Rosa Chacel
No diré el nombre ni la
situación geográfica de la ciudad donde viví esta aventura: diré solamente que
había ido a ella por amor. Pero no se entienda que fue alguna vicisitud amorosa
lo que me llevó hasta allí. No: yo había ido a aquella ciudad por amor a ella.
Si
enumerase aquí los datos que le habían hecho alcanzar tanto prestigio en mi
imaginación, podría parecer mi inclinación hacia aquella ciudad cosa perversa o
insana, pues, en realidad, lo que me atraía era su renombre de lugar de
perdición. Y es el caso que entre los secretos designios que durante tanto
tiempo estuve abrigando, no figuraba el de arrojarme en su torbellino para
dejarme perder, ni tampoco el de pasar inconmovible por entre sus tentaciones.
Era otra cosa lo que deseaba: quería ver, únicamente, contemplar algo que sabía
que había de darse allí. Yo había intuido, no sé por qué, que entre sus arenas
y escorias encontraría de pronto un residuo brillante, estaba seguro de que la
floresta de pecado que la cubría podría ser de algún modo decantada; yo sabía
que los vapores, los líquenes y salitres del mal, por su misma acumulación,
llegarían a adquirir en ella una dureza pétrea, llegarían a cristalizar,
dejando paso a la luz a través del propio ser de su impureza. Quería, en fin,
descubrir su virtud, quería, no redimirla del pecado, sino encontrar en ella la
redención del pecado mismo.
Muchas
veces, en otros países, había cantado sus canciones, creyendo que al oír en mi
propia voz su acento, brotaría ante mí la revelación, único espejismo que no es
falaz. Pero el eco de mi voz era demasiado el eco de mi voz. Quiero decir que
como respuesta solo obtenía la onda apasionada que mi voz había emitido, y, sin
embargo, mi voz había seguido fielmente una melodía y un ritmo dados. Había
copiado, leído un misterio que provenía de allí. En fin: era preciso ir a ver,
y fui.
Nada
más llegar, comprobé que el trazado de sus avenidas, su clima, su luz, eran tal
como yo los había imaginado. Es posible que haya quien sostenga que posee como
otras ciudades monumentos y edificios públicos, que en su recinto hay casas con
habitaciones donde se extiende un mantel blanco al mediodía, y que sobre todas
estas cosas se arroja el sol, iracundo: yo todo eso lo ignoro. Yo la encontré
como la esperaba, yo no vi más que la noche de sus recovas, y pude leer en ella
palabras terribles e incomprensibles, escritas con letras luminosas, por las
que circulaba el gas ígneo, vibrando de impaciencia. Yo me abandoné a sus
puertas giratorias, cuyas hojas pasan inapelablemente y empujan y dejan del
otro lado. Pasé por todas, y una vez dentro mi mente se dilató pasiva,
superficial y tersa como un espejo, donde las maravillas elementales iban
reflejándose, mirándose más bien, porque yo no necesitaba mirarlas: todas me
eran conocidas, y cuanto más conocidas, más maravillosas las encontraba, pues
solo el que ha visto más de cien veces el doble fondo de las maravillas, el que
ha osado entrar en sus cavernas, el que se ha aventurado por sus gargantas, el
que se ha dejado arrastrar, precipitar o sacudir por sus máquinas, siempre con
éxito, esto es, con emoción, solo ese posee el verdadero conocimiento: el que
hace que el saber cómo son y en qué consisten no merme en nada la dimensión de
su misterio. Poseyendo este conocimiento, la inteligencia y la razón, enteramente
sumisas a la fe, quedan deslumbradas por el iris de la magia, que es la más
ardiente reverberación de la esperanza.
Pero
en fin, no hay por qué hablar de mis conocimientos. ¿Podría la idiosincrasia de
un hombre servir de pretexto a un prodigio? Describiré someramente, algo de lo
que vi al principio, antes de llegar a la ofuscación.
No
estaba excluido de allí el lado más pueril del goce, como es la calesita con
música de esquilas, con flecos de cristal sobre las grupas de los caballos
blancos; se podía girar en ella indefinidamente y nada más. Luego había también
casetas de tiro al blanco con escopetas que disparaban proyectiles de luz. El
blanco donde se apuntaba era un espejo que tenía el poder de absorber a través
de la oscuridad de la noche la imagen de las aves que pasaban por el cielo.
