Ernest Hemingway
El funicular se detuvo
después de recorrer otro trecho. No podía seguir más allá, ya que la nieve
estaba amontonada sólidamente entre los rieles. El vendaval barría la
superficie abierta de la montaña, dejando cierto espesor de nieve. Nick, que estaba
encerando sus esquíes en el vagón de equipaje, puso las botas en las puntas de
hierro y cerró fuertemente la abrazadera. Luego saltó a un lado del furgón, se
volvió repentinamente y empezó a deslizarse por la pendiente con mucha rapidez,
agachándose y arrastrando sus esquíes.
George
se hundió en la capa blanca que se extendía debajo, apareció de nuevo y volvió
a perderse de vista. El ímpetu y el veloz descenso por una empinada ondulación
de la montaña despojaron a Nick de sus pensamientos, y solo le quedó el efecto
del maravilloso vuelo, impidiendo toda otra sensación en su cuerpo. Después de
una leve subida, la nieve pareció abrirse bajo sus pies, y prosiguió a mayor
velocidad, ya en el último declive, largo y empinado.
Se
había acuclillado hasta estar casi sentado sobre los esquíes, tratando de que
el centro de gravedad se mantuviese bajo. La nieve daba la impresión de una
tormenta de arena. Se dio cuenta de que se deslizaba demasiado de prisa, pero
continuó así. No iba a aflojar. Fue entonces cuando un espacio de terreno
cubierto de nieve blanda y con una depresión producida por el viento, le hizo
caer. Nick dio varias vueltas en medio del estrépito de los esquíes. Parecía un
conejo herido. Por último, quedó clavado en el suelo, con las piernas cruzadas
y los esquíes encima. Tenía la nariz y las orejas llenas de nieve.
George
se encontraba un poco más abajo. Estaba quitándose la nieve de la chaqueta con
fuertes palmadas.
–¿Cómo
está la pendiente? –Nick sacudió los esquíes tendido de espalda y luego se levantó.
–Te
has dado un hermoso porrazo, Mike –gritó a Nick–. La nieve está demasiado
blanda. Yo me caí del mismo modo.
–Tienes
que mantenerte hacia la izquierda. La pendiente es pronunciada pero lisa, con
un Christy al fondo, debido a un cerco.
–Espera
un segundo e iremos juntos.
–No,
¿por qué no vas tú primero? Me gusta ver lo que haces.
Nick
Adams pasó al lado de George con sus anchos hombros y sus cabellos rubios que
presentaban todavía restos de nieve. Sus esquíes empezaron a deslizarse por el
borde y después ascendió rápidamente, silbando por la cristalina nieve en
polvo. Parecía flotar y sumergirse mientras subía y bajaba por las onduladas
pendientes, apoyándose en la pierna izquierda. Al final, cuando se acercó con
ímpetu a la alambrada, manteniendo las rodillas bien juntas y forzando el
cuerpo como si estuviese apretando un tornillo, dio una repentina vuelta hacia la
derecha, provocando un remolino de nieve, y continuó con lentitud, paralelo a
la ladera y al alambrado.
Luego
levantó la vista hasta la cresta de la colina. George estaba bajando por la
pendiente ondulada, arrodillándose, con una pierna doblada hacia delante y
arrastrando la otra. Sus bastones colgaban como las patas delgadas de ciertos
insectos y hacían saltar trozos de nieve al rozar la superficie. Por último, el
cuerpo que parecía arrastrarse de rodillas cogió espléndidamente la curva y
George se acuclilló, movió hacia delante y hacia atrás ambas piernas y se
inclinó en dirección contraria, mientras los esquíes acentuaban la curva como
puntos luminosos, todo en una salvaje nube de nieve.
–Le
tenía miedo al Christy –dijo George–; la nieve era muy blanda. Te diste un
hermoso porrazo.
–Tal
como tengo la pierna, no puedo hacer el Telemark –dijo Nick.
