Leonid Andréiev
I
Experimenté una inmensa alegría. Yo era
un estudiante pobre, sin un cópec en el bolsillo –había gastado los últimos en un
anuncio solicitando un empleo–. Y tuve la suerte de encontrar un magnífico trabajo.
Una nublada mañana de
finales de octubre recibí una carta en la cual se me invitaba a presentarme en el
Hotel de Francia, situado en la calle de la marina. Hora y media más tarde, y cuando
la lluvia, que empezó a caer poco antes de que la carta llegara a mis manos, no
había cesado aún, disponía de un empleo, de una vivienda y de veinte rublos ¡Un
verdadero sueño, un cuento de hadas! Desde el primer momento todo me causó una grata
impresión: el suntuoso hotel, la lujosa habitación donde fui recibido y el amable
caballero que me atendió. Era un caballero entrado en años y vestido con la inconfundible
elegancia de las personas acostumbradas a la buena ropa desde su infancia.
Resulta innecesario decir
que acepté sus condiciones: vivir con su familia en el campo, ser el profesor de
un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.
–¿Le gusta a usted el
mar? –me preguntó Norden (no había por qué llamarlo “señor” Norden).
–¿El mar? –balbucí–. ¡Oh
sí!, ¡muchísimo!
Norden se echó a reír.
–Desde luego… ¿A quién
no le ha gustado el mar en su juventud? Pues bien, desde casa verá usted el mar.
Un mar un poco gris, un poco triste; pero con furores y sonrisas. Se encontrará
usted en la gloria.
–No lo dudo.
Sonreí, y Norden también.
Añadió:
–En aquel mar se ahogó
mi hija Elena… Hace cinco años.
Permanecí en silencio.
No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Sonreía hablando
de la muerte de su hija!
“¿Será una broma?”, pensé.
El anticipo de veinte
rublos me lo hizo motu proprio y se negó a aceptar un recibo. No me pidió
el pasaporte y ni siquiera preguntó mi nombre. En otras circunstancias, aquella
confianza acaso me hubiera parecido muy natural; pero me hallaba tan deprimido a
causa de mi expulsión de la Universidad, tenía el estomago tan vacío y los calcetines
tan mojados, que el inspirarla me sorprendió mucho y aumentó mi satisfacción.
Sin embargo, cuando llevaba
unos días en casa de Norden, no veía las cosas tan color de rosa: me había acostumbrado
al lujo de mi habitación, a la buena mesa y a los calcetines secos, y a medida que
me distanciaba de la ida de Petersburgo, del hambre, de la terrible lucha por la
existencia, mis ojos iban percibiendo matices raros y nada alegres en lo que me
rodeaba. Al enumerar a mis compañeros, en mis cartas, las excelencias de mi nueva
vida, no experimentaba ninguna alegría.
Al principio, mi percepción
de aquellos sombríos y misteriosos matices fue muy vaga, casi inconsciente. A simple
vista no había en el mundo morada más alegre ni familia más dichosa que la de Norden.
Y hubo de transcurrir algún tiempo antes de que pudiera empezar a intuir que pesaban
sobre el lugar y las personas ocultos y abrumadores motivos de tristeza.
La casa, rodeada de un
jardín, se hallaba situada a orillas del mar. Era de dos pisos, amplia y lujosa;
a mí, pobre estudiante, me habían alojado en el entresuelo, en una habitación espléndida,
como si fuera un personaje o un amigo intimo de la familia. El jardín era magnífico:
a pesar de lo severo y pobre de la naturaleza circundante –rocas, arenas y pinos–,
a pesar de las nieblas matinales y de la fría brisa marina, estaba poblado de árboles
soberbios, tilos, abetos azules, nogales y castaños, y lo embellecían numerosos
rosales y jazmines. Entre los árboles y los arbustos –que ignoro por qué motivo
se me antojaba que siempre tenían frío– crecía un hermoso césped. Todos los que
lo veían a través de la verja lo encontraban precioso y envidiaban a su propietario.
Norden estaba orgulloso
de su jardín. A mí, cuando lo vi por primera vez, me encantó. Pero en su excesivo
aislamiento, en la especie de desamparo de los árboles sobre el fondo verde, había
algo que hacía pensar, de un modo vago, en una dolorosa injusticia, en un error
irreparable, en una felicidad pérdida.
En los senderos no había
huellas. ¿Por qué? En la casa vivían numerosas personas. Norden se paseaba con frecuencia
por el jardín, los niños que eran tres, pasaban en él buena parte del día; pero
–lo recuerdo como si estuviera viéndolo– en los senderos no había huellas.
Norden, vanagloriándose
un día de aquella extraña peculiaridad de su jardín, me dijo que la arena que recubría
los senderos era una mezcla especial de arcilla y grava, sobre la cual no quedaban
impresas las pisadas ni siquiera inmediatamente después de la lluvia.
–Es un capricho– añadió.
No le oculté que me parecía
un capricho absurdo.
Norden se echo a reír,
sin que yo acertara a explicarme el motivo de su hilaridad, y tocándome suavemente
en el codo murmuró:
–Contemple usted el jardín
al amanecer.
Como obedeciendo a una
orden irresistible, al día siguiente me levanté al amanecer, limpié los empañados
cristales y miré al jardín: Tres oscuras siluetas avanzaban, encorvadas sobre la
arena, por los senderos. Me di cuenta de que eran obreros entregados a la tarea
de borrar huellas. Aquello no me gustó.
Aparte de las huellas,
hubiese resultado muy natural ver alguna vez en los senderos un juguete abandonado,
una herramienta olvidada por el jardinero… Pero allí nadie olvidaba nada ni abandonaba
nada. Las últimas hojas, amarillas, abarquilladas, caían sobre los árboles, caían
de los árboles y parecían adherirse desesperadamente a la arena; pero las mismas
manos dóciles que borraban las huellas no tardaban en llevárselas. A veces se me
antojaba que alguien, quizás el propio Norden, luchaba sin tregua contra los recuerdos,
tratando de crear en torno suyo el vacío, sin conseguirlo, ya que cuanto más abría
su boca al vacío más cuerpo tomaban los recuerdos ahuyentados, las imágenes destruidas,
las huellas borradas. Yo, que no poseía una gran capacidad de observación, sentía
ya pesar sobre mí los recuerdos de un error fatal, de una felicidad desvanecida,
de una triste verdad.
No tardé en convertirme
en un espía, en un buscador de huellas. Mi imaginación, nada risueña a causa de
mi dolorosa niñez y de una juventud no demasiado alegre, pobló aquel extraño jardín
de crímenes y asesinatos. Los días soleados –muy raros aquel otoño– me reía de mis
fantasías y las atribuía a mis pocos años.
Pero cuando las nieblas
marinas inundaban la costa y el cielo de color plomizo parecía aplastar la tierra,
se me encogía el corazón al pensar en aquellos tres hombres que al amanecer, encorvados,
recorrían los senderos del jardín.
No sé si mis indagaciones
hubieran sido fructíferas sin la ayuda del propio Norden, que una tarde paseando
en mi compañía por la playa, me mostró un montón de piedras pegadas en forma de
pirámide. Las olas habían derribado algunas de las piedras y la pirámide había perdido
parte de su forma primitiva, por cuyo motivo, sin duda, no me había fijado aún en
ella.
–No es tan grande como
la de Keops –me dijo Norden–, pero es una pirámide.
Prorrumpió una carcajada
–aquel hombre encontraba motivo de risa en todo– y añadió:
–Mi primera intención
fue la de edificar una iglesia de estilo normando. ¿Le gusta a usted el estilo normando?
Pero me negaron el permiso… ¡Qué mezquindad de espíritu!
Guardé silencio. No sabía
qué decir. Es algo que me sucede con frecuencia. Norden, tras una pausa lo bastante
prolongada como para darme tiempo a hacer algún comentario o formular alguna pregunta,
me explicó:
–En este lugar fue encontrado
el cadáver de mi hija Elena. A este lado la cabeza, allí los pies. Creo haberle
dicho ya que murió ahogada.
–¿Cómo ocurrió la desgracia?
–Una imprudencia juvenil
–respondió Norden, sonriendo–. Embarcó sola en una lancha; se levantó un viento
muy fuerte y la lancha zozobró.
Contemplé el mar, gris
y un poco agitado. Hasta muy lejos de la orilla, el mar no cubría del todo las rocas
de que estaba salpicado el fondo.
–El mar es aquí muy poco
profundo –observé.
–Si, pero ella se alejó
más de lo debido.
–¿Por qué lo hizo?
–Los jóvenes, amigo mío,
suelen ir demasiado lejos –respondió Norden, sonriendo y tocándome suavemente el
codo.
Y empezó a hablarme de
sus dos magníficas lanchas, a la sazón guardadas, ya que sólo las utilizaba durante
la primavera y el verano.
–¿Y se encontró también
la lancha? –interrumpí.
–¿Cuál?
–La de la desgracia.
–¡Oh, sí! El mar la arrojó
a la playa. La hice pintar de un color distinto. Es la más fuerte y la más marinera
de las dos. Ya tendrá usted ocasión de comprobarlo, cuando llegue el buen tiempo.
