Francis Scott Fitzgerald
I
Aquellas palabras
conmovieron a Val. Le habían venido a la cabeza de pronto, aquella tarde de abril
fresca y dorada, y se las repetía una y otra vez: “Amor en la noche; amor en la
noche”. Las pronunció en tres idiomas –ruso, francés e inglés–, y decidió que sonaban
mejor en inglés. En cada idioma significaban un tipo diferente de amor y un tipo
diferente de noche: la noche inglesa parecía la más cálida y suave, con la lluvia
de estrellas más diáfana y cristalina. El amor inglés parecía el más frágil y romántico:
un vestido blanco y una cara en penumbra y unos ojos que eran remansos de luz. Y,
si añado que en realidad Val pensaba en una noche francesa, comprendo que debo retroceder
y empezar desde el principio.
Val
era mitad ruso y mitad estadunidense. Su madre era hija de aquel Morris Hasylton
que fue uno de los patrocinadores de la Feria Internacional de Chicago de 1892,
y su padre –véase el Almanaque de Gotha, edición de 1910– era el príncipe Pablo
Sergio Boris Rostoff, hijo del príncipe Vladimir Rostoff, nieto de un gran duque
–conocido como Sergio el Charlatán–, y primo tercero y distanciado del zar. Era,
como se ve, impresionante: casa en San Petersburgo, un pabellón de caza cerca de
Riga, y una lujosísima villa, más bien un palacio, con vistas al Mediterráneo. En
aquella villa de Cannes pasaban el invierno los Rostoff, y lo último que se le podía
recordar a la princesa Rostoff era que aquella villa de la Riviera, desde la fuente
de mármol –estilo Bernini– hasta las doradas copas de licor –estilo sobremesa–,
había sido pagada con oro americano.
Los
rusos, por supuesto, vivían alegres en Europa en los días festivos de antes de la
guerra. De las tres razas que usaban el mediodía francés como parque de atracciones
eran, con mucho, los más distinguidos. Los ingleses eran demasiado pragmáticos,
y los americanos, aunque gastaran con generosidad, no tenían una tradición de comportamiento
romántico. Pero los rusos… Eran tan galantes como los latinos y además eran ricos.
Cuando los Rostoff llegaban a Cannes a finales de enero, los dueños de restaurantes
telegrafiaban al norte para que pegaran en las botellas de champán las etiquetas
de las marcas favoritas del príncipe, y los joyeros apartaban las piezas más increíbles
y maravillosas para mostrárselas al príncipe –pero no a la princesa–, y barrían
y adornaban la iglesia rusa por si al príncipe se le ocurría pedir ortodoxamente
perdón por sus pecados. Y hasta el Mediterráneo tomaba en su honor un intenso color
de vino en las tardes de primavera, y los barcos de pesca, con las velas hinchadas
como el pecho de un petirrojo holgazaneaban primorosamente a poca distancia de la
costa.
El
joven Val se daba cuenta vagamente de que todo aquello se organizaba en beneficio
suyo y de su familia. Aquella ciudad pequeña y blanca, a orillas del mar, era un
privilegio y un paraíso donde tenía libertad para hacer lo que quisiera porque era
rico y joven y la sangre de Pedro el Grande corría azul por sus venas. Solo tenía
diecisiete años en 1914, cuando comienza esta historia, aunque ya se había batido
en duelo con un joven cuatro años mayor que él, y, como prueba, tenía una pequeña
cicatriz sin pelo en su preciosa coronilla.
Pero
el asunto del amor en la noche era lo que más le llegaba al corazón. Era un sueño
vago y agradable, algo que le sucedería alguna vez, único e incomparable. Lo único
que podía decir sobre aquel asunto era que aparecería una chica maravillosa y desconocida
y que tendría lugar bajo la luna de la Riviera.
Lo
raro no fue que abrigara aquella esperanza amorosa, desbordante y a la vez casi
espiritual, pues todos los chicos con algo de imaginación abrigan esperanzas semejantes:
lo raro fue que se cumpliera. Y, cuando aquello sucedió, sucedió de improviso: fue
tal la confusión de sensaciones y emociones, de frases sorprendentes que acudían
a sus labios, de visiones y ruidos, de momentos que llegaban, y se perdían, y ya
eran pasado, que apenas enrendió nada. Y quizá la misma inmaterialidad de aquellos
instantes los grabó para siempre en su corazón y su memoria.
Aquella
primavera el amor estaba en el aire, a su alrededor: los amoríos de su padre, por
ejemplo, que eran muchos e indiscretos, y de los que Val se fue enterando poco a
poco por los chismorreos de los criados, y definitivamente cuando una tarde descubrió
a su madre, la americana, tronando histéricamentte contra el retrato de su padre
que presidía el salón. En el cuadro su padre vestía uniforme blanco con dolmán de
piel y miraba impasible a su mujer como si dijera: “¿Creías, querida, que te habías
casado para formar parte de una familia de clérigos?”
