Isabel Allende
El mediodía radiante en que coronaron
a Dulce Rosa Orellano con los jazmines de la Reina del Carnaval, las madres de las
otras candidatas murmuraron que se trataba de un premio injusto, que se lo daban
a ella sólo porque era la hija del Senador Anselmo Orellano, el hombre más poderoso
de toda la provincia. Admitían que la muchacha resultaba agraciada, tocaba el piano
y bailaba como ninguna, pero había otras postulantes a ese galardón mucho más hermosas.
La vieron de pie en el estrado, con su vestido de organza y su corona de flores
saludando a la muchedumbre y entre dientes la maldijeron. Por eso, algunas de ellas
se alegraron cuando meses más tarde el infortunio entró en la casa de los Orellano
sembrando tanta fatalidad, que se necesitaron veinticinco años para cosecharla.
La noche de la elección
de la reina hubo baile en la Alcaldía de Santa Teresa y acudieron jóvenes de remotos
pueblos para conocer a Dulce Rosa. Ella estaba tan alegre y bailaba con tanta ligereza
que muchos no percibieron que en realidad no era la más bella, y cuando regresaron
a sus puntos de partida dijeron que jamás habían visto un rostro como el suyo. Así
adquirió inmerecida fama de hermosura y ningún testimonio posterior pudo desmentirla.
La exagerada descripción de su piel traslúcida y sus ojos diáfanos, pasó de boca
en boca y cada quien le agregó algo de su propia fantasía. Los poetas de ciudades
apartadas compusieron sonetos para una doncella hipotética de nombre Dulce Rosa.
El rumor de esa belleza
floreciendo en la casa del Senador Orellano llegó también a oídos de Tadeo Céspedes,
quien nunca imaginó conocerla, porque en los años de su existencia no había tenido
tiempo de aprender versos ni mirar mujeres. Él se ocupaba sólo de la Guerra Civil.
Desde que empezó a afeitarse el bigote tenía un arma en la mano y desde hacía mucho
vivía en el fragor de la pólvora. Había olvidado los besos de su madre y hasta los
cantos de la misa. No siempre tuvo razones para ofrecer pelea, porque en algunos
periodos de tregua no había adversarios al alcance de su pandilla, pero incluso
en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habituado a la
violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles,
cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado
sí su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó
de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos
para seguir alborotando.
La última misión de
Tadeo Céspedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres
entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de
la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta
de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre
Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de
guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo
sobre la colina.
A la cabeza de una docena
de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a
su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento
lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que
lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo,
pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello
terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió
las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes
del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.
–El último tomará la
llave del cuarto donde está mi hija y cumplirá con su deber –dijo el Senador al
oír los primeros tiros.
Todos esos hombres habían
visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le
contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano
y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como Reina del Carnaval. Su
padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo
Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad
en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendió
por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista
difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad,
pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros
reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían
y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la
pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo.
La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había
adornado su peinado con las flores de la corona.
–Es la hora, hija –dijo
gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.
–No me mate, padre –replicó
ella con voz firme–. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.
El Senador Anselmo Orellano
observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo
Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo
que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la
cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta.
Cuando se calló el bullicio
de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres
irrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de
perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado
de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco
vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada,
porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.
–La mujer es para mí
–dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.
Amaneció un viernes
plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina.
Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar
hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora
era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban
sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió
en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua
volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre,
que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió
a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió
al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo
al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima,
pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el
paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de
Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a
Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron
que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia,
pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron
seis perros bravos para cuidarla.
Desde el mismo instante
en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda
y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes
ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró
del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque
los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta
convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de
la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad
a lomo de bestia, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar
las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones,
las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos, traídos de la capital
en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban
tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y
los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la
joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en
las monjas carmelitas; sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de
los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el
recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron
sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza
y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque
su misión en este mundo era la venganza.
Tadeo Céspedes tampoco
pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia
de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital
a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña
vestida de baile y coronada de jazmines, que lo soportó en silencio en aquella habitación
oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento
final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en
el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante
de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso
del poder, lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso
del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo
don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar
justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce
Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres
que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en
todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de
la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían
su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón.
La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un
día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando
sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver
sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que
esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que
hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.
–¿Adónde va, don Tadeo?
–preguntó el Prefecto.
–A reparar un daño antiguo
–respondió saliendo sin despedirse de nadie.
