Noël Devaulx
Estaba leyendo en el quiosco
chino cuando un campanilleo tan leve que habría podido creerse un engaño del viento
me hizo dejar a un lado el libro y aguardar una confirmación. Y en efecto, luego
se oyó un segundo llamado, aún más incierto y menos diverso de los ruidos del campo.
Salí del pabellón echando pestes contra el intruso, algún vagabundo que acudía a
mendigar pan antes del viernes, día en que se lo distribuye a los pobres, cuando
vi una chiquilla de ocho a diez años que en puntas de pie trataba de alcanzar el
cordón para llamar por tercera vez. Había dejado, junto a ella, una maletita como
las que yo solía preparar de niño, para mis viajes imaginarios, pero envuelta en
una funda que a mí no se me habría ocurrido y que daba visos de autenticidad a ese
vagabundeo precoz. Por fin alcanzó el cordón provocando un sostenido repiqueteo
que la dejó totalmente aturdida, tanto más cuanto que los postigos de la cocina
restallaron y apareció en el umbral el ama de llaves, muy tiesa en su ropa de domingo
y dispuesta a dar una lección a la descarada, sorprendida en flagrante delito. Me
adelanté para evitar un drama, escoltado de cerca por Madame Grande Yvonne, nombre
que la gobernanta debe a mi hermana mayor, de quien fue nodriza, y al cual se ha
agregado el título de “Madame” para consagrar sus altas funciones.
–¿Adónde
vas, pequeña? –le pregunté con ese tono con que intentaba simular ante los pilletes
ladrones y depredadores de nidos una severidad de propietario, y que reforzaba aún
más la costumbre que tengo de aconsejar paternalmente a los niños.
–Aquí
–respondió.
No
pude disimular una sonrisa, y ella, que sin duda aguardaba ansiosamente el resultado
de su treta, rompió a reír, tranquilizada, con una confianza que me conmovió.
Del
mismo lado de la reja y de las convenciones, Madame Grande Yvonne y yo examinamos
estupefactos a aquella visitante extenuada pero decidida, encantadora aunque vestida
como una pobre, y sin confesárnoslo ya habíamos consumado la mitad de la traición.
Así entró ella en nuestra casa, en nuestras vidas –digo “nuestras” porque mi mayordomo
con faldas fue conquistado tan rápidamente como su amo–, con tanta naturalidad como
si siempre hubiéramos formado parte de su imperio infantil.
Aquella
misma noche, cuando se quedó dormida (cosa que conseguimos no sin dificultad, debido,
creo, al enervamiento del viaje, o a nuestra torpeza, pues tan pronto la reñíamos
como la acunábamos), celebramos un consejo, en el que después de haber cambiado
graves reflexiones sobre la tristeza de los tiempos y el abandono de la infancia,
y de haber examinado minuciosamente las hipótesis más pesimistas sobre el sentido
moral de los padres, confeccionamos la lista del ajuar, de las provisiones y aun
el programa de estudios, que no puedo releer sin reírme: estaba lejos de pensar
que mi humilde colaboradora desempeñaría en esto un papel rector, por su competencia
en los quehaceres domésticos y su conocimiento de las cosas del campo. A tal punto
exageramos nuestras propias luces…
La
casa es lo más incómoda que se pueda imaginar y toda en corredores; una casa solariega
que han desfigurado sucesivamente los granjeros que la arrendaron mucho tiempo y
el gusto por un medioevo excesivo que profesaba la tía de quien la heredé. La fachada,
un poco seca, cuidadosamente desahogada de rosales trepadores y de las asimetrías
que en ella aclimataba la vida, es de un hermoso fin de siglo XV. Sobre el granito
se destacan los marcos de la puerta y de las ventanas, en.piedra azulada de Kersanton.
Ese rostro terroso de ojeras profundas se rodea de geranios frescos y de rosas,
como de una vieja beldad.
A
no ser por el absurdo de un quiosco chino de vidrios multicolores, por las yucas,
por un presuntuoso jardín de invierno, el conjunto no estaría desprovisto de armonía.