Después de aquella conversación
–que a pesar de no haberme revelado nada concreto, se me antojaba que me había revelado
muchas cosas–, la ruinosa pirámide fue otra de mis preocupaciones durante algún
tiempo. ¿Por qué aquel hombre, que borraba implacablemente todas las huellas, que
había mandado a pintar de otro color la lancha en la cual había perecido su hija,
había erigido aquella especie de monumento en memoria de la difunta? ¿Se trataba
de un arrebato sentimental o de una de esas faltas de lógica en que suelen incurrir
los hombres más consecuentes?
Sin embargo, no tardé
en dejar de formularme semejantes preguntas, atraída mi atención por algo que me
inquietaba más que la pirámide, más que los melancólicos árboles del jardín: el
mar. La profunda tristeza que pesaba sobre aquella mansión y sobre sus moradores
debía tener su principal origen en el mar.
En el mar…
II
Antes de seguir adelante debo hablar de
mi vida entre aquellas personas tan raras, tan desagradables y tétricas a pesar
de su aparente regocijo.
Por la mañana ejercía
mis funciones docentes por espacio de dos horas. Mi discípulo, Volodia era un muchacho
de ocho años, muy bien educado, cortés como un gentleman, estudioso y dócil.
No apoyaba, como otros discípulos que yo había tenido, las rodillas en el borde
de la mesa, ni se metía los dedos en las narices, ni derramaba la tinta, ni decía
sandeces. Escuchaba mis explicaciones con un aire tan grave como si yo fuera el
rey Salomón y él uno de mis súbditos. Ignoro si me consideraba realmente un sabio;
pero aquella grave atención, que parecía atribuir un enorme valor a cada una de
mis palabras, me azoraba mucho.
Todos los días, excepto
los festivos, a las diez en punto aparecía ante mi mesa la cabeza rubia, pelada
al rape, de Volodia, y a las doce en punto desaparecía. El rostro del muchacho era
achatado, pálido, desprovisto de cejas, y los ojos, muy separados y de color claro,
destacaban en él con gran relieve, como si estuvieran en un plato. El pobre niño
no tenía mucho que agradecerle a la naturaleza desde el punto de vista estético.
“Quizá con el tiempo mejorase
su aspecto”, pensaba yo. A pesar de su aire respetuoso y su prudencia, no me era
simpático. He dicho “a pesar”, y debí decir “a causa”; yo lo encontraba demasiado
dócil y cortés. Sólo se reía cuando una persona mayor bromeaba, lo hacía para complacerla.
En su inexpresivo semblante sólo se pintaban la alegría, el asombro, el horror o
la tristeza cuando algún adulto decía algo que “debía” alegrar, asombrar, horrorizar
o entristecer a sus oyentes. No parecía un niño, sino alguien que representaba concienzudamente
el papel de un niño. Incluso cuando jugaba lo hacía a instancias de las personas
mayores, y como si hubiese aprendido a jugar en sueños. Sus dos hermanitos –un chiquillo
de siete años y una niña de cinco– no podían haberle enseñado: no jugaban nunca.
Yo veía muy poco a los
hermanos de Volodia. Siempre estaban con su vieja aya inglesa, con la cual no podía
conversar debido a mi desconocimiento del idioma.
Traté de acostumbrar a
mi discípulo a que paseara conmigo; pero lo hacía de un modo absurdo, artificial,
como un autómata, como un niño de madera o de celuloide; bien educado, eso sí.
Una tarde bajé al jardín
y lo vi sentado en un banco muy limpio, junto a un sendero, también muy limpio y
sin huella alguna. Volodia estaba llorando. Tenía una rodilla entre las manos y
se mordía el labio inferior. Era la primera vez que percibía en su rostro una expresión
verdaderamente infantil. Sin duda se había caído y lastimado seriamente. En cuanto
advirtió mi presencia dejó de llorar, se puso en pie y salió a mi encuentro, cojeando
ligeramente.
–¿Te has lastimado Volodia?–inquirí.
–Sí.
–Llora, llora…
Me miró fijamente, como
para convencerse de que hablaba en serio, y respondió.
–Ya he llorado.
No me habría sorprendido
oírle añadir “gracias”, como el protagonista de la antigua anécdota. ¡Hasta tal
punto era fino aquel absurdo hombrecito!
Mis deberes pedagógicos,
como ya he dicho, se reducían a las dos horas diarias de clase; en consecuencia,
me pasaba gran parte del día paseando, si el tiempo lo permitía, o leyendo en mi
cuarto. Norden había puesto a mi disposición todos sus libros, que eran muy numerosos,
proporcionándome con ello una gran alegría. A veces leía en la biblioteca, para
lo cual me había dado permiso también Norden, y allí me encontraba a mis anchas.
Cómodos divanes, grandes mesas cubiertas de revistas, estanterías repletas de libros
lujosamente conservados, silencio… un silencio más absoluto que el que reinaba en
mi aposento, ya que la biblioteca se encontraba en el segundo piso, donde no llegaban
los únicos ruidos de la casa, todos provocados por Norden, ignoro con qué objeto,
haciendo ladrar a los perros, cantar a los niños y reír a cuantos lo rodeaban.
A la hora de las comidas
nos reuníamos en el comedor los niños, el aya, Norden y yo. Nunca había invitados,
si se exceptúa un alemán gordo y taciturno que almorzaba a veces con nosotros y
que sólo abría la boca para comer y para reír cuando Norden contaba algún chascarrillo.
Creo que era el administrador de Norden.
Durante las comidas reinaba
una ruidosa alegría: continuamente resonaban estrepitosas carcajadas, con motivo
o sin él. El amo de la casa utilizaba todos los recursos para excitar la hilaridad
de los comensales. El aya se desternillaba de risa, a pesar de que no comprendía
ni la mitad de lo que Norden decía: al parecer, todo el mundo estaba obligado a
reírse.
Los primeros días no solía
tomar parte de este regocijo, lo cual turbaba e incluso afligía a Norden.
–¿Por qué no se ríe usted?
–me preguntaba mirándome a los ojos con aire angustiado–. ¿No le ha hecho gracia?
Y me repetía el chascarrillo,
aclarándome en qué consistía su comicidad. Y si a pesar de todo yo continuaba serio
o me limitaba a sonreír, se ponía nervioso y contaba otro chascarrillo, y otro,
y otro, extrayéndome la risa como se extrae el agua de la manteca. De haberme obstinado
en no reír, creo que Norden hubiera empezado a llorar y a besarme las manos, suplicándome
por el amor de dios la limosna de mi risa, como si su vida peligrase y mis carcajadas
pudieran salvarla.
No tardé en reírme como
los demás; la risa estúpida, imbécil, ensanchaba mi boca, como el freno ensancha
la de un caballo. Y, lleno de dolor y de horror, a veces experimentaba, estando
solo en mi habitación o en la playa, unos locos deseos de reír…
Durante algún tiempo,
al no ver en la mesa más que a las personas mencionadas, creí que la familia de
Norden se reducía a sus tres hijos. Pero un día, al final del almuerzo, oí que alguien
tocaba el piano en el piso alto, en el ala separada de la biblioteca por un pasillo,
en cuyo extremo había una puerta, siempre cerrada.
Quedé asombrado y, contra
todas las convenciones –nunca he sabido adaptarme a ellas–, pregunté:
–¿Quién está tocando?
Norden respondió, risueño:
–Es mi esposa. Perdone.
Me había olvidado ponerlo en antecedentes. Mi esposa no goza de muy buena salud,
la pobre, y no sale de su habitación. Pero es inteligentísima; y toca el piano maravillosamente.
¡Escuche, escuche!
Pero la música era muy
triste y Norden se turbó.
–¡Toca maravillosamente!
–repitió, golpeando el borde del plato con el cuchillo.
Un instante después se
puso de pie y echó a correr escaleras arriba.
No habían transcurrido
dos minutos cuando volvió a bajar y exclamó, en tono jubiloso:
–¡Niños! ¡Miss Moll! ¡A
bailar! ¡Mamá quiere que bailen un poco!
En efecto, a la música
triste sucedió la de un baile de moda, rápido y semiepiléptico. La ejecución, ahora,
era mucho menos limpia, y Norden me explicó:
–Es una pieza nueva que
acaban de mandarnos de Petersburgo. Un baile encantador. Este otoño lo está bailando
toda Europa.
Y gritó:
–Tanziren, meine kinder,
tanziren! (¡Bailen, hijos míos, bailen!) ¡Y usted también, Miss Moll!
Y los tres dóciles muñecos
empezaron a girar sobre sí mismos; la pequeña seguía con los ojos los movimientos
de los mayores y los imitaba, levantando los brazos y agitando torpemente las piernas.
Era la única cuya alegría me parecía verdadera, cuya risa no se me antojaba ficticia.
Miss Moll, remedando a los niños, danzaba también, con la misma gracia de un caballo
de circo obligado por el domador a andar sobre sus patas traseras. Norden batía
palmas llevando el compás, lanzaba gritos de estimulador entusiasmo y, de pronto,
como si no pudiera resistir la tentación, empezó a bailar. Mientras bailaba me dijo:
–¿Por qué no baila usted?
