Federico García Lorca
(Hommage a Guy de Maupassant)
Los
dos lo han querido –me dijo su madre.
–¿Los dos…? No es posible, señora –dije yo–.
Usted tiene demasiado temperamento y a su edad ya se sabe por qué caen los alfileres
del rocío.
–Calle usted, Luciano, calle usted… No, no,
Luciano, no.
–Para resistir este nombre, necesito contener
el dolor de mis recuerdos. ¿Y usted cree que aquella pequeña dentadura y esa mano
de niño que se han dejado olvidada dentro de la ola, me pueden consolar de esta
tristeza? Los dos lo han querido –me dijo su prima–. Los dos. Me puse a mirar el
mar y lo he comprendido todo.
–¿Será posible que del pico de esa paloma cruelísima
que tiene corazón de elefante salga la palidez lunar de aquel trasatlántico que
se aleja?
–Es que tuve que hacer varias veces uso de
mi cuchara para defenderme de los lobos. Yo no tengo culpa ninguna. Usted lo sabe.
¡Dios mío! Estoy llorando.
–Los dos lo han querido –dije yo–. Los dos.
Una manzana será siempre un amante, pero un
amante no podrá ser jamás una manzana.
Por eso se han muerto, por eso. Con veinte
ríos y un solo invierno desgarrado.
–Fue muy sencillo. Se amaban por encima de
todos los museos. Mano derecha, con mano izquierda. Mano izquierda, con mano derecha.
Pie derecho con pie derecho. Pie izquierdo con nube. Cabello con planta de pie.
Planta de pie con mejilla izquierda. ¡Oh mejilla izquierda! ¡Oh, noroeste de barquitos
y hormigas de mercurio! Dame el pañuelo, Genoveva; voy a llorar. Voy a llorar hasta
que de mis ojos salga una muchedumbre de siemprevivas. Se acostaban. No había otro
espectáculo más tierno. ¿Me ha oído usted? ¡Se acostaban! Muslo izquierdo con antebrazo
izquierdo. Ojos cerrados con uñas abiertas. Cintura con nuca y con playa. Y las
cuatro orejitas eran cuatro ángeles en la choza de la nieve. Se querían. Se amaban.
A pesar de la ley de la gravedad. La diferencia que existe entre una espina de rosa
y una Start es sencillísima. Cuando descubrieron esto, se fueron al campo. Se amaban.
¡Dios mío! Se amaban ante los ojos de los químicos. Espalda con tierra, tierra con
anís. Luna con hombro dormido y las cinturas se entrecruzaban una y otra con un
rumor de vidrios. Yo vi temblar sus mejillas cuando los profesores de la universidad
le traían miel y vinagre en una esponja diminuta. Muchas veces tenían que apartar
a los perros que gemían por las yedras blanquísimas del lecho. Pero ellos se amaban.
Eran un hombre y una mujer, o sea, un hombre
y un pedacito de tierra, un elefante y un niño, un niño y un junco. Eran dos mancebos
desmayados y una pierna de níquel. ¡Eran los barqueros! Sí. Eran los barqueros del
Guadiana que cercaban con sus remos todas las rosas del mundo.
El viejo marino escupió el tabaco de su boca
y dio grandes voces para espantar a las gaviotas. Pero ya era demasiado tarde.
Ocurrió. Tenía que ocurrir. Cuando las mujeres
enlutadas llegaron a casa del gobernador, este comía tranquilamente almendras verdes
y pescado fresco con exquisito plato de oro. Era preferible no haber hablado con
él.
En las islas Azores. Casi no puedo llorar.
Yo puse dos telegramas; pero desgraciadamente, ya era tarde. Solo sé deciros que
los niños que pasaban por la orilla del bosque vieron una perdiz que echaba un hilito
de sangre por el pico.
Esta es la causa, querido capitán, de mi extraña
melancolía.
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