Había que apuntar bien y esperar que pasase un pájaro, y solo pasaban pájaros
nocturnos que caían irremediablemente si recibían el impacto de aquella luz
mortífera. Pero caían lejos y caían en el agua porque la ciudad estaba situada
en la costa de un río. Entonces, del puerto mismo, descendiendo por unos
rieles, partía una barquilla en la que podía uno meterse con tres o cuatro
perros mecánicos insumergibles que había que poner a flotar y que derivaban por
la corriente difundiendo en el aire ladridos monótonos de duración limitada.
Casi
nunca se llevaba a efecto la búsqueda del pájaro caído, porque otras mil
peripecias desviaban el curso de la barquilla, que se perdía a veces en el
laberinto de un delta, cuyas emanaciones hacían olvidar todo propósito
anterior. El olor de los limos se levantaba en olas densas, desprendiéndose de
las ondas oleosas del agua, que curvaban insistentemente los juncales y
arrastraban pesadas plantas flotantes. Como un beleño irresistible, el cieno,
quintaesenciado, hacía brotar visiones semejantes a las de la embriaguez, y
entre las matas, húmedas por haber estado sepultadas bajo las ondas, se veían
cabañas iluminadas y habitadas por seres que contrastaban con los rústicos
techos de paja y con lo ilógico de su situación, porque eran hombres y mujeres
del siglo, correctamente, refinadamente, exquisitamente vestidos. Salían y
entraban, paseaban enlazados, bailaban al ritmo de una música que sonaba dentro
de las cabañas y a veces desaparecían entre las matas iluminadas a trechos por
luces verdes o de color grosella que dejaban, entre unas y otras, zonas de
profunda sombra donde las parejas blancas –hombres admirables, mujeres
fulgurantes de joyas– se abandonaban sobre lechos de césped o de oscuridad.
Al
avanzar la barquilla, el agua que desplazaba invadía aquel mundo y lo cubría
totalmente, pero cuando retrocedía la onda, aparecía de nuevo sin que se
hubiese apagado ni la música, ni las luces, ni el clima de los abrazos.
Pero
el que iba en la barquilla no podía nunca entrar allí, no podía saltar ni
echarse al agua: si lo hacía, dejaba de verlo todo, revolvía el cieno y la
visión se enturbiaba. Aquello solo se podía ver desde arriba, en una palabra,
desde un mundo distinto.
Con
lo dicho basta para dar a entender que todo era como yo lo había soñado. No
descubriré los vanos o puntos muertos que tuve que atravesar a veces para ir de
un lado a otro. En algún momento desfallecí y creí que no tenía sentido
continuar, pero no pude detenerme, seguí llevado por la inercia. En algún otro
instante creí que iba a alcanzar la cúspide desde donde se abarca la visión
cegadora, pero el instante pasó sin llegar a culminar en nada. De pronto me
sentí confundido entre los demás, atropellado, llevado por una multitud que se
precipitaba con torpeza por un callejón de tablas, apelotonándose en la
estrechez de aquel reducto con movimientos propios de otras especies
zoológicas. Acaso montándose los unos sobre los lomos de los otros… quién sabe
si yo mismo, solo recuerdo los choques de aquel tropel, como un lenguaje
desusado, pero no incomprensible, puesto que me persuadía, me transformaba, me
adaptaba a una ansiedad irracional apenas iluminada por la preconcebida
ilusión.
Al
fin, aquella multitud se desparramó buscando asiento en unos bancos inseguros,
y yo entre ella logré alcanzar uno de las primeras filas, cerca del tablado.
Estábamos dentro de un barracón oscuro; la lona del techo quedaba sostenida por
dos mástiles plantados en medio, y las vertientes que formaba, desde el centro
hasta las paredes, eran curvas, abombadas, como si soportaran un peso: la noche
reposaba blandamente extensa sobre ellas.
En
el tablado había unas formas cúbicas que en la penumbra del recinto era difícil
precisar. Por entre las cortinas del fondo salió una muchacha abrochándose una
bata de enfermera y empezó a hablar al público. Preguntó primero si había
alguien que quisiera consultar algo. Tuvo que repetir la pregunta varias veces.
Al fin, dos o tres personas se removieron en los bancos y la muchacha les dijo
que se acercaran. Les hicieron hueco en la primera fila. Tenían que meditar
bien lo que fuesen a preguntar, porque la respuesta sería únicamente sí o no.
Además, ese sí y ese no serían imperceptibles para el oído, pues la sibila no
podía emitir sonido alguno: la respuesta tenía que ser formulada únicamente con
el movimiento de los labios.
Al
llegar a ese punto de su explicación, la joven oprimió un conmutador eléctrico,
y un foco pálido, como de luz lunar, cayó sobre el tablado; entonces se pudo
ver que la forma cuadrangular que había en medio era una especie de armario
esmaltado de blanco, con las esquinas redondeadas, asegurada la puerta con
profusión de llaves metálicas y que de los costados partía una red de cables
que llegaban a otros armarios. En ellos, a su vez, llaves, esferas con agujas
movedizas, conmutadores.
La
joven reanudó su explicación: dijo que la sibila se había prestado
voluntariamente a aquella prueba. El sabio que había llevado a cabo el
experimento había sucumbido, víctima de las fuerzas mortíferas con que había
vivificado la cabeza de la sibila, habiendo logrado hacer de ella el cerebro
perenne. ¿Cómo había concebido este sabio tan grandioso propósito? Muy
sencillamente… Esta frase también la repitió la muchacha dos o tres veces,
paseándose de un lado a otro del tablado. Se dirigía al público de la derecha y
al de la izquierda, y decía: “Muy sencillamente… Muy sencillamente…” Su voz era
maquinal, mercenaria, y esto mismo demostraba que el prodigio que íbamos a ver
allí era igual que los que se ven en cualquier otra ciudad, en cualquier otra
barraca; todo era completamente igual, sin más que una única diferencia: la de
que aquí el prodigio era verdadero.
El
sabio había concebido el propósito… Mientras hablaba, la muchacha oprimió el
segundo conmutador y la puerta del armario empezó a abrirse lentamente; luego,
siempre explicando, fue hacia los armarios laterales y maniobró en ellos. En
contraste con la lentitud de la puerta que se abría, mil ruidos presurosos
llenaron el ambiente. Sin que se viese lo que había entrado en movimiento, se
oyó correr algo que sonaba, como un trencito de juguete, y al mismo tiempo por
toda la escena vibraron chispas que se encendían en las conjunciones de ciertos
polos, zumbando, como las alas vítreas de las moscas presas en la telaraña. Mi
atención fue fascinada un momento por aquellas chispas, pero enseguida volví a
mirar el armario. La puerta estaba enteramente abierta, y dentro, entre paredes
de una blancura desolada como de hielo, la cabeza de una mujer aparecía con los
ojos cerrados, no dormida ni muerta, sino simplemente detenida en su energía
mínima. Energía que no podía percibirse más que en la tensión de las facciones
que no denotaban relajamiento, peso ni flaccidez. Su quietud, como la quietud
de una estatua, representaba la vida y la vida de alguien, pues, aunque sus
rasgos eran muy correctos, no tenían una corrección abstracta: eran personales
como los de una cabeza romana. El pelo estaba amontonado encima del cráneo,
parecía que lo hubiesen recogido allí con una mano mientras con la otra la
decapitaban.
Todo
esto puedo describirlo porque lo observé antes de que abriera los ojos: después
abrió los ojos.
Naturalmente,
no volví a prestar atención a lo que decía la explicadora, pero la oía, sabía
que sus palabras iban cayendo en mi oído y que alguna vez llegarían a serme
comprensibles. En aquel momento solo encontraba sentido en una, aunque me
pareciese convencional y tópica. No comprendía por qué al hablar de ella decía
la sibila y al mismo tiempo comprendía que no podía llamarla de otro modo. Al
levantar los párpados había descubierto una extensión de sabiduría por la que
podían aventurarse todas las preguntas; todas–las simples cuestiones de los
humanos, que esperaban allí, en primera fila, el momento de acercarse a
hablarla.
