocuencia era
que el padre de Tonino había estado especulando en la bolsa de Nápoles, especulando
sin suerte. El día primero del próximo mes estaría obligado a pagar unos cincuenta
mil francos más de lo que tenía. El Grand Hotel Ritz-Carlton estaba muerto: tal
vez tendría que vender el restaurant. ¿No podría Tonino hacer algo?
–¿Es
posible? –dijo Moira con un suspiro de dicha–. Parece demasiado bueno para ser verdad.
–Se inclinó sobre él. Tonino le besaba los oídos diciéndole palabras cariñosas.
No había luna, el firmamento azul oscuro estaba profusamente constelado de estrellas;
y como otro universo estrellado que se moviera en un loco delirio, las luciérnagas
se precipitaban brillando y eclipsándose alternativamente, entre los olivos.
–Darling
–le dijo en voz alta, preguntándose si sería el momento de hablar–. Piccina mia!
–Al fin se decidió a aplazar el asunto uno o dos días más. En uno o dos días –calculó–,
ya no podría negarle nada.
Tonino
había calculado bien. Le dio el dinero, no solo sin vacilar, sino con entusiasmo
y alegría. La repugnancia la tuvo el pobre Tonino al recibirlo. Al recibir el cheque
estaba casi llorando, y las lágrimas eran lágrimas de verdadera emoción.
–Eres
un ángel –le dijo, y la voz le temblaba–. ¡Nos has salvado! –Moira lloraba sin poder
contenerse al besarlo. ¿Cómo pudo haber dicho John aquellas cosas? Lloraba y era
feliz. Un par de cepillos para el pelo, montados en plata, acompañaban el cheque,
para demostrar que aquel dinero no alteraba en nada sus relaciones. Tonino reconoció
la delicadeza de la intención y se conmovió–. ¡Eres demasiado buena! –insistía–,
¡demasiado buena! –Y se sentía un poco avergonzado.
–Vamos
mañana a dar un largo paseo –insinuó ella.
Tonino
había arreglado ir con Luisa y su hermano a Prato. Pero era tan fuerte su emoción,
que estuvo a punto de sacrificar a Luisa aceptando la invitación de Moira.
–Bueno
–empezó, y de pronto lo pensó mejor. Después de todo, podía salir con Moira cualquier
día. Raras veces tenía ocasión de pasear con Luisa. Sacudió la cabeza, puso una
cara desesperada–. ¡Pero qué estoy pensando! –exclamó–. Justamente mañana esperamos
al administrador de la sociedad de hoteleros de Milán.
–¿Pero
tienes que estar ahí para verlo?
–¡Ay
de mí!
Era
muy triste. Hasta qué punto, solo al día siguiente Moira pudo saberlo. Nunca se
había sentido más sola, nunca había ansiado tanto la presencia y el afecto de Tonino.
Insatisfechas, sus ansias se volvían inquietud insoportable. Tratando de escapar
a la soledad y al tedio que parecían llenar la casa, el jardín, el paisaje, sacó
el auto y salió al azar, sin saber a dónde. Una hora después se encontró en Pistoia,
y Pistoia le resultó tan odiosa como el resto; tomó el camino del regreso… En Prato
había una feria. El camino estaba lleno de gente, el aire lleno de polvo y de músicas
sonoras. En un campo próximo a la entrada de la ciudad, las calesitas daban vuelta
brillando al sol. Un caballo desbocado interrumpió el tráfico… Moira detuvo el auto
y miró la multitud a su alrededor, los columpios, las calesitas, los miró con fría
hostilidad y disgusto. ¡Odioso! Y de pronto vio a Tonino montado en un cisne en
la calesita más próxima con una muchacha vestida de muselina rosa, sentada delante,
entre las blancas alas y el arqueado cuello. Subiendo y bajando, mientras avanzaba,
el cisne desapareció. La música tocaba: But poor poppa, poor poppa, he’s got nothin’
at all. El cisne apareció de nuevo. La muchacha de rosa miraba sobre el hombro,
sonriendo. Era muy joven, una linda vulgar, regordeta y vendiendo salud. Los labios
de Tonino sonreían tras ese muro de ruido. ¿Qué decía? Todo lo que Moira supo es
que la muchacha reía; su risa era como una explosión de joven vida sensual. Tonino
levantó la mano y le agarró el moreno brazo desnudo. Como un planeta ondulante,
el cisne una vez más desapareció de la vista de Moira. Mientras tanto el caballo
desbocado se había sosegado y el tráfico empezaba a moverse. Detrás de ella una
corneta sonaba insistentemente. Pero Moira no se movía. Algo en el fondo del alma
deseaba repetir y prolongar su agonía. ¡Hu, hu, hu! No prestaba atención. Subiendo
y bajando, el cisne otra vez surgió de su eclipse. Esta vez Tonino la vio. Sus ojos
se encontraron; la risa, de golpe, desapareció de su rostro.
