Anatole France
Cuando estábamos terminando
de cenar en el restaurante Laboullée me dijo:
–Lo
admito, todos esos hechos relacionados con un estado aún mal definido del organismo
como doble visión, sugestión a distancia o presentimientos verídicos, la mayor parte
del tiempo no son constatados de una manera suficientemente rigurosa como para satisfacer
todas las exigencias de la crítica científica. Casi todos se basan en testimonios
que, aunque sinceros, dejan subsistir algo de incertidumbre acerca de la naturaleza
del fenómeno. Esos hechos están aún mal definidos, lo admito. Pero su posibilidad
ya no plantea dudas para mí desde el momento en que yo mismo he constatado uno.
Por pura casualidad, pude reunir todos los elementos de observación. Puedes creerme
cuando te digo que he procedido metódicamente y he puesto cuidado en evitar cualquier
causa de error. –Mientras articulaba estas frases, el joven doctor Laboullée golpeaba
con las dos manos su pecho hundido, atiborrado de folletos y, por encima de la mesa,
acercaba hacia mí su cráneo agresivo y calvo–. Sí, querido amigo, –añadió– por una
suerte única, uno de esos fenómenos clasificados por Myers y Podmore bajo la denominación
de “fantasmas de vivos”, se desarrolló en todas sus fases ante los ojos de un hombre
de ciencia. Lo constaté todo, lo anoté todo.
–Te
escucho.
–Los
hechos –continuó Laboullée– se remontan al verano de 1891. Mi amigo Paul Buquet,
del que te he hablado con frecuencia, vivía entonces con su esposa en un pequeño
apartamento de la calle de Grenelle, frente a la fuente. ¿Conoces a Buquet?
–Lo
he visto dos o tres veces. Es un chico grueso, con una barba hasta los ojos. Su
mujer es morena, pálida, de grandes facciones y grandes ojos grises.
–Eso
es: un temperamento bilioso y nervioso, bastante bien equilibrado. Pero en una mujer
que vive en París, los nervios ganan ventaja y… ¡a hacer puñetas!… ¿Has visto alguna
vez a Adrienne?
–La
encontré una tarde en la calle de la Paz, detenida con su marido delante de una
joyería, con la mirada encendida contemplando unos zafiros. Me pareció una mujer
hermosa y asombrosamente elegante para ser la esposa de un pobre diablo sumergido
en los sótanos de la química industrial. ¿Buquet no había triunfado en la vida?
–Buquet
trabajaba desde hacía cinco años en la casa Jacob, que vende productos y aparatos
para la fotografía en el bulevar Magenta. Esperaba ser socio de un día a otro. Sin
ganar millones, su posición no era mala. Y tenía futuro. Era un hombre paciente,
sencillo, trabajador. Había nacido para triunfar a largo plazo. Mientras tanto,
su mujer no era una carga para él. Como auténtica parisina, sabía ingeniárselas
y a cada instante encontraba buenas ocasiones para comprar ropa interior, vestidos,
encajes, joyas. Sorprendía a su marido por el arte que tenía para vestirse maravillosamente
por casi nada, y Paul se sentía feliz de verla siempre tan bien vestida con ropas
elegantes. Pero esto carece de interés.
–Esto
me interesa mucho, mi querido Laboullée.
–En
todo caso, esta charla nos aleja de nuestro objetivo. Como sabes, yo fui compañero
de estudios de Paul Buquet. Nos conocimos en la clase de seconde en el instituto
Louis–le–Grand y no habíamos dejado de relacionarnos cuando, a los veintiséis años
y sin posición, se casó por amor con Adrienne y, como él decía, con lo puesto. Este
matrimonio no interrumpió nuestra amistad. Al contrario, Adrienne me aceptó con
simpatía y cenaba frecuentemente con la joven pareja. Como sabes, soy el médico
del actor Laroche; tengo buena relación con los artistas que, de vez en cuando,
me regalan entradas. A Adrienne y a su marido les gustaba mucho el teatro. Cuando
tenía un palco para la noche, iba a cenar con ellos y luego los llevaba a la Comédie–Française.
Estaba siempre seguro de encontrar en el momento de la cena a Buquet –que regresaba
normalmente a las seis y media de la fábrica–, a su esposa y al amigo Géraud.
–¿Géraud?
–pregunté– ¿Marcel Géraud, el empleado de banca que llevaba siempre unas corbatas
tan bonitas?
–Sí,
el mismo, que era amigo de la casa. Como estaba soltero y era un invitado amable,
cenaba allí a diario. Les llevaba bogavantes, patés y todo tipo de golosinas. Era
gracioso, amable y hablaba poco. Buquet no podía estar sin él, y nos lo llevábamos
también al teatro.
–¿Qué
edad tenía?
–¿Géraud?
No sé. Entre treinta y cuarenta años… Un día en que Laroche me había regalado un
palco, fui como de costumbre a casa de los amigos Buquet, en la calle Grenelle.
