Nadine Gordimer
Aquella noche nuestra madre fue a la tienda
y no regresó. Nunca. ¿Qué había pasado? No lo sé. También mi padre se había marchado
un día para nunca regresar; pero es que él fue a la guerra. Donde nosotros estábamos
también había guerra, pero éramos pequeños y, al igual que la abuela y el abuelo,
no teníamos armas. Aquellos contra quienes mi padre luchaba –los bandidos, los llama
nuestro gobierno– irrumpían en el lugar donde vivíamos y nosotros huíamos de ellos
como gallinas perseguidas por perros. No sabíamos adónde ir. Nuestra madre fue a
la tienda porque decían que se podía comprar aceite para cocinar. Nos alegró porque
hacía mucho que no probábamos el aceite. Puede que comprase aceite y que alguien
la atacase en la oscuridad y le quitase aquel aceite. Puede que se topase con los
bandidos. Si te encuentras con ellos, te matan. En dos ocasiones entraron en nuestro
pueblo y corrimos a ocultarnos en el bosque, y cuando se hubieron marchado regresamos
y descubrimos que se lo habían llevado todo. Pero la tercera vez que vinieron no
quedaba nada que pudieran llevarse, ni aceite ni comida, así que le prendieron fuego
a la paja y los techos de nuestras casas se hundieron. Mi madre encontró unas chapas
de hojalata y las pusimos para cubrir parte de la casa. La esperamos allí la noche
que no regresó.
Nos daba pánico salir,
incluso para hacer nuestras cosas, porque sí que habían llegado los bandidos; no
a nuestra casa –sin techo debía de parecer que no había nadie, que todos se habían
ido–, pero sí al pueblo. Oíamos que la gente gritaba y corría. Nos daba miedo incluso
correr, sin que nuestra madre nos dijese hacia dónde. Yo soy la segunda, la chica,
y mi hermanito se agarraba a mi estómago, rodeándome el cuello con los brazos y
la cintura con las piernas, igual que un monito a su madre. Mi hermano mayor se
pasó toda la noche con un trozo de madera astillada en la mano, parte de uno de
los palos que sostenían la casa y se habían quemado; era para defenderse si los
bandidos lo encontraban.
Nos quedamos allí todo
el día. Aguardándola. No sé que día era; en nuestro pueblo ya no había escuela ni
iglesia, así que no sabíamos si era domingo o lunes.
Al ponerse el sol, llegaron
la abuela y el abuelo. Alguien del pueblo les había dicho que los niños estábamos
solos; nuestra madre no había regresado. Digo “abuela” antes que “abuelo” porque
es así: nuestra abuela es alta y fuerte, y aún no es vieja, y nuestro abuelo es
bajito, apenas se le ve en sus holgados pantalones, sonríe pero no ha oído lo que
le dices, y lleva el pelo que parece lleno de restos de jabón, La abuela nos llevó
–a mí, al chiquitín, a mi hermano mayor y al abuelo– a su casa y todos teníamos
miedo (salvo el chiquitín, que iba dormido en la espalda de la abuela) de encontrarnos
a los bandidos por el camino. Estuvimos esperando mucho tiempo en casa de la abuela.
Puede que un mes. Teníamos hambre. Nuestra madre nunca regresó. Durante el tiempo
que estuvimos esperando que viniese a buscarnos, la abuela no pudo darnos comida,
no tenía comida para el abuelo ni para ella. Una mujer que tenía leche en los pechos
nos dio un poco para mi hermanito, aunque él en casa comía gachas, igual que nosotros.
La abuela nos llevó a buscar espinacas silvestres, pero toda la gente del pueblo
hacía lo mismo y no quedaba ni una hoja.
El abuelo, aunque se
quedaba un poquito atrás, salió a pie con unos jóvenes a buscar a nuestra madre,
pero no la encontró. Nuestra abuela lloró con otras mujeres y yo canté los himnos
con ellas. Trajeron un poco de comida –alubias– pero al cabo de dos días nos quedamos
otra vez sin nada. El abuelo tuvo tres ovejas y una vaca y un huerto, pero ya hacía
mucho tiempo que los bandidos le habían quitado las ovejas y la vaca, porque ellos
también pasaban hambre; y al llegar la época de la siembra el abuelo se había quedado
sin semillas que sembrar.