–Porca
madonna! –gritó detrás de ella el motorista enfurecido–, ¿no puede seguir? –Moira
puso el auto en movimiento y salió a la carrera por el camino polvoriento.
El
cheque estaba en el correo.
–Todavía
hay tiempo –pensó Tonino– de anularlo.
–Estás
silencioso –le dijo Luisa, bromeando, mientras volvían a Florencia. Su hermano guiaba
el coche sentado al volante; no tenía ojos detrás. Y Tonino, sentado a su lado,
parecía una momia–. ¿Por qué estás tan callado?
Él
la miró, y su rostro grave, de una insensibilidad de piedra, no parecía percibir
sus hoyuelos y su alegría provocativa. Suspiró; luego, haciendo un esfuerzo, sonrió
con desgano. Luisa tenía una mano sobre la rodilla con la palma hacia arriba, mostrando
patéticamente su inacción. Cumpliendo honradamente con su deber, Tonino se apoderó
de ella.
A
las seis y media Tonino depositaba contra el muro de la villa de Moira la motocicleta
que le habían prestado para la ocasión. Sintiéndose como un hombre que va a soportar
una operación peligrosa, llamó a la puerta. Moira estaba tirada sobre la cama, así
estaba desde que llegó; tenía todavía el guardapolvo y no se había quitado ni los
zapatos. Afectando una alegre desenvoltura como si nada hubiera pasado, Tonino entró
con paso ligero.
–¿Acostada?
–dijo con un tono de cariñosa sorpresa–. ¿No tienes dolor de cabeza, verdad? –Sus
palabras sonaron triviales y ridículas en ese vacío de significativo silencio. Se
sentó al borde de la cama, con el corazón oprimido, y le puso una mano sobre su
rodilla. Moira no se movió, siguió tendida, con la cara desviada, distante e inmóvil–.
¿Qué te pasa, mi querida? –la palmeó suavemente–. ¿No estás enojada porque me fui
al Prato, verdad? –prosiguió con el tono inseguro del hombre que sabe de antemano
que no recibirá respuesta. Ella no dijo ni una palabra. Este silencio era mucho
peor que la explosión de llanto que él había esperado. Desesperado, sabiendo que
todo era inútil, siguió hablando de su amigo Carlos Menardi, que había venido a
buscarlo en su coche; y como el director de la Compañía Hotelera se había ido en
seguida del almuerzo –contra lo previsto– y estando seguro que Moira habría salido,
había aceptado, al fin, ir con Carlos y sus amigos. Por supuesto, si se le hubiera
ocurrido que Moira estaba en casa, le hubiera pedido que los acompañara. ¡Cuánto
más agradable hubiera sido para él!
Su
voz era dulce, insinuante, apologética. “Un gigoló de negra cabellera del bajo fondo
napolitano”. Las palabras de John reverberaban en su memoria. Entonces Tonino nunca
la había amado, ¡solo le importaba su dinero! Esa otra mujer… Volvió a ver el traje
rosa, de tono más claro que la piel lisa y bronceada; la mano de Tonino sobre el
oscuro brazo desnudo; el relámpago de la mirada y los dientes sonrientes. Y mientras
tanto él seguía hablando, como disculpándose; hasta su voz era una mentira.
–Vete
–le dijo al fin, sin mirarlo.
–Pero
mi querida… –Inclinándose sobre ella trató de besar la mejilla desviada. Entonces
se volvió y con toda su fuerza lo golpeó en el rostro.
–¡Demonio!
–le gritó, furioso con el dolor de la bofetada. Sacó el pañuelo para enjugarse el
labio ensangrentado–. ¡Está bien! –La voz le temblaba de rabia–. Si quieres que
me vaya, me iré, y con mucho gusto. –Pesadamente se alejó. La puerta se cerró con
un golpe tras él.
Pero,
pensó Moira, escuchando apagarse el ruido de sus pasos en la escalera, tal vez en
realidad su culpa no ha sido tan grande como parecía; tal vez lo he juzgado mal.
Se enderezó. Sobre la colcha amarilla había una manchita roja y redonda: una gota
de sangre.
¡Y
era ella la que lo había golpeado!
–¡Tonino!
–llamó; pero la casa estaba silenciosa–. ¡Tonino!
Siguió
llamándolo precipitándose escaleras abajo, atravesó el vestíbulo, salió al pórtico.
