Isabel Allende
Nicolás Vidal siempre supo que perdería
la vida por una mujer. Lo pronosticaron el día de su nacimiento y lo confirmó la
dueña del almacén en la única ocasión en que él permitió que le viera la fortuna
en la borra del café, pero no imaginó que la causa sería Casilda, la esposa del
juez Hidalgo. La divisó por primera vez el día en que ella llegó al pueblo a casarse.
No la encontró atractiva, porque prefería las hembras desfachatadas y morenas, y
esa joven transparente en su traje de viaje, con la mirada huidiza y unos dedos
finos, inútiles para dar placer a un hombre, le resultaba inconsistente como un
puñado de ceniza. Conociendo bien su destino, se cuidaba de las mujeres y a lo largo
de su vida huyó de todo contacto sentimental, secando su corazón para el amor y
limitándose a encuentros rápidos para burlar la soledad. Tan insignificante y remota
le pareció Casilda que no tomó precauciones con ella, y llegado el momento olvidó
la predicción que siempre estuvo presente en sus decisiones. Desde el techo del
edificio, donde se había agazapado con dos de sus hombres, observó a la señorita
de la capital cuando ésta bajó del coche el día de su matrimonio. Llegó acompañada
por media docena de sus familiares, tan lívidos y delicados como ella, que asistieron
a la ceremonia abanicándose con aire de franca consternación y luego partieron para
nunca más regresar.
Como todos los habitantes
del pueblo, Vidal pensó que la novia no aguantaría el clima y dentro de poco las
comadres deberían vestirla para su propio funeral. En el caso improbable de que
resistiera el calor y el polvo que se introducía por la piel y se fijaba en el alma,
sin duda sucumbiría ante el mal humor y las manías de solterón de su marido. El
juez Hidalgo la doblaba en edad y llevaba tantos años durmiendo solo, que no sabía
por dónde comenzar a complacer a una mujer. En toda la provincia temían su temperamento
severo y su terquedad para cumplir la ley, aun a costa de la justicia. En el ejercicio
de sus funciones ignoraba las razones del buen sentimiento, castigando con igual
firmeza el robo de una gallina que el homicidio calificado. Vestía de negro riguroso
para que todos conocieran la dignidad de su cargo, y a pesar de la polvareda irreductible
de ese pueblo sin ilusiones llevaba siempre los botines lustrados con cera de abeja.
Un hombre así no está hecho para marido, decían las comadres, sin embargo no se
cumplieron los funestos presagios de la boda, por el contrario, Casilda sobrevivió
a tres partos seguidos y parecía contenta. Los domingos acudía con su esposo a la
misa de doce, imperturbable bajo su mantilla española, intocada por las inclemencias
de ese verano perenne, descolorida y silenciosa como una sombra. Nadie le oyó algo
más que un saludo tenue, ni le vieron gestos más osados que una inclinación de cabeza
o una sonrisa fugaz, parecía volátil, a punto de esfumarse en un descuido. Daba
la impresión de no existir, por eso todos se sorprendieron al ver su influencia
en el juez, cuyos cambios eran notables.
Si bien Hidalgo continuó
siendo el mismo en apariencia, fúnebre y áspero, sus decisiones en la Corte dieron
un extraño giro. Ante el estupor público dejó en libertad a un muchacho que robó
a su empleador, con el argumento de que durante tres años el patrón le había pagado
menos de lo justo y el dinero sustraído era una forma de compensación. También se
negó a castigar a una esposa adúltera, argumentando que el marido no tenía autoridad
moral para exigirle honradez, si él mismo mantenía una concubina. Las lenguas maliciosas
del pueblo murmuraban que el juez Hidalgo se daba vuelta como un guante cuando traspasaba
el umbral de su casa, se quitaba los ropajes solemnes, jugaba con sus hijos, se
reía y sentaba a Casilda sobre sus rodillas, pero esas murmuraciones nunca fueron
confirmadas. De todos modos, atribuyeron a su mujer aquellos actos de benevolencia
y su prestigio mejoró, pero nada de eso interesaba a Nicolás Vidal, porque se encontraba
fuera de la ley y tenía la certeza de que no habría piedad para él cuando pudieran
llevarlo engrillado delante del juez. No prestaba oídos a los chismes sobre doña
Casilda y las pocas veces que la vio de lejos, confirmó su primera apreciación de
que era sólo un borroso ectoplasma.