Así que decidieron –nuestra
abuela, porque el abuelo hizo unos ruiditos, balanceándose, pero ella no le prestó
atención– que nos marchásemos. Mis hermanos y yo nos alegramos. Queríamos irnos
de allí donde ya no estaba nuestra madre y donde pasábamos hambre. Queríamos ir
a donde no hubiese bandidos y hubiese comida. Era estupendo pensar que tenía que
haber un lugar semejante lejos de allí.
La abuela dio su ropa
de ir a la iglesia a una persona a cambio de maíz seco, que hirvió y envolvió en
un trapo. Nos llevamos el maíz al marcharnos y ella creyó que podríamos encontrar
agua en algún río, pero no dimos con ningún río y pasamos tanta sed que tuvimos
que regresar. No hasta casa de los abuelos, sino hasta un pueblo donde había bomba
de agua. Ella destapó la cesta donde llevaba ropa y el maíz y vendió sus zapatos
para comprar un bidón grande agua. Yo dije: Gogo, ¿cómo vas a ir a la iglesia ahora
si no llevas siquiera zapatos?, pero ella dijo que el viaje era largo y llevábamos
demasiado peso. En aquel pueblo encontramos a otra gente que también se marchaba.
Nos unimos a ellos porque parecían saber mejor que nosotros dónde estaba aquello.
Para llegar allí teníamos
que cruzar el Parque Kruger. Habíamos oído hablar del Parque Kruger como de un país
entero lleno de animales: elefantes, leones chacales, hienas, hipopótamos, cocodrilos,
toda clase de animales. En nuestro país teníamos algunos iguales, antes de la guerra
(la abuela lo recuerda, mis hermanos y yo no habíamos nacido), pero los bandidos
matan a los elefantes y venden los colmillos, y los bandidos y nuestros soldados
se han comido toda la caza. En nuestro pueblo había un hombre sin piernas: un cocodrilo
se las arrancó en nuestro río; pero a pesar de ello nuestro país es un país de personas
y no de animales. Habíamos oído hablar del Parque Kruger porque algunos de nuestros
hombres iban a trabajar allí, a unos sitios donde acudían los blancos de visita
y para ver los animales.
Así que reemprendimos
el viaje. Había mujeres, y otras niñas como yo que tenían que llevar a los pequeños
a cuestas cuando las mujeres se cansaban. Un hombre nos guió hasta el Parque Kruger.
Es que aún no llegamos, es que aún no llegamos, no paraba yo de preguntarle a la
abuela. Todavía no, decía el hombre, cuando ella se lo preguntaba por mí. Él nos
explicó que tendríamos que dar un gran rodeo siguiendo la cerca, que nos mataría,
nos dijo, achicharrándonos la piel en cuanto la tocásemos, igual que los cables
de lo alto de los postes que llevan la luz eléctrica a nuestras ciudades. Yo ya
he visto ese dibujo de una cabeza sin ojos ni piel ni pelo, en una caja de hierro
del hospital de la Misión que teníamos antes de que lo volasen.
Al preguntar otra vez,
dijeron que llevábamos una hora caminando por el Parque Kruger. Pero tenía el mismo
aspecto que el chaparral por donde caminamos todo el día, y no habíamos visto más
animales que monos y pájaros como los que hay donde vivimos, y una tortuga que,
como es natural, no pudo escapar de nosotros. Mi hermano mayor y los otros chicos
se la trajeron al hombre para matarla, guisarla y comérnosla. El hombre la dejó
libre porque dijo que no podíamos encender fuego; que mientras estuviésemos en el
Parque no deberíamos encender fuego porque el humo indicaría que estábamos allí.
La policía y los guardas vendrían y nos obligarían a volver por donde habíamos venido.
Dijo que teníamos que ir de un lado a otro como los animales entre animales, lejos
de las carreteras, lejos de los campamentos de los blancos. Y justo en aquel momento
oí, estoy segura de que fui la primera en oírlo, un crujir de ramas y el sonido
de algo que se abría paso entre la hierba, y casi chillé porque creí que era la
policía, los guardas (con quienes él nos dijo que tuviésemos cuidado) que habían
dado con nosotros. Y era un elefante, y otro elefante, y más elefantes, grandes
manchas oscuras que se movían por dondequiera que mirases entre los árboles. Arrollaban
la trompa en las hojas rojas de los árboles de mopane y se las embutían en la boca.
Los elefantitos se pegaban a sus madres. Los que ya eran un poco mayores peleaban
entre sí igual que mi hermano mayor con sus amigos, pero con la trompa en lugar
de con los brazos. Yo los observaba con tal interés que me olvidé de que tenía miedo.
