Slawomir Mrozek
Limamos la reja y saltamos
al patio interior. Luego, brincamos el muro y nos encontramos en un bosque. Corrimos
por el bosque. Mi compañero corría cada vez más despacio.
–¿Qué
te pasa? –pregunté–. ¿Te duelen las piernas?
–No.
–¿Por
qué entonces reduces la velocidad?
–Porque
no nos están persiguiendo.
–Ahora
empezarán, apenas se den cuenta de que hemos huido. ¡Date prisa!
Pero
en vez de acelerar, se detuvo.
–¿No
se han dado cuenta, dices?
–Probablemente
no. ¿Por qué sigues parado? ¡Muévete, rápido!
Se
sentó bajo un árbol.
–Nadie
se preocupa por mí –dijo melancólicamente.
–¿De
qué estás hablando?
–Nadie
se interesa, a nadie le importa.
–¿Quién?
¿A quién?
–Si
yo les importara, me vigilarían mejor.
–¿Te
estás lamentando?
–El
hombre no le da importancia a otro hombre, ni siquiera cuando le pagan por ello.
Podrían darse cuenta, por lo menos.
–¿Te
vas a mover o no?
–No.
¿Para qué huir si nadie te persigue? ¿Para qué tener cuidado, si a nadie le importa?
Ay, qué vida…
–¿Sabes
qué? Tengo una pregunta para ti. ¿Por qué no regresas?
Se
levantó de un salto y gritó:
–¡Oh,
no! ¡Eso, no! Yo tengo mi dignidad, no voy a imponerme a nadie. ¡Me iré a mi soledad
existencial!
Y
con su paso lento, la cabeza levantada, se fue adelante, al bosque. Y yo tras él.
En
cierto modo, me daba vergüenza tener prisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario