miércoles, 27 de julio de 2022

Horizonte de sucesos

Norma Lazo

 

Hay dos cosas que no logro conciliar: mi aflicción por el dolor humano y mi odio a la humanidad. Suena paradójico. Lo sé. Al día de hoy he cancelado toda posibilidad de ser un hombre social. Hace ya una década que abandoné la cátedra de física, olvidé a los amigos y despaché a mis amantes. Quise dar un giro de 180 grados. Alejarme de los seres humanos. Ése ha sido el único y verdadero cambio que he hecho en mi vida. Solía ser metódico. De un día para otro decidí mutar. Eché al bote de basura una vida acumulada de recuerdos y cosas innecesarias de las cuales me negaba a desprenderme. Lo hice con ayuda de mi mujer. Ella me pidió que me fuera de la casa y que no dejara un solo vestigio de mi paso en su vida, excepto la casa y los muebles, claro. A quien realmente extraño es a Fiona, mi perra pastor inglés, pero sé que está mejor con mi ex; no tuvimos hijos, Fiona era lo más cercano al amor filial.

Aquella mudanza fue la primera vez que me di cuenta de la cantidad de objetos inútiles que había acumulado a lo largo de mi vida: un juego de cuchillos de acero inoxidable cuando decidí convertirme en chef experto, mi extenso repertorio de ópera con el cual me gustaba impresionar a mis compañeros académicos, la cafetera alemana Krups especial para expreso, mi compilación de libros de historia, filosofía y literatura, mi colección de mocasines de colores que combinaban con el mismo número de pantalones, mis tres computadoras esenciales, la personal, la de casa y la de la universidad. Pero nunca fui un gran chef, jamás entendí de ópera, sólo leí la tercera parte de los libros de mi biblioteca, varios mocasines quedaron seminuevos y, al poco tiempo de adquirir la cafetera Krups, empezó a darme pereza todo lo que implicaba ponerla.

Con los años me convertí en un viejo con enfisema pulmonar por tanto fumar a quien su esposa lo abandonó por gruñón, vegetariano y antisocial. En realidad nuestros problemas empezaron a partir de que ella se aferró a la idea de ser madre. Yo me hice la vasectomía sin decirle nada. Ella buscaba momentos propicios para las relaciones sexuales: los días que ovulaba o cuando la temperatura era idónea. Desde que éramos estudiantes yo fui sincero respecto al tema de los hijos, pero como cualquier mujer, ella creyó que manipulándome me haría cambiar de opinión. Después de meses de intentar embarazarse dedujo lo de la cirugía y me enfrentó. Le respondí airadamente alegando que me negaba a continuar esparciendo la peor plaga que ha pisado este mundo.

Renuncié a la universidad la misma tarde que le di el divorcio. No sé de dónde saqué ánimos para darle otro giro a mi vida. A esta edad eso es un regalo de Dios, si creyera en Él. Me explico: no tenía muchos motivos para dejar el trabajo. Era un profesor admirado. Soy viejo, sí, pero con un atractivo especial que puso a casi todas mis alumnas a merced de mis deseos. No se me juzgue: a esa edad ya son mujeres, están en universidad y discuten como lo hace cualquier alumno. Pueden no creerme, si así lo quieren, pero esas mujeres tan jóvenes y de inteligencia superior me acosaban a mí, yo simplemente no podía negarme. Tampoco soy mojigato.