El hombre nos dijo que permaneciésemos quietos y en silencio mientras los elefantes
pasaban. Pasaron muy lentamente, porque los elefantes son demasiado grandes para
necesitar huir de nadie.
Los gamos corrían ante
nosotros. Saltaban tan alto que parecían volar. Los facóqueros se paraban en seco
al oírnos, y se alejaban zigzagueando como solía hacerlo un chico de nuestro pueblo
con la bicicleta que su padre trajo de las minas. Seguimos a los animales hasta
donde bebían. Cuando se marchaban íbamos a sus pozas. Nunca pasábamos sed porque
encontrábamos agua, pero los animales comían, comían constantemente. Siempre que
los veías estaban comiendo hierba, árboles, raíces. Y no había nada para nosotros.
El maíz se nos había terminado. Lo único que podíamos comer era lo que comían los
babuinos, pequeños higos resecos llenos de hormigas, que crecen en las ramas de
los árboles junto a los ríos. Era duro ser como animales.
Cuando hacía mucho calor,
durante el día encontrábamos leones echados y durmiendo. Eran del color de la hierba
y no los descubríamos a primera vista, aunque el hombre sí, y nos hacía retroceder
y dar un largo rodeo para no pasar por donde dormían. Yo quería echarme como los
leones. Mi hermanito estaba adelgazando pero pesaba mucho. Cuando la abuela me buscaba,
para cargármelo a la espalda, yo intentaba escabullirme. Mi hermano mayor dejó de
hablar; y cuando descansábamos tenían que zarandearle para que se volviese a levantar,
como si ahora fuese igual que el abuelo, que no oía. Vi que la abuela tenía la cara
llena de moscas y que no se las espantaba; me asusté. Cogí una hoja de palmera y
se las quité.
Caminábamos de día y
de noche. Veíamos los fuegos donde los blancos cocinaban en los campamentos y olíamos
el humo y la comida. Mirábamos las hienas, que iban agachadas como si sintiesen
vergüenza, deslizarse por el chaparral siguiendo aquel olor. Si una de ellas volvía
la cabeza, le veías unos ojos grandes y brillantes, como los nuestros cuando nos
mirábamos unos a otros en la oscuridad. El viento traía voces en nuestra lengua
desde los cercados donde viven quienes trabajan en los campamentos. Una de las mujeres
que iba con nosotros quería ir a verlos por la noche y pedirles que nos ayudasen.
Pueden darnos la comida de los cubos de basura, dijo, y empezó a lamentarse y la
abuela tuvo que agarrarla y taparle la boca con la mano. El hombre que nos guiaba
nos había dicho que debíamos rehuir a aquellos de los nuestros que trabajaban en
el Parque Kruger; si nos ayudaban, perderían su trabajo. Si nos veían, todo lo que
podían hacer era fingir que no éramos nosotros, que lo que habían visto eran animales.
A veces nos deteníamos
a dormir un poco durante la noche. Dormíamos muy juntos. No sé qué noche fue (porque
caminábamos y caminábamos siempre y a todas horas) pero una vez oímos que los leones
estaban muy cerca. Sus rugidos no eran como los que se oían desde lejos. Jadeaban
como nosotros al correr, aunque es un jadeo diferente: se nota que no corren, que
acechan por allí cerca. Nos apretábamos unos contra otros, unos encima de otros,
y los de los lados intentaban refugiarse en el centro, donde estaba yo. Me aplastaron
contra una mujer que olía mal porque tenía miedo, pero me alegré de poder agarrarme
fuertemente a ella. Rogué a Dios que hiciera que los leones cogieran a alguien de
los lados y se marcharan. Cerré los ojos para no ver el árbol desde donde cualquier
león podía saltar y caerme justo encima. En lugar del león saltó el hombre que nos
guiaba; puesto en pie, comenzó a golpear el árbol con una rama seca. Nos había enseñado
a no hacer nunca ruido, pero él gritaba. Gritaba a los leones como solía hacerlo
un borracho de nuestro pueblo, que le gritaba al aire. Los leones se retiraron.
Los oímos rugir, devolviéndole los gritos desde lejos.