Luego se detuvo y me suplicó:
–¡Baile un poquito! ¡No
nos niegue este gusto! Si no sabe, Miss Moll le enseñará.
Pero me negué en redondo.
Cuando se llevaron a los
niños, acaloradísimos, Norden encendió un cigarro y me preguntó jadeante:
–Somos la familia más
alegre del mundo, ¿verdad?
A partir de aquel día
oí música casi a diario procedente del piso alto, unas veces triste, y otras la
más alegre y no muy bien interpretada. Norden siempre que efectuaba un viaje a Petersburgo,
traía nuevas partituras, la mayoría de ellas de los nuevos bailes que estaban de
moda en Europa. Iba muy a menudo a la capital, a donde lo llamaban importantes asuntos;
pero su ausencia no solía prolongarse más de un par de días, a lo sumo.
¿A qué obedecía el aislamiento
de su esposa? “Tal vez ese misterio y el de la gran tristeza que planea sobre esta
casa y sobre sus habitantes sean el mismo misterio”, pensaba yo. Pero todas mis
tentativas de averiguar algo resultaban estériles. A los criados no quería preguntarles
nada; constituía una falta de delicadeza y, además, los criados parecían estar tan
in albis como yo en lo que respecta a las intimidades de la familia. El respetuoso
Volodia era un consumado maestro en el arte del disimulo.
–¿Cómo esta tú mama? –le
pregunté un día–. ¿La has visto esta mañana?
–Sí. Todas las mañanas
subimos a verla. Siente mucho no poder conocerlo a usted…
–¿Está muy enferma?
–No…Toca muy bien el piano.
Tiene mucho talento.
–¿Llora mucho?
–¿Mamá? –exclamó Volodia,
asombrado–. ¿Por qué habría de llorar?
–Esta siempre riéndose,
¿eh? –inquirí, en tono sarcástico.
–¿Acaso es malo reírse?
–replicó el más respetuoso de mis discípulos, dispuesto, sin duda, a mostrarse jovial
o saturnino, según lo que yo aseverase.
Una noche o, mejor dicho,
un amanecer (los tres obreros estaban ya entregados a la tarea de borrar huellas),
algo, en mi opinión relacionado con la pianista invisible, provocó súbitamente una
gran agitación en la casa. Se oyó caer no sé qué; alguien profirió un grito de espanto
o de dolor, y por el pasillo al cual daba la puerta de mi habitación pasaron varios
criados con velas encendidas.
–¡No ha sido nada! –oí
que decía Norden–. Un simple susto… El viento ha arrancado un postigo de la ventana,
y el ruido…
El viento, en efecto,
era muy fuerte. Aullaba en las chimeneas, se estrellaba furiosamente contra los
muros y rugía a sus anchas en las alturas. Pero Norden había mentido: al hacerse
de día pude comprobar que no se había caído ningún postigo.
Mientras contemplaba las
ventanas, en busca de una que careciera de un postigo, vi por primera vez, detrás
de los cristales de una de ellas, a la esposa de Norden. Sus ojos grandes y profundos
estaban clavados en el mar. En contra de lo que yo suponía, no era vieja, sino joven
y bella.
–¿Qué edad tiene su esposa?–le
pregunté aquella tarde a Norden, quien me inspiraba cada día menos respeto.
–Veintinueve años.
–Entonces, Elena…
–Elena era hija de mi
primer matrimonio. Estoy casado en segundas nupcias.
III
Aquella noche eché de menos mi diario: me
lo habían robado. La pueril y obstinada lucha contra toda huella lo había hecho
desaparecer, sin duda. Pero el ladrón no consiguió nada con aquel acto tan innoble,
recuerdo perfectamente todo lo que vi y experimenté hasta el momento en que el horror
extinguió mi conciencia largo tiempo. Y las huellas grabadas en mi memoria no podrían
borrarlas los tres hombres que al amanecer recorrían los senderos del parque.
¿Cómo iba a olvidar aquel
mar poco profundo, desesperadamente triste y tan llano que hacía dudar de la redondez
de la Tierra? Yo había asociado siempre la idea del mar a la de los barcos; pero
desde aquella playa no se veían barcos; entre aquella orilla y toda ruta de navegación
se interponía la remota y brumosa línea del horizonte. Y el agua se extendía en
un desierto gris, un tedio infinito parecía pesar sobre las diminutas olas, las
cuales trataban en vano de alcanzar la costa, buscando el eterno reposo.
Una o dos veces vi a lo
lejos una barca de pesca avanzando con tanta lentitud que tardé un rato en convencerme
de que no era una roca.
A la horrible noche de
viento de que he hablado, sucedieron siete u ocho días de calma, nada fríos, pero
muy húmedos; la niebla pesada y opaca, convertía el día en un crepúsculo interminable
y desalentador. El mar había retrocedido, dejando al descubierto pequeñas islas
y archipiélagos de arena. Una tarde eché a andar a través de aquel mundo fantástico.
Al atravesar las islas en un par de pasos, al cruzar de un salto de una u otra,
me parecía ser un gigante, un ente casi sobrenatural que pisaba por primera vez
la tierra, recién creada y desierta.
Al llegar junto al agua,
las pequeñas y plácidas olas se me antojaron enormes, colosales, como debieron ser
en los primeros días del mundo.
Inclinándome sobre la
arena, escribí con el dedo un nombre: “Elena”. Las cinco letras, aunque no muy grandes,
ocupaban buena parte de una isla y parecían gigantescas. Más que leerse, hubiérase
dicho que la palabra se oía, que era un grito dirigido al cielo, al mar, a la tierra…
¿Por qué no me guie, al
regresar a la playa, por las huellas de mis pasos? Avanzando y retrocediendo en
busca de un camino seco, se me hizo de noche y me desorienté. Cada vez que mis pies
tocaban el agua, retrocedía, temiendo hundirme. Por fin me decidí a avanzar en línea
recta, al azar, sin detenerme ante los charcos, y, lleno de alegría, no tardé en
divisar delante de mí la oscura masa de la pirámide de piedras. La casualidad me
había llevado al lugar donde fue encontrado el cadáver de Elena.
–¿Por qué vive usted aquí?
–le pregunté aquella noche a Norden–. ¡Este mar es tan lúgubre!
Mis palabras parecieron
entristecerlo. Volvió ansiosamente la cabeza hacia la oscura ventana.
–¿Lúgubre? No… Cuando
se familiarice usted con él, le encantará.
Me encantaba ya, pero
con el encanto y la fascinación de la tristeza y el miedo. La atracción que ejercía
sobre mi era un mortal veneno, del cual tenía que huir.
Sin darme tiempo para
contestar, Norden empezó a contar un chascarrillo, y al terminar me suplicó con
la mirada que no le negara mi risa. Me senté delante de él y los dos prorrumpimos
en carcajadas.
¡Qué estupidez y qué bajeza!
De los días siguientes
hasta el 5 de diciembre, no recuerdo nada, como si los hubiera pasado sumido en
profundo sueño. El 5 de diciembre cayó la primavera, nevada, copiosísima. Y aquel
día empezaron a ocurrir las cosas extraordinarias que hicieron más inquietante para
mí el misterio que, a veces, se me figura una siniestra fantasía o un imaginario
cuento de terror.
Trataré de ser lo más
exacto posible y de no omitir ningún detalle importante, aunque su relación con
los acontecimientos no sea directa. Yo atribuyo una importancia capital a la aparición
de aquel ser extraordinario que parecía concentrar todas las fuerzas oscuras, toda
la tristeza que pesaba sobre la maldita casa de Norden, todo el dolor que incluso
a mí, un extraño, había de arrastrarme en su terrible torbellino.
El 5 de diciembre cayó,
como ya he dicho, la primera nevada. Empezó al amanecer y duró toda la mañana. Cuando
terminaba la clase de Volodia salí al jardín, todo estaba blanco y silencioso. Dejando
profundas huellas de mi paso, llegue a la playa. Y proferí un grito de asombro al
ver que ya no había mar. Horas antes empezaba allí la superficie helada, casi opaca;
ahora, la vista no tropezaba con límite alguno entre el mar y la tierra, ambos cubiertos
con el mismo blanco sudario.
Obedeciendo a ese impulso
que nos asalta ante toda superficie lisa e intacta, me quité el guante de la mano
derecha y escribí con el dedo en la nieve “Elena”.
La pirámide se había convertido
en una colina blanca de suaves contornos, en algo sumiso y como muerto por segunda
vez y para siempre. “A este lado la cabeza, allí, los pies…” Resultaba difícil imaginar
en aquella superficie impasible las olas y la lancha volcada. Y me pareció que se
me quitaba un peso de encima.
“No estaría de más –me
dije– un viajecito a Petersburgo, para asomarme a la Universidad”.
En aquel momento, Norden
se me antojaba un hombre extravagante y desagradable, aunque inofensivo. ¿Qué me
importaba que contara chascarrillos e hiciera bailar a su familia? Lo que a mí me
interesaba era reunir algún dinero y marcharme.
“¿Cómo vas arreglártelas
para borrar las huellas?”, pensé, riéndome, mientras regresaba a la casa. Y evité
cuidadosamente pisar las ya existentes, a fin de dejar el mayor número posible de
ellas.
Al día siguiente –y al
otro, y al otro, y al otro, si tardaba en volver a nevar– sería para mi un placer,
casi un orgullo verlas.
Los árboles del jardín
ya no producían la impresión de tristeza y de soledad a que me he referido: parecían
sumidos en un tranquilo sueño. Lo único que descomponía la placidez del paisaje
eran los cajones de madera que Norden había hecho construir para abrigo de algunos
árboles meridionales. Yo no había visto nunca proteger los árboles contra el frío
de aquella forma, y los altos y extraños me oprimían el corazón; semejaban ataúdes
en pie, dispuestos a tomar parte en una macabra procesión. “Estoy orgulloso de mi
invento”, decía Norden, con gran indignación de mi parte.
Hacía dos días que Norden
se había marchado a Petersburgo, y en la amplia mansión, que yo no conocía aún en
su totalidad, reinaban un silencio y una calma absolutos; los niños permanecían
con el aya en sus habitaciones, quietos y callados, y la servidumbre no hacía tampoco
el menor ruido; en el piso alto, una mujer joven y bella, víctima de fuerzas desconocidas,
languidecía solitaria…
Permanecí casi una hora
en la biblioteca, pero no tenía ganas de leer; me sentía extrañamente excitado.
La casa, silente y misteriosa, despertaba en mi alma una viva curiosidad y una vaga
sed de aventuras. Tras cerciorarme de que nadie podía verme, empujé la puerta que
daba a las habitaciones situadas al otro lado del pasillo y penetré en ella de puntillas.
Crucé dos amplias estancias, avancé a lo largo de un corredor y salí al rellano
de una escalera interior cuya existencia desconocía. Delante de la escalera había
una puerta cerrada. “Ahí dentro está la enferma”, me dije. Intenté abrir la puerta,
pero me resultó imposible. No sabía qué hacer. Por mi cerebro cruzó la idea de llamar,
pero no me atreví a hacerlo.
Permanecí allí largo rato,
turbado por aquel silencio que lo envolvía y penetraba todo y miraba con sus ojos
blancos a través de la claraboya. Súbitamente oí un rumor de pasos en la planta
baja y regresé apresuradamente a la biblioteca. Cogí un libro y con él en las manos
me quedé dormido en un diván, llevándome al reino del sueño la visión del mundo
taciturno y cubierto de nieve.
Después de cenar me retiré
a mi cuarto y, tras anotar en mi diario las impresiones del día y escribir dos o
tres cartas, me acosté; pero, como me había pasado la mayor parte de la tarde durmiendo,
no tenía sueño, y estuve cerca de dos horas despierto, atento el oído al silencio,
la mirada atenta a las tinieblas. Más allá de la ventana, velada por un blanco visillo,
reinaba la noche blanca; las nubes sumían y deshabilitaban la luz de la luna.
Creo que empezaba a quedarme
dormido cuando experimenté la súbita sensación de que delante de la ventana, en
el jardín, había alguien. Me incorporé. Una sombra se dibujaba en el visillo.
Dado que mi habitación
se encontraba en el entresuelo y la altura de la ventana era escasa, supuse que
alguno de los criados habría salido llevándose únicamente la llave de la verja y
no se atrevía a llamar a la puerta principal. Con una clara angustia, a pesar todo,
me levanté, me acerqué a la ventana y descorrí el visillo. Un hombre, al cual el
antepecho de la ventana le llegaba un poco más debajo de la barbilla, se erguía
en la oscuridad, inmóvil y mudo. Le dirigí una especie de saludo con la mano, pero
él ni se movió. Di unos golpecitos con los dedos en el cristal: el mismo silencio
y la misma inmovilidad.
–¿Qué es lo que desea?
–le pregunté en voz baja, sin acordarme de que era invierno y los cristales dobles
no le permitieron oírme.
Viendo que continuaba
sin moverse y sin hablar, me indigné y decidí salir al jardín a repetirle la pregunta,
pero antes de que acabara de girar sobre mis talones la misteriosa figura empezó
a alejarse lentamente, sus hombros eran muy anchos y se tocaba la cabeza con un
sombrero hongo. En su aspecto no había nada extraordinario. A pesar de todo, empecé
a vestirme para bajar al jardín; pero a medida que me vestía, iba sintiéndome menos
resuelto, y terminé por decirme, con fingida indiferencia: “Mañana averiguaré de
qué se trata”.
Al día siguiente interrogué
a los criados; pero me aseguraron que ninguno de ellos había salido la noche anterior,
y que nadie había visto al hombre del sombrero hongo. El portero me respondió sin
inmutarse. En cambio, Iván, visiblemente turbado, inquirió a su vez:
–¿Está usted seguro de
que era un hombre con sombrero hongo?
–Completamente seguro–afirmé.
Mi respuesta pareció tranquilizarlo.
Más tarde me enteré de
que la servidumbre estaba atemorizada por la supuesta presencia de un espectro;
pero se trataba del espectro de Elena, ahogada en el mar. Era un temor vago y poco
serio, una de esas supersticiones frecuentes en las casas donde ha sucedido algo
trágico.
Con la esperanza de descubrir
allí la clave del enigma, me dirigí a la parte del jardín que caía al pie de mi
ventana y lo que vi me sorprendió desagradablemente: no había huellas en la nieve
y, además, la altura de la ventana era mayor de lo que yo había imaginado; aunque
mi estatura es más que mediana, me costó trabajo alcanzar el borde del antepecho
con las puntas de los dedos. A juzgar por este detalle, el desconocido tenía que
ser desmesuradamente alto…o sostenerse en el aire, como un fantasma.
“He sido víctima de una
alucinación”, me dije.
La explicación resultaba
bastante lógica; la atención sostenida, angustiosa, con que yo observaba todo en
aquella casa, mi constante presentimiento de algo maravilloso, podían haber debilitado
mis nervios hasta el punto de hacerme ver, en este siglo ilustrado y escéptico,
un fantasma. Sin embargo, se me ocurrían algunas objeciones contra aquella hipótesis:
yo estaba fuerte, sano, mi cerebro funcionaba perfectamente, en mis sensaciones
no había nada anormal. Además, era muy raro que mis nervios, debilitados, me hubieran
hecho ver un ser que por su aspecto no se apartaba de lo vulgar; un ser sin relación
alguna con mis pensamientos y mis sospechas. Lo lógico hubiese sido que mi imaginación
enferma me hubiera presentado la imagen de Elena, y no la de aquel caballero taciturno,
tocado con un sombrero hongo.
Pero a pesar de que no
encontré respuesta a tales objeciones, no tarde en tranquilizarme. Durante el día
no ocurrió nada digno de mención. Por la noche regresó Norden. Cuando estábamos
terminando de cenar nos dijo que había traído la partitura de un nuevo baile de
moda. Unos instantes después, la pianista invisible lo interpretaba, reflejando
en la ejecución, un poco insegura, su desconocimiento de la pieza. Los niños bailaban,
Miss Moll daba vueltas como un caballo de circo, el amo de la casa imitaba, cómicamente,
a los danzarines de ballet. Todos nos desternillábamos de risa.
De pronto, al volver los
ojos casualmente hacia una ventana, me pareció ver una figura humana en las tinieblas.
Miré más fijamente detrás de los cristales: no había nadie; mi estúpida imaginación
me había engañado. Pero Norden observó mi fugaz inquietud.
–¿Por qué estás tan serio?
–me preguntó–. ¿No te gusta el nuevo baile? ¡Anímese, anímese! Si no, Miss Moll
le impondrá un correctivo.
Y señalándome con el dedo,
le dijo a Miss Moll algo en inglés, que la hizo prorrumpir en estridentes carcajadas.
Luego, continuando la broma, la obligó a acercarse a mi, la cogió por la muñeca
y con la mano de la anciana me dio unas palmaditas en el hombro.
–¡Arrodíllense a sus pies
y suplíquenle que baile un poco! –les dijo a continuación a los niños, los cuales
se apresuraron a obedecerlo.
Luego, dirigiéndose al
aya, añadió:
–¡Y usted también!
El aya se postró a mis
pies y unió sus ruegos a los de los niños.
Yo no sabía qué hacer:
todo aquello me repugnaba; pero, tratándose de una broma, no podía enfadarme.
–¡Ven tú también a rogarle
que baile, perillán! –le gritó Norden al lacayo Iván, el cual contemplaba la escena
desde la puerta con ojos asombrados.
Y entró y se prosternó
al lado de la anciana.
En el piso alto, tan silencioso
el día anterior, continuaba resonando la alegre música. Lo salvajemente grotesco
de aquel regocijo me crispaba los nervios y me arrancaba carcajadas casi dolorosas;
se hubiera dicho que me estaban haciendo cosquillas. Acabé por ponerme a bailar,
y al pasar por delante de las ventanas, que se me antojaban innumerables, me preguntaba:
“¿Dónde estoy? ¿Me habré
vuelto loco?”