Quizá a estas alturas se preguntarán por qué un hombre con esa suerte para las jovencitas, con un trabajo respetable y con una esposa castrante pero leal, abandonaría su vida para vagar por el mundo. La verdad es que todo cansa. Además siempre he sido un hombre de ideales. Hoy vivo al día. Viajo solamente con dos maletas, una mediana y otra pequeña. Siempre llevo lo mismo. En la mediana: pasta de dientes Colgate de 75 gr, hilo dental Oral B, enjuague bucal Listerine con efecto blanqueador de 946 ml, cepillo dental eléctrico Sonicare (la higiene bucal es muy necesaria sobre todo cuando se es un fumador empedernido), jabón neutro Grisi, shampoo genérico, un cartón con 20 cajetillas de Camel, un cortaúñas, dos rastrillos y loción para después de afeitarse. Eso en cuanto al arreglo personal. Respecto a la ropa únicamente cargo cuatro mudas: dos jeans clásicos, dos pantalones negros, cuatro camisetas y camisas blancas, un par de tenis blancos y otro par color rojo, ambos de lona. No uso nada que esté hecho de piel. Otros objetos imprescindibles de la primera maleta son identificaciones, dinero en efectivo y dos celulares, uno desechable, de prepago, y otro de repuesto. La maleta pequeña siempre contiene lo mismo también, los libros que rescaté de aquella gran pira que prendí en el patio trasero de mi casa: el Antiguo testamento, Rebelión en la granja de George Orwell, La historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Edward Gibbon –la versión editada por D. A. Saunders–, Así habló Zaratustra de Friedrich Nietzsche, El hombre unidimensional de Herbert Marcuse y La decadencia de occidente de Oswald Spengler. No doy paso sin ninguno de ellos. Los leo y releo.

Vivir con lo estrictamente necesario es un decreto de libertad. Sin amarras creadas por la publicidad, la televisión o las revistas: “vístete así, compra a 12 meses sin intereses, empeña tu culo en la hipoteca de la casa, planea para el futuro, deja de fumar, etcétera”. Entonces, de un día para otro, harto de todas estas sandeces y los reclamos de mi ex, le dije, “está bien, te doy el divorcio, quédate con la casa, con la pensión, con todo”. Y desaparecí. Ahora viajo a ninguna parte. Vivo entre países sin un destino postal.

Pero tengo una nueva mujer. No sé estar sin una. Conocí a Mariela hace pocas semanas. Yo viajaba en un vuelo intercontinental. Ella era azafata. Desde que me sirvió el primer whisky me sonrió de una forma en la que supe que le había gustado. Su cabello rojizo casi acarició mi cara con despreocupación y pude percibir que olía a durazno. Le sonreí. Ella devolvió el gesto. El resto del vuelo evitó mi mirada. Pero siempre he sido paciente. Supe que ella sintió la misma atracción que yo, aunque quizá ambos tuviéramos motivaciones diferentes.

Después de recoger mi equipaje esperé en la sala de llegadas hasta que la vi salir con su maleta a ruedas. La abordé sin mayor preámbulo. Le dije la verdad: que era un académico retirado, que estaba divorciado y que me impresionó su belleza. Pero cuando preguntó mi nombre, le mentí. Ella no podía mirarme de frente. Su timidez se lo impedía. De igual forma, mientras posaba su mirada en puntos indistintos del aeropuerto, me confesó ser soltera, vivir únicamente con Emma, su perra labrador, y sentirse atraída por hombres cultos con los cuales pudiera aprender algo. Igual que mis alumnas, pensé.

Esa noche dormimos en su hotel. Dormir es un eufemismo. Tuvimos una conexión mágica. Pude haberme enamorado de ella pero siempre tuve claro que no debía. Con todo, a los pocos días me fui a vivir a su departamento –Dios bendiga el poco juicio de las mujeres cuando se dicen enamoradas. Por mi lado me convertí en la pareja ideal. La enamoré más cada día. Le cocinaba. Intenté hacerla vegetariana. Supongo que algo conservo de mis pretensiones de gran chef. Pero siempre pedía carne con la voracidad de un depredador sin conciencia. Yo fingía que respetaba su elección pero en el fondo me parecía desagradable. “Para un sistema idealista los animales jugarían virtualmente el mismo papel que los judíos en un sistema fascista”, dijo Adorno, quien por cierto era judío.

Yo me encargaba de las diligencias de la casa. De pasear a Emma tres veces al día y de tomar los recados cuando Mariela viajaba. Estaba tan enamorada que me dolía. A veces decía sentirse mal de que yo hiciera todo el trabajo doméstico y hablaba disparates sobre mi masculinidad. Yo le respondía que disfrutaba de la vida a su lado y de no tener que dar clases como placebo de un trabajo. Las únicas cátedras se las daba a ella; logré interesarla por la física, la parte amable, por supuesto. No era tan inteligente como mis alumnas.