Estábamos cansados,
cansadísimos. Mi hermano mayor y el hombre tenían que aupar al abuelo y pasarlo
de piedra en piedra allí donde encontrábamos vados para cruzar los ríos. La abuela
es fuerte, pero le sangraban los pies. Ya no podíamos seguir llevando las cestas
en la cabeza, no podíamos cargar con nada, excepto mi hermanito. Dejamos nuestras
cosas bajo un arbusto. Con tirar de nuestros cuerpos hasta allí ya será mucho, dijo
la abuela. Luego comimos frutos silvestres que en el pueblo no conocíamos y tuvimos
retortijones. Estábamos entre la hierba que llaman elefante porque es casi tan alta
como un elefante, aquel día que nos dieron los dolores, y el abuelo no podía agacharse
allí delante de todos como mi hermanito, y se fue un poco más allá para hacerlo
a solas. Nosotros teníamos que seguir, no paraba de decirnos el hombre que nos guiaba,
no podíamos retrasarnos, pero le pedimos que aguardase al abuelo.
Así que todos aguardaron
a que el abuelo nos alcanzase. Pero no nos alcanzó. Era en pleno día; los insectos
zumbaban en nuestros oídos y no lo oímos moverse entre la hierba. No podíamos verle
porque la hierba era muy alta y él muy bajito. Pero debía de andar por allí, metido
en sus holgados pantalones y en la camisa rasgada que la abuela no le pudo coser
porque no tenía hilo. Sabíamos que no podía estar lejos porque era débil y lento.
Fuimos todos a buscarle, pero en grupos, no fuese que también nosotros nos perdiésemos
de vista entre la hierba. Esta se nos metía en los ojos y en la nariz. Continuábamos
llamando al abuelo, pero el zumbido de los insectos debió de llenar el pequeño espacio
que le quedaba para oír en las orejas. Miramos y miramos, pero no dábamos con él.
Estuvimos entre aquella hierba tan alta toda la noche. En sueños, me lo encontré
acurrucado en un espacio que había apisonado con los pies, igual que hacen los antílopes
para ocultar sus crías.
Al despertarme seguía
sin aparecer. Así que continuamos buscando, y para entonces vimos senderos que habíamos
abierto de tanto pasar entre la hierba, y sería fácil para él encontrarnos si nosotros
no le encontrábamos. Todo aquel día no hicimos más que quedarnos sentados y aguardar.
Todo está muy tranquilo cuando tienes el sol encima de la cabeza, dentro de la cabeza,
aunque te acuestes como los animales, bajo los árboles. Yo me tendí boca arriba
y vi esos feos pájaros de pico ganchudo y cuello desnudo volando en círculo por
encima de nosotros. Habíamos pasado muchas veces por delante de ellos mientras descarnaban
huesos de animales muertos, de los que no quedaba nada que pudiésemos comer también
nosotros. Ronda tras ronda, elevándose y descendiendo y de nuevo elevándose. Veía
sus cabezas asomar por todos lados. Volando en círculo sin parar. Noté que la abuela,
quieta allí sentada con mi hermanito en su regazo, también los veía.
Por la tarde, el hombre
que nos guiaba se acercó a la abuela y le dijo que los demás debían continuar. Le
dijo que si sus hijos no comían, morirían pronto.
La abuela no dijo nada.
Le traeré agua antes
de marcharnos, dijo él.
La abuela nos miró,
a mí, a mi hermano mayor y a mi hermanito, que estaba en su regazo. Nosotros observábamos
cómo los demás se levantaban para marcharse. Yo no podía creer que la hierba se
vaciaría en todo el derredor, donde ellos habían estado. Que nos quedaríamos solos
en aquel lugar, el Parque Kruger: la policía o los animales darían con nosotros.
Me saltaron lágrimas de los ojos y de la nariz y me cayeron en las manos, pero la
abuela no hizo caso. Se levantó, con los pies separados tal como los pone para izar
un haz de leña, allá en casa, en nuestro pueblo; se colgó a mi hermanito a la espalda
y lo ató con su vestido (la parte de arriba se le había desgarrado y llevaba sus
grandes pechos al aire, pero no había nada en ellos para él). Y dijo entonces: Vamos.
Así que dejamos el lugar
de la hierba alta. Lo dejamos atrás. Fuimos con los demás y con el hombre que nos
guiaba. Emprendimos la marcha, otra vez.
Hay una tienda muy grande, más grande
que una iglesia o una escuela, sujeta al suelo. No podía imaginar que aquello fuese
lo que era, al llegar allá lejos. Vi una cosa parecida la vez que nuestra madre
nos llevó a la ciudad porque se enteró de que nuestros soldados estaban allí y quería
preguntarles si sabían donde estaba nuestro padre. En aquella tienda la gente cantaba
y rezaba. Esta es azul y blanca como aquella pero no es para rezar y cantar; vivimos
en ella con muchos otros que han llegado de nuestra tierra. La hermana de la clínica
dice que somos doscientos sin contar los bebés; han nacido algunos por el camino
a través del Parque Kruger.