Val
se alejó de puntillas, sorprendido, confuso y turbado. No se escandalizó, como se
hubiera escandalizado un chico estadunidense de su edad. Sabía, desde hacía años,
cómo era la vida de los europeos ricos, y lo único que le censuraba a su padre era
que hiciera llorar a su madre.
El
amor lo envolvía: el amor sin tacha y el amor ilícito. Deambulando por el paseo
marítimo, a las nueve de la noche, cuando brillaban tanto las estrellas que rivalizaban
con las farolas eléctricas, adivinaba el amor en todas partes. De las terrazas de
los cafés, animadas por los vestidos a la úlrima moda de París, llegaba un olor
dulce y picante a flores y chartreuse, a café recién hecho y cigarrillos, y entremezclado
con aquel olor percibía otro aroma, el aroma misterioso y excitante del amor. Manos
acariciaban manos rutilantes de joyas sobre las mesas blancas. Los alegres vestidos
y las pecheras blancas de las camisas vibraban al unísono, y las llamas de los fósforos
temblaban un poco, antes de encender lenramente los cigarrillos. Al otro lado del
bulevar, enamorados menos elegantes, jóvenes franceses que trabajaban en las tiendas
de Cannes, paseaban con sus novias a la sombra de los árboles, pero los ojos jóvenes
de Val rara vez miraban hacia allí. El esplendor de la música y los colores vivos
y las palabras en voz baja eran su sueño. Eran, en esencia, las galas del amor en
la noche.
Aunque
adoptaba, en la medida de sus posibilidades, la expresión feroz propia de un joven
caballero ruso que recorre solo las calles, Val empezaba a sentirse desgraciado.
El crepúsculo de abril había sucedido al crepúsculo de marzo, la primavera casi
había Terminado, y aún no había descubierto qué hacer en las tardes cálidas de primavera.
Las chicas de dieciséis y diecisiete años que conocía estaban perfectamente vigiladas
por sus madres y parientes desde que anochecía hasta que se iban a la cama –recordad
que era antes de la guerra–, y las que hubieran paseado gustosamente con él ofendían
su deseo romántico. Y así pasaba abril: una, dos, tres semanas…
Había
estado jugando al tenis hasta las siete, y se quedó vagabundeando por las pisras
otra hora, así que eran las ocho y media cuando el cansado caballo del coche de
alquiler llegó a la cima de la colina sobre la que resplandecía la fachada de la
villa de los Rostoff. Los faros de la limosina de su madre brillaban amarillos en
el camino, y la princesa, abotonándose los guantes, cruzaba en aquel momento la
cancela reluciente. Val le lanzó dos francos al cochero y fue a besar a su madre.
–No
me toques –se apresuró a decir la madre–. Has estado tocando dinero.
–Pero
no con la boca, madre –protestó, en tono festivo.
La
princesa lo miró con impaciencia.
–Estoy
de mal humor –dijo–. ¿Precisamente tenías que llegar tarde esta noche? Estamos invitados
a cenar en un yate, y tú tenías que venir.
–¿Un
yate?
–Sí,
de unos americanos –siempre había en su voz una sutil ironía cuando mencionaba su
tierra natal. Su América era el Chicago de los años noventa, que todavía imaginaba
como la inmensa escalera de una carnicería. Ni siquiera los despropósitos del príncipe
Pablo eran un precio demasiado alto para su fuga.
–Dos
yates –prosiguió–. La verdad es que no sabernos muy bien qué yate es. La nota era
poco precisa, muy poco formal.
Americanos.
La madre de Val le había enseñado a mirar por encima del hombro a los americanos,
pero no había conseguido que 1 desagradaran. Los americanos se daban cuenta de que
existías, aunqUe tuvieras diecisiete años. Los americanos le caían simpáticos. Era
totalmente ruso, pero no era inmaculadamente ruso: la proporción exacta como la
de un jabón famoso, era de un noventa y nueve y tres cuartos por ciento.
–Quiero
ir –dijo–. Me daré prisa, madre, me daré… –Ya es tarde –la princesa se volvió cuando
su marido apareció en la cancela–. Val dice ahora que quiere venir.
–Pues
no puede –dijo el príncipe Pablo, tajante–. Ha llegado escandalosamente tarde.
Val
asintió. Los aristócratas rusos, por indulgentes que fueran consigo mismos, siempre
eran admirablemente espartanos con sus hijos. Era imposible discutir. –Lo siento
–dijo.
El
príncipe Pablo gruñó. El lacayo, de librea roja y plata, abrió la puerta de la limusina.
Pero el gruñido había decidido la cuestión a favor de Val, porque la princesa Rostoff,
en aquel día y hora precisos, tenía ciertas quejas contra su marido que le daban
el dominio de la situación doméstica.
–Lo
he pensado mejor: es mejor que vengas, Val –anunció la princesa con poco entusiasmo–.