Un huerto rodeado de gruesos muros favorables a las plantas trepadoras, rebosante
de flores y legumbres, prolonga la casa, de la que está separado por una zanja antaño
unida al estanque, pero que hoy parece no tener otra razón de ser que esa encantadora
pasarela sobre la que se abre la puerta de la torre. Una higuera se agobia hasta
rozar las ventanas de la trascocina. Cada una de las tres entradas restantes se
halla en mitad de un muro, de suerte que los cuadros están repartidos con tierna
simetría entre dos alamedas perpendiculares. En el centro, los castaños circundan
un estanque encenagado por las hojas muertas. El recinto está tan bien protegido
por sus altos muros y el ruedo de árboles, que una mimosa ha consentido en instalarse
en él, seducida por la sal y el zumbido de las abejas. Vista de aquí, con su ancho
tejado que se inclina para abrigar la torrecilla, la casa cuya fachada es quizá
demasiado grave me parece más dulce y más familiar.
Este
doble carácter de vieja barraca conmovedora y de mansión señorial vuelve a encontrarse
en la disposición de sus dependencias. Raras son las habitaciones de acceso directo.
Algunas se abren sobre la escalera de caracol, otras en corredores sombríos, limitados
por las paredes de inmensas salas. Este loteo, practicado con tanto acierto como
en los terrenos suburbanos, ha cortado en dos una gran chimenea o un ajimez cuyo
arquibanco ha sido sacrificado. Es justo añadir que las paredes de abeto están cubiertas
de falsos tapices a los que indefinidas hileras paralelas de leones rampantes dan
cierta atmósfera heráldica.
Los
cuartos serían tristes si el paisaje que desde ellos se contempla no fuera una fuente
siempre renovada de satisfacción y de paz. Una avenida majestuosa, concebida para
el regreso de las partidas de caza sobre la blanda alfombra del otoño, donde ya
no se aventuran las calesas, sube desde la hondonada donde se recata la casa solariega,
y su larga procesión hacia la campiña a menudo brumosa lleva el espíritu a esas
colinas boscosas al pie de las cuales se presiente el mar. Esta avenida casi regia,
desproporcionada a la casa adonde conduce, dispone las hileras de sus hayas en una
espaciosa nave central y en dos naves laterales que forman una masa frondosa y compacta,
a la que se ordena todo el paisaje circundante. A cien pasos de la reja embiste
bruscamente el muro cubierto de musgo, que a través de un pórtico ruinoso solo deja
pasar la alameda central; y esta cruza sobre un terraplén lo que antaño fue un estanque.
Lo divide esa elevación del terreno en dos saetines, entre los que trabajaba un
molino: el molino es ahora la casa del cuidador, y el estanque una pradera. Olvidaba
la exquisita capilla cubierta de un tejado tan bajo que de a trechos lo roza la
hierba, y al que el único vitral levanta sin ceremonias para mirar curiosamente
a las visitas.
Ese
nuevo mundo, con sus archipiélagos y sus colonias, fue apenas un bocado para nuestra
fugitiva. Ya al día siguiente de su llegada, en un abrir y cerrar de ojos y en dos
o tres excursiones vertiginosas, había explorado el dominio a su manera. Comprendí
en seguida que, contrariamente a lo que yo imaginaba de una visión infantil (en
la que me parecían preponderantes ciertos detalles que nosotros no habríamos advertido),
era el conjunto lo que poseía para ella una fisonomía y sin duda un olor especial;
y el afectuoso conocimiento que en nuestros mejores momentos tenemos de una casa,
de un paisaje, debía ser, si no me engaño, su manera habitual de percibir.
Lo
cierto es que, una vez libre, cuando hubo adoptado el perro del molino, el bebé
de la cuidadora y una coneja con una graciosa mancha en la nariz, debí ejercitar
una tenacidad poco común para persistir en el interrogatorio que me había parecido
hábil postergar hasta que descansara esa primera noche. Aun así, mis preguntas más
premeditadas solo obtuvieron resultados irrisorios.
Debí
recurrir a la Grande Yvonne, cuyo empirismo apenas consiguió algunas ventajas secundarias.