Norden tardó largo rato
en calmarse. Tuve que permanecer con él en el comedor hasta mucho después de que
los niños se hubieran acostado, oyéndolo hablar de la velada tan alegre que habíamos
tenido, de la comicidad coreográfica de Miss Moll, de lo bien que bailaba Volodia,
de lo graciosos que estaban todos de rodillas a mis pies…
–Una velada así –me decía,
dándome golpecitos en la rodilla con su blanca y cuidada mano– denota cultura, civilización.
Vivimos en un verdadero desierto. A un lado el mar; al otro el páramo o poco menos.
Y, sin embargo, bromeamos, reímos, bailamos… Mis amigos en Petersburgo me preguntan
cómo puedo vivir aquí sin morir de tedio. ¡Si nos hubieran visto esta noche!
Y prorrumpió en una serie
de carcajadas largas, insoportablemente largas.
–Deberíamos invitarlos
a un baile –continuó–, es una gran idea, ¿verdad?
Y empezó a pasear nerviosamente
de un lado para otro, con el aire de un hombre a quien se le acaba de ocurrir una
idea genial.
–Anoche… –empecé.
–¡Sí, sí! Invitaremos
a cincuenta, a cien amigos, y bailaremos todos. ¡Será una fiesta magnífica, un alarde
espléndido de cultura, de civilización!
–Anoche…
De súbito, Norden, muy
serio, se volvió hacia a mí, me miró fijamente y me preguntó en tono amable, cortés:
–¿Decía usted?
Me sentí sin fuerzas para
contestar, como si de repente me hubiesen puesto un candado en los labios. De modo
que no dije nada.
Aquella noche me quedé
inmediatamente dormido. A las dos o las tres de la madrugada alguien me gritó:
–¡Arriba!
Me incorporé bruscamente.
Un profundo silencio reinaba en la habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave.
“¡He oído esa voz en sueños! –pensé–. No es ningún fenómeno extraordinario”. Y cuando
iba a tenderme de nuevo en la cama, advertí que había alguien en el jardín, delante
de la ventana.
Era “él”. Me acerque a
la ventana y, al igual que la noche anterior, le dirigí con la mano una especie
de saludo, ahora menos pacífico; pero él, lo mismo que la noche anterior, no me
respondió ni se movió. Observé que era altísimo y no se sostenía en el aire.
“No puede ser un fantasma”,
me dije, con un suspiro de alivio, sin caer en la cuenta de que la visita nocturna
de un gigante que no dejaba huellas no resultaba demasiado normal. Decidí salir
al jardín; pero él pareció adivinar mi pensamiento y echó a andar, sin mucha prisa,
a lo largo de la pared. Renuncié a vestirme, considerando que al hacerlo le permitiría
al desconocido desaparecer antes de que pudiera echarle la vista encima.
“En realidad su actitud
no tiene nada de terrible”, pensé, mientras volvía a acostarme.
Pero mis manos y mis pies
estaban fríos como témpanos de hielo. Y empecé a temblar como si tuviera calentura.
IV
La noche del 7 de diciembre me acosté vestido,
resuelto a dar alcance a mi nocturno visitante y enterarme de su identidad y deseos.
No tenía miedo, pero la impaciencia y la cólera me impedían conciliar el sueño.
Mi espera resultó inútil:
ni una sombra, ni un rumor detrás de los cristales en toda la noche.
Y en las dos siguientes
tampoco. Con una facilidad asombrosa, dadas las circunstancias, recobré casi por
completo la tranquilidad y empecé de nuevo a dormir a pierna suelta, sin acordarme
apenas del desconocido.
El sábado, después de
cenar –y no obligado, como de costumbre, a acompañar en la sobremesa a Norden, que
se había marchado otra vez a Petersburgo–, subí a la biblioteca y me dediqué a examinar
unos soberbios volúmenes en los cuales se resumía la historia del arte. El tiempo
se me pasó sin sentir y cuando miré el reloj de la estancia, que no daba campanadas
a las horas, vi que eran ya las 11:15. Como yo acostumbraba acostarme a las 11,
me puse en pie apresuradamente. Mientras recogía mi cuaderno de apuntes dirigí una
mirada indiferente a la ventana. Detrás de los cristales, con la barbilla a medio
palmo de distancia del antepecho, estaba “él”. Mi sorpresa fue tan grande que el
cuaderno se me cayó al suelo. Al agacharme a recogerlo, pensé: “Tal vez cuando levante
la cabeza ese hombre no estará ahí”.
Pero mi esperanza no se
realizó. La luz de la lámpara iluminaba el rostro del desconocido, un rostro tranquilo,
nada terrible, afeitado, de facciones correctas. Representaba unos treinta y cinco
años. Lo único que no pude verle fueron los ojos a pesar de que también los iluminaba
la luz de la lámpara; parecían quedar ocultos detrás de su propia mirada, fija en
mí: una mirada inmóvil, dura –casi en el sentido táctil de la palabra–, una mirada
horrible.
No sé hasta cuándo hubiese
continuado mirándome si, ofendido por su insolencia, no me hubiese acercado a la
ventana, gritando:
–¡Sinvergüenza!
El desconocido me volvió
lentamente la espalda. Y un instante después se había hundido en la negrura de la
noche.
Estallé en una carcajada
y empecé a pasearme excitado y nervioso, a través de la estancia.
–¿Habrase visto semejante
sinvergüenza? –murmuré.
Y cuando, en el colmo
de la indignación, me disponía, a pesar de lo intempestivo de la hora, a despertar
a los criados y hacerles buscar al intruso por el jardín, recordé con repentino
pasmo que la biblioteca se encontraba en el segundo piso.
Aquella noche significó
para mí el principio de una persecución encarnizada, implacable, cuyo objetivo trataba
en vano de explicarme. Durante algunos días el desconocido continuó presentándose
únicamente de noche; luego empezó a mostrarse el atardecer, o, mejor dicho, a partir
del atardecer, ya que no se contentaba con una visita diaria.
No sé si podrían llamarse
visitas a aquellas súbitas apariciones, tan pronto detrás de los cristales de una
ventana como de los de otra. Recuerdo que en cierta ocasión, para librarme de su
presencia, me trasladé rápidamente a una habitación del extremo opuesto de la casa:
al llegar allí, comprobé que el desconocido había andado más deprisa que yo y estaba
esperándome delante de la ventana.
Nadie en la casa daba
muestras de haber advertido lo que sucedía. La vida seguía su curso habitual, frío
y triste, turbado únicamente por la absurda y ruidosa alegría de Norden. ¿Por qué
no lloraban nunca aquellos niños? ¿Por qué no tenían rabietas? Una tarde, al volver
a mi cuarto, después de un rato de lectura en la biblioteca, me detuve en el pasillo
del entresuelo, estupefacto, al oír lloriquear a la niña; el hecho resultaba tan
insólito, tan extraordinario, que abrí suavemente la puerta de la habitación donde
sonaba la quejumbrosa vocecilla. La niña estaba sola, en un rincón, de cara a la
pared. En una mano tenía una muñeca tuerta, y con la otra se secaba las lágrimas.
Al oírme cesó de lloriquear; pero no se volvió, limitándose a esconder la muñeca.
–¿Estás castigada? –le
pregunté, inclinándome sobre ella, pero sin atreverme a tocarla, pues su dolor,
sin saber por qué, me pareció sagrado, intangible.
Tuve que repetirle tres
o cuatro veces la pregunta; finalmente me contestó en voz muy baja:
–No, no estoy castigada.
–¿Quieres que te lleve
un ratito a mi cuarto, guapa?
No me contestó, pero dejó
caer la muñeca, y si no en su rostro –que continuaba casi pegado a la pared–, en
sus bracitos, en sus hombros, en su cabeza, vi reflejarse una medrosa vacilación.
Me disponía a cogerla
en brazos y llevármela, cuando oí la risa de Norden en la escalera y salí al pasillo
precipitadamente.
V
Tenía que marcharme. Cuando se me ocurrió
aquella idea salvadora comprendí que no debía demorar ponerla en práctica, pero
algo más fuerte que la voz de la razón, débil y opaca, me encadenaba a aquel lugar,
paralizaba mi voluntad y me adentraba más y más en aquel círculo de misterio y horror.
La tristeza y el miedo tienen su encanto, y el poder de las fuerzas oscuras sobre
las almas que no han conocido nunca la alegría es muy grande. Casi sin vacilar,
rechacé la idea salvadora.
Acaso contribuyera a ello
el delicioso tiempo que había sucedido a los tristes días del otoño. El frío nocturno
cubría de nuevo las ramas de los árboles, las embellecía con el milagro de un nuevo
follaje, en cuya blancura la luz áurea del sol ponía rutilantes destellos que no
sólo deslumbraban los ojos, sino también el alma.
“Él” había dejado de presentarse.
Norden, con sus risas y sus chascarrillos, estaba en Petersburgo, y en la casa reinaba
el silencio, un silencio tan profundo como si hubieran cesado todos los ruidos de
la tierra. Durante aquellas horas felices llenas de paz, mi alma se mecía en el
olvido de los horrores de la noche. La tierra, de día, era tan distinta…
Por la mañana me calzaba
los patines y me dirigía al lugar donde se alzaba la pirámide; y mis ojos se recreaban
en la contemplación del nombre –Elena– que había escrito en la nieve.
