John Galsworthy
Cuando en el verano de 1921 Hubert Marsland,
el paisajista, regresaba de pasar el día haciendo bosquejos junto al río, tuvo que
detener su coche de dos plazas a unas diez millas de Londres para una pequeña reparación;
y, mientras lo arreglaban, se alejó del taller para echar un vistazo a la casa donde
solía pasar sus vacaciones cuando era niño. Después de franquear una verja y de
dejar a su izquierda una gravera, llegó en seguida ante la casa, que se alzaba en
medio del jardín. ¡Cuánto había cambiado! Resultaba más pretenciosa y menos acogedora
que cuando sus tíos vivían allí y él jugaba al cricket en el terreno de enfrente,
que parecía haberse convertido en un campo de golf. Era tarde… hora de cenar, y,
como no vio a ningún jugador, se adentró en el campo y empezó a reconocer sus rincones.
Allí debía de haber estado la vieja caseta. Y un poco más lejos, aún cubierto de
césped, el lugar donde había bateado tan bien la pelota y, después de marcar trece
puntos, había terminado su turno, el último del equipo, sin ser eliminado. Hacía
treinta y nueve años, el día que cumplía dieciséis. ¡Con qué claridad recordaba
sus nuevas espinilleras! A. P. Lucas había jugado contra ellos y sólo había marcado
treinta y dos; en aquellos días todos copiaban su estilo: el pie delante del bate,
un poco hacia fuera, con elegancia; algo que ya no se veía, afortunadamente… ¡puede
uno sacrificar tanto en aras del estilo! Ahora, sin embargo, se tendía a lo contrario;
el estilo era quizá algo totalmente pasado de moda…
Retrocedió hacia el
sol y se sentó en la hierba. ¡Qué paz! ¡Cuánta quietud! La neblina que cubría las
lejanas colinas resultaba visible entre la antigua casa de su tío y la vivienda
vecina. Y en el lado opuesto estaba el grupo de olmos, tras los que se pondría el
sol como en los viejos tiempos. Hundió la palma de las manos en el césped. Un verano
maravilloso… muy parecido a aquel otro verano de su adolescencia. Y la calidez de
la hierba, o tal vez del pasado, se apoderó de su corazón y sintió cómo le invadía
la nostalgia. Debía de haberse sentado en aquel mismo lugar después de su turno
de lanzamiento, junto a los pies de la señora Monteith, que asomaban por debajo
de un vestido de volantes. ¡Dios mío! ¡Qué necios eran los jóvenes! Y ¡cuán precipitados
e imprudentes sus afectos! Un poco de dulzura en una voz o en una mirada, una sonrisa,
un pequeño roce o dos, ¡y ya eran esclavos! Necios, pero también generosos. Y, detrás
de la silla de la señora Monteith, podía ver con claridad al capitán MacKay, ese
otro ídolo, con su rostro de color marfil oscuro (exactamente igual que aquel colmillo
de elefante de su tío, que con el tiempo se había vuelto tan amarillo), su soberbio
bigote negro, su corbata blanca, traje de cuadros, clavel en la solapa, polainas
cortas, bastón de Malaca… ¡todo tan fascinante! La señora Monteith, “la separada”,
¡así la llamaban! Recordaba el modo en que la gente la miraba, el tono de sus voces.
¡Y era tan hermosa! Se había enamorado de ella a primera vista… de su perfume, de
su voz, de su elegancia. Y aquel día en el río, cuando ella le hizo tanto caso,
y el capitán MacKay estuvo tan pendiente de Evelyn Curtiss que todos pensaron que
iba a declararse. ¡Qué época tan extraña! Entonces empleaban la palabra “cortejar”,
y vestían faldas amplias y corsés muy altos; y él llevaba un cinturón elástico de
color azul alrededor de su cintura de franela blanca. Y aquella noche su tía le
había dicho, con una sonrisa maliciosa: “¡Buenas noches, tontuelo!”. Y la verdad
es que lo era, con aquella flor que la señora Monteith había dejado caer al suelo
entre su mejilla y la almohada. ¡Qué locura! Y el domingo siguiente… deseando ir
a la iglesia… cepillando con fervor su sombrero de copa; había pasado todo el servicio
espiando su pálido perfil, dos bancos delante de él, a la izquierda, entre su tío
Hallgrave, un anciano con barba de chivo, y su gorda y sonrosada tía de pelo blanco;
ideando cómo acercarse a ella cuando saliera, indeciso, acechante, sin conseguir
más que una sonrisa y el frufrú de sus volantes. ¡Ay! ¡El menor detalle significaba
tanto en aquella época! Y su último día de vacaciones… la noche en que por primera
vez entrevió la realidad. ¿Quién dijo que la era victoriana estuvo llena de inocencia?
Marsland se llevó la
mano a la mejilla. ¡No, el relente todavía no se notaba! Y, de igual modo que un
hombre remueve y sacude el heno para airearlo, sintió que algo se removía en su
interior y sacudía los recuerdos de otras mujeres; pero nada despertaba en él un
sentimiento parecido a aquella primera experiencia.
¡El baile de su tía!