Dentro, está oscuro
incluso cuando luce el sol, y es como una especie de pueblo. En lugar de casas,
cada familia tiene unos espacios separados por sacos o cartones de cajas –lo que
encontremos– para que las demás familias sepan que es tu espacio y que no deben
entrar aunque no haya puerta ni ventanas ni techumbres, de manera que si estás de
pie y no eres una niña pequeña puedes ver el interior de la casa de todo el mundo.
Algunos incluso han hecho pintura con piedras del suelo y han dibujado cosas en
los sacos.
Pero sí que hay un techo
de verdad: la tienda es el techo, alto, muy alto. Como el cielo. Como una montaña,
y nosotros estamos dentro de ella; por las grietas bajan caminos de polvo, tan prietos
que parece que se pudiera trepar por ellos. La tienda no deja entrar el agua por
arriba, pero entra por los lados y por las callecitas que separan nuestros espacios
(solo puede pasar por ellas una persona cada vez) y los pequeños como mi hermanito
juegan con el barro. Hay que saltar por encima de ellos para pasar. Mi hermanito
no juega. La abuela lo lleva a la clínica cuando viene el médico el lunes. La hermana
dice que le pasa algo en la cabeza, y cree que es porque no teníamos bastante comida
en casa. Por la guerra. Porque nuestro padre no estaba. Y porque luego había pasado
mucha hambre en el Parque Kruger. Solo quiere estar todo el día encima de la abuela,
en su regazo o pegado a ella, y no hace más que mirarnos y mirarnos. Quiere pedir
algo pero se nota que no puede. Si le hago cosquillas solo sonríe un poquito. En
la clínica nos dan un polvo especial para hacerle gachas y puede que un día se ponga
bien.
Cuando llegamos estábamos
con él, mi hermano mayor y yo. Casi no me acuerdo. Los vecinos del pueblo que está
cerca de la tienda nos llevaron a la clínica, donde tienes que firmar que has llegado,
desde muy lejos, por el Parque Kruger. Nos sentamos en la hierba y todo estaba embarrado.
Había una hermana muy guapa con el pelo muy estirado y unos bonitos zapatos de tacón
alto, que nos trajo el polvo especial. Nos dijo que teníamos que mezclarlo con agua
y beberlo despacio. Nosotros rasgamos los paquetes con los dientes y lamimos todo
el polvo; a mí se me quedó pegado en la boca y me chupé los labios y los dedos.
Otros niños que hicieron el viaje con nosotros vomitaron. Pero yo solo notaba que
todo se removía dentro de mi estómago, y que lo que me había tragado bajaba y se
me arrollaba como una serpiente, y me dio un hipo muy fuerte. Otra hermana nos dijo
que nos pusiésemos en fila en el porche de la clínica pero no pudimos. Nos quedamos
todos por allí sentados, cayendo unos sobre otros; las hermanas nos ayudaron a todos
a levantarnos cogiéndonos del brazo y luego nos clavaron una aguja. Con otras agujas
nos sacaron la sangre y la metieron en unas botellitas. Era contra la enfermedad,
pero yo no lo comprendía, y cada vez que cerraba los ojos me figuraba que aún caminaba,
y que la hierba era alta, y veía a los elefantes, y no sabía que estábamos allá
lejos.
Pero la abuela aún era
fuerte, todavía podía tenerse en pie, y como sabe escribir firmó por nosotros. La
abuela nos consiguió este espacio en la tienda junto a uno de los lados; es el mejor
sitio porque, aunque entre agua cuando llueve, podemos levantar la lona cuando hace
buen tiempo y nos da el sol, y se van los olores de la tienda. La abuela conoce
aquí a una mujer que le enseñó dónde hay buena hierba para hacer esteras para dormir,
y la abuela nos las hizo. Una vez al mes llega a la clínica el camión de la comida.
La abuela va con una de las tarjetas que firmó y cuando le hacen el agujero nos
dan un saco de maíz. Hay carretillas para llevarlo a la tienda; mi hermano mayor
lo carga por ella, y luego él y los otros chicos hacen carreras con las carretillas
vacías hasta la clínica. A veces tiene suerte y un hombre que ha comprado cerveza
en el pueblo le da dinero para que la transporte; aunque esto no está permitido,
porque hay que devolver las carretillas enseguida a las hermanas. Él se compra un
refresco y me da un trago si le pillo. Otra vez al mes, la iglesia deja un montón
de ropa vieja en el patio de la clínica. La abuela tiene otra tarjeta para que le
hagan el agujero, y entonces podemos elegir algo: yo tengo dos vestidos, dos pantalones
y un suéter, así que puedo ir a la escuela.