Ya es tarde, pero ven después de la cena. El yate es el Minnehaha o el Privateer
–entró en la limusina–. El que esté más animado. Me figuro que el yate de los Jackson…
–Encontrar
requiere sentido común –murmuró el príncipe crípticamente, dando a entender que
Val encontraría el yate si tenía algún sentido común–. Que mi ayuda de cámara te
eche un vistazo antes de salir. Ponte una corbata mía en lugar de ese escandaloso
lazo que llevabas en Viena. Ya es hora de que te portes como un hombre.
Mientras
la limusina se arrastraba crepitando por el camino de grava, la cara de Val ardía.
II
Había oscurecido
en el puerto de Cannes, o parecía a oscuras tras el esplendor del paseo que Val
acababa de dejar atrás. Tres faros mortecinos y débiles rutilaban en la dársena
sobre los innumerables barcos de pesca que se amontonaban como conchas en la playa.
En el agua, más lejos, había más luces, allí donde una flota de yates esbeltos surcaba
la corriente con lenta dignidad, y, más lejos aún, una luna llena y en su punto
convertía la superficie del agua en una brillante pista de baile. De vez en cuando
se oía un crujido, un chirrido, un gotear, cuando un bote de remos avanzaba por
las aguas poco profundas y su silueta borrosa atravesaba el laberinto oscilante
de lanchas y barcas de pesca. Val, que descendía por la aterciopelada pendiente
de arena, tropezó con un marinero dormido y percibió un olor rancio a ajo y vino
barato. Cogió al hombre por los hombros y el hombre abrió los ojos, asustado.
–¿Sabe
dónde están fondeados el Minnehaha y el Privateer?
Mientras
se deslizaban por la bahía se tumbó en la popa: miraba con algo parecido a la insatisfacción
la luna de la Riviera. No había duda: era la luna ideal, perfecta. Frecuentemente,
cinco de cada siete noches, la luna era la ideal. Y la brisa era suave, tan encantadora
que hacía daño, y sonaba la música, acordes mezclados de muchas orquestas, la música
que venía de la playa. Hacia el este se extendía el oscuro cabo de Antibes, y Niza,
y más allá Montecarlo, donde la noche tintineaba rebosante de oro. Algún día disfrutaría
de todo aquello, conocería sus placeres y triunfos: cuando fuera demasiado viejo
y juicioso para que le importara.
Pero
aquella noche… aquella noche, la corriente de plata que se rizaba como un gran tirabuzón
hacia la luna, las luces tenues y románticas de Cannes a su espalda, el amor en
el aire, irresistible e inefable…, aquella noche, todo aquello, iba a desperdiciarse
para siempre.
–¿Cuál
es? –preguntó de pronto el barquero.
–¿Qué?
–preguntó Val, levantándose.
–¿Cuál
es el barco?
Señaló
con el dedo. Val se volvió. Por encima de él se levantaba la proa gris de un yate,
como una espada. En el espacio de tiempo que había durado el ansia insistente de
su deseo habían recorrido casi un kilómetro.
Leyó
las letras de bronce, sobre su cabeza. Era el Privateer, pero solo había a bordo
luces débiles, ni música ni voces, solo el murmullo, el chapoteo intermitente de
las olas mansas que lamían los costados del yate.
–El
otro –dijo Val–, el Minnehaha.
–No
os vayáis todavía.
Val
se asustó. La voz, baja y suave, descendía desde las tinieblas de cubierta.
–¿Es
que tenéis prisa? –dijo la voz suave–. Había creído que alguien venía a verme y
he sufrido una desilusión terrible.
El
barquero levantó los remos y miró, indeciso, a Val. Pero Val callaba, así que el
hombre hundió los remos en el agua y dirigió majestuosamente la barca hacia la luz
de la luna.
–¡Espere
un momento! –gritó Val entonces.
–Adiós
–dijo la voz–. Volved cuando os podáis quedar más tiempo.
–Me
quedo ahora –contestó Val, jadeante.
Dio
las órdenes precisas y la barca viró y volvió al pie de la escala de cuerda. Alguien
joven, alguien con un vestido blanco y vaporoso, alguien que hablaba en voz baja,
con una voz preciosa, lo llamaba desde la oscuridad de terciopelo. “¡Si le viera
los ojos!”, se dijo. Le gustaba el sonido romántico de aquellas palabras y las repitió
con un suspiro: “¡Si le viera los ojos!”.
–¿Quién
eres? –ahora estaba cerca, sobre él. Lo miraba desde cubierta y Val la miraba desde
la escala, mientras subía, y, cuando sus ojos se encontraron, los dos se echaron
a reír.
Era
muy joven, delgada, casi frágil, y el vestido, sencillo y blanco, acentuaba su juventud.
Dos manchas oscuras y tenues en las mejillas señalaban dónde brillaba el color a
la luz del día.
–¿Quién
eres? –repitió, retrocediendo y riendo de nuevo cuando la cabeza de Val apareció
en cubierta–. Tengo miedo y quiero saber quién eres.
–Soy
un caballero –dijo Val, e hizo una reverencia. –¿Qué clase de caballero? Hay muchas
clases de caballeros. Había un… un caballero negro en la mesa de al lado en París,
así que… –se interrumpió de pronto–. No eres americano, ¿verdad?