Fueron
subiendo al tablado uno tras otro. Hablaban tan bajo que sus voces no llegaban
hasta los bancos, pero se veía la respuesta. La cabeza decía sí o no con los
labios. Ni el menor aliento pasaba a través de ellos. Y todos, los que
estábamos cerca como los que estaban lejos, por un aguzamiento extremo de la
atención, percibíamos distintamente las dos palabras, como perciben el lenguaje
los sordomudos: la boca se distendía ligeramente en la afirmación y se retraía
en la negación, con movimientos leves pero irrevocables. Y los que preguntaban,
bajaban del tablado después de haber obtenido la respuesta, unos abrumados,
otros llenos de esperanza.
Al
fin, la muchacha de la bata blanca oprimió el conmutador y dijo: “Ha terminado”.
La cabeza cerró los ojos y la luz lunar se extinguió, la masa humana volvió a
estrujarse en otro callejón y salió al aire libre.
Me
encontré de nuevo en un vacío áspero, casi insoportable. Los ruidos del
exterior me resultaban tan colosales que mis sentidos no podían registrarlos;
solo percibía mis pasos en la grava del suelo, el chisporroteo de las estrellas
y el manto de claridad que algunos focos extendían a distancia. Llegar hasta
ellos era empresa sobrehumana, era atravesar un océano de arena. Acaso la
distancia aquella podía medirse con unos treinta pasos, pero no sé cuánto tardé
en franquearla. Bebí ávidamente un vaso del alcohol más bronco, y lo sentí
llegar hasta la punta de los dedos, como si se esparciese por mis venas, de
donde la sangre se hubiese retirado. Esperé que la ola de calor iluminase mi
inteligencia: quería comprender lo que había visto, concentrarme en la
contemplación del fenómeno. Pero me ocurría que al mismo tiempo que me
reconocía enteramente poseído por la impresión de lo que acababa de ver, otra
imagen me acosaba, enteramente extraña a todo ello, trivial aparentemente, de
procedencia insospechable. Solo discernía que era una imagen antigua, un
recuerdo de una época anterior, pertenecía al mundo de donde yo había venido,
acaso al tiempo en que mi deseo de venir era más loco. Y no podía comprender
por qué aparecía ahora, por qué reclamaba mi atención, que estaba enteramente
embargada por el presente, como si tuviera un antiguo derecho, como si quisiera
interponerse entre mi pensamiento y la otra imagen.
Bebí
con tesón, como quien añade combustible a una lámpara. La imagen intrusa era
tan trivial que decidí aniquilarla mediante el análisis. Era probablemente un
cromo, un calendario antiguo, la estampa de uno de esos rompecabezas de dados.
Era una mujer envuelta en pieles resbalando en un trineo por las estepas de
Rusia… Era esto y nada más. Creí poder desecharla. Volví a concentrarme en la
imagen de la mujer decapitada, recorriendo sus rasgos, sumergiéndome en su
silencio: inútil, la imagen trivial reaparecía, y, lo que es más, le robaba a
la otra su clima. Aquella imagen de una mujer lujosa, entre la neblina de un
manto de chinchilla, con un ramo de violetas en el pecho –cada vez distinguía
más detalles–, se rodeaba de un aura idéntica a la de la cabeza sin voz ni
aliento.
Salí
a la puerta del bar con el vaso en la mano. Los focos proyectaban en el suelo
la sombra de las hojas de los plátanos. Aquella sombra, ¡también!, también
aquella sombra en el suelo tenía el mismo clima. Di algunos pasos y me paré
bajo el árbol, me detuve allí como se detiene uno a hablar cuando va con
alguien, y creí oír una voz grave y noble diciéndome en una lengua que no era
la mía: “Este año vimos en Rusia…”
El
enigma quedó descifrado, el cromo desapareció de mi fantasía y sus valores
ficticios fueron sustituidos por los del recuerdo real. El paisaje de Rusia se
redujo a una palabra, el ramo de violetas a un perfume, la sombra de las hojas
de los plátanos a una avenida de castaños.
¡Qué
penoso, qué arduo me fue recordar desde el delirio la vigilia y la lucidez!