No tuvo necesidad de
buscarla, porque siempre supo que se encontraba en la misma casa de su desdicha
y hacia allá dirigió su coche. Para entonces existían buenas carreteras y las distancias
parecían más cortas. El paisaje había cambiado en esas décadas, pero al dar la última
curva de la colina apareció la villa tal como la recordaba antes de que su pandilla
la tomara por asalto. Allí estaban las sólidas paredes de piedra de río que él destruyera
con cargas de dinamita, allí los viejos artesonados de madera oscura que prendieron
en llamas, allí los árboles de los cuales colgó los cuerpos de los hombres del Senador,
allí el patio donde masacró a los perros. Detuvo su vehículo a cien metros de la
puerta y no se atrevió a seguir, porque sintió el corazón explotándole dentro del
pecho. Iba a dar media vuelta para regresar por donde mismo había llegado, cuando
surgió entre los rosales una figura envuelta en el halo de sus faldas. Cerró los
párpados deseando con toda su fuerza que ella no lo reconociera. En la suave luz
de la seis percibió a Dulce Rosa Orellano que avanzaba flotando por los senderos
del jardín. Notó sus cabellos, su rostro claro, la armonía de sus gestos, el revuelo
de su vestido y creyó encontrarse suspendido en un sueño que duraba ya veinticinco
años.
–Por fin vienes, Tadeo
Céspedes –dijo ella al divisarlo, sin dejarse engañar por su traje negro de alcalde
ni su pelo gris de caballero, porque aún tenía las mismas manos de pirata.
–Me has perseguido sin
tregua. No he podido amar a nadie en toda mi vida, sólo a ti –murmuró él con la
voz rota por la vergüenza.
Dulce Rosa Orellano
suspiró satisfecha. Lo había llamado con el pensamiento de día y de noche durante
todo ese tiempo y por fin estaba allí. Había llegado su hora. Pero lo miró a los
ojos y no descubrió en ellos ni rastro del verdugo, sólo lágrimas frescas. Buscó
en su propio corazón el odio cultivado a lo largo de su vida y no fue capaz de encontrarlo.
Evocó el instante en que le pidió a su padre el sacrificio de dejarla con vida para
cumplir un deber, revivió el abrazo tantas veces maldito de ese hombre y la madrugada
en la cual envolvió unos despojos tristes en una sábana de bramante. Repasó el plan
perfecto de su venganza pero no sintió la alegría esperada, sino, por el contrario,
una profunda melancolía. Tadeo Céspedes tomó su mano con delicadeza y besó la palma,
mojándola con su llanto. Entonces ella comprendió aterrada que de tanto pensar en
él a cada momento, saboreando el castigo por anticipado, se le dio vuelta el sentimiento
y acabó por amarlo.
En los días siguientes
ambos levantaron las compuertas del amor reprimido y por vez primera en sus ásperos
destinos se abrieron para recibir la proximidad del otro. Paseaban por los jardines
hablando de sí mismos, sin omitir la noche fatal que torció el rumbo de sus vidas.
Al atardecer, ella tocaba el piano y él fumaba escuchándola hasta sentir los huesos
blandos y la felicidad envolviéndolo como un manto y borrando las pesadillas del
tiempo pasado. Después de cenar Tadeo Céspedes partía a Santa Teresa, donde ya nadie
recordaba la vieja historia de horror. Se hospedaba en el mejor hotel y desde allí
organizaba su boda, quería una fiesta con fanfarria, derroche y bullicio, en la
cual participara todo el pueblo. Descubrió el amor a una edad en que otros hombres
han perdido la ilusión y eso le devolvió la fortaleza de su juventud. Deseaba rodear
a Dulce Rosa de afecto y belleza, darle todas las cosas que el dinero pudiera comprar,
a ver si conseguía compensar en sus años de viejo, el mal que le hiciera de joven.
En algunos momentos lo invadía el pánico. Espiaba el rostro de ella en busca de
los signos del rencor, pero sólo veía la luz del amor compartido y eso le devolvía
la confianza. Así pasó un mes de dicha.
Dos días antes del casamiento,
cuando ya estaban armando los mesones de la fiesta en el jardín, matando las aves
y los cerdos para la comilona y cortando las flores para decorar la casa, Dulce
Rosa Orellano se probó el vestido de novia. Se vio reflejada en el espejo, tan parecida
al día de su coronación como Reina del Carnaval, que no pudo seguir engañando a
su propio corazón. Supo que jamás podría realizar la venganza planeada porque amaba
al asesino, pero tampoco podría callar al fantasma del Senador, así es que despidió
a la costurera, tomó las tijeras y se fue a la habitación del tercer patio que durante
todo ese tiempo había permanecido desocupada.
Tadeo Céspedes la buscó
por todas partes, llamándola desesperado. Los ladridos de los perros lo condujeron
al otro extremo de la casa. Con ayuda de los jardineros echó abajo la puerta trancada
y entró al cuarto donde una vez viera a un ángel coronado de jazmines. Encontró
a Dulce Rosa Orellano tal como la viera en sueños cada noche de su existencia, con
el mismo vestido de organza ensangrentado, y adivinó que viviría hasta los noventa
años, para pagar su culpa con el recuerdo de la única mujer que su espíritu podía
amar.
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