Concluimos que la niña debía ser huérfana, no porque esto respondiera a nuestros
secretos deseos, sino porque cuando tratábamos de interrogarla sobre su madre, su
mirada se clavaba a lo lejos, y esa palabra no despertaba en ella ninguno de los
sentimientos violentos que habíamos temido. A juzgar por vagos indicios, nos pareció
que pertenecía a una familia acomodada, pero su país, por mucho que insistiéramos,
era imposible de identificar, y se reducía a un palomar suficientemente reconocible
por su rumor de alas y a un camino interminable cuyo valladar estaba poblado de
cantos.
Apenas
habíamos extraído de sus descripciones un dato utilizable cuando lo enredaba todo
de nuevo mezclando elementos visiblemente imaginarios, o bien, no teniendo ojos
más que para el presente, añadía: “Este es mi país”, y llevaba la confusión a su
colmo. Su equipaje no pudo suministrarnos indicios más coherentes: un perro de lana
negra al que le faltaba un ojo y al que todas las noches había que acostar a su
lado era, con un chaleco descosido, lo que en él había de más explícito. La funda
no traía inicial. En aquel revoltijo reconocí también una budinera aplastada, un
carretel vacío, los restos de un ajuar, cintas, hilo de seda rosa y una gruesa aguja
de zurcir.
Después
de darle mil vueltas al asunto, decidí publicar un anuncio donde no sin repugnancia
y contra la formal opinión del “Concejo” incluí su fotografía. Presté mi declaración
ante los gendarmes y el secretario de la Alcaldía, quienes me escucharon con el
más vivo interés. El secretario, antiguo patrón de barca, enternecido y deseoso
de complacerme, tomó el asunto tan a pecho y desplegó tanto celo que bien pronto
evité encontrarlo, cansado de enterarme diariamente de sus nuevos descubrimientos
y de oírle decir que seguía una buena pista. Al mismo tiempo consulté a mi abogado
en vista de una posible adopción.
Bien
pronto fue necesario aceptar la evidencia: la gramática y la aritmética le disgustaban
tanto como la atraían los quehaceres domésticos y la cocina. No porque fuese poco
dotada, sino porque sin duda su herencia la inclinaba más a los trabajos manuales
que al estudio, contradiciendo una distinción natural en sus modales y manera de
expresarse, que me había asombrado desde el primer momento. Me prestó un poco más
de atención en botánica y geografía, en lo que yo mismo estaba muy flojo y reducido
a los manuales. Su obediencia era ejemplar, mas resultaba tan evidente que se aburría,
y se embrollaba de tan buena fe en la terminología más elemental, que después de
haber perseverado honestamente un mes, variado mis métodos, amenizado la clase con
sesiones de prestidigitación y gritos de animales –cosas todas estas por las que
revelaba pronunciada afición–, debí inclinarme ante el cepillo y la gamuza. Pero
si bien los quehaceres domésticos y las labores de aguja ejercían sobre ella tal
seducción (lo que llenaba de orgullo el corazón de Madame Grande Yvonne), no por
eso dejaba de ser el juego su verdadero elemento, y el vaciado de un flan o de una
tarta no podía alejarla por mucho tiempo de un partido de croquet.
Como
yo vacilaba en darle por amigos a los ganapanes de la aldea, brutales y mentirosos,
de suerte que los compañeros de su edad quedaban reducidos al chico del molino y
al viejo podenco, sacaba de su propia cosecha los figurantes y el decorado de una
comedia inagotable. La vida familiar y social: comidas, viajes, visitas, constituía
el tema de una especie de ballet con transformaciones parecidas a las de un sueño,
donde un poco de barro resultaba una torta de chocolate y una hoja de acebo un escalope;
donde ella misma interpretaba los personajes más diversos: un guarda de tranvía,
sugerido por una hilera de sillas; el salvaje emplumado y armado hasta los dientes,
cuya vida primitiva transcurría bajo una alfombra sostenida por un palo de escoba;
el ama de casa afligida por una criada insoportable, y esa misma criada charlando
con el almacenero.
Pero
me equivocaría si dijera que esta pasión del juego era una pasión exclusiva, pues
la Grande Yvonne, muy piadosa ella misma, me hizo notar desde los primeros días
la inclinación que nuestra protegida mostraba por la plegaria. En efecto, ponía
en ella la misma avidez, la misma energía infatigable que en sus pantomimas y brincos.