Recordar lo que había sido yo, yendo por aquella avenida junto a una mujer
real, que hablaba y me contaba un mero hecho de su observación, me producía
terror y vértigo. Desde mi situación actual, empapado en el alcohol de un
prodigio verdadero, el recuerdo de aquel paseo por una realidad llena de
ignorancia, era una imagen pavorosa, y lo contemplé con terror de mi nueva
comprensión que ahora podía penetrarla.
Apoyé
la espalda en el tronco del árbol y mentalmente nos seguí. Vi cómo íbamos con
paso largo y lento bajo el ramaje admirable de aquel parque prestigioso, uno de
los más prestigiosos del mundo, llegamos hasta un estanque que era como un
lecho de agua con una cabecera arquitectónica de piedras ahumadas, entre las
que se veían estatuas representando la cruenta historia de Polifemo.
Nos
apoyamos en la barandilla. Bajo el agua, entre los troncos de las ninfeas,
pasaban lentas carpas, grises. Allí acabó mi amiga de contarme aquella historia
que había empezado con las palabras: “Este año vimos en Rusia…” Lo que había
visto, en un laboratorio, no era más que la cabeza cortada de un perro que unos
investigadores mantenían viva indefinidamente.
Al
recordar todo esto desde allí, apoyado en el árbol, no me detuve en los
detalles del relato: me hundí en la contemplación del silencio que lo siguió.
Recordé cómo había sostenido un momento la mirada de mi amiga, que me dejó ver
el fondo de sus ojos bajo sus cejas como dos arcos solemnes, como el dintel de
una cripta, y no respondí nada, no pregunté nada: cargué con la confidencia de
la soledad que descubrí en su espacio.
Después,
todo aquello había resbalado en el olvido: una estepa de olvido me había
separado de aquel mundo. Su realidad, llena de ignorancia, había dormido bajo
la impiedad helada de mi memoria, y de pronto germinaba, se desarrollaba como
la hoja del helecho, que de una apretada voluta desenvuelve un minucioso
encaje.
Quedé
al fin liberado de la obsesión intrusa y la dejé nuevamente hundirse en el
olvido, pero nada más que en sus detalles reales: todo aquello del paseo y de
las palabras que ella me dijo. El silencio ya entonces pertenecía al universo
de ahora. A la ciudad de los misterios y las maravillas, de los grandes
experimentos, de las grandes pruebas.
“Ella
se había prestado voluntariamente…” A pesar de ser por completo profano, todo
me resultaba perfectamente claro, era muy sencillo, como repetía la
explicadora, era una simple acumulación de energía. Había bastado amputar el
cuerpo para regular infinitesimalmente la economía del cerebro. En éste se
guardaban todos los datos obtenidos por aquél en el transcurso de una vida
adulta, pues, claro está, el experimento no se podría efectuar con individuos
que no hubieran alcanzado un grado de plena madurez si no quería correr el
riesgo de hacer evolucionar el cerebro sobre ciclos limitados, de hacerle
desplegar una energía de pensamiento meramente funcional y pobre o defectuosa
en el encadenamiento de consecuencias. Tampoco se podría experimentar con
individuos que hubiesen empezado ya a descender en la curva de la tensión
vital, pues en ese caso el cerebro podía haber acumulado datos impuros, efectos
de una materia decadente o relajada. La prueba tenía que efectuarse con un
organismo en su punto más alto de potencialidad, pues solo en ese momento es
cuando el acto voluntario, acto íntegramente espiritual, involucra las fuerzas
vitales y, por decirlo así, las arrastra y las lleva consigo.
No
había formulado la explicadora absolutamente nada de todo esto, pero se
sobrentendía. Ella no hablaba más que de la forma en que la cabeza era activada
por la energía de tres mil millones de voltios que equivalían exactamente a la
fuerza sumada de trescientos mil organismos, esto es, el cerebro perenne podía
ser considerado como el cerebro de trescientos mil cuerpos o más bien, como un
cerebro de una potencia de trescientos mil. Potencia que permanecía en su
circuito sin sufrir descarga alguna, evolucionando dentro de su unidad y
manteniendo una actividad ilimitadamente generadora. Así esta fuerza encerrada
en sí misma multiplicaba sin parar unidades de experiencia como se multiplican
las células, creando una reserva de respuestas para todas las cuestiones
posibles.