–Soy
ruso –dijo Val, como hubiera anunciado que era un arcángel. Y, sin pensarlo demasiado,
añadió–: Y soy el más afortunado de los rusos. Todo el día, toda la primavera, he
estado soñando con enamorarme en una noche así, y ahora el cielo te ha enviado.
–¡Un
momento! –dijo ella, dominándose para no gritar–Ahora estoy segura de que esta visita
es una equivocación. No estoy para cosas así. ¡Por favor!
–Te
ruego que me perdones –la miró perplejo, sin darse cuenta de que había dado por
sentadas demasiadas cosas. Y se puso muy derecho, ceremoniosamente–. Me he equivocado.
Si me lo permite, me retiraré.
Dio
media vuelta. Tenía la mano en la barandilla.
–Espera
–dijo ella, apartándose de los ojos un mechón de pelo descontrolado–. Pensándolo
mejor, puedes decir todas las tonterías que quieras, pero no te vayas. Estoy muy
triste y no me quiero quedar sola.
Val
titubeó; había algo que no acababa de entender. Había dado por supuesto que si una
chica llamaba a un desconocido de noche, aunque fuera desde la cubierta de un yate,
era que, sin duda alguna, estaba abierta al amor. Y deseaba con todas sus fuerzas
quedarse. Entonces recordó que aquél era uno de los dos yates que había estado buscando.
–Me
figuro que la cena será en el otro barco –dijo.
–¿La
cena? Ah, sí, es en el Minnehaha. ¿Ibas allí?
–Iba
allí… hace mucho.
–¿Cómo
te llamas?
Estaba
a punto de decírselo, pero hizo una pregunta.
–¿Y
tú? ¿Por qué no has ido a la fiesta?
–Porque
he preferido quedarme aquí. La señora Jackson dijo que iban a ir rusos… Me imagino
que lo diría por ti –lo miraba con interés–. Eres muy joven, ¿no?
–Soy
bastante mayor de lo que parezco –dijo Val, muy estirado–. La gente siempre lo comenta.
Es algo extraordinario.
–¿Cuántos
años tienes?
–Veintiuno
–mintió.
Ella
se echó a reír.
–¡Qué
tontería! No tienes más de diecinueve.
El
disgusto de Val era tan evidente que la chica se apresuró a tranquilizarlo.
–¡Anímate!
Yo solo tengo diecisiete. Hubiera ido a la fiesta si hubiera sabido que iba a ir
alguien con menos de cincuenta años.
Val
se alegró de que cambiara de conversación.
–Prefieres
quedarte aquí, a soñar a la luz de la luna.
–He
estado pensando en las equivocaciones –se sentaron juntos, en sillas de lona–. Es
un tema muy absorbente, el tema de las equivocaciones. Las mujeres piensan poco
en las equivocaciones. Tienen más ansia de olvidar que los hombres. Pero cuando
se obsesionan…
–¿Has
cometido alguna equivocación? –preguntó Val.
Asintió.
–¿No
tiene arreglo?
–Creo
que no –respondió–. No estoy segura. En eso pensaba cuando llegaste.
–Quizá
yo pueda ayudarte en algo –dijo Val–. Quizá no sea una equivocación irreparable.
–No
puedes ayudarme –dijo, triste–. Así que no le demos más vueltas. Estoy harta de
mi equivocación y me gustaría que me contaras las cosas alegres y divertidas que
están pasando en Cannes esta noche.
Miraban
hacia la línea de luces misteriosas y fascinantes de la costa, los grandes bloques
de juguete con velas encendidas que eran en realidad los grandes hoteles de moda,
el reloj iluminado de la ciudad vieja, el fulgor empañado del Café de París, y,
como alfilerazos de luz, las ventanas de las villas que ascendían por colinas suaves
hacia la negrura del cielo.
–¿Qué
hace allí todo el mundo? –murmuró la chica . Parece que está sucediendo algo maravilloso,
pero no sabría decir qué.
–Allí
todo el mundo hace el amor –dijo Val, en voz baja.
–¿Eso?
–lo miró un instante muy largo, con una expresión extraña en los ojos–. Entonces
quiero volver a Estados Unidos –dijo–. Aquí hay demasiado amor. Quiero volver a
casa mañana.
–¿Tienes
miedo de enamorarte?
Negó
con la cabeza.
–No
es eso. Es que aquí… yo no tengo amor.
–Yo,
tampoco –añadió Val en un susurro–. Es triste que estemos en un sitio tan adorable,
en una noche tan adorable, y no tengamos… nada.
Se
acercaba a ella, con ojos románticos, ojos inspirados y castos, y ella se apartaba.
–Háblame
más de ti –se apresuró a preguntarle–. Si eres ruso, ¿dónde has aprendido a hablar
inglés tan bien?
–Mi
madre es estadunidense –reconoció–. Mi abuelo también era estadunidense, así que
mi madre no tuvo elección.