La capilla la había fascinado inmediatamente. Desde la muerte del capellán, yo no
tenía autorización para conservar la hostia y rara vez se cantaba allí la misa.
Pero tocábamos el Ángelus y los granjeros vecinos se reunían para la oración de
la tarde. Clara –es tarde para decir que se llamaba así, y sin embargo ese nombre
no debía significar para mí, al cabo de tantos años, otra cosa que luz y paz–; Clara,
apenas arrodillada, se sumía en un recogimiento tan profundo que la plegaria de
los mayores, torpe o distraída, me asombraba de pronto como el aturdimiento de un
ciego.
A
menudo, cuando la creíamos en el molino o paseando con el podenco, la sorprendíamos
en una de esas conversaciones silenciosas que me parecían excesivamente graves para
su edad, y de buena gana habría compartido yo el ingenuo temor, abrigado por Madame
Grande Yvonne, de que los niños demasiado piadosos no estuviesen destinados al cielo.
Sin embargo, una autoridad no menos considerable era de opinión diferente: el cura
de la aldea, hombre excéntrico pero bueno, había empezado a dar clases particulares
a Clara, abreviándole la enseñanza del catecismo con el fin de que ese mismo año
pudiera tomar la primera comunión. Y cuando yo mismo iba a buscarla al presbiterio,
los días en que mi trabajo no adelantaba, en que tenía necesidad de refrescar mis
ideas, hablábamos de ese fervor que me parecía revelar una perturbadora discordancia
en un carácter tan exuberante.
Pero
el anciano sacerdote, que durante mucho tiempo frecuentara la infancia más desheredada
de las ciudades, había observado a menudo las mismas tendencias profundas, y pensaba
que lo sobrenatural era la atmósfera ordinaria de esas almas que aún no han atesorado
su amor ni su tiempo.
–Porque
la divisa de los hombres de negocios –me decía– trasciende en mucho su pensamiento:
el oro es literalmente el pasado mezquino, el porvenir frío y temeroso. Nada obliga
tanto a la Providencia como el espíritu de abandono, resorte de esas vidas nuevas
y pródigas, y si el ángel que las asiste ve en el cielo la faz de Dios, ellas, en
este mundo, ven a menudo ese ángel que las custodia.
Se
mostraba encantado de una réplica de Clara, sobre la que volvía a menudo. Para ilustrar
una lección sobre los ángeles y mostrar que están siempre a nuestro lado en las
circunstancias peligrosas, refería la aventura de un chiquillo que a pesar de hallarse
sobre la acera estuvo a punto de ser aplastado por un acoplado sin gobierno. El
vehículo, cargado de hierro, rozó al chico y, al parecer, le arrancó su cartera
de colegial. A lo que Clara repuso:
–Entonces
habrá sido el ángel guardián quien sufrió el revolcón.
El
buen sacerdote, echándose a reír, no distó mucho de hallar una confirmación de sus
puntos de vista allí donde yo, conociendo a la maliciosa chiquilla, sospechaba que
se trataba de otra cosa enteramente distinta.
De
esta malicia que a veces lindaba con el descaro, yo mismo he conservado punzantes
recuerdos, y a medida que el alivio de mi pena me permite evocarlos con mayor serenidad,
más me asombra su profunda lección.
Alarmado
por el vacío que se producía en mi huerto y que comprometía la cosecha, en vez de
reprender a la culpable, intenté neciamente vincular ese pecadillo a los grandes
principios e hice de ello ocasión para un sermón en tres puntos digno del vicario
de Wakefield. Admití, como buen horticultor, que mis productos eran particularmente
sabrosos, y la tentación muy comprensible, pero añadí que era preciso saber privarse
de lo más agradable, no en previsión de las conservas de frutas que se preparan
para el invierno –cosa que ese año sería imposible– sino por amor del buen Dios.
Escuchó mi filípica sin decir palabra, con una compunción que me pareció poco auténtica.
Luego no pensé más en el asunto.
Poco
después debíamos festejar el día de Santa Clara. La Grande Yvonne había empezado,
con mucha anticipación, a encerrarse con su ayudante de cocina, preparando sus recetas.