Iba un poco retrasado y cuando llegué la cena estaba servida. Paul decía que tenía
mucha hambre, pero Adrienne no se decidía a sentarse a la mesa porque Géraud no
había llegado aún.
–Amigos
míos –dije– tengo un palco para el Français. Se representa Denise.
–¡Vamos!
–dijo Buquet– Cenemos rápido e intentemos no perdernos el primer acto.
La
criada sirvió la cena. Adrienne parecía preocupada y se veía que con cada cucharada
de sopa se le levantaba el estómago. Buquet tragaba ruidosamente los fideos cuyos
hilos pegados al bigote recuperaba con la lengua.
–Las
mujeres son extraordinarias –dijo–. Imagina, Laboullée, que Adrienne está preocupada
porque Géraud no ha venido a cenar esta noche. Se está montando mil ideas en la
cabeza. Dile que es absurdo. Géraud puede haber tenido algún impedimento. Tiene
sus asuntos. Es soltero; no tiene que darle cuentas a nadie de lo que hace con su
tiempo. Lo extraño, por el contrario, es que nos dedique casi todas las veladas.
Es muy amable por su parte. Pero es justo que le dejemos un poco de libertad. Yo
tengo por costumbre no inquietarme por lo que hacen mis amigos. Pero las mujeres
son distintas.
La
señora Buquet respondió con voz alterada:
–No
estoy tranquila. Temo que le haya ocurrido algo malo al señor Géraud.
Mientras
tanto Buquet activaba la cena.
–¡Sophie!
–le gritaba a la criada– ¡la carne, la ensalada, el queso, el café!
Observé
que la señora Buquet no había comido nada.
–Vamos
–le dijo su marido– ve a vestirte. Anda, no nos hagas perder el primer acto. Una
obra de Dumas no es como esas operetas en las que basta con escuchar un aria o dos.
Es una sucesión lógica de deducciones de la que no hay que perderse nada. Anda,
querida. Yo sólo tengo que ponerme la levita.
Ella
se levantó y se marchó a su habitación a paso lento y como a regañadientes. Su marido
y yo tomamos el café mientras fumábamos un cigarrillo.
–Me
siento algo contrariado porque el bueno de Géraud no haya venido esta noche –me
dijo Paul–. Le habría gustado ver Denise. Pero, ¿puedes creer que Adrienne
se atormente por su ausencia? De nada sirve intentar hacerle comprender que este
excelente chico puede tener asuntos que no nos cuenta, ¿quién sabe? tal vez asuntos
de mujeres. Pero Adrienne no comprende. Pásame un cigarrillo.
En
el momento preciso en que le tendía mi pitillera oímos salir de la habitación contigua
un prolongado grito de terror seguido del ruido de una caída pesada y desmadejada.
–¡Adrienne!
–exclamó Buquet.
Y
salió corriendo hacia el dormitorio. Yo le seguí. Encontramos a Adrienne tendida
en el suelo, con la cara pálida y los ojos vueltos, inmóvil. No presentaba ningún
síntoma de estado epiléptico o similar. No tenía espuma en los labios. Tenía los
miembros tendidos, pero sin rigidez. El pulso era irregular y corto. Ayudé a su
marido a ponerla en un sillón. La circulación se restableció casi de inmediato y
su tez, normalmente de un blanco mate, se inundó de rosa.
–¡Ahí!
–dijo señalando el espejo del armario– ¡ahí! Lo he visto ahí. Cuando estaba abrochándome
el corpiño, lo he visto en el espejo. Me di la vuelta creyendo que se encontraba
detrás de mí. Pero al no ver a nadie, lo he comprendido y me he desmayado.
Mientras
tanto indagué si la caída le había producido alguna lesión pero no encontré ninguna.
Buquet le hacía beber agua de melisa con azúcar.
–Vamos,
querida –le decía– reponte. ¿Qué diablos te ocurre? ¿Qué dices?
Ella
palideció de nuevo.
–¡Oh!
¡lo he visto! ¡he visto a Marcel!
–¡Ha
visto a Géraud! ¡Qué curioso! –exclamó Buquet.
–Sí,
lo he visto –repitió gravemente– me ha mirado sin decir nada, así. –Y ponía una
cara desencajada.
Buquet
me interrogó con la mirada.
–No
te inquietes, –respondí–; estos trastornos no son graves; es posible que respondan
a una afección del estómago. Lo estudiaré gustosamente. Por el momento no hay que
preocuparse. Yo conocí en el hospital de la Caridad a un enfermo gastrálgico que
veía gatos debajo de todos los muebles.
Unos
minutos después, como la señora Buquet se había recuperado por completo, su marido
sacó el reloj y me dijo:
–Laboullée,
si consideras que el teatro no le producirá daño, es hora de marcharnos. Voy a decirle
a Sophie que vaya a buscar un coche.
Adrienne
se puso bruscamente el sombrero.