–¡Entonces
tú también eres estadunidense!
–Yo
soy ruso –dijo Val con orgullo.
Lo
miró a los ojos, sonrió y no quiso discutir.
–Bueno,
entonces –dijo con diplomacia–, me figuro que tendrás un nombre ruso.
Pero
Val no tenía intención de decirle su nombre todavía. Un nombre, incluso el apellido
de los Rostoff, hubiera profanado la noche. Eran dos voces que hablaban muy bajo,
dos caras blancas, y era bastante. Estaba seguro, sin ninguna razón para estar seguro,
solo por instinto, una especie de instinto que susurraba triunfalmente en su interior,
estaba seguro de que en un instante, un minuto o una hora, iba a conocer por fin
la vida del amor. Su nombre no existía, en comparación con lo que se agitaba en
su corazón.
–Eres
preciosa –dijo de repente.
–¿Cómo
lo sabes?
–Porque
la luz de la luna es la luz más cruel para las mujeres.
–¿Soy
guapa a la luz de la luna?
–Eres
lo más precioso que he visto en mi vida.
–Ah
–reflexionaba sobre aquellas palabras–. No pensaba dejarte subir a bordo. Debería
haber imaginado de qué íbamos a hablar con esta luna. Pero no puedo quedarme aquí
toda la vida, mirando a la costa. Soy demasiado joven, ¿no te parece?
–Demasiado
joven –asintió Val solemnemente.
Y
de pronto oyeron una música nueva, cerca, al alcance de la mano, una música que
parecía surgir del agua, a menos de cien metros de distancia.
–¡Escucha!
–exclamó ella–. Es en el Minnehaha. Han acabado de cenar.
Escuchaban
en silencio.
–Gracias
–dijo Val de pronto.
–¿Por
qué?
Casi
ni se había dado cuenta de que había hablado. Les daba las gracias a los instrumentos
de metal por sonar en la brisa, bajos y profundos; al mar por su murmullo cálido
y quejumbroso contra la proa; a la luz débil y lechosa de las estrellas por derramarse
sobre ellos y bañarlos, hasta que sintió que flotaba en una sustancia más densa
que el aire.
–Es
precioso –murmuró ella.
–¿Qué
vamos a hacer ahora?
–¿Tenemos
que hacer algo? Podríamos quedarnos aquí y disfrutar…
–No,
no piensas eso –la interrumpió Val, a media voz–. Sabes que hay algo que debemos
hacer. Voy a ofrecerte mi amor, y te alegrarás.
–No
puedo –dijo ella con un hilo de voz. Quería reírse, decir algo insustancial y gracioso,
algo que devolviera la situación a las aguas seguras de un coqueteo sin importancia.
Pero ya era demasiado tarde. Val sabía que la música había completado lo que había
empezado la luna.
–Te
diré la verdad –dijo–. Eres mi primer amor. Solo tengo diecisiete años, como tú.
Había
algo absolutamente encantador en el hecho de que tuvieran la misma edad, algo que
la desarmaba ante el destino que los había reunido. Las sillas crujieron y Val tuvo
conciencia de un débil perfume, irreal, mientras caían, de repente, como niños,
el uno en brazos del otro.
III
No podría recordar
más tarde si la besó una o varias veces aunque quizá pasaran una hora allí sentados,
muy juntos y cogidos de la mano. Lo que más le sorprendió del amor fue que no parecía
contener ninguno de los elementos de lá pasión desaforada –remordimiento, deseo
y desesperación–, sino una delirante promesa de felicidad, para la vida, para el
mundo, como no había conocido nunca. El primer amor: ¡solo era el primer amor! ¡Qué
sería el amor en toda su plenitud, en toda su perfección! No sabía que lo que estaba
experimentando entonces, aquella mezcla irreal de paz y éxtasis, limpia de deseo,
era irrecuperable para siempre.
Hacía
un rato que la música había cesado, cuando el ruido de una barca de remos rompió
aquel silencio lleno de murmullos, perturbando las aguas tranquilas. Ella se levantó
de un salto y miró hacia la bahía como un centinela.
–¡Oye!
–dijo deprisa–. Quiero que me digas tu nombre.
–No.
–Por
favor –le rogó–. Me voy mañana.
Val
no contestó.
–No
quiero que me olvides –dijo ella–. Me llamo…
–No
te olvidaré. Te prometo que te recordaré siempre. A quienquiera que ame siempre
la compararé contigo, mi primer amor. Mientras viva, siempre conservarás la misma
lozanía en mi corazón.
–Quiero
que te acuerdes de mí –murmuró con palabras entrecortadas–. Ay, esto ha significado
para mí más que para ti, mucho más.
Estaba
tan cerca que Val sentía su respiración joven y cálida en la cara. Volvieron a abrazarse.
