Camilo José Cela
I
¿Usted
cree qué estoy loco…? No; yo le podría asegurar que no lo estoy, pero no lo
hago. ¿Para qué? ¿Para darle ocasión a exclamar, como todos los que oyeran:
“¡Bah!, como todos…, ¡creyéndose cuerdo! ¡La eterna canción!” No, amigo mío; no
puedo, no quiero proporcionarle esa satisfacción… Es demasiado cómodo venir de
visita y sacar la consecuencia de que todos los locos aseguran que no lo están…
Yo no lo estoy, se lo podría asegurar, repito, pero no lo hago; quiero dejarle
con su duda. ¡Quién sabe si mi postura puede inclinarle a usted a creer en mi
perfecta salud mental!
Don
Guillermo no estaba loco. Estaba encerrado en un manicomio, pero yo pondría una
mano en el fuego por su cordura. No estaba loco, pero –bien mirado– no le
hubiera faltado motivo para estarlo… ¿Qué tiene qué ver que se haya creído,
durante una época de su vida, Rabindranath? ¿Es qué no andan muchos
Rabindranath, y muchos Nelson, y muchos Goethe, y muchísimos Napoleones y
Francos sueltos por la calle? A don Guillermo lo metió la ciencia en el
sanatorio…, esa ciencia que interpreta los sueños, que dice que el hombre
normal no existe, que llama nosocomios a las casas de orates…; esa ciencia
abstraída, que huye de lo humano, que no se explica que un hombre pueda
aburrirse de ser durante cincuenta años seguidos el mismo y se le ocurra de
pronto variar y sentirse otro hombre, un hombre diferente y aun apuesto, con
barba en donde no la había, con otros lentes y otro acento, y otra vestimenta,
y hasta otras ideas si fuera preciso…
II
Desde
aquel día visitaba con relativa frecuencia –casi todos los jueves y algún que
otro domingo– a don Guillermo. Él me recibía siempre afable, siempre deferente.
Don Guillermo era lo que se dice un gran señor, y tenía todo el empaque, toda
la majestuosidad, toda la campesina prestancia de un viejo conde, cristiano y
medieval. Era alto, moreno, de carnes enjutas y sombrío y oscuro mirar… Vestía
invariablemente de negro y en la blanca camisa –que lavaba y repasaba todas las
noches, cuando nadie lo veía– se arreglaba cuidadosamente la negra corbata de
nudo, sobre la que se posaba, siempre a la misma altura, una pequeña insignia
de plata que representaba una calavera y dos tibias apoyadas sobre dos GG:
Guillermo Gartner. Se mostraba cortésmente interesado por mis cosas pero le
molestaba mi interés por las suyas, de las que rehuía hablar. Me costaba un
gran trabajo el sonsacarle, y algunas veces, cuando parecía que lo conseguía,
se me paraba de golpe, me miraba –con una sonrisa de conmiseración que me
irritaba– de arriba abajo, se metía las manos en los bolsillos y me decía:
–¡Sabe
que es usted muy pillo?
Y
se reía a grandes carcajadas, después de las cuales era inútil tratar de hacer
recaer la conversación sobre el tema desechado.
III
En
el manicomio lo trataban con consideración, porque, desde que había entrado –e
iba ya para catorce años–, no había armado ni un solo escándalo. Entraba y
salía al jardín o a la galería siempre que se le ocurría, se sentaba en el
borde del pilón a mirar a los peces, inspeccionaba –siempre silbando viejos
compases italianos– la cocina, o el lavadero, o el laboratorio… Los otros locos
lo respetaban, y los empleados de la casa –excepto los tres médicos– no creían
en su locura.
IV
Los
días eran eternos, y don Guillermo, un día que estábamos hablando del otro
mundo, me confesó que si no se había tirado a ahogar –no por desesperación,
sino por cansancio– era porque las temperaturas extremas le molestaban.
–Me
da grima figurarme –decía– medio acostado, medio flotando en el fondo del
pilón, con la camiseta empapada en agua fría…; a lo mejor se me quedaban los
ojos abiertos y el polvillo del agua se me metería dentro y los irritaría
todos… ¿A usted no le estremece un ahogado? Pero no para ahí lo peor; figúrese
usted que de repente le toca a uno el turno, comparece, y como uno es un
suicida, lo envían al infierno a tostarse…; el agua de la camiseta, del pelo,
de los zapatos, empieza a cocer y uno a dar saltos, saltos, hasta que el agua
se evapora y uno la echa de menos, porque empiezan a gastarse los jugos de la
piel…
V
Al
jueves siguiente, no bien hube pasado de la puerta, salió el portero de su
cuchitril, como un caracol de su concha, y me dijo:
–¿Adónde
va? A don Guillermo le enterraron el sábado pasado. ¿Pero no se había enterado
usted? El viernes por la mañana apareció ahogado en el fondo del pilón… El
pobre tenía sus grandes ojos azules muy abiertos; el polvillo del agua se los
había irritado como si se los hubieran frotado con arena… Estaba medio
desnudo…, daba grima verlo, al pobre, con toda la camiseta empapada en agua
fría…
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