Lafcadio Hearn
Según las órdenes, la ejecución debía
llevarse a cabo en el jardín del yashiki. De modo que condujeron al hombre
al jardín y lo hicieron arrodillar en un amplio espacio de arena atravesado por
una hilera de tobiishi, o pasaderas, como las que aún suelen verse en los
jardines japoneses. Tenía los brazos sujetos a la espalda. La servidumbre trajo
baldes con agua y sacos de arroz llenos de piedras; y se apilaron los sacos alrededor
del hombre en cuclillas, de tal forma que éste no pudiera moverse. Vino el señor
y observó los preparativos. Los halló satisfactorios y no hizo observaciones.
Súbitamente gritó el
condenado:
–Honorable señor, la
falta por la que me habéis sentenciado no fue cometida con malicia. Fue sólo causa
de mi gran estupidez. Como nací estúpido, en razón de mi karma, no siempre pude
evitar ciertos errores. Pero matar a un hombre por ser estúpido es una injusticia…
y esa injusticia será enmendada. Tan segura como mi muerte ha de ser mi venganza,
que surgirá del resentimiento que provocáis; y el mal con el mal será devuelto…
Si se mata a una persona
cuando ésta padece un gran resentimiento, su fantasma podrá vengarse de quien causó
esa muerte. El samurái no lo ignoraba. Replicó con suavidad, casi con dulzura:
–Te dejaremos asustarnos
tanto como gustes… después de muerto. Pero es difícil creer que tus palabras sean
sinceras. ¿Podrías ofrecernos alguna evidencia de tu gran resentimiento una vez
que te haya decapitado?
–Por supuesto que sí
–respondió el hombre.
–Muy bien –dijo el samurái,
desnudando la espada–; ahora voy a cortarte la cabeza. Frente a ti hay una pasadera.
Una vez que te haya decapitado, trata de morder la piedra. Si tu airado fantasma
puede ayudarte a realizar ese acto, por cierto que nos asustaremos… ¿Tratarás de
morder la piedra?
–¡La morderé! –gritó
enfurecido el hombre–. ¡La morderé! ¡La morde…!
Hubo un destello, un
silbido y un ruido sordo: el cuerpo se inclinó hacia los sacos de arroz, mientras
dos chorros de sangre brotaban del cuello mutilado… y la cabeza rodó por la arena.
Rodó con pesadez hacia la piedra: entonces, con un salto imprevisto, aferró el borde
de la piedra entre los dientes, la mordió con desesperación, y cayó inerte.
Nadie habló; pero los
sirvientes contemplaron horrorizados a su amo. Éste no pareció perder la calma.
Se limitó a alcanzarle la espada al servidor más próximo, quien, con un cazo de
madera, echó agua de un extremo a otro de la hoja y luego refregó el acero cuidadosamente,
con hojas de fino papel… Y así culminó la parte ceremonial de este incidente.
Durante varios meses,
todos los servidores del samurái vivieron incesantemente atemorizados por la eventual
aparición del espectro. Nadie dudaba de que la prometida venganza iba a cumplirse;
y el constante terror que los agobiaba les hacía ver y oír muchas cosas inexistentes.
El rumor del viento entre los bambúes, las sombras que se agitaban en el jardín,
cualquier cosa bastaba para asustarlos. Al fin llegaron a un acuerdo y decidieron
solicitarle al amo que se realizara una ceremonia Ségaki en honor del vengativo
espíritu.
–Es absolutamente innecesario
–dijo el samurái, cuando el jefe de sus servidores hubo expresado tal deseo–. Entiendo
que la voluntad de un hombre a punto de morir puede ser causa de temor. Pero no
hay nada que temer en este caso.
El servidor contempló
al amo con ojos implorantes, pero vaciló en indagar la razón de esta asombrosa confidencia.
–Oh, la razón es muy
simple –declaró el samurái, quien adivinó la duda que había suscitado–. Sólo la
última intención de ese hombre pudo ser peligrosa; y cuando yo lo desafié a ofrecerme
una evidencia, distraje su mente del anhelo de venganza. Murió concentrándose en
el propósito de morder la piedra; y pudo llevar a cabo ese propósito, en efecto,
pero ningún otro. Olvidad el resto… no hay razón alguna para inquietarse.
Y, de hecho, el muerto
jamás acudió a perturbarlos.
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