Val apretaba sus manos, sus muñecas, entre las suyas, como parecía que había que
hacer, y le besó los labios. Era el beso ideal, pensó, el beso romántico: ni muy
corto ni muy largo. Pero contenía una especie de promesa, promesa de otros besos
que podría haber gozado, y, con un leve peso en el corazón, oyó cómo se acercaba
la barca al yate, y comprendió que había vuelto la familia de la chica. Había acabado
la noche.
“Y
esto es solo el principio”, se dijo. “Toda mi vida será como esta noche”.
Ella
le decía algo en voz baja, deprisa, y él escuchaba en tensión.
–Quiero
que sepas una cosa: estoy casada. Desde hace tres meses. Ésa era la equivocación
en que estaba pensando cuando apareciste a la luz de la luna. Enseguida lo entenderás.
Calló
de repente cuando la barca chocó contra la escala y una voz de hombre surgió de
la oscuridad.
–¿Eres
tú, querida?
–Sí.
–Hay
un bote de remos esperando. ¿A quién espera?
–Uno
de los invitados del señor Jackson ha venido por equivocación y le he pedido que
se quedara y me hiciera compañía un rato.
Y
el pelo escaso y canoso y la cara cansada de un hombre de sesenta años apareció
en cubierta. Y Val se dio cuenta demasiado tarde de cuánto le afectaba aquello.
IV
En mayo, cuando
terminó la temporada en la Riviera, los Rostoff y el resto de los rusos cerraron
sus villas y se fueron al norte a pasar el verano. Y cerraron la iglesia ortodoxa
rusa y los barriles de los vinos más selectos, y guardaron en el trastero, por decirlo
así, para otro año la elegante luz de la luna primaveral, en espera de su regreso.
–Volveremos
la temporada que viene –repitieron como todos los años.
Pero
se apresuraron al decirlo, porque no volverían jamás. Los pocos que volvieron a
dispersarse por el sur después de cinco años de tragedia se alegraban de encontrar
trabajo como camareras y valets de chambre en los grandes hoteles donde habían comido
en otro tiempo. Muchos, por supuesto, murieron en la guerra o en la revolución,
y muchos desaparecieron en las grandes ciudades, convertidos en sablistas o timadores,
y no pocos acabaron sus vidas en la desesperación y el embrutecimiento.
Cuando
el gobierno de Kerensky cayó en 1917, Val era teniente en el frente oriental, e
intentaba desesperadamente que su compañía acatara una autoridad de la que, desde
hacía mucho, ya no quedaba ni el menor vestigio. Aún lo estaba intentando cuando
el príncipe Pablo Rostoff y su esposa ofrendaron sus vidas una mañana de lluvia
para expiar las meteduras de pata de los Romanoff: la envidiable carrera de la hija
de Morris Hasylton acabó en una ciudad que se parecía a una carnicería mucho más
incluso que el Chicago de 1892.
Y
Val combatió en el ejército de Denikin hasta que se dio cuenta de que estaba participando
en una farsa: la gloria de la Rusia imperial había terminado. Entonces se fue a
Francia, donde inmediatamente hubo de enfrentarse al increíble problema de cómo
mantener unidos el cuerpo y el alma.
Era
perfectamente natural que pensara en irse a Estados Unidos. Dos tías lejanas, con
quienes su madre se había peleado hacía muchos años, seguían viviendo allí con cierto
lujo. Pero la idea repugnaba a los prejuicios que su madre le había inculcado y
además no le quedaba dinero para pagar el pasaje. Tendría que ganarse la vida en
Francia como pudiera hasta que una posible contrarrevolución le restituyera las
propiedades rusas de los Rostoff.
Así
que se fue a la ciudad que mejor conocía. Se fue a Cannes. Compró un billete de
tercera con sus últimos trescientos francos y, cuando llegó, entregó el esmoquin
a una sociedad benéfica que se ocupaba de semejantes asuntos y recibió a cambio
dinero para comida y alojamiento. Más tarde se arrepentiría de haber vendido el
esmoquin, porque podría haberle ayudado a conseguir un puesto de camarero. Pero
encontró trabajo como taxista, y se sintió igual de feliz o, mejor, igual de desgraciado.
A
veces llevaba a estadunidenses a ver villas en alquiler, y, cuando estaba abierto
el cristal que separaba el asiento del chófer alcanzaba a oír curiosos fragmentos
de conversación.
–Me
han dicho que ese tipo era un príncipe ruso… Calla… No, ése, el chófer… ¡Calla,
Esther! –y aguantaban la risa.
Cuando
el coche se detenía, los pasajeros lo rodeaban para mirarlo. Al principio se sentía
desesperadamente desdichado si lo miraban las chicas, pero luego dejó de importarle.
Una vez un americano alegremente borracho le preguntó si aquella historia era verdad
y lo invitó a comer, y otra vez una mujer ya mayor le cogió la mano al bajar del
taxi, la apretó con violencia y lo obligó a coger un billete de cien francos.
–Bueno,
Florence, ya puedo contar, cuando vuelva a casa, que le he dado la mano a un príncipe
ruso.
