miércoles, 20 de julio de 2022

Un látigo en mi alcoba

Víctor Roura

 

Oí unos toquidos en la puerta la mera noche del 24 de diciembre. Fui a abrir. Vino a mí una mujer vestida de pastora.

–Os pido posada –dijo.

Amablemente, la pasé a la sala.

–Hambre ha de tener, hermana –dije.

Bajó la cabeza, con humildad.

–Tengo dos días caminando sin rumbo fijo –indicó.

Fui a la cocina. Le llevé un vaso de leche.

–¿Para dónde va, de dónde viene? –pregunté mirando sus ojos azules.

Era joven la pastora.

–Sólo recuerdo que estábamos representando una obra en un teatro al aire libre. Yo salí en busca del diablo por órdenes del ángel. Bajé del escenario. Me fui por los árboles del parque y luego por callejones, y cuando me di cuenta me supe perdida…

Se llevó la leche a sus labios. De un solo trago acabó con ella.

–¿Quiere otro vaso? –pregunté.

Dijo que sí. Fui a la cocina. Cuando regresé, la pastora estaba tendida en el sofá. Se había quitado los zapatos.

–Perdón, estoy rendida –dijo.

La vi de pies a cabeza.

–Duerma, si eso le hace bien –dije.

Cerró los ojos.

–No supe por qué calles me metí –prosiguió–. Me salí de la obra. No sé bien cómo fui a extraviarme.

Quiso llorar.

Miré hacia otra parte, para atenuar su sensibilidad.

–¿Por qué no ha llamado por teléfono a su familia o a sus amigos? –pregunté, después de una breve pausa.

Me miró, molesta.

–Porque aún no hallo al demonio –dijo, con un acento de tristeza irreconciliable.

Le di el vaso de leche.

–Si pudiera introducirme en su farsa, encantado de prestarle mis servicios –dije, bajando los ojos.

Tomó la leche, apresurada.

–¿De veras? –dijo.

Sus ojos azules brillaron repentinamente.

–Si eso la reconcilia –subrayé.

La pastora se despojó de las ropas, feliz. Me pidió una sábana. Fui por ella. La cubrí.

–Mañana lo llevaré con el ángel, entonces –dijo, somnolienta.

Asentí. Puse su ropa arriba de una silla. Apagué la luz. Fui a mi recámara.

Prendí el televisor.

Al rato tuve que subirle el volumen porque los ronquidos de la pastora eran fatalmente ruidosos.

Por la ventana abierta percibí la luz de una estrella.

Es lo último que recuerdo.

El sueño me venció.

 

Me despertó la pastora. Tenía su cabello húmedo. Estaba vestida de nuevo.

–¡Vámonos! –ordenó.

Le dije que me dejara dormir media hora más.

–¡Ya, Satán, descansaste demasiado! –gritó.

Abrí los ojos desmesuradamente.

–Ora –dije–, ya déjeme en paz, y que su camino sea provechoso y fértil…

La vi de reojo. Estaba colérica.

–¡Vamos ya, que la obra ha quedado inconclusa!

Reí.

–Ya bájele, pastora, que mucho he jugado con su festín onírico –dije.

Pero la mujer sacó de su morral un látigo y lo alzó por los aires.

Estaba yo de pie en un santiamén.

–Esto es demasiado –dije–, está llevando su pérfido juego hasta límites que me sobrepasan…

–Dejémonos de rabietas, Satán –ordenó.

Me puse el pantalón y una playera, con prontitud.

–Debe vestirse de rojo –dijo.

Miré hacia arriba, en busca de alguna piedad.

–El rojo no me va –dije.

Asestó un latigazo en la cama.

–¡Con celeridad, que me cansan las arbitrariedades! –gritó.

¡Vaya navidad! Sin brindis por primera vez en mi historia y con una pastora extraviada de su obra. Empecé a sudar frío.

–Ha dormido bien y ha bebido de mi poción –dije–, ¿no le parece que su fin es avieso e incomprensible?

Dio otro latigazo. Ahora contra la pared.

–¡Basta de este diálogo incesante y superficial!

–Su bondad o su cordura han de estar en sitio equivocado, señorita –dije.

De un latigazo tiró el cuadro de Toledo que tengo en mi recámara.

–Con el arte no se meta –dije, iracundo.

Y me fui sobre ella. Los dos caímos al suelo.

–¡Suélteme, profeta del mal y engañoso filósofo de la jarana! –gritó.

Le quité el látigo. Me puse de pie.

–Váyase a otro hogar donde sus actitudes le sean respetadas –dije, alzando la voz.

Se levantó. Se alisó la falda. Se acomodó el cabello.

–¡No eres digno de que te mire, Belcebú! –dijo.

La tomé del brazo y la conduje hasta la puerta.

–Y diga que los cielos no ofrecieron tormenta –añadí, empujándola hacia afuera.

Cerré la puerta.

Oí sus sollozos, que se iban perdiendo con su lejanía.

Ésa es la razón de la presencia de dicho instrumento en mi alcoba.

No tiene nada que ver con desviaciones amorosas ni nada por el estilo. Lo que se dice es infundado. Rumores gratuitos.

La historia, ciertamente, es irrepetible, mas no por ello debe negársele veracidad.

El látigo lo he colocado en el clavo donde antes estaba colgado el Toledo.

Tal vez pueda necesitarlo en otra ocasión.

 

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