Los del pueblo nos dejan
ir a su escuela. Me sorprendió que hablasen nuestra lengua. La abuela me dijo: Por
eso nos dejan estar en su tienda. Hace mucho tiempo, en tiempos de nuestros padres,
no había la cerca que mata, no estaba el Parque Kruger entre ellos y nosotros, y
éramos todos un solo pueblo bajo nuestro propio rey, desde el hogar de donde nos
marchamos hasta este sitio adonde hemos llegado.
Llevamos ya mucho tiempo
en la tienda (yo he cumplido once años y mi hermanito tiene casi tres, aunque es
muy pequeño, solo tiene grande la cabeza, y aún no está del todo bien) y han cavado
por todo el derredor y han plantado alubias y trigo y berzas. Los ancianos entretejen
ramas para vallar sus jardines. No está permitido que nadie vaya a buscar trabajo
en las ciudades, pero algunas mujeres lo han encontrado en el pueblo y pueden comprar
cosas. La abuela, como todavía está fuerte, consigue trabajo donde la gente construye
casas; porque en este lugar la gente construye bonitas casas con ladrillos y cemento,
y no con barro como las que teníamos en nuestro pueblo. La abuela acarrea ladrillos
para ellos y cestas de piedra en la cabeza. Así que tiene dinero para comprar azúcar
y té y leche y jabón. El almacén le ha regalado un calendario que ella ha colgado
en la lona de nuestra tienda. Voy muy bien en la escuela, y ella guardó los papeles
de los anuncios que la gente tira al salir de comprar en el almacén y me forró los
libros. A mi hermano mayor y a mí nos manda hacer los deberes todas las tardes antes
de que oscurezca, porque no hay sitio más que para estar echados, muy juntos, como
hacíamos en el Parque Kruger, aquí en nuestro espacio de la tienda, y las velas
son caras. La abuela todavía no ha podido comprarse un par de zapatos para ir a
la iglesia, pero nos ha comprado zapatos negros de colegiales y betún para lustrarlos
a mi hermano mayo y a mí. Todas las mañanas, al levantarnos, los chiquitines lloran,
la gente se empuja frente a los grifos de afuera y algunos niños ya rebañan los
restos de gachas pegados en las ollas de las que comimos por la noche y mi hermano
mayor y yo nos lustramos los zapatos. La abuela nos hace sentar en las esteras con
las piernas estiradas para ver bien los zapatos y asegurarse de que los hemos hecho
como es debido. Nadie más en la tienda tiene auténticos zapatos de colegial. Al
mirar a los demás es como si estuviésemos otra vez en una verdadera casa, sin guerra,
y no aquí lejos.
Llegaron unos blancos
a tomarnos fotografías a los que vivimos en la tienda; dijeron que estaban haciendo
una película, que es algo que nunca he visto pero sé lo que es. Una mujer blanca
se metió en nuestro espacio y le hizo a la abuela unas preguntas que uno que entiende
la lengua de la mujer blanca nos dijo en la nuestra.
¿Cuánto tiempo llevan
viviendo de este modo?
¿Quiere decir aquí?,
dijo la abuela. En esta tienda, dos años y un mes.
¿Y qué espera del futuro?
Nada. Estoy aquí.
¿Y para sus pequeños?
Quiero que aprendan
para que puedan conseguir buenos empleos y dinero.
¿Confían en regresar
a Mozambique, a su país?
No volveré.
¿Pero cuando termine
la guerra… y no puedan quedarse aquí? ¿No desea volver a su hogar?
No me pareció que la
abuela quisiera seguir hablando. No me pareció que fuese a contestar a la mujer
blanca. La mujer blanca ladeó la cabeza y nos sonrió.
La abuela apartó la
mirada de la mujer blanca y dijo: Ya no hay nada. No hay hogar.
¿Por qué dirá esto la
abuela? ¿Por qué? Yo volveré. Yo volveré a través del Parque Kruger. Después de
la guerra, cuando ya no queden más bandidos, quizá nuestra madre nos estará esperando.
Y puede que cuando dejamos al abuelo solo se rezagase, que acabase por encontrar
el camino, y fuese poquito a poco, a través del Parque Kruger, y esté también allí.
Estarán en casa, y yo los recordaré.
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