Trato
de hacer comprensible, mediante una explicación ordenada y en lo posible
lógica, la enajenación a que me llevaba el comprender. Comprendía hasta la
locura, veía hasta la ofuscación lo que había dentro de aquel mecanismo vivo –muy
lejos de ser una máquina–, que era algo como una imprevisible floración fuera
de las leyes de la naturaleza, o más bien fuera de las leyes usuales, pues sin
una ley sobrenatural la armonía infinita de su secreto no seguiría
desenvolviéndose. Habían sido necesarias unas circunstancias materiales, unos
cuantos detalles contingentes como era el clima helado del interior del armario
que impedía que la materia perdiese su integridad, como era aquella energía,
implacable como el insomnio, que en todo momento podía hacerle abrir los ojos y
atender, pero la ley, estaba en aquel acto que ella se había prestado a
efectuar voluntariamente.
Se
había prestado: no había otro modo de decirlo, porque a pesar de su abnegación
total seguía perteneciéndose. No se pertenecía para sí misma, pero se
pertenecía, puesto que permanecía en su voluntad. Era su voluntad la que había
llevado a aquella prisión a su memoria: su entendimiento no era más que como el
azogue del espejo, copiaba con pureza lo que se le ponía delante.
La
extensión arenosa que poco antes había franqueado con esfuerzo, ahora se
deslizó bajo mis pies insensiblemente: llegué con facilidad, ingrave, hasta la
barraca, pasé por el callejón, que estaba solitario, aunque algo quedaba en él
de la opresión anterior, pero atravesé su oposición como cuando se va contra el
viento: llegué hasta el tablado. No creo haber tenido que subir las gradas; más
bien me parece recordar que venía ya en un plano que correspondía exactamente a
la altura de los armarios. Sin titubear toqué la manivela que provocaba la luz
lunar–, las chispas presurosas y el lento abrirse de la puerta: ya ante ella,
esperé que levantase los párpados.
Abrió
los ojos y enseguida vio que mi pregunta no exigiría que moviese los labios;
entonces alzó los párpados con aquella amplitud desoladora que yo ya conocía de
otro tiempo y me dejó contemplar la cripta de su memoria, en la que un
incesante laborar renovaba formas infinitas.
Formas…
Vi dentro de sus ojos como quien ve el pasado en una esfera de cristal, nacer,
morir, arder, padecer, florecer formas que eran su forma, pero no una forma que
simplemente había tenido, sino una que había concebido o logrado. Una forma
sublime que estaba dentro de ella y que era como si estuviese ante ella, porque
ella, aun teniéndola en sí la contemplaba y aun conteniéndola no la poseía.
Ella no podía poseer nada, porque se había prestado a sí misma voluntariamente,
pues solo a ese precio se logra concebir la forma en que el pecado se redime,
solo al precio de la abnegación, al precio del martirio se logra hacer florecer
las formas salvadas.
El
espectro de su cuerpo actualizaba sin reposo todos sus instantes anteriores,
los que habían sido, como los que no habían llegado a ser, pues ahora, en su
mundo potencial, todos eran lo mismo. Su cuerpo estaba allí, envuelto en el
satén de tonos cambiantes que la ciudad exigía; allí estaban sus manos, que se
había alargado a las copas cuando sus labios, ahora cerrados, habían accedido a
la sed y también se veía su voz, que había corrido por el cauce de las
canciones hasta desbordar. Todo estaba allí y se repetía sin repetirse, todo
giraba o rebrotaba, pero no con la paz con que en el seno de Flora se repite el
proyecto del lirio. No; todo reflorecía con la singularidad de la pasión
eterna.
La
ingravidez que había notado en el camino llegó a hacerme inestable como un
globo sujeto por un hilo. Sentí que cabeceaba; atraído por ella; temí caer en
su abismo o disiparme en su hueco. No intenté profanarla con mi contacto, eso
no; pero irresistiblemente me acerqué al espacio cúbico que la contenía. Mi
frente tocó apenas la zona helada, que era, no como su aliento, sino como la
atmósfera de un mundo donde no es posible el aliento, y en ese momento ya no vi
más: perdí el sentido.
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