Al volver a la casa miraba
obstinadamente hacia la ventana de la habitación donde vivía y sufría la señora
Norden, con la esperanza de ver otra vez, aunque sólo fuera un instante, su joven
y pálido rostro. Pero nadie aparecía detrás de los cristales. Se hubiera dicho que
en aquella habitación no había nadie, que la señora Norden, aquella extraña mujer
de la que nadie hablaba, era ya tan del otro mundo como Elena.
Aunque nadie hablaba de
ella, los niños subían todos los días a su cuarto, y algunas veces, muy de tarde
en tarde, se oía una campanilla cuyo sonido era distinto al de todas las demás;
la señora Norden llamaba. Me parecía inverosímil que la puerta de su habitación
se abriera como cualquier otra puerta, que aquella mujer enigmática le diera órdenes
a la doncella. La doncella no contaba nunca nada de “la señora”.
A mediados de diciembre
regresó Norden. El tiempo volvió a empeorar y cayó una copiosa nevada, la cual cubrió
con un espeso y frío sudario el nombre de Elena. Con el mal tiempo volvió “él”,
y nuestras relaciones entraron en una nueva fase.
El domingo 18 de diciembre,
después de almorzar, Volodia y yo nos acercamos a la ventana. La nieve caía en grandes
copos sobre el melancólico jardín. Súbitamente apareció “él”. Era la primera vez
que se me presentaba en pleno día y encontrándome acompañado. Estaba a dos pasos
de distancia de la ventana, y los blancos copos se posaban en su sombrero y en sus
hombros como en los de cualquier mortal. Pero, más que en él, mi atención estaba
centrada en Volodia. Los ojos del niño –no cabía duda– veían al desconocido, lo
miraban. Y cuando, transcurridos unos instantes, el desconocido dio media vuelta
y empezó alejarse, Volodia dio un paso hacia adelante, como si se dispusiera a seguirlo.
–Lo ves, ¿eh? Lo ves –dije–,
en tono áspero.
Tranquilamente mintiendo
como un adulto, Volodia respondió:
–No sé de qué me habla.
No veo más que la nieve. ¿Acaso ve usted otra cosa?
–¡Sí!
–¿Qué es lo que ve?
Convencido de que continuaría
mintiéndome, renuncié a la esperanza de enterarme de algo por mediación suya. Al
día siguiente sucedió lo mismo, excepto por el detalle de que la persona que estaba
a mi lado en el hueco de la ventana no era Volodia sino Norden, no menos mentiroso
que su hijo. Después de permanecer unos instantes inmóvil ante nosotros, el desconocido
se retiró. Y Norden, que lo había visto desde el primer momento, lo siguió con la
mirada.
–Muy divertido, ¿verdad?
–le pregunté en tono sarcástico.
–Celebro mucho verle a
usted, por fin, de buen humor –respondió Norden, con un asombro muy bien fingido–,
pero no sé de qué me habla.
–¿No lo ha visto usted?
–No.
–¡No es cierto! ¡La forma
de su respuesta lo ha traicionado!
Norden se quedó mirándome
serio, grave. Abrumado por la impotencia y la desesperación, grité:
–¡No estoy dispuesto a
continuar guardando silencio!
Al oír aquella estúpida
frase, Norden puso una cara muy amable, absolutamente amable; me abrazó, casi me
besó, y me formuló mil preguntas acerca del motivo de mi descontento.
–¿Lo ha ofendido a usted
alguien? ¿Algún criado, quizás? En mi casa no permitiré… ¡Dígame el nombre del culpable!
El que se haya atrevido… ¿No? ¿No lo ha ofendido nadie? Entonces, ¿qué le pasa?
¿Qué es lo que lo exaspera? ¿Qué es lo que lo irrita? Lo adivino: se aburre usted.
¡Sí, sí, no me lo niegue! Yo también he sido joven… ¡Oh, la juventud!
Y el desconcertante individuo
se extendió en consideraciones filosóficas de una filosofía jovial, humorística,
sobre la juventud, no sé si burlándose de mí o tratando de ahogar el donaire de
su propia angustia. “¡Alégrese! ¡Ríase!”, me decía, de cuando en cuando, en un tono
entre suplicante y amenazador.
–¡Sí, hay que divertirse,
hay que divertirse! –continuó tras una breve pausa–, ¿qué podríamos inventar? Podríamos
organizar una fiesta… ¿No se le ocurre nada? En estas fechas nada tan a propósito
como un árbol de Navidad… ¡Sí, sí, eso! ¡Un árbol de Navidad monstruo! Mañana mismo
haré cortar el mayor de los pinos de estos alrededores y lo haré instalar en el
salón. Hay que enviar inmediatamente a alguien a Petersburgo para que traiga todo
lo necesario. Voy a hacer una lista…
Así terminó nuestra conversación.
A partir del día siguiente la casa se vio invadida por una ruidosa actividad, mientras
en mi alma se amontonaban negras tinieblas. Instalaron en el salón un pino enorme,
iluminando su copa con velas de colores. Al acre olor de la resina se mezclaban
el fúnebre color de la cera. Subidos a una escalera sostenida por el propio Norden,
Miss Moll, los niños y yo colgábamos en las ramas los regalos, con hilos de plata.
Luego bailamos y cantamos al son de alegres melodías, interpretadas por la invisible
pianista del piso alto.
Y he aquí lo que pasó
la noche del día en que tuvo lugar mi conversación con Norden. Aquella conversación,
o, mejor dicho, mi propia tontería, me indignó tanto que decidí salir enseguida
de mi pasividad y obrar de un modo enérgico y decisivo. Después de cenar, anoté
en mi diario las impresiones del día, me acosté vestido y esperé, lleno de impaciencia,
la aparición del desconocido. Mi tensión nerviosa era tan intensa que las horas
me parecían siglos y tenía que hacer un gran esfuerzo para reprimir el deseo de
llamar a mi perseguidor. Era ya cerca de la una cuando intuí su silenciosa y sombría
presencia.
Salté de la cama; me acerqué
rápidamente a la ventana y descorrí el visillo. En efecto, estaba allí. Mis ojos
se clavaron, airados, en su sombría figura de anchos hombros, lo amenacé con la
mano y me dirigí hacia la puerta. Él dio también media vuelta.
Cuando llegué a la puerta
del jardín encendí una cerilla y a su claridad descorrí el cerrojo. El hierro estaba
tan frío que me quemó la mano. Abrí la puerta. El desconocido se encontraba en lo
alto de la escalinata, inmóvil, mudo. Era un poco más alto que yo.
No sé cuánto tiempo permanecimos
frente a frente, separados por un par de pasos de distancia. Cuando el terror acabó
de adueñarse de mi corazón, retrocedí lentamente, crucé el umbral y, sin apresurarme
demasiado –ignoro por qué motivo consideraba muy del caso una extremada cortesía–,
cerré la puerta. Al echar el cerrojo me pareció que “él” tiraba del pomo con mano
suave, pero no me atrevo a asegurarlo.
VI
A pesar de todo, a la mañana siguiente me
levanté dueño todavía de mi equilibrio mental. Durante toda la mañana mi tranquilidad
fue absoluta, y mi cerebro funcionaba como el de cualquier hombre en perfecto estado
de salud física y mental. Para que nada turbara mis reflexiones, pretexté una jaqueca
y, en vez de ayudar al aya y a los niños a adornar el árbol, me fui a pasear por
el camino de la estación. El día era frío y triste.
Había leído y oído decir
a doctores y expertos que las personas abrumadas por un gran dolor o remordimiento
suelen tener visiones fantásticas; pero yo no me encontraba en ninguno de los dos
casos. El desconocido, por lo tanto, era un ser real. Ahora bien: ¿qué relación
existía entre el hombre del sombrero hongo, que se sostenía en el aire, que acechaba
detrás de los cristales, y yo? ¿Por qué me manifestaba tan obstinado efecto? ¿Qué
quería de mí? En aquella casa yo no era más que un profesor y nada sabía de la triste
equivocación, de la dolorosa injusticia, del crimen quizá, cuya sombra planeaba
sobre el lugar y las personas.
“¿Qué quería de mí? En
aquella casa, yo no era más que un profesor.”
Repetí varias veces, en
voz alta, aquel argumento. Me parecía tan convincente, que de buena gana hubiera
hablado con el espectro, le hubiera dicho que estaba equivocado, que en aquella
casa yo no era más que un profesor. Pero, ¿acaso puede dialogarse con los espectros?
¡Qué estupidez!
“¡No soy más que un profesor!”,
repetí de nuevo, tras una breve pausa.
Y no tardé en darme cuenta
de que mis pensamientos eran siempre los mismos y se sucedían en el mismo orden,
trazando un círculo semejante al de un caballo amaestrado, un círculo que se cerraba
siempre con la palabra “estupidez”. Era preciso salir de él, pensar en otra cosa,
pero me resultaba imposible. Parado en medio del camino, continuaba girando, girando
como un caballo bajo el látigo del domador. Experimenté un miedo atroz, no inspirado
por el espectro, al cual no concedía ya tanta importancia, sino por las ideas que
pueden cruzar por un pobre cerebro humano. Tuve que hacer un gran esfuerzo para
no gritar. De súbito, la soledad me asustó; volví precipitadamente sobre mis pasos;
en aquel momento, la casa de Norden me parecía un refugio seguro.