–Paul,
Paul, doctor, escuchen: pasemos antes por la casa del señor Géraud. Estoy inquieta,
mucho más inquieta de lo que puedo expresar.
–¡Estás
loca! –exclamó Buquet– ¿Qué quieres que le haya pasado a Géraud? Lo vimos ayer en
perfecta salud.
Ella
me lanzó una mirada suplicante, cuya ardiente luz me atravesó el corazón.
–Laboullée,
amigo mío, pasemos por la casa del señor Géraud, por favor.
Se
lo prometí. ¡Me lo había pedido de tal modo! Paul estaba gruñendo, porque quería
ver al primer acto. Le dije.
–Vamos
a casa de Géraud, no supone un gran rodeo.
El
coche nos estaba esperando. Le grité al cochero: “Al nº 5 de la calle del Louvre.
Y vaya rápido.”
Géraud
ocupaba en el nº 5 de la calle del Louvre, no lejos de su banco, un apartamento
de tres habitaciones repleto de corbatas. Era el gran lujo del aquel buen chico.
Apenas nos detuvimos ante la casa Buquet saltó del simón e introduciendo la cabeza
en la portería, preguntó:
–¿Cómo
está el señor Géraud?
La
portera le respondió:
–El
señor Géraud regresó a las cinco y recogió su correo. No ha vuelto a salir. Si quiere
usted verlo, es en la escalera del fondo, cuarto piso, a la derecha.
Pero
Buquet se encontraba ya junto a la puerta del simón y decía:
–Géraud
está en su casa. Ya ves que no tenías razón, querida. Cochero, a la Comédie-Française.
Entonces
Adrienne sacó casi medio cuerpo del coche.
–Paul,
te lo suplico, sube a su casa. Ve a verlo. Ve a verlo, es necesario.
–¡Subir
cuatro pisos! –dijo encogiéndose de hombros–. Adrienne, vas a hacer que no lleguemos
al teatro. En fin, cuando a una mujer se le mete algo en la cabeza…
Permanecí
en el coche con la señora Buquet de la que veía brillar los ojos en la oscuridad
vueltos hacia la casa. Paul regresó.
–¡Caramba!
–dijo–, he llamado tres veces. No me ha contestado. Sin duda tenía razones para
no querer ser molestado. Tal vez esté con una mujer. ¿Qué tendría de raro?
La
mirada de Adrienne adoptó una expresión tan trágica que incluso yo sentí una sensación
de inquietud. Y luego, pensándolo bien, no me parecía demasiado normal que Géraud,
que no cenaba nunca en su casa, se hubiera quedado allí desde las cinco hasta las
siete y media.
–Espérenme
–dije al señor y la señora Buquet–, voy a hablar con la portera.
Ésta
también encontraba raro que Géraud no hubiera salido para ir a cenar como de costumbre.
Era ella quien le hacía la limpieza al inquilino del cuarto por lo que tenía la
llave del apartamento. Cogió la llave del rastel y se ofreció a subir conmigo. Cuando
llegamos al rellano, abrió la puerta y desde el vestíbulo llamó tres o cuatro veces:
“Señor Géraud”. Al no recibir respuesta, se arriesgó a entrar en la habitación siguiente
que servía de dormitorio. Llamó de nuevo: “Señor Géraud, señor Géraud”. No hubo
respuesta; todo estaba a oscuras. No teníamos cerillas.
–Debe
haber una caja de cerillas suecas en la mesita de noche –me dijo la mujer que estaba
empezando a temblar y no podía dar un paso.
Me
puse a palpar sobre la mesita y sentí que mis dedos se impregnaban de algo pegajoso:
“Conozco esto –pensé–, es sangre.” Cuando por fin encendimos una vela, vimos a Géraud
tendido sobre su cama, con la cabeza destrozada. El brazo le colgaba hasta la alfombra
sobre la que había caído su revólver. Una carta manchada de sangre se hallaba sobre
la mesita. Escrita de su puño y letra, iba destinada al señor y la señora Buquet
y empezaba así: “Mis queridos amigos, ustedes han sido la alegría y el encanto de
mi vida…” Luego les anunciaba su decisión de quitarse la vida, sin revelarles exactamente
los motivos. Pero daba a entender que eran los problemas económicos los que habían
determinado su suicidio. Reconocí que la muerte se había producido hacía una hora
aproximadamente; por lo que se había suicidado en el instante mismo en que la señora
Buquet lo había visto en el espejo.
–¿No
es éste un caso perfectamente constatado de doble visión o, para hablar con más
exactitud, un ejemplo de esos extraños sincronismos psíquicos que la ciencia estudia
en la actualidad con más celo que éxito?
–Tal
vez sea otra cosa –contesté yo–. ¿Estás seguro de que no había nada entre Marcel
Géraud y la señora Buquet?
–Pues…
nunca me di cuenta de nada… Pero, ¿qué podía importar eso?…
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