Llegó a tiempo para verlo franquear la verja en su motocicleta. La manejaba con
una mano: con la otra oprimía el pañuelo contra su boca.
–¡Tonino!
¡Tonino! –Pero él no la oyó o no quiso oírla. La motocicleta desapareció de su vista.
Y porque él se había ido, y porque estaba enojado y por su labio herido, Moira se
convenció súbitamente de que lo había acusado sin razón y de que toda la culpa era
de ella. En un estado de dolorosa e incontenible agitación, corrió al garage. Era
urgente que lo alcanzara, que le hablara, que le pidiera perdón, que le implorara
volver. Puso en movimiento el coche y partió.
“Un
día de éstos –John le había prevenido– si no tomas cuidado, te vas a desbarrancar.
Es una vuelta muy peligrosa”.
Al
salir del garage dio su golpe habitual al volante. Pero con la impaciencia de alcanzar
a Tonino, al mismo tiempo oprimió el acelerador. La profecía de John se cumplió.
El coche se acercó demasiado al borde de la barranca; la tierra seca se despedazó
y rodó bajo las ruedas del coche, que se inclinó horriblemente, osciló por un largo
instante y se volcó. A no ser por un acebo, se hubiera hecho añicos rodando barranca
abajo. Felizmente, el motor solo había alcanzado a rodar apenas un metro detenido
por el tronco del árbol, quedando de lado como un ebrio. Sacudida, pero indemne,
Moira saltó del coche y se dejó caer al suelo. “¡Assunta! ¡Giovanni!”. Las sirvientas
y el jardinero vinieron corriendo. Cuando vieron lo que había sucedido, hubo una
Babel de exclamaciones, preguntas, comentarios.
–¿No
se le puede poner de nuevo en el camino? –insistió Moira con el jardinero… porque
era necesario, absolutamente necesario que viera a Tonino en el acto.
Giovanni
movió la cabeza.
–Se
necesitarían cuatro hombres, a lo menos, con palancas y un par de caballos.
–Telefonee,
entonces, por un taxi –le ordenó a Assunta, y corrió para la casa. Si se quedaba
un minuto más con esos charlatanes, empezaría a gritar. Otra vez sus nervios hacían
vida aparte; apretando los puños, trató de dominarlos.
Ya
en su cuarto, se sentó delante del espejo y empezó metódicamente, deliberadamente
(se imponía la voluntad) a maquillarse. Se pasó un poco de rojo en las mejillas
pálidas, se pintó los labios, se empolvo.
–Tengo
que estar presentable –pensaba, poniéndose su más elegante sombrero–. ¿Pero no iba
nunca a llegar ese taxi? –Luchó con su impaciencia–. Mi cartera, –se dijo–. Voy
a necesitar dinero para el taxi. –Estaba satisfecha consigo misma, al verse tan
llena de previsión, tan fríamente práctica–. Sí, naturalmente, mi cartera.
–Pero
¿dónde está la cartera? –Recordaba con tanta claridad haberla tirado en la cama,
al volver. Pero no estaba. Miró bajo las almohadas, levantó la colcha. Tal vez se
había caído al suelo. ¿Sería posible que, después de todo, no la hubiera puesto
en la cama? Pero no estaba en el tocador, ni sobre la chimenea, ni en ninguno de
los estantes, ni en los cajones del guardarropa. ¿Dónde, dónde, dónde? Y de pronto
se le cruzó una idea terrible. Tonino… ¿era posible? Los segundos pasaban. La posibilidad
se le volvió una atroz certidumbre. Un ladrón al par que un… Las palabras de John
resonaron en su cabeza: Un gigoló de negra cabellera del bajo fondo napolitano,
un gigoló de negra cabellera del bajo fondo… Y también un ladrón. El bolso era de
malla de oro; contenía más de cuatro mil liras. Ladrón, ladrón… Se quedó inmóvil,
dura, rígida, con los ojos fijos. Entonces algo pareció deshacerse en sus adentros.
Lloró a gritos como si de golpe la atormentara un dolor insoportable.
El
estampido de un balazo los hizo subir a todos. La encontraron atravesada en la cama,
con la cara para abajo, respirando aún débilmente. Pero antes de llegar el médico
ya estaba muerta. En una cama colocada como la suya dentro la alcoba, era difícil
arreglar el cuerpo. Cuando retiraron la cama de su sitio, se oyó un ruido de algo
duro que caía al suelo con un sonido metálico. Assunta se agachó a mirar al suelo.
–Es
un bolso –dijo–. Debió de quedar apretado entre la cama y la pared.
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