Yo había ocultado cuidadosamente, para ofrecerlo a Clara la noche de la fiesta,
un horno magnífico, algo más que un juguete, en el que se podía preparar una verdadera
comida, provisto de una chimenea acodada con su correspondiente mariposa y de un
reluciente escalfador, amén de los atizadores y un surtido de sartenes. Reconozco
que en estas ocasiones la gobernanta y yo hacíamos gala de una gran emulación y
acaso –quién sabe– un poco de celos. Y, cosa bastante divertida, manteníamos el
uno respecto del otro, y ambos ante la niña, idéntico secreto.
Asistí
pues, pensando que ya llegaría mi turno, al triunfo de mi rival y aplaudí los pichones
rellenos, las tartaletas de fresas silvestres, el monumental Diplomático. Clara
comió hasta hartarse, como si la hubiéramos tenido ayunando ocho días. Debí rechazar
la mezquina e inoportuna idea de que mis consejos de mortificación no habían obtenido
el resultado deseable. Madame Grande Yvonne, abrazada, halagada, ostentaba una alegría
poco discreta, y aunque parezca cómico, yo tenía prisa por que llegara la noche.
Ahora
bien, ante el magnífico regalo que, según advertí, impresionaba a la concurrencia,
Clara permaneció perfectamente insensible: No sabía dónde poner un juguete tan pesado.
Además, era un objeto inútil, ya que ella solía acercarse a la gran cocina de la
casa e inclusive estaba autorizada a vigilar la sopa que hervía en el fogón, lo
que era mucho más peligroso. Llegó a pretender que su muñeca preferida se quemaría
al tocar el hornillo, o se rasgaría el vestido con los mangos de las sartenes. Yo
no me atrevía a mirar a Madame Grande Yvonne. Pero cuando llegó la noche, al besarla
antes de dormirse, interrogué a la pequeña Clara. Ella me escrutó con insolencia
apenas disimulada, y repitiendo textualmente el sermón que yo temía no hubiese ejercido
en ella el menor efecto, me aseguró que por amor a mí se había privado de aquello
que le resultaba más agradable. Y dicho esto cayó sumida en profundo sueño, y tuve
que aguardar hasta el día siguiente, después de una noche de humillantes reflexiones,
para retractarme honorablemente y acabar con esa querella inútil.
Naturalmente,
el argumento de una chiquilla, por extravagante que fuese, no podía poner en tela
de juicio, contra el sentimiento unánime de la Tradición, el valor de la ascesis.
Pero me fue más fácil pensar que existieran ciertas almas superiores, almas de santos
o de niños, para quienes los dones de Dios excluyen toda segunda intención, para
quienes el Valde bonum de la Creación, lejos de ser un comunicado oficial
o un slogan electoral, fuese una realidad comestible.
En
conjunto, sin embargo, la educación moral de mi pupila me proporcionaba menos sinsabores
que la esfera de los conocimientos prácticos. Sin excesiva amargura delegué en el
ama de llaves la enseñanza doméstica, pero cuando nos paseábamos los tres por el
bosque, yo envidiaba sus disertaciones sobre el pico verde o el cucú, la hormiga
león, la culebra y la comadreja, evidentemente plenas de leyenda y falsarias de
la realidad, pero que Clara, es preciso reconocerlo, escuchaba sin fatigarse. Infinitamente
curiosa de los animales, así como de los nombres familiares de las flores, que recogía
en grandes ramilletes campestres, lo era aún más de los trabajos y las vidas de
los campesinos. Y como era la época de la trilla, la Grande Yvonne la llevaba a
dar grandes caminatas, a las que no me invitaban por temor de perturbar ese misterioso
trabajo, al que rodeaba la atmósfera de espanto del sacerdocio antiguo. Al regreso,
yo sabía qué eras habían visitado, en qué granjas habían bebido leche cuajada y
saboreado hojuelas. El viento nos traía de los cuatro puntos del horizonte un zumbido
de trilladoras, y siempre quedaba una, un poco más lejos, que no habían visitado,
de suerte que Clara solo me dedicaba los días de lluvia.