Vidal había nacido treinta
años antes en una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo
de Juana La Triste y de padre desconocido. No tenía lugar en este mundo y su madre
lo sabía, por eso intentó arrancárselo del vientre con yerbas, cabos de vela, lavados
de lejía y otros recursos brutales, pero la criatura se empeñó en sobrevivir. Años
después Juana La Triste, al ver a ese hijo tan diferente, comprendió que los drásticos
sistemas para abortar que no consiguieron eliminarlo, en cambio templaron su cuerpo
y su alma hasta darle la dureza del hierro. Apenas nació, la comadrona lo levantó
para observarlo a la luz de un quinqué y de inmediato notó que tenía cuatro tetillas.
–Pobrecito, perderá
la vida por una mujer –pronosticó guiada por su experiencia en esos asuntos.
Esas palabras pesaron
como una deformidad en el muchacho. Tal vez su existencia hubiera sido menos mísera
con el amor de una mujer. Para compensarlo por los numerosos intentos de matarlo
antes de nacer, su madre escogió para él un nombre pleno de belleza y un apellido
sólido, elegido al azar; pero ese nombre de príncipe no bastó para conjurar los
signos fatales y antes de los diez años el niño tenía la cara marcada a cuchillo
por las peleas y muy poco después vivía como fugitivo. A los veinte era jefe de
una banda de hombres desesperados. El hábito de la violencia desarrolló la fuerza
de sus músculos, la calle lo hizo despiadado y la soledad, a la cual estaba condenado
por temor a perderse de amor, determinó la expresión de sus ojos. Cualquier habitante
del pueblo podía jurar al verlo que era el hijo de Juana La Triste, porque tal como
ella, tenía las pupilas aguadas de lágrimas sin derramar. Cada vez que se cometía
una fechoría en la región, los guardias salían con perros a cazar a Nicolás Vidal
para callar la protesta de los ciudadanos, pero después de unas vueltas por los
cerros regresaban con las manos vacías. En verdad no deseaban encontrarlo, porque
no podían luchar con él. La pandilla consolidó en tal forma su mal nombre, que las
aldeas y las haciendas pagaban un tributo para mantenerla alejada. Con esas donaciones
los hombres podían estar tranquilos, pero Nicolás Vidal los obligaba a mantenerse
siempre a caballo, en medio de una ventolera de muerte y estropicio para que no
perdieran el gusto por la guerra ni se les mermara el desprestigio. Nadie se atrevía
a enfrentarlos. En un par de ocasiones el juez Hidalgo pidió al Gobierno que enviara
tropas del ejército para reforzar a sus policías, pero después de algunas excursiones
inútiles volvían los soldados a sus cuarteles y los forajidos a sus andanzas.
Sólo una vez estuvo
Nicolás Vidal a punto de caer en las trampas de la justicia, pero lo salvó su incapacidad
para conmoverse. Cansado de ver las leyes atropelladas, el juez Hidalgo decidió
pasar por alto los escrúpulos y preparar una trampa para el bandolero. Se daba cuenta
de que en defensa de la justicia iba a cometer un acto atroz, pero de dos males
escogió el menor. El único cebo que se le ocurrió fue Juana La Triste, porque Vidal
no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la mujer del local, donde
fregaba pisos y limpiaba letrinas a falta de clientes dispuestos a pagar por sus
servicios, la metió dentro de una jaula fabricada a su medida y la colocó en el
centro de la Plaza de Armas, sin más consuelo que un jarro de agua.