Nick
oprimió con su esquí el hilo superior del alambrado y permitió así que pasase
George. Después lo siguió rumbo a la meta. Atravesaron el bosque de pinos conservando
la misma postura. Poco a poco, el camino se bruñía de hielo, tiñéndose de color
naranja y amarillo de tabaco a causa de los troncos que habían llegado hasta
allí. Los esquiadores continuaron yendo por el lado en donde había nieve. El
sendero se hundía en un arroyo y luego seguía cuesta arriba. Desde el bosque,
pudieron ver el largo edificio de bajos aleros, desgastado por la intemperie. A
través de los árboles parecía tener un matiz amarillo descolorido. Los marcos
de las ventanas estaban pintados de verde, aunque la pintura se desconchaba.
Nick aflojó las abrazaderas con uno de sus bastones y se quitó los esquíes
agitándolos.
–Será
mejor que los dejemos allí –dijo y subió por el empinado sendero con los
esquíes al hombro. De vez en cuando, sacudía los pies para que no se le
helaran. Detrás iba George. Oía su respiración y el ruido que hacía al sacudir
los pies. Amontonaron los esquíes junto a la pared del albergue. Luego
sacudieron los pantalones para quitarse la nieve, agitaron las botas hasta dejarlas
limpias y entraron.
Dentro
estaba muy oscuro. En un rincón del salón, la gran cocina de porcelana atenuaba
la penumbra. El cielo raso era bajo. A lo largo de una de las paredes había
pulidos bancos y mesas manchadas de vino. Junto a la cocina, dos suizos fumaban
en pipa y bebían sus vasos de vino fresco. Los muchachos se quitaron las
chaquetas y se sentaron junto a la pared, frente al hornillo. En la sala
contigua dejó de cantar la voz femenina y apareció una mujer con delantal azul
para ver qué querían tomar los recién llegados.
–Una
botella de Sion –pidió Nick–. ¿Te parece bien, Gidge?
–Muy
bien –contestó George–. Tú conoces los vinos mucho más que yo. Me gustan todos.
La
mujer salió.
–No
hay nada que se pueda comparar al deporte del esquí, ¿verdad? –manifestó Nick–.
¡Esa sensación que uno experimenta al bajar a toda velocidad!
–¡Ah!
–dijo George–. No hay palabras para expresarlo.
La
mujer volvió trayendo el vino. El corcho de la botella les dio bastante
trabajo, pero Nick logró abrirla. La mujer se fue, y después oyeron que
cantaban en alemán en la otra habitación.
–Se
han caído algunos trozos de corcho, pero no importa –dijo Nick. – ¿Tendrá
alguna tarta esta mujer?
–Veamos.
La
mujer volvió de nuevo y Nick observó entonces que su delantal cubría el bulto
de su preñez. «¿Por qué no debí verlo cuando vino por primera vez?», pensó.
–¿Qué
estaba cantando? –le preguntó.
–Ópera,
ópera alemana –no tenía interés en hablar de aquel tema–. Si les gusta, todavía
hay un poco de tarta de manzanas.
–No
es muy cordial, ¿eh? –dijo George.
–¡Oh!
Al fin y al cabo no nos conoce, y tal vez haya pensado que íbamos a hacerle
bromas por lo que cantaba. Es de allá, donde hablan alemán, y aquí no está en
su ambiente. Además, va a tener familia sin haberse casado y eso la hace quizá
más susceptible.
–¿Y
cómo sabes que no está casada?
–Porque
no lleva anillo. ¡Diantre! A casi todas las mujeres de este lugar les ocurre lo
mismo antes de casarse.
En
aquel momento se abrió la puerta y entró un grupo de leñadores. Sus botas
promovieron un gran estrépito en el piso del salón. La criada trajo tres litros
de vino fresco para la reunión y los leñadores ocuparon las dos mesas. Se
habían quitado los sombreros y fumaban en silencio. Algunos estaban apoyados
contra la pared, y otros echados sobre la mesa. Afuera, los caballos de los
trineos sacudían de vez en cuando la cabeza haciendo sonar los cencerros.