Su primer chaleco blanco, comprado ad hoc en la sastrería local; la corbata
con la que trataba de emular a su héroe, el capitán MacKay. Se acordaba tan bien
de todos los detalles en medio de aquella paz: la expectación, el tímido y discreto
nerviosismo, la petición de un baile con voz entrecortada, el nombre de la señora
Monteith escrito dos veces en su pequeña libreta de bordes dorados con el diminuto
lápiz blanco con borlas; la lentitud con que ella movía el abanico, su sonrisa…
Y el primer baile; su infinito cuidado para no pisar las puntas de sus zapatos de
satén blanco; la emoción cuando el brazo de ella apretaba el suyo en medio del tumulto…
Qué grande su embeleso, especialmente en la primera parte de la velada, cuando todavía
le quedaba otro baile. ¡Si hubiera podido hacerla girar en ambos sentidos, como
su héroe el capitán MacKay! Su exaltación fue en aumento al acercarse el segundo
baile, lo que le hizo despedirse bruscamente de su pareja. Recordaba con claridad
el frescor del aire y el aroma de la hierba en la oscura terraza, el zumbido de
los abejorros, la asombrosa altura de los álamos a la luz de las estrellas… y el
cuidadoso arreglo de su corbata y chaleco, la vigilante limpieza del sudor de su
rostro. Un respiro hondo, y entrar en la casa a buscarla. El salón de baile, el
comedor, las escaleras, la biblioteca, la sala de billar, y todo en vano… Los músicos
seguían tocando el vals Estudiantina, y él vagando por las habitaciones con
su chaleco blanco, como un joven fantasma. ¡Ah, el invernadero! ¡Cómo corrió hacia
allí! Y luego aquel instante del que seguía guardando, incluso ahora, una impresión
borrosa, muy confusa. El sonido de voces ahogadas entre las flores: “La he visto”,
“¿Quién era el hombre?”. La visión momentánea de un rostro de color marfil, de un
bigote negro. Y entonces la voz de ella: “¡Hubert!”; y una mano febril cogiendo
la suya, acercándolo a ella; su perfume, su sonrisa forzada. Cuchicheos detrás de
las flores, aquella gente espiando; y, súbitamente, los labios de ella en su mejilla,
el beso resonando en sus oídos, su voz exclamando con dulzura: “¡Hubert, querido
muchacho!”. Los susurros disminuyeron, cesaron. ¡Qué minuto tan largo y silencioso
entre los helechos y las flores, en aquella penumbra, con el semblante de ella junto
al suyo… pálido, inquieto, antes de ser conducido nuevamente a la luz, comprendiendo
poco a poco que ella lo había utilizado. Un muchacho… demasiado joven para ser su
amante, ¡pero no para salvar su reputación y la del capitán MacKay! El beso de ella…
el último de muchos… pero no en sus labios, en sus mejillas. ¡Qué duro había sido
darse cuenta del engaño! Besar a un muchacho… sin importancia… un muchacho que,
al día siguiente, volvería al colegio, ¡para que él y ella pudieran reanudar su
relación libres de sospecha!
Después de ver su amor
cubierto de fango, ¿cómo se había comportado el resto de la velada? Apenas lo recordaba.
¡Traicionado con un beso! ¡Dos ídolos caídos! ¿Acaso se preocuparon ellos de lo
que él sentía? En absoluto. ¡Su única inquietud fue servirse de él para ocultar
sus relaciones! Sin embargo, no sé por qué motivo… él nunca había dado a entender
a la señora Monteith que lo sabía. Sólo cuando terminaron de bailar y alguien vino
en busca de ella, huyó a su pequeño dormitorio, se arrancó los guantes, el chaleco;
luego se tendió en la cama y le asaltaron amargos pensamientos. ¡Le había llamado
muchacho! Y siguió allí, con el runrún de la música en sus oídos, hasta que finalmente
se fue desvaneciendo, los carruajes se marcharon y la noche quedó en silencio.
Poniéndose en cuclillas
sobre la hierba, todavía tibia y seca, Marsland se frotó las rodillas. ¡Nada tan
generoso como un muchacho! Con una pequeña sonrisa, se acordó de su tía al día siguiente,
y de la mezcla de ironía y de inquietud con que ésta le había dicho: “No está bien,
querido, sentarse en rincones oscuros y… bueno, es posible que la culpa no fuera
tuya, pero, a pesar de todo, no está bien… no está nada…”. Y cómo se había detenido
de pronto, contemplando el rostro de su sobrino, mientras los labios de éste anunciaban
su primera risa sarcástica. Su tía jamás le había perdonado aquella reacción. ¿Le
habría creído un joven y cínico Lotario? Y Marsland pensó: “¡Vivir para ver!”. ¿Qué
habría sido de los dos? ¡La era victoriana! Sabían cubrirse las espaldas, pero hablar
de inocencia! ¡Habrase visto!
¡Ah! El sol estaba a
punto de ocultarse y se sentía el relente. Hubert se levantó, frotándose las rodillas
para quitarse el entumecimiento. Más allá, en el bosque, las palomas zureaban. Una
ventana de la antigua casa de su tío brillaba como una joya entre los álamos, bajo
los últimos rayos de sol. ¡Ah! ¡Aquel insignificante asunto de otro tiempo!
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