Una mañana en que ella estaba en un vuelo a Madrid tuve que moverme de lugar. No era conveniente pasar tanto tiempo en un mismo país, mucho menos en una misma ciudad. Hice mis maletas tal como acostumbraba: pasta de dientes Colgate de 75 gr, hilo dental Oral B, enjuague bucal Listerine con efecto blanqueador de 946 ml, cepillo dental eléctrico Sonicare, jabón neutro Grisi, shampoo genérico, un cartón con 20 cajetillas de Camel, un cortaúñas, dos rastrillos y loción para después de afeitarse, además de la ropa y mi pequeña maleta de libros. Me sentí culpable por irme sin avisar, pero esperanzado de que me perdonaría a mi regreso. A Emma la dejé encargada con la vecina, con un sinnúmero de instrucciones como cuando se encarga a un hijo. El único mensaje para Mariela fue, “dígale que volveré”.

La noche que me fui sin avisar a Mariela releí una vez más Rebelión en la granja de George Orwell. Respetaba ese pequeño libro porque sabía que hablaba de los hombres aunque me ofendía que rebajara a los animales a nuestra humanidad. Creo que fue Derrida quien dijo que el fascismo empieza cuando se insulta al propio animal que hay en el hombre. No obstante, había algo en esa novela pequeñita, en la sátira, en su visión tan acertada como misantrópica, que me regresaba al camino de mis ideales sin la mínima duda de que hacía lo correcto. Releí Rebelión en la granja y suspiré por el horizonte de sucesos mientras murmuraba el primer mandamiento que impusieron los cerdos: “Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo”.

Estuve en Tailandia atendiendo pendientes. Regresé al departamento de Mariela varias semanas después. Me montó tal escena que me horrorizó ver cómo las expresiones de ira y los reproches deformaban su belleza. Quiso saber dónde había estado. Fui sincero, “no puedo decirte”, respondí. Entonces, en un destello de vulgaridad pensó que había otra mujer. “Eres casado”, afirmó. Yo no le había mentido. “Me divorcié tiempo atrás”, le dije, “pero me es imposible confesarte dónde he estado y lo que he estado haciendo”. Me perdonó. Así es el amor.

Una vez en casa me dispuse a retomar nuestra vida. Mi actuación de pareja ideal reverdeció el amor aún con más fuerza. Hacíamos el amor –así solía decir ella– en cualquier sitio del departamento. Conversábamos desnudos hasta altas horas de la madrugada. Una noche en la que el alba apenas despuntaba me pidió que le explicara nuevamente el horizonte de sucesos, un fenómeno de la física cuántica. Tratar de explicar la física con ecuaciones matemáticas resulta ciertamente árido, pero cuando se habla de ella con narrativa, y hasta con poesía, puede atrapar a cualquiera. Así que le dije que mi fascinación por el horizonte del evento era principalmente debido al nombre del fenómeno. La forma en la que dice que algo viene, que algo va a ocurrir y, sin embargo, solamente se aprecia el horizonte. En segundo lugar le dije que me hechizaba que una expresión tan poética en realidad ocultara algo tremendo. Un horizonte de sucesos es simplemente la frontera imaginaria que hay alrededor de un agujero negro, donde la atracción de la gravedad es tan brutal que ni siquiera la luz puede escapar de éste a pesar de su velocidad. Todo lo que cruza el horizonte jamás es visto nuevamente. Hay un universo observable y otro que no lo es. El horizonte del evento es parte del segundo.

Poetizamos alrededor de esta imagen –como dije, se puede hacer poesía con estas cosas– y hablamos de un paralelismo entre tal acontecimiento y las relaciones humanas. Mariela dijo que el interior de los otros es inaprensible, “imagino que tu cuerpo es mi horizonte de sucesos, sólo puedo ver lo que muestras aunque sé que me ocultas algo”. Por respuesta la besé en el cuello y posé mi mano sobre su boca. No quería seguirla escuchando. Ella retiró mi mano y siguió, “eres un agujero negro, me atraes a ti sin remedio, sin tener la mínima idea de lo que será de mí”.