Entonces,
en los ratos que le dejaban libres sus quehaceres en la cochera, en la cocina o
en la capilla, la enseñanza de las artes que no me eran disputadas tendría, en justicia,
que haberme resarcido de mis afrentas en otros dominios. Y en efecto, durante mucho
tiempo creí que esa satisfacción me sería acordada. Infortunadamente, la pequeña
Clara tenía el peor gusto imaginable. Lo ridículo, inclusive lo absurdo, la atraían
invenciblemente. El quiosco chino, con sus vidrios de colores y su complicado techo,
era su ideal en arquitectura, y poco a poco había atestado su cuarto de todos los
bibelots que yo había proscrito del salón y relegado a las bohardillas, de donde
desenterraba con infalible instinto los más atroces: un pozo de porcelana que se
podía llenar de agua y cuyo mecanismo funcionaba aún, un barómetro con muñecos que
trajo mi tía de unas vacaciones alpinas, una celda de carmelita cuyas paredes de
vidrio dejaban ver hasta las pantuflas y el misal; más aún, bajo enormes globos
de cristal, una multitud de caracolas, una colección de cruces, un arbusto petrificado.
Me
esforcé por corregir ese gusto vulgar. Tengo algunos buenos cuadros que en aquella
época, es cierto, palidecían junto a inmensos mazacotes –el lado flaco de mi herencia–
que no me atrevía a quitarme de encima antes de la desaparición total de mi parentela.
Pero a mi Rouault y mi Cézanne, a pesar de todos mis esfuerzos por disuadirla, mi
discípula prefería las abominables copias de Murillo y de Zurbarán que nos había
impuesto la ascendencia española de mi tía. En mis álbumes, el único. que gozaba
de su buena opinión era Louis Lenain, por la figura del niño que disimula tras una
chimenea o en la abertura de una puerta. Tímido, aunque curioso del mundo de los
mayores abrumados por las preocupaciones, ese personaje ínfimo y por añadidura inútil
agradaba a Clara en virtud de no sé qué secreta afinidad. En suma, solo admitía
la pintura en la medida en que pudiese reconocer fácilmente el tema, y su repulsión
por la Inmaculada Concepción que sirve de retablo al altar (repulsión tanto más
sorprendente para mí cuanto que nada diferenciaba ese cuadro de los horrores del
salón) se debía, según ella, a que la santa Virgen era irreconocible.
Nuestra
música, que siempre he considerado nuestra actividad más elevada y diferente de
la de Virtudes y Serafines solo en esto: en que nos vemos obligados a volver las
páginas, nuestra música le era igualmente extraña. Mal pianista, no podía yo aspirar
a develarle sus arcanos. Solo toco para mí, y siempre que una especie de necesidad
me impulse a revivir aquellas entre mis obras predilectas que están por azar al
alcance de mi mano. Esto no impidió que me sintiera profundamente lastimado cuando
al concluir aquella Alemanda de Mozart que me había costado varias semanas
de estudio, o tal exquisita melodía que preludia una Suite de Bach y que
me parecía cargada de cosas inefables, la veía defraudada, como si le hubiese ofrecido,
para engañarla, el papel cuidadosamente plegado de un bombón o la cáscara vacía
de una naranja. Pero cesé de atribuir esa indiferencia a la mala calidad de mi ejecución
cuando después de comprar un gramófono le hice escuchar a Horowitz y a Gieseking.
Porque la frase o la cadencia perturbadoras a las que mi vida me parece tan ligada
que sigo con angustia la curva que las lleva a resolverse, cuando quería comprobar
si la habían conmovido, me valían una mirada de profunda conmiseración.
Felizmente,
pasábamos el anochecer sentados en un banco de piedra delante de la casa y Madame
GrandeYvonne respetaba nuestro coloquio. Mirando las estrellas, que son un frágil
vínculo entre la tierra y el cielo, rivalizábamos en desentrañar las formas más
diversas en las nubes ya vacilantes, en los árboles, sobre todo en los abetos, donde
esas formas se prodigan. Y mis ocasionales hallazgos atenuaban quizá el desfavorable
juicio que se formaba Clara de mis dones.
A
medida que se modificaban, una a una, mis ideas sobre la educación de las niñas,
nos acercábamos a la fecha fijada para la primera comunión. Ella se mostraba tan
recoleta que me costaba trabajo deshacerme de las necias aprensiones que ya he mencionado,
y según esta inquietud, renovaba otra, descubría en el fondo de mis menores alegrías
el temor, a decir verdad nunca adormecido, de que la pequeña Clara me fuese reclamada.