El
americano ebrio que lo invitó a comer creía al principio que Val era hijo del zar,
y Val tuvo que explicarle que ser príncipe en Rusia solo era como ser lord en Inglaterra.
Pero no acababa de entender el estadunidense cómo un hombre con la personalidad
de Val no se dedicaba a ganar dinero de verdad.
–Esto
es Europa –dijo Val muy serio–. Aquí no se gana el dinero. Aquí se hereda, o se
ahorra lentamente durante largos años, y a lo mejor al cabo de tres generaciones
una familia puede mejorar su posición social.
–Piense
en algo que necesite la gente, como hacemos nosotros.
–Eso
es porque en Estados Unidos hay más dinero para necesidades. Todo lo que necesita
la gente de aquí lleva pensado mucho tiempo.
Pero,
un año después, gracias a la ayuda de un joven inglés con quien había jugado al
tenis antes de la guerra, Val consiguió un empleo en la sucursal en Cannes de un
banco inglés. Se encargaba del correo, compraba billetes de tren y organizaba excursiones
para turistas impacientes. Algunas veces una cara familiar se acercaba a su ventanilla;
si reconocía a Val, se estrechaban la mano; si no, Val callaba. Y, dos años más
tarde, ni siquiera lo señalaban con el dedo por haber sido príncipe: los rusos eran
ya una vieja historia. El esplendor de los Rostoff y compañía estaba olvidado.
Se
mezclaba muy poco con la gente. Daba un paseo por las tardes, se bebía una lenta
cerveza en un café y se acostaba temprano Casi nunca lo invitaban a ningún sitio
porque consideraban que su ex presión triste y ensimismada era deprimente, y, si
lo invitaban, jamás aceptaba una invitación. Vestía trajes franceses y baratos en
vez de las franelas caras e inglesas que encargaba con su padre. En cuanto a las
mujeres, no conocía a ninguna. A los diecisiete años había estado seguro de muchas
cosas, y de lo que había estado más seguro había sido de esto: habría muchos amores
en su vida. Ahora, ocho años después, sabía que no era así. Nunca había tenido tiempo
para el amor: la guerra la revolución y ahora la pobreza habían conspirado contra
su corazón lleno de ilusiones. El manantial de emoción que brotó por primera vez
una noche de abril se había secado inmediatamente y ahora solo manaba gota a gota.
Su
juventud feliz había acabado antes de empezar. Ya se veía cada día más viejo y más
pobre, viviendo siempre, más y más, de los recuerdos de la adolescencia maravillosa.
Se volvería ridículo: sacaría un viejo reloj, una reliquia de familia, y se lo enseñaría
a los compañeros de la oficina, que, divertidos, oirían entre guiños sus historias
sobre el apellido Rostoff.
Sumido
en estos pensamientos tristes paseaba a orillas del mar una noche de abril de 1922
y contemplaba la magia inalterable del despertar de las luces eléctricas. Aquella
magia ya no estaba a su disposición, pero seguía existiendo, y Val se alegraba de
que fuera así. Al día siguiente se iría de vacaciones a un hotel barato de la costa
donde podría bañarse, descansar y leer, y luego volvería a la ciudad y al trabajo.
Todos los años, desde hacía tres, se iba de vacaciones las dos últimas semanas de
abril, quizá porque entonces sentía mayor necesidad de recordar. Fue en abril cuando
lo que estaba destinado a ser lo mejor de su vida había alcanzado su punto culminante
a la romántica luz de la luna. Aquello era sagrado para él: lo que había creído
una iniciación y un principio había resultado ser el final.
Se
detuvo un instante frente al Café des Étrangers, e inmediatamente, como arrastrado
por un impulso, cruzó la calle y bajó a la playa. Una docena de yates, que viraban
hacia un precioso color plata, fondeaban en la bahía. Los había visto aquella tarde
y, por costumbre, había leído los nombres pintados en la proa. Llevaba haciéndolo
tres años, y ya era casi una función natural de sus ojos.
–Un
beau soir –comentaron a su lado, en francés. Era un barquero, que muchas veces había
visto a Val por allí–. ¿A monsieuf le parece hermoso el mar?
–Muy
hermoso.
–A
mí, también. Pero, fuera de temporada, deja poco para vivir. Menos mal que la semana
que viene tengo un encargo especial. Me pagan por quedarme aquí, esperando, sin
hacer otra cosa, desde las ocho de la tarde hasta medianoche.
–Es
estupendo –dijo Val, por cortesía.
Es
una señora viuda, muy guapa, una americana. Su yate siempre fondea en el puerto
las dos últimas semanas de abril. Este año será el tercero, si el Privateer llega
mañana.
V
Val no pegó un
ojo en toda la noche, no porque se preguntara qué debía hacer, sino porque sus emociones,
adormecidas durante mucho tiempo, de repente despertaron y revivieron. Estaba claro
que no debía verla –él, un pobre fracasado, con un apellido que ya solo era una
sombra–, pero siempre lo haría un poco más feliz saber que ella lo recordaba. Aquello
añadía una nueva dimensión a sus propios recuerdos: los resaltaba, como esas lentes
estereoscópicas que, sobre un papel liso, dan fondo y relieve a las imágenes. Le
hacía sentirse seguro de que no se había engañado: una vez había sido encantador
con una mujer preciosa, y ella no lo olvidaba.