–Cuando se le termine
el agua empezará a gritar. Entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándolo con
los soldados –dijo el juez.
El rumor de ese castigo,
en desuso desde la época de los esclavos cimarrones, llegó a oídos de Nicolás Vidal
poco antes de que su madre bebiera el último sorbo del cántaro. Sus hombres lo vieron
recibir la noticia en silencio, sin alterar su impasible máscara de solitario ni
el ritmo tranquilo con que afilaba su navaja contra una cincha de cuero. Hacía muchos
años que no tenía contacto con Juana La Triste y tampoco guardaba ni un solo recuerdo
placentero de su niñez, pero ésa no era una cuestión sentimental, sino un asunto
de honor. Ningún hombre puede aguantar semejante ofensa, pensaron los bandidos,
mientras alistaban sus armas y sus monturas, dispuestos a acudir a la emboscada
y dejar en ella la vida si fuera necesario. Pero el jefe no dio muestras de prisa.
A medida que transcurrían
las horas, aumentaba la tensión en el grupo. Se miraban unos a otros sudando, sin
atreverse a hacer comentarios, esperando impacientes, las manos en las cachas de
los revólveres, en las crines de los caballos, en las empuñaduras de los lazos.
Llegó la noche y el único que durmió en el campamento fue Nicolás Vidal. Al amanecer
las opiniones estaban divididas entre los hombres, unos creían que era mucho más
desalmado de lo que jamás imaginaron y otros que su jefe planeaba una acción espectacular
para rescatar a su madre. Lo único que nadie pensó fue que pudiera faltarle el coraje,
porque había dado muestras de tenerlo en exceso. Al mediodía no soportaron más la
incertidumbre y fueron a preguntarle qué iba a hacer.
–Nada –dijo.
–¿Y tu madre?
–Veremos quién tiene
más cojones, el juez o yo –replicó imperturbable Nicolás Vidal.
Al tercer día Juana
La Triste ya no clamaba piedad ni rogaba por agua, porque se le había secado la
lengua y las palabras morían en su garganta antes de nacer, yacía ovillada en el
suelo de su jaula con los ojos perdidos y los labios hinchados, gimiendo como un
animal en los momentos de lucidez y soñando con el infierno el resto del tiempo.
Cuatro guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los vecinos le
dieran de beber. Sus lamentos ocupaban todo el pueblo, entraban por los postigos
cerrados, los introducía el viento a través de las puertas, se quedaban prendidos
en los rincones, los recogían los perros para repetirlos aullando, contagiaban a
los recién nacidos y molían los nervios de quien los escuchaba. El juez no pudo
evitar el desfile de gente por la plaza compadeciendo a la anciana, ni logró detener
la huelga solidaria de las prostitutas, que coincidió con la quincena de los mineros.
El sábado las calles estaban tomadas por los rudos trabajadores de las minas, ansiosos
por gastar sus ahorros antes de volver a los socavones, pero el pueblo no ofrecía
ninguna diversión, aparte de la jaula y ese murmullo de lástima llevado de boca
en boca, desde el río hasta la carretera de la costa. El cura encabezó a un grupo
de feligreses que se presentaron ante el juez Hidalgo a recordarle la caridad cristiana
y suplicarle que eximiera a esa pobre mujer inocente de aquella muerte de mártir,
pero el magistrado pasó el pestillo de su despacho y se negó a oírlos, apostando
a que Juana La Triste aguantaría un día más y su hijo caería en la trampa. Entonces
los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda.
La esposa del juez los
recibió en el sombrío salón de su casa y atendió sus razones callada, con los ojos
bajos, como era su estilo. Hacía tres días que su marido se encontraba ausente,
encerrado en su oficina, aguardando a Nicolás Vidal con una determinación insensata.