Cuando llegué a ella me
sentí súbitamente tranquilizado, tal vez por la presencia de dos estudiantes, sobrinos
de Norden, que habían llegado aquella mañana invitados a pasar la Nochebuena. Eran
dos muchachos muy simpáticos a los cuales bastaba mirar para saber que eran hermanos.
Estaban ayudando a Norden y a los niños a adornar el árbol. Arriba resonaba –sinceramente
alegre, por primera vez– el piano de la señora Norden. La invisible pianista interpretaba
un nuevo baile cuya partitura habían traído los estudiantes.
Recuerdo que, antes de
almorzar, los dos huéspedes y yo decidimos dar un paseo. El almuerzo fue muy alegre:
bebimos como esponjas y nos reímos mucho. Por la tarde llegó una señora gorda, con
sus dos hijas, animadísimas y muy amables. Aquella noche bailamos en serio.
Durante los días que siguieron
llegaron otros invitados, muy simpáticos. A pesar de que la casa no era muy espaciosa,
no sé cómo se las arregló Norden para alojar a tanta gente. Lo cierto es que terminadas
las diversiones nocturnas, todas aquellas damas y todos aquellos caballeros se retiraban
a sus respectivos aposentos. No podría decir quiénes eran. Es más, no recuerdo el
rostro de ninguno de ellos. Recuerdo muy bien los trajes de los hombres y los vestidos
de las mujeres, los detalles de atuendos de uno y otras; pero he olvidado sus rostros.
Me parece estar viendo aún el uniforme de un general, pero sólo el uniforme, como
si el invitado que lo llevaba fuera un maniquí.
Pero volvamos al día en
que llegaron los dos estudiantes y la señora gorda y sus dos hijas. Después de haber
bebido y bailado más de la cuenta –haciendo reír, con mi torpeza, a todos los presentes–,
me retiré a mí cuarto sintiéndome un poco mareado. Me dejé caer en la cama, sin
desvestirme, y me quedé inmediatamente dormido.
La sed y una rara sensación
me despertaron al cabo de un par de horas, obligándome a levantarme. Había dejado
descorrido el visillo. Detrás de los cristales estaba “él”. Recuerdo que me encogí
de hombros y me bebí dos vasos de agua. “Él” no se iba. Tiritando de frío, olvidados
el baile y la música, me dirigí lentamente hacia la puerta. Al igual que el día
anterior, el frío del cerrojo me quemó los dedos; y, al igual que el día anterior,
lo encontré esperándome en lo alto de la escalinata. En medio del silencio nocturno,
lejano y solitario, se oían los ladridos de un perro.
Ignoro el tiempo que llevábamos
frente a frente, silenciosos, inmóviles, separados por un par de pasos de distancia,
cuando “él”, apartándome con cierta rudeza, penetró en la casa. Lo seguí a través
de las oscuras estancias. Me guiaba su silueta negra, destacando sobre el fondo
blanquecino de las ventanas. No me causó la menor sorpresa verlo introducirse en
mi cuarto.
Yo entré detrás de él
y, maquinalmente, cerré la puerta; pero me detuve a unos pasos del umbral. Temía
tropezar con el desconocido en la oscuridad de la estancia. Cuando mis ojos se acostumbraron
a las tinieblas, vi un bulto inmóvil junto a la pared, en un lugar donde no había
ningún mueble, y deduje que era “él”, aunque no se le oía respirar ni daba señales
de vida.
No obstante, transcurrió
tanto tiempo y su inmovilidad era tan absoluta, que empecé a dudar de su presencia.
Sacando fuerzas de flaqueza me obligué a acercarme al bulto y a palparlo. Mis dedos
tocaron una tela, bajo la cual se percibía la pureza de un brazo o de un hombro.
Retiré apresuradamente la mano y continué mirando, perplejo, a mi nocturno visitante.
Finalmente, conseguí articular:
–¿Qué quiere usted de
mí? En esta casa, yo no soy más que un profesor.
Pero no me contestó. Me
pareció ridículo haberle hablado de usted. A pesar de su silencio, me di cuenta
de que deseaba que me acostara. Me desvestí bajo la mirada de sus ojos invisibles.
Los crujidos de la cama al hundirse con el peso de mi cuerpo me llenaron de turbación,
sin saber por qué. Ya entre las frías sábanas recordé que no había dejado, como
de costumbre, las botas en el pasillo, junto a la puerta.
Me acosté boca arriba
considerando que aquella postura era la más respetuosa. Por su parte, “él” se sentó
en el borde de la cama y apoyó una mano en mi frente.
Era una mano fría y pesada,
de la cual parecían emanar el sueño y la tristeza. He sufrido mucho en la vida,
he asistido a la muerte de mi padre; pero no creo que exista una tristeza semejante
a la que experimenté al contacto de aquella mano. Inmediatamente empecé a dormirme;
pero, cosa rara, el sueño y la tristeza no luchaban, sino que penetraban juntos
en mí y se extendían unidos en todo mi cuerpo, mezclándose con mi sangre y empapando
mis músculos y mis huesos. Cuando llegaron a mi corazón y lo invadieron, mi razón,
mis pensamientos, mi terror, se ahogaron en un mar de angustia mortal, desesperada.
Las imágenes, los recuerdos, los deseos, la juventud, la misma vida, parecieron
extinguirse. La presencia del desconocido me resultaba ya indiferente. Todo mi ser
languidecía en el infinito desmayo de aquella tristeza sin límites y de aquel sueño
sin ensueños.
A la mañana siguiente
me desperté a la hora de costumbre. En la habitación no había nadie y todo estaba
en orden. No me sentía bien ni mal, sino como vacío. Mi rostro –que vi en el espejo,
mientras me vestía–, un rostro vulgar y feo, no había sufrido alteración ninguna;
continuaba siendo, sencillamente, el de un hombre que ha pasado mucha hambre y no
ha conocido ningún afecto.
Todo estaba igual y, sin
embargo, yo sabía que en el mundo había cambiado algo y que nunca volvería a ser
como era. Pero observé en mí una cosa que me produjo cierta satisfacción: el misterioso
espectro que me perseguía no me inspiraba ya ningún temor. Al entrar en el comedor,
donde Norden hacia desternillarse de risa a más huéspedes, contándoles chascarrillos,
experimenté una repugnancia invencible. Empezar a estrechar manos se convirtió en
un verdadero asco.
Aquel asco fue debilitándose
en el transcurso del día –un día animado, ruidoso– y casi llegó a desaparecer, pero
volví a experimentarlo todas las mañanas al estrechar la mano de los invitados.
VII
Aquella mañana, cuando volvimos de la playa,
después de bombardearnos, en un alegre combate dirigido por Norden, con bolas de
nieve, me encerré en mi cuarto y le escribí una carta a uno de mis compañeros de
Petersburgo. No era amigo mío, pues yo no tenía amigos, pero me trataba mejor que
los demás y era un buen muchacho, amable y servicial. Le decía que me encontraba
en un gran peligro, y le rogaba que acudiera en mi socorro, pero en una forma tan
desmayada, tan poco expresiva, que la carta, de haber llegado a sus manos, hubiese
provocado en él un simple encogimiento de hombros. No sé por qué motivo no se la
envié. El día que me dieron de alta en el hospital la encontré en un bolsillo de
mi chaqueta, metida en un sobre cerrado, pero sin dirección. ¿Por qué no puse las
señas? ¿No las recordaba? Me sería imposible decirlo.
Creo que fue aquel día
cuando empecé a perder la memoria. El último periodo de mi vida en casa de Norden
sólo lo recuerdo de un modo fragmentario. Ya he dicho que no recuerdo más que la
ropa de los numerosos invitados, como si no se tratara de seres humanos sino de
maniquíes. Y debo añadir que he olvidado también sus palabras, todas sus palabras,
aunque hablaba y bromeaba con ellos. Asimismo, me resultaba completamente imposible
recordar el tiempo transcurrido entre el día que escribí la carta y el último de
mi estancia en la casa. ¿Fueron dos o tres días? ¿Dos o tres semanas? No lo sé.
En cambio, recuerdo perfectamente algunos detalles aislados. Acaso mi amnesia no
se remonta, como supongo, al día que escribí la carta, y sea producto de la larga
y grave enfermedad que he padecido.
Por encima de todo, recuerdo
–eso es algo inolvidable– las visitas nocturnas del desconocido. Todas las noches,
cuando los invitados se retiraban a sus habitaciones, yo me acostaba vestido y dormía
unas horas: luego, a través de las oscuras estancias, me dirigía al vestíbulo, abría
la puerta del jardín y dejaba entrar al espectro, que me esperaba ya en lo alto
de la escalinata. Lo seguía hasta mi cuarto, me desvestía, me tendía entre las frías
sábanas, y él se sentaba al borde de mi lecho y posaba su mano en mi frente, una
mano de la cual emanaban el sueño y la tristeza.
