Silvina Ocampo
Una bruja tesálica adivinó el
destino de Polícrates en los dibujos que al retirarse hacía el mar en la orilla
de la playa; una vestal romana adivinó el de César en un montoncito de arena que
rodeaba una planta; el alemán Cornelio Agripa se sirvió de un espejo para adivinar
el futuro. Algunos brujos actuales leen el destino en las hojas de té o en la borra
del café del fondo de una taza, algunos en los árboles, en la lluvia, en las manchas
de tinta o en la clara de huevo, otros simplemente en las líneas de las manos, otros
en bolas de cristal. Magush lee el destino en el edificio deshabitado que está frente
a la carbonería en donde vive. Los seis enormes ventanales y las doce ventanitas
del edificio vecino son como barajas para él. Magush jamás pensó en asociar ventanas
y barajas: a mí se me ocurrió la idea. Sus métodos son misteriosos y sólo dan cabida
a una relativa explicación. Me dijo que durante el día difícilmente puede sacar
conclusiones, porque la luz perturba las imágenes. El momento propicio para realizar
el trabajo es la caída del sol, cuando se filtran por las celosías de las ventanas
interiores del edificio ciertos rayos oblicuos, que reverberan sobre los vidrios
de las ventanas del frente. Por ese motivo siempre cita a la misma hora a sus clientes.
Yo sé, lo he sabido después de muchas averiguaciones, que la parte más alta del
edificio revela los asuntos del corazón, la parte baja, las cuestiones de dinero
y de trabajo y la parte central, los problemas de la familia y el estado de salud.
Magush, a pesar
de tener apenas catorce años, es amigo mío. Lo conocí por casualidad, un día que
fui a comprar una bolsa de carbón. No tardé en intuir su genio adivinatorio. Después
de algunas conversaciones en el patio de la carbonería (rodeados de bolsas de carbón,
muriéndonos de frío), me hizo pasar al cuarto donde trabaja. El cuarto es una suerte
de pasillo, tan frío como el patio; desde ahí, cómodamente, a través de una combinación
de claraboyas con vidrios de colores y de una ventana angosta y alta, como para
alojar una jirafa, se divisa el edificio de enfrente, con su fachada amarillenta
marcada por las lluvias y el sol. Después de estar un rato en ese cuarto comprobé
que el frío desaparecía y lo reemplazaba una agradable sensación de calor. Magush
me dijo que aquel fenómeno se produce en los momentos de adivinación y que no es
el cuarto sino el cuerpo el que absorbe aquellas irradiaciones tan benéficas.
Conmigo Magush
tuvo deferencias extraordinarias. Me dejó mirar, personalmente, a la hora propicia,
una por una, las ventanas del edificio. (A veces se veían escenas indescifrables;
en ese sentido, al principio anduve con suerte.) En una de ellas vi, para mal de
mis pecados, a la que fue después mi novia, con mi rival. Ella llevaba puesto el
vestido rojo que me deslumbró y la cabellera suelta, retenida con un pequeño moño,
sobre la nuca. Por haber visto ese detalle yo debía tener ojos de lince, pero la
claridad de la imagen se debe a la magia que la rodea y no a mi vista. (A esa misma
distancia he alcanzado a leer cartas o recortes de diarios.) Allí vi la escena penosa
que después tuve que sufrir en carne propia. Allí vi aquel lecho cubierto de colchas
rosadas y las señoras horribles que entraban y salían con paquetes. Allí, en los
vidrios del poniente, vi los paseos al Tigre y al río Luján. Allí estuve a punto
de estrangular a alguien. Después, cuando fui al encuentro de esos acontecimientos,
la realidad me pareció un tanto descolorida y mi novia tal vez menos hermosa.
Pasadas aquellas
experiencias disminuyó mi interés por llegar a mi destino. Consulté con Magush.
¿Era posible evitarlo? Abstenerse de vivir ¿era posible? Magush, que es inteligente,
pensó en la conveniencia de intentar esto. Durante algunos días no me separé de
su lado. Me entretuve viendo imágenes, absteniéndome de buscarlas y de vivirlas.
Magush me dijo que por tratarse de nuestra amistad, que era de tantos años, hacía
una excepción: que a nadie le hubiera permitido esa conducta. Me entretuve viendo
mi destino en aquellas ventanas y las artimañas que empleaba Magush con clientes
a quienes engañaba, entregándoles mi destino como si fuese el de ellos.
–Es más prudente
que alguien viva tu destino inmediatamente, a medida que va apareciendo en las ventanas.
No vaya a ser que después te busque: el destino es como un tigre cebado, que acecha
a su dueño –me decía Magush, y para tranquilizarme agregaba–: Un día, tal vez, no
haya más nada para ti en esas ventanas.
–¿Moriré? –interrogaba
yo con cierta inquietud.
–Necesariamente,
no –respondía Magush–. Puedes vivir sin destino.
–Pero, hasta
los perros tienen destino –protesté yo.
–Los perros
no pueden evitarlo: son obedientes.
Sucedió, en
parte, lo que Magush había pronosticado y viví por un tiempo aburrido y tranquilo,
dedicado a mi trabajo, pero la vida me atraía y la añoré, junto a Magush, contemplando
el edificio. Aún no se habían extinguido las figuras dedicadas a esclarecer mi destino.
En cada una de las ventanas nos sorprendieron a veces inextricables composiciones
nuevas. Tétricas luces, fantasmas con caras de perros, criminales, todo indicaba
que no convenía que aquellos cuadros que estaba viendo llegaran a ser reales.
–A quién le
agradaría vivir estas desdichas –dije a Magush, que resolvió aquel día, para distraerme,
hacer de consultante y de adivino a la vez. Empecé a ver luces de Bengala, títeres,
farolitos japoneses, enanos, personas vestidas de oso y de gato. Con hipocresía
le dije:
–Te envidio.
Quisiera tener catorce años.
–Te cambio el
destino –me dijo Magush.
Acepté, aunque
su proposición me pareciera atrevida. ¿Qué haría con esos enanitos? Hablamos demasiado
tiempo de las dificultades que podían acarrear las diferencias de nuestra edad.
Perdimos tal vez la fe que necesitábamos.
Nuestro proyecto
no se cumplió. Los dos perdimos la ocasión de satisfacer nuestra curiosidad.
A veces reincidimos
en la tentación de intercambiar nuestro destino; hacemos algunas tentativas, pero
siempre vuelve a ocurrir el mismo impedimento: si se piensa en las dificultades
que Magush ha vencido resulta absurdo. No hace mucho estuve a punto de partir. Hice
mis valijas. Nos despedimos. Las imágenes en las ventanas eran tentadoras. Algo
me retuvo a último momento. Lo mismo sucedió a Magush; no tuvo valor para escaparse
de la carbonería.
A mí me fascina
siempre el destino de Magush y a él (por malo que sea) el mío, pero en el fondo
lo único que deseamos los dos es seguir contemplando las ventanas de esa casa y
regalar a otros nuestro destino, mientras no nos parezca extraordinario.
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