Sin asomarse a la ventana, ella sabía todo lo que ocurría en la calle, porque también
a las vastas habitaciones de su casa entraba el ruido de ese largo suplicio. Doña
Casilda esperó que las visitas se retiraran, vistió a sus hijos con las ropas de
domingo y salió con ellos rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y
una jarra con agua fresca para Juana La Triste. Los guardias la vieron aparecer
por la esquina y adivinaron sus intenciones, pero tenían órdenes precisas, así es
que cruzaron sus rifles delante de ella y cuando quiso avanzar, observada por una
muchedumbre expectante, la tomaron por los brazos para impedírselo. Entonces los
niños comenzaron a gritar.
El juez Hidalgo estaba
en su despacho frente a la plaza. Era el único habitante del barrio que no se había
taponeado las orejas con cera, porque permanecía atento a la emboscada, acechando
el sonido de los caballos de Nicolás Vidal. Durante tres días con sus noches aguantó
el llanto de su víctima y los insultos de los vecinos amotinados ante el edificio,
pero cuando distinguió las voces de sus hijos comprendió que había alcanzado el
límite de su resistencia. Agotado, salió de su Corte con una barba del miércoles,
los ojos afiebrados por la vigilia y el peso de su derrota en la espalda. Atravesó
la calle, entró en el cuadrilátero de la plaza y se aproximó a su mujer. Se miraron
con tristeza. Era la primera vez en siete años que ella lo enfrentaba y escogió
hacerlo delante de todo el pueblo. El juez Hidalgo tomó la cesta y la jarra de manos
de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera.
–Se los dije, tiene
menos cojones que yo –rio Nicolás Vidal al enterarse de lo sucedido.
Pero sus carcajadas
se tornaron amargas al día siguiente, cuando le dieron la noticia de que Juana La
Triste se había ahorcado en la lámpara del burdel donde gastó la vida, porque no
pudo resistir la vergüenza de que su único hijo la abandonara en una jaula en el
centro de la Plaza de Armas.
–Al juez le llegó su
hora –dijo Vidal.
Su plan consistía en
entrar al pueblo de noche, atrapar al magistrado por sorpresa, darle una muerte
espectacular y colocarlo dentro de la maldita jaula, para que al despertar al otro
día todo el mundo pudiera ver sus restos humillados. Pero se enteró de que la familia
Hidalgo había partido a un balneario de la costa para pasar el mal gusto de la derrota.
El indicio de que los
perseguían para tomar venganza alcanzó al juez Hidalgo a mitad de ruta, en una posada
donde se habían detenido a descansar. El lugar no ofrecía suficiente protección
hasta que acudiera el destacamento de la guardia, pero llevaba algunas horas de
ventaja y su vehículo era más rápido que los caballos. Calculó que podría llegar
al otro pueblo y conseguir ayuda. Ordenó a su mujer subir al coche con los niños,
apretó a fondo el pedal y se lanzó a la carretera. Debió llegar con un amplio margen
de seguridad, pero estaba escrito que Nicolás Vidal se encontraría ese día con la
mujer de la cual había huido toda su vida.
Extenuado por las noches
de vela, la hostilidad de los vecinos, el bochorno sufrido y la tensión de esa carrera
para salvar a su familia, el corazón del juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin
ruido. El coche sin control salió del camino, dio algunos tumbos y se detuvo por
fin en la vera. Doña Casilda tardó un par de minutos en darse cuenta de lo ocurrido.
A menudo se había puesto en el caso de quedar viuda, pues su marido era casi un
anciano, pero no imaginó que la dejaría a merced de sus enemigos. No se detuvo a
pensar en eso, porque comprendió la necesidad de actuar de inmediato para salvar
a los niños. Recorrió con la vista el sitio donde se encontraba y estuvo a punto
de echarse a llorar de desconsuelo, porque en aquella desnuda extensión, calcinada
por un sol inmisericorde, no se vislumbraban rastros de vida humana, sólo los cerros
agrestes y un cielo blanqueado por la luz. Pero con una segunda mirada distinguió
en una ladera la sombra de una gruta y hacia allá echó a correr llevando a dos criaturas
en brazos y la tercera prendida a sus faldas.