George
y Nick estaban contentos. Eran grandes amigos. Sabían que tenían por delante el
viaje de regreso a través de la nieve.
–¿Cuándo
tienes que volver a la escuela? –preguntó Nick.
–Esta
noche –respondió su compañero–. Tengo que tomar el tren que sale de Montreux a
las diez cuarenta.
–¡Cómo
me gustaría que pudieras quedarte para acompañarme mañana al Dent du Lys!
–Primero
está la educación –expresó George–. ¡Caramba, Mike! ¿Qué te parece si nos
entregáramos a la vagancia? Tomamos el tren y vamos con nuestros esquíes hasta
donde se pueda correr bien. Después seguimos y nos hospedamos en cualquier
cantina. Atravesamos las montañas de Oberland Bernés, subimos hasta Valais y
recorremos la Engadina. Luego renovamos el equipo, con suéteres y pijamas
extras en nuestras mochilas, ¿eh? Sin que nos importe un comino la escuela ni
nada. ¿Qué me dices?
–Sí,
y después seguimos hasta la Selva Negra. ¡Vaya! Los mejores sitios.
–Allí
fuiste a pescar el verano pasado, ¿no es cierto?
–Sí.
Comieron
la tarta de manzanas y bebieron el resto del vino.
George
se echó atrás, contra la pared, y cerró los ojos.
–El
vino me hace siempre sentirme así –dijo.
–¿Mal,
acaso? –preguntó Nick.
–No.
Estoy bien, pero me encuentro raro y divertido.
–Lo
sé.
–Claro.
–¿Quieres
que pida otra botella? –sugirió Nick.
–Por
mí, no –contestó George.
Nick
estaba apoyado con los codos encima de la mesa, y George recostado contra la
pared.
–¿Así
que Helen va a tener un hijo? –dijo George balanceando la silla para acercarse
de nuevo a la mesa.
–Sí.
–¿Cuándo?
–A
fines del verano que viene.
–¿Estás
contento?
–Ahora
sí.
–¿Volverán
a los Estados Unidos?
–Creo
que sí.
–¿Tienes
deseos de volver?
–Yo,
no.
–¿Y
Helen?
–Tampoco.
George
guardó silencio. Estaba mirando la botella y las copas vacías.
–Es
una porquería, ¿verdad?
–No.
Exactamente, no.
–¿Irán
a esquiar juntos alguna vez en los Estados Unidos?
–No
sé.
–Las
montañas no valen mucho.
–No.
Son muy rocosas. Además, hay muchos montes y están demasiado lejos.
–Sí
–dijo George–; en California.
–Sí
–convino Nick–; en todas partes en las que estuve vi lo mismo.
–Ajá.
Así es.
Después
de pagar, los suizos se levantaron y salieron.
–Me
gustaría que nosotros también fuésemos suizos –dijo George.
–No
te olvides de que los suizos tienen paperas –advirtió Nick.
–No
lo creo.
–Yo
tampoco.
Nick
y George se echaron a reír por la ocurrencia.
–¿Y
si es esta la última vez que esquiamos, Nick?
–No
es posible. Yo no lo haría si no me acompañases.
–Bueno,
entonces volveremos a esquiar.
–Hemos
de hacerlo –agregó Nick.
–Tendríamos
que prometerlo.
Nick
se puso de pie y se abrochó bien la chaqueta. Se inclinó sobre George para
recoger los dos palos de esquiar que estaban contra la pared y clavó uno en el
suelo.
–No
se gana nada con hacer promesas –expresó.
Luego
abrieron la puerta y salieron. Hacía mucho frío. La nieve amontonada estaba
dura. El camino subía por la colina hasta el bosque de pinos.
Los
dos amigos fueron a buscar los esquís que habían dejado junto a la pared del
albergue. Nick se puso los guantes. George empezó a subir por el camino con los
esquíes al hombro. Volverían juntos al pueblo.
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