Un sentimiento de precariedad echaba a perder hasta sus muestras de ternura.
Una
noche en que la preocupación del trabajo que estaba realizando me tenía despierto
más tarde de lo habitual, creí oír un ligero roce en el descanso, contra la puerta
de mi cuarto. Sin duda había soñado, entre dormido y despierto, e iba a dormirme
definitivamente esta vez cuando un ruido de pasos, discreto pero prolongado, me
aterrorizó. Sabe Dios qué ideas atravesaron mi espíritu en aquel instante. La más
tranquilizadora era que la niña, no pudiendo conciliar el sueño e ignorando los
temores nocturnos, bajaba a la cochera para entregarse a su juego favorito. Porque
esa cochera tiene una extraña ubicación dentro de la misma casa. Es un recinto inmenso,
que se extiende a todo lo ancho del edificio, con una puerta que desemboca en el
aguilón. Desde el interior se llega a ella a través de un pasaje abovedado y de
varios peldaños, bajo la escalera de caracol. Guarda tres vehículos antiguos: una
diligencia inglesa, una jardinera y una calesa que constituían, como fácilmente
se adivina, una fuente de apasionantes aventuras, indefinidamente renovadas. Me
incorporé y salí silenciosamente. Desde el descanso que domina la hélice de piedra
vi entonces, en mitad de la escalera, iluminada de espalda por la luna que entraba
por una saetera, a Clara, sentada en camisa de dormir y con los cabellos aureolados
de luz. No muy seducido por este nuevo capricho, pensé mandarla a dormir, cuando
un cuchicheo me detuvo. Clara rezaba, velando sobre la casa y sin duda sobre mí
mismo. Me invadió un extraño sentimiento de respeto y volví a mi lecho en silencio.
Por
lo demás, el mundo invisible con que ella estaba tan familiarizada y que irrita
nuestros ojos de carne parecía desplazar sus fronteras a su arbitrio. Y aunque mis
impresiones sean tan frágiles cuanto es posible y, fríamente consideradas, el buen
sentido las rechace con violencia, debo reconocer que en algunos raros momentos
pude creer que la atmósfera de la casa estaba llena de presencias, o bien yo salía
del sueño con un soplo sobre los ojos.
Sin
embargo, las cosas seguían su curso habitual. Madame Grande Yvonne se aprestaba
a superar en mucho las hazañas de la fiesta de Santa Clara. La víspera de la solemnidad
los preparativos se multiplicaron febrilmente; los cristales y la platería brillaban
sobre el aparador; la costurera hilvanaba un pliegue, retocaba un frunce, secundada
por nuestra postulante, cuya piedad no le impedía, en absoluto, mirarse al espejo.
Nos acostamos muy tarde en la emoción del júbilo del siguiente día.
Pero
a la mañana no la encontramos. No estaba en su cama, ni orando en la escalera, ni
en el fondo del pasillo, ni en el huerto. Los granjeros salieron a buscarla, en
automóvil o en bicicleta. Yo telefoneé a las gendarmerías y puse sobre aviso a los
pescadores que habían sido sus amigos. Luego, muy rápidamente, comprendimos que
se había ido como vino y que a esa hora estaría llamando a otra reja, contestando:
“Aquí es” y llevando a otros su alegría.
Sin
convicción me dirigí a los periódicos y a las agencias, y vi nuevamente al secretario
de la Alcaldía, quien debió abandonar una pista todavía fresca para lanzarse a una
búsqueda diametralmente opuesta.
No
obstante, una cosa permanecía inconcebible para Madame Grande Yvonne y para mí:
que ella se hubiera sustraído, no a nuestras torpes atenciones, sino a ese don de
Dios al que la sentíamos tan maravillosamente predispuesta. Hasta que pocos días
más tarde cayó bajo mis ojos una frase de la Epístola a los Hebreos que me hizo
renunciar a toda búsqueda:
“No
olvidéis la hospitalidad. Al practicarla, algunos –sin saberlo– han albergado ángeles.”
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