Tres veces escaló Casilda
cargando uno por uno a sus hijos hasta la cima. Era una cueva natural, como muchas
otras en los montes de esa región. Revisó el interior para cerciorarse de que no
fuera la guarida de algún animal, acomodó a los niños al fondo y los besó sin una
lágrima.
–Dentro de algunas horas
vendrán los guardias a buscarlos. Hasta entonces no salgan por ningún motivo, aunque
me oigan gritar, ¿han entendido? –les ordenó.
Los pequeños se encogieron
aterrados y con una última mirada de adiós la madre descendió del cerro. Llegó hasta
el coche, bajó los párpados de su marido, se sacudió la ropa, se acomodó el peinado
y se sentó a esperar. No sabía de cuántos hombres se componía la banda de Nicolás
Vidal, pero rezó para que fueran muchos, así les daría trabajo saciarse de ella,
y reunió sus fuerzas preguntándose cuánto tardaría morir si se esmeraba en hacerlo
poco a poco. Deseó ser opulenta y fornida para oponerles mayor resistencia y ganar
tiempo para sus hijos.
No tuvo que aguardar
largo rato. Pronto divisó polvo en el horizonte, escuchó un galope y apretó los
dientes. Desconcertada, vio que se trataba de un solo jinete, que se detuvo a pocos
metros de ella con el arma en la mano. Tenía la cara marcada de cuchillo y así reconoció
a Nicolás Vidal, quien había decidido ir en persecución del juez Hidalgo sin sus
hombres, porque ése era un asunto privado que debían arreglar entre los dos. Entonces
ella comprendió que debería hacer algo mucho más difícil que morir lentamente.
Al bandido le bastó
una mirada para comprender que su enemigo se encontraba a salvo de cualquier castigo,
durmiendo su muerte en paz, pero allí estaba su mujer flotando en la reverberación
de la luz. Saltó del caballo y se le acercó. Ella no bajó los ojos ni se movió y
él se detuvo sorprendido, porque por primera vez alguien lo desafiaba sin asomo
de temor. Se midieron en silencio durante algunos segundos eternos, calibrando cada
uno las fuerzas del otro, estimando su propia tenacidad y aceptando que estaban
ante un adversario formidable. Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió.
La mujer del juez se
ganó cada instante de las horas siguientes. Empleó todos los recursos de seducción
registrados desde los albores del conocimiento humano y otros que improvisó inspirada
por la necesidad, para brindar a aquel hombre el mayor deleite. No sólo trabajó
sobre su cuerpo como diestra artesana, pulsando cada fibra en busca del placer,
sino que puso al servicio de su causa el refinamiento de su espíritu. Ambos entendieron
que se jugaban la vida y eso daba a su encuentro una terrible intensidad. Nicolás
Vidal había huido del amor desde su nacimiento, no conocía la intimidad, la ternura,
la risa secreta, la fiesta de los sentidos, el alegre gozo de los amantes. Cada
minuto transcurrido acercaba el destacamento de guardias y con ellos el pelotón
de fusilamiento, pero también lo acercaba a esa mujer prodigiosa y por eso los entregó
con gusto a cambio de los dones que ella le ofrecía. Casilda era pudorosa y tímida
y había estado casada con un viejo austero ante quien nunca se mostró desnuda. Durante
esa inolvidable tarde ella no perdió de vista que su objetivo era ganar tiempo,
pero en algún momento se abandonó, maravillada de su propia sensualidad, y sintió
por ese hombre algo parecido a la gratitud. Por eso, cuando oyó el ruido lejano
de la tropa le rogó que huyera y se ocultara en los cerros. Pero Nicolás Vidal prefirió
envolverla en sus brazos para besarla por última vez, cumpliendo así la profecía
que marcó su destino.
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