Al
día siguiente, una hora antes de la salida del tren, ya estaba en la estación con
su equipaje: quería evitar cualquier posibilidad de un encuentro en la calle. Buscó
un asiento en el vagón de tercera clase.
Y,
en cuanto se sentó, empezó a ver la vida de manera diferente: con una especie de
esperanza, débil e ilusoria, desconocida veinticuatro horas antes. Quizá existiera
algún modo de que volvieran a encontrarse en los próximos años: si trabajaba de
verdad, aprovechando con pasión cualquier oportunidad que se le presentara. Sabía
de dos rusos que vivían en Cannes, que habían vuelto a empezar desde cero, solo
con buena educación e ingenio, a quienes ahora les iba sorprendentemente bien. La
sangre de Morris Hasylton comenzaba a latir débilmente en las sienes de Val para
recordarle algo que nunca había querido recordar: Morris Hasylton, que había construido
un palacio en San Petersburgo para su hija, había empezado desde la más absoluta
miseria.
Y
otra emoción, simultánea, se apoderó de él, menos extraña, menos dinámica, pero
también americana: la emoción de la curiosidad. En el caso de que volviera a… Bueno,
en el caso de que la vida hiciera posible que volviera a encontrar a la chica, por
lo menos se enteraría de su nombre.
Se
puso en pie de un salto, consiguió abrir con mucha torpeza, muy nervioso, la puerta
del vagón y saltó del tren. Y, tras lanzar la maleta a la consigna, echó a correr
hacia el consulado de Estados Unidos.
–Esta
mañana ha llegado un yate –dijo con prisa al funcionario–, un yate estadunidense,
el Privateer. Quisiera saber quién es el dueño.
–Espere
un momento –dijo el funcionario, mirándolo con curiosidad–. Voy a ver si puedo informarme…
Volvió
al cabo de lo que a Val le pareció un espacio de tiempo interminable.
–Espere
un momento, por favor –repitió, inseguro–. ai… Parece que vamos a poder informarnos…
–¿Ha
llegado el yate?
Ah,
sí, perfectamente. O eso creo yo. Siéntese un momento, por favor.
Diez
minutos después, Val miró su reloj, impaciente. Si no se daban prisa, perdería el
tren. Hizo un gesto nervioso, como si fuera a levantarse de la silla.
–¡Estése
quieto, por favor! –dijo el funcionario, echándole una ojeada desde el escritorio–.
Se lo ruego, siéntese.
Val
lo miraba fijamente. ¿Qué podía importarle al funcionario que esperara o no esperara?
–Voy
a perder el tren –dijo con impaciencia–. Siento haberle molestado.
–¡Por
favor, quédese donde está! Nos alegraría mucho quitarnos este asunto de encima.
¿Sabe? Llevamos esperando su pregunta… tres años.
Val
se levantó de un salto y se encasquetó el sombrero.
–¿Por
qué no me lo ha dicho? –preguntó de mal humor.
–Porque
teníamos que avisar a… a nuestro cliente. No se vaya, por favor. Es… Es demasiado
tarde.
Val
dio media vuelta. Un criatura delicada y radiante, de ojos negros y asustados, se
perfilaba contra la luz del sol, en la puerta.
–Cómo…
Los
labios de Val se entrabrieron, pero no le salieron las palabras. Ella dio un paso
hacia él.
–Yo…
–lo miraba a través de las lágrimas, desvalida–. Solo quería saludarte –murmuró–.
He vuelto tres años seguidos porque quería saludarte.
Val
callaba.
–Podrías
contestar –dijo con impaciencia–. Podrías contestar… Ya pensaba que habías muerto
en la guerra –entonces se dirigió al funcionario–: Por favor, preséntenos –exclamó–.
¿Sabe? No puedo saludarlo porque ni siquiera sabemos cómo nos llamamos.
Es
cierto que se suele desconfiar de estos matrimonios internacionales. Según la tradición
estadunidense siempre acaban mal, y estamos acostumbrados a titulares como éstos:
“Cambiaría el título por un verdadero amor americano, dice la duquesa” o “El conde
Mendicant torturaba a su esposa”. Nunca aparecen titulares que digan: “El castillo
joven rico es un nido de amor, afirma una antigua belleza de Georgia” o “El duque
y la hija del empaquetador celebran sus bodas de oro”.
Hasta
el momento los jóvenes Rostoff no han aparecido en ningún titular. El príncipe Val
está demasiado ocupado en la cadena de taxis color azul claro de luna que dirige
con inusitada eficacia, y no concede entrevistas. El príncipe y su esposa solo abandonan
Nueva York una vez al año, y todavía existe un barquero que se alegra cuando el
Privateer entra en el puerto de Cannes una noche de mediados de abril.
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