Patricia Highsmith
Pamela Thorpe consideraba
que Liberación Femenina era uno de esos estúpidos movimientos de protesta sobre
los cuales les gusta escribir a los periodistas para llenar sus páginas. Las de
Liberación Femenina afirmaban que “querían independencia” para las mujeres, mientras
que Pamela pensaba que, de todas formas, las mujeres dominaban a los hombres. Por
eso, ¿para qué armar tanto jaleo?
El
motivo por el que surgió esta cuestión fue porque su hija, Bárbara, volvió a casa
en junio después de graduarse de la Universidad y le dijo a su madre que iba a haber
una reunión de Liberación Femenina en su barrio. La había organizado Bárbara con
su compañera Fran, a cuya familia conocía Pamela. Naturalmente, Pamela fue a la
reunión, que se celebraba en la parroquia, sobre todo por divertirse y para oír
lo que la generación joven tuviera que decir.
Había
globos de colores y cadenetas de papel colgando de las vigas y de los alféizares
de las vidrieras. Pamela se quedó sorprendida al ver a Connie Haines joven y madre
de dos niños pequeños, predicando como un converso.
–¡Las
mujeres trabajadoras necesitan guarderías estatales gratuitas! –gritó Connie, y
sus últimas palabras quedaron casi ahogadas por los aplausos–. ¡Y la pensión alimentaria,
esa explotación legalizada de los maridos divorciados, debe desaparecer!
¡Vítores!
Las mujeres se pusieron de pie, aplaudiendo y gritando.
¡Guarderías
estatales! Pamela imaginaba ríos de mujeres trabajadoras (que únicamente se figuraban
que querían trabajar) abandonando sus hogares a las ocho de la mañana, aparcando
a sus críos en algún sitio y, al final de la semana, trayendo el cheque de la paga
a una casa donde la próxima comida ni siquiera estaba en el fuego. Ahora muchas
mujeres levantaban la mano pidiendo la palabra, así que Pamela levantó la suya también.
Había muchas cosas que quería decir.
–¡Los
hombres no están en contra de nosotras! –gritaba una mujer desde uno de los bancos–.
¡Son las mujeres quienes nos retienen, mujeres egoístas y cobardes que creen que
van a perder algo eligiendo a igual trabajo, igual salario!
–Mi
marido –empezó Connie, que de repente volvía a tener la palabra y hablaba todavía
más alto que antes– está a punto de acabar la carrera de Medicina. Estamos preocupados
porque apenas llegamos a fin de mes. ¡Contratar a una niñera se llevaría todo mi
sueldo si yo cogiese un trabajo! ¡Por eso estoy a favor de las guarderías estatales
gratuitas! ¡Yo no soy demasiado cómoda para tener un trabajo!
Más
aplausos y vivas.
Ahora
Pamela se puso de pie.
–¡Guarderías
estatales! –dijo, y tuvieron que oírla porque su voz se alzaba por encima de todas
las demás–. Ustedes, las jóvenes –yo tengo cuarenta y dos años–, no parecen comprender
que el sitio de una mujer está en su casa, para crear un hogar; estarán creando
una generación de delincuentes si los convierten en una generación de niños formados
en guarderías estatales…
Un
griterío general acalló a Pamela por un momento.
–¡Eso
no está demostrado! –chilló una chica.
–¡Y
la supresión de la pensión alimentaria! A lo mejor también estás en contra de eso,
¿no? –preguntó otra. Era su hija Bárbara.
Las
caras se volvieron borrosas. Pamela reconoció a algunas de ellas, vecinas suyas
desde hacía años, pero en cierto sentido no podía reconocerlas en su nuevo papel
de enemigas, de atacantes.
–Respecto
a la pensión –resumió Pamela, aún de pie–, es tarea del marido mantener a la familia,
¿no?
–¿Incluso
cuando la esposa se ha largado? –preguntó alguien.
–¡Cada
caso de divorcio debería examinarse por separado! –gritó otra voz.
–¿Sabes
que algunas mujeres están cometiendo verdaderos abusos, y eso desprestigia a todas
las mujeres?
–¡Las
mujeres serían las víctimas! –replicó Pamela–. Se ha llamado a la abolición de la
pensión alimentaria autorización para Don Juanes, ¡y eso es lo que es! ¡Acabará
con nuestros vales de comida!
¡El
caos! Ahora estaba la carne en el asador. Quizá la elección de la frase había sido
desafortunada –“vales de comida”–, pero, en cualquier caso, toda la congregación,
o más bien, la masa, estaba en pie.
El
nivel de adrenalina de Pamela ascendió para enfrentarse a la situación. Comprendió
también que tenía que protegerse, porque el ambiente se había vuelto de pronto desagradable
y hostil. Pero no estaba sola: por lo menos cuatro mujeres, todas ellas vecinas
y más o menos de la edad de Pamela, estaban de su parte, y ella vio que los ejércitos
estaban tomando posiciones en grupos, o nudos. Las voces se alzaban todavía más.
Empezaron a volar los libros de himnos.
¡Plaff!
–¡Reaccionarias!
–¡Destructoras
de hogares!
–¡Supongo
que serás antiabortista, además!
Un
huevo le dio a Pamela entre los ojos. Se limpió la cara con un pañuelo de papel.
¿De dónde había salido el huevo? Pero, claro, muchas de las mujeres llevaban la
bolsa de la compra.
Los
tomates describían un arco en el aire, como bombas rojas. También las manzanas.
El estruendo recordaba al fuerte cacareo de las gallinas u otro tipo de ave, muy
asustadas, confinadas en un espacio reducido. Los bandos no estaban alineados. Los
grupos combatían entre sí a corta distancia.
¡Whop!
Eso había sido una lata de algo lanzada a la cabeza de una mujer, en represalia
–así lo afirmó la atacada– por una ofensa peor. Los paraguas, al menos tres o cuatro,
empezaron a desempeñar un papel en la batalla.
–¡Escucha
lo que te digo!
–¡Hija
de puta!
–¡Basta
de pelea!
–¡A
sentarse! ¿Dónde está la presidenta?
Pamela
vio que algunas mujeres se estaban marchando, produciendo un atasco en la puerta
principal. Entonces descubrió sorprendida que tenía un macizo reclinatorio entre
las manos y que estaba a punto de lanzarlo. ¿Cuántos había arrojado ya? Dejó caer
el reclinatorio (sobre sus propios pies) y se agachó justo a tiempo de esquivar
un repollo.
Pero
lo que acabó con Pamela fue una lata de kilo de frijoles blancos que le acertó en
la sien derecha. Murió en unos segundos, y su atacante nunca fue identificada.
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