Durante un viaje de Mariela a Buenos Aires recibí una llamada en mi celular desechable. Tomé notas y me deshice de él. Para eso son. En seguida di de alta el celular de repuesto con una tarjeta de prepago. Las indicaciones que me dieron los de la compañía no fueron gratas. Me exigieron seguir con el plan que yo mismo había propuesto. “Has dejado pasar mucho tiempo”, dijo el operador, “luego te será más difícil”. Pensaron que me estaba arrepintiendo.

Mariela volvió de Argentina llena de regalos para mí. Por mi parte, me indignó la cantidad de estupideces que compró. La forma orgullosa en la que me mostraba chamarras, abrigos y zapatos, peor aún, el énfasis que ponía al resaltar que estaban “hechos con piel genuina”. Me indigné pero no mostré mis emociones. Le agradecí los regalos con un beso largo y apasionado. Tuvimos el mejor sexo desde que nos conocimos. Ella pensó que era porque la relación se afianzaba. Yo sabía que se trataba de la despedida. Me dijo al oído cuánto me amaba y me pidió que la acompañara a Estados Unidos; viajaría nuevamente en dos días y no quería hacerlo sin mí. Era el viaje que yo esperaba. Me excusé pretextando que tenía una cita para ocupar una cátedra vacante, justo en esas fechas, que ahora que estaba a su lado nuevamente no quería perderla. “Buscaré trabajo”, le dije, mintiendo abiertamente. Ella sonrió con la misma ingenuidad y dulzura con que un niño recibe su juguete en navidad.

La mañana siguiente salí muy temprano. Compré las cosas que me urgía que Mariela llevara en su próximo vuelo. Estuve trabajando con ellas todo el día en el estacionamiento y me disculpé por no poder estar a su lado. Mariela bajó un par de veces al estacionamiento haciendo mohines para pedirme que fuera a retozar a la cama. Pero fui firme. Era la oportunidad que no debía desaprovechar.

El día que vi a Mariela por última vez me deslumbró como nunca con su belleza. Su cabello rojo brillaba a la luz del sol y olía a durazno más que de costumbre. Me gustaba cómo se veía con su uniforme de azafata. Tan elegante, tan seria, tan deseable. Se despidió de mí amorosamente. Fue entonces que le entregué el regalo. Una caja forrada con papel dorado y un moño rojo enorme. Se emocionó tanto que insistió en abrirlo. Logré convencerla de que no lo hiciera. Le dije que se trataba de algo muy íntimo y que no quería que lo abriera hasta que hubiera llegado a su destino y estuviera sola en la habitación del hotel. Sonrió pensando que se trataba de algo erótico. Nos besamos apasionadamente. Me dijo, “volveré en dos días”. Yo sabía que no sería así.

Su avión despegó puntual. Me dispuse a hacer mis maletas lo más rápido que pude. Pasta de dientes Colgate de 75 gr, hilo dental Oral B, enjuague bucal Listerine con efecto blanqueador de 946 ml, cepillo dental eléctrico Sonicare, jabón neutro Grisi, shampoo genérico, un cartón con 20 cajetillas de Camel, un cortaúñas, dos rastrillos y loción para después de afeitarse. Y, por supuesto, la ropa y mi pequeña maleta de libros.

Tomé un taxi apenas salí del departamento. Le pedí que me llevara al aeropuerto. Me iría en el primer vuelo que encontrara sin importar el destino. El horizonte de sucesos estaba cerca. En unas cuantas horas el regalo se accionaría automáticamente. Suspiré al imaginar la danza de llamas y humo, el bello espectáculo que irradia el cielo mientras los fragmentos del avión caen desde 36 mil pies de altura. Nunca he podido verlo en tiempo real aunque los medios, una vez que el evento ha tenido lugar, siempre repiten las mismas tomas en un bucle infinito aderezado con la publicidad correspondiente. Pobre Mariela, tan hermosa y tan dulce. Pero, como afirmaron los cerdos, todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo. Además, como ya dije, soy un hombre de ideales.

 

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