No me inspiraba ya ningún
temor. Si no le hablaba, no era por miedo, sino porque consideraba superflua toda
palabra. Se hubiera dicho que era un médico silencioso y metódico en su vida diaria
con un enfermo silencioso y dócil.
Después empezaba el día
ruidoso, agitado, y lo sucedía la velada, con su desaforada y ficticia alegría.
No sé qué extrañas velas habían colocado, sin que yo lo viera, en el árbol de Navidad
que cada noche brillaba más, inundando de cegadora claridad las paredes y el techo.
Y a todas horas resonaban los estimulantes gritos de Norden.
–Tanziren! Tanziren!
No recuerdo otras voces,
pero todavía me parece oír aquella que me persigue en mis sueños, irrumpe en mi
cerebro y dispersa mis pensamientos. Encaramado sobre todos los demás ruidos, aquel
grito resonaba tenaz, insoportable, de extremo a extremo de la casa. A veces se
tornaba ronco, amenazador…
Recuerdo que una noche
la pianista invisible dejó súbitamente de tocar y se produjo un extraño silencio.
–Tanziren! Tanziren!
–gritó furiosamente Norden. Debía de estar borracho. Tenía los cabellos en desorden
y la expresión de su rostro era feroz, salvaje.
–Tanziren! Tanziren!
Los invitados se apretujaban
a lo largo de las paredes inundadas de luz, de una luz fulgurante, como la de un
incendio.
–Tanziren! Tanziren!
–repetía Norden agitando los puños, y en sus ojos brillaba la amenaza.
Por fin volvió a sonar
la música y el baile continuó. Aquel fue el más brillante de todos. Recuerdo, además
de lo que he referido, lo numeroso de la concurrencia: sin duda, aquella tarde había
llegado muchísima gente.
A mi recuerdo de aquel
baile se asocia en mi memoria el de un sentimiento muy raro: el de la presencia
de Elena.
No sé si ardían muchas
antorchas en el patio y el jardín. Lo único que sé es que, consciente o inconscientemente,
me dirigí hacia la playa. Y allí, junto a la pirámide cubierta de nieve, permanecí
largo rato pensando en Elena. He dicho “pensando”… y juraría que durante toda la
velada la tuve a mi lado. Incluso recuerdo las dos islas en las cuales estuvimos
sentados el uno junto al otro, conversando. Y creo que me bastaría un pequeño esfuerzo
de memoria para recordar su rostro, su voz, sus palabras, y comprender… Pero no
quiero hacer ese esfuerzo. Que todo continúe como está.
Una vez que Elena hubo
desaparecido, su presencia fue sustituida en mi alma por una nueva sensación: la
de que era testigo involuntario de una lucha despiadada entre seres invisibles y
misteriosos. En su combate, agitaban el aire de tal modo que el torbellino me arrastraba
a mí, mero espectador. No creo que Norden, a pesar de ser uno de los personajes
de aquel drama, tuviera una idea más clara que la mía de lo que sucedía a nuestro
alrededor.
Sin embargo, mi terror
sólo duró hasta que recibí la visita del desconocido. En cuanto su mano se posaba
sobre mi frente, mis emociones, mis deseos, mi voluntad, mi inteligencia, se hundían
en un mar de tristeza. Y el hecho de que la tristeza llegara siempre en íntima unión
con el sueño, la hacía aun más terrible. Cuando el hombre está triste, pero despierto,
la visión de la vida que lo rodea alivia un poco su dolor; pero el sueño se alzaba
entre mi alma y el mundo exterior como un espeso muro, y la tristeza –una tristeza
inmensa, sin límites– la saturaba.
Ignoro cuántos días habían
transcurrido desde que en el curso de aquel ruidoso baile los “Tanziren! Tanziren!”
de Norden quedaron básicamente ahogados por un torrente de voces estremecedoras.
Me despertó, precisamente
a la hora en que el desconocido solía detenerse delante de mi ventana, un repentino
estrépito de carreras y gritos. Me acordé de aquella noche del mes de noviembre…
No me levanté a abrirle la puerta al desconocido como de costumbre. Estaba seguro
de que no había venido ni vendría. Me desvestí y volví a acostarme. Los gritos y
las carreras continuaban. En la escalera interior resonaban de continuo pasos apresurados.
Unos días antes, aquel ininterrumpido subir y bajar, que hacía presagiar alguna
desgracia, me hubiera producido una dolorosa impresión, manteniéndome en vela. Pero
ahora no me preocupaba. Tranquilamente me dormí, pues sabía que el desconocido no
se atrevería a venir estando todo el mundo levantado en la casa.
En aquel momento ignoraba
que no volvería a ver nunca más los anchos hombros de mi nocturno visitante. Cuando
me desperté, reinaba en la casa un profundo silencio, a pesar de que el sol estaba
ya muy alto. Sin duda, después de la agitada noche, incluso los criados estaban
durmiendo.
Me vestí y salí al comedor.
Encima de la mesa yacía una mujer amortajada. Nunca había visto de cerca a la señora
Norden, pero la reconocí inmediatamente.
VII
No la alumbraban cirios ni oraba nadie junto
a ella. La rodeaban el silencio y la soledad. Al verla tan abandonada, se hubiera
dicho que nadie sabía que había muerto.
Era joven y bella. Es
decir, no sé si era realmente bella; pero era la mujer a la cual yo había amado
y buscado toda mi vida, sin saberlo. Había conocido, vivos, sus finos dedos yertos
cruzados sobre el pecho, y había sentido el encanto de la dulce mirada de aquellos
ojos, ya sin luz, cerrados para siempre. ¡Pobres dedos de nácar, obligados a arrancarle
al piano alegres notas, a cuyo son bailaba Norden! ¡Perdónalo! ¿Qué sabia él? ¡Perdóname
también a mí el haber escrito en la nieve el nombre de Elena! ¡No sabía el tuyo!
No sé hasta qué punto
será cierto lo que en aquel momento era para mí una evidencia absoluta. Sólo sé
que el amor que sentía, súbitamente revelado, era tan profundo como la tristeza
que inundaba mi corazón a medida que me daba cuenta, ante la inmovilidad del cadáver,
ante el sepulcral silencio que reinaba en la casa, de que “ella” estaba muerta.
Y cuando la palabra “muerta”
brotó de mis labios en voz queda y doliente, me eché a llorar.
Deshecho en lágrimas,
salí poco después de la casa de Norden, sin abrigo ni sombrero. Crucé el jardín
y la playa, hundiéndome en la nieve hasta más arriba de los tobillos, y avancé mar
adentro. Sobre el hielo, la capa de nieve era menos espesa y me permitía andar con
más facilidad. No tardé en encontrarme a una gran distancia de la playa. Ya no lloraba.
No pensaba en nada. Continuaba avanzando, avanzando, a través del inmenso desierto
blanco y liso, que parecía irme absorbiendo. Empezaba a sentir frío y cansancio,
y me detuve un instante. Miré a mi alrededor como en un ensueño: la planicie infinita
y blanca, sin otras huellas que las mías, me cercaba por todas partes…
Reemprendí la marcha y,
sin dejar de andar, empecé a dormitar, como los caballos extenuados por una larga
jornada, como los vagabundos que buscan en el ruido rítmico de sus pasos el opio
que alivie sus penas.
A pesar de que cada vez
me resultaba más difícil flexionar los brazos y las piernas, no me daba cuenta de
que empezaba a helarme y continuaba avanzando, clavados los ojos en la nieve que
se extendía a mis pies.
Avanzaba, avanzaba y la
nieve era siempre la misma. Ignoro si se hizo de noche o si las tinieblas surgieron
de mi propio ser, pero lo blanco fue haciéndose gris, y lo gris fue haciéndose negro.
Cuando ya no veía nada me dije:
“Estoy ciego”.
Y continué andando, ciego.
Unos pescadores me encontraron
tendido en la nieve y me salvaron. En el hospital me amputaron tres dedos de los
pies que se me habían helado. He estado un par de meses enfermo y sumido en la inconsciencia.
No sé nada de Norden.
Su esposa efectivamente había muerto. No sé nada de él.
El desconocido no ha vuelto
a aparecer, y sé que no aparecerá más. Si ahora viniera, creo que su visita no me
desagradaría.
Me muero.
Todos me preguntan de
qué me muero y por qué no hablo. Sé que esas preguntas las dicta el afecto, pero
me hacen sufrir. ¿Acaso todo el que se muere sabe de qué muere?
Vivo con M. I., el compañero
al cual le escribí suplicándole que acudiera a mi socorro. Es muy bueno y quiere
llevarme una temporada al campo. Yo no me opongo. Si lo hiciera, daría lugar a nuevas
preguntas, y debo hablar lo menos posible. ¿Cómo explicarle que el mutismo es el
estado natural del hombre? Él ama las palabras y cree en algunas de ellas.
Anoche estuvimos en las
islas. Había mucha gente. Vimos zarpar un yate de velas muy blancas…
¡Ah! ¡Lo olvidaba! No
amo a Elena ni a la señora de Norden y nunca pienso en ellas.
Y no tengo nada más que
decir.
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