Víctor Roura
Oí
unos toquidos en la puerta la mera noche del 24 de diciembre. Fui a abrir. Vino
a mí una mujer vestida de pastora.
–Os pido posada –dijo.
Amablemente, la pasé a la sala.
–Hambre ha de tener, hermana –dije.
Bajó la cabeza, con humildad.
–Tengo dos días caminando sin rumbo fijo –indicó.
Fui a la cocina. Le llevé un vaso de
leche.
–¿Para dónde va, de dónde viene? –pregunté
mirando sus ojos azules.
Era joven la pastora.
–Sólo recuerdo que estábamos representando
una obra en un teatro al aire libre. Yo salí en busca del diablo por órdenes
del ángel. Bajé del escenario. Me fui por los
árboles del parque y luego por callejones, y cuando me di cuenta me supe perdida…
Se llevó la leche a sus labios. De un solo
trago acabó con ella.
–¿Quiere otro vaso? –pregunté.
Dijo que sí. Fui a la cocina. Cuando regresé,
la pastora estaba tendida en el sofá. Se había quitado los zapatos.
–Perdón, estoy rendida –dijo.
La vi de pies a cabeza.
–Duerma, si eso le hace bien –dije.
Cerró los ojos.
–No supe por qué calles me metí
–prosiguió–. Me salí de la obra. No sé bien cómo fui a extraviarme.
Quiso llorar.
Miré hacia otra parte, para atenuar su
sensibilidad.
–¿Por qué no ha llamado por teléfono a su
familia o a sus amigos? –pregunté, después de una breve pausa.
Me miró, molesta.
–Porque aún no hallo al demonio –dijo, con
un acento de tristeza irreconciliable.
Le di el vaso de leche.
–Si pudiera introducirme en su farsa, encantado
de prestarle mis servicios –dije, bajando los ojos.
Tomó la leche, apresurada.
–¿De veras? –dijo.
Sus ojos azules brillaron repentinamente.
–Si eso la reconcilia –subrayé.
La pastora se despojó de las ropas, feliz.
Me pidió una sábana. Fui por ella. La cubrí.
–Mañana lo llevaré con el ángel, entonces –dijo,
somnolienta.
Asentí. Puse su ropa arriba de una silla. Apagué
la luz. Fui a mi recámara.
Prendí el televisor.
Al rato tuve que subirle el volumen porque
los ronquidos de la pastora eran fatalmente ruidosos.
Por la ventana abierta percibí la luz de
una estrella.
Es lo último que recuerdo.
El sueño me venció.
Me
despertó la pastora. Tenía su cabello húmedo. Estaba vestida de nuevo.
–¡Vámonos! –ordenó.
Le dije que me dejara dormir media hora
más.
–¡Ya, Satán, descansaste demasiado! –gritó.
Abrí los ojos desmesuradamente.
–Ora –dije–, ya déjeme en paz, y que su camino
sea provechoso y fértil…
La vi de reojo. Estaba colérica.
–¡Vamos ya, que la obra ha quedado
inconclusa!
Reí.
–Ya bájele, pastora, que
mucho he jugado con su festín onírico –dije.
Pero la mujer sacó de su morral un látigo
y lo alzó por los aires.
Estaba yo de pie en un santiamén.
–Esto es demasiado –dije–, está llevando
su pérfido juego hasta límites que me sobrepasan…
–Dejémonos de rabietas, Satán –ordenó.
Me puse el pantalón y una playera, con
prontitud.
–Debe vestirse de rojo –dijo.
Miré hacia arriba, en busca de alguna
piedad.
–El rojo no me va –dije.
Asestó un latigazo en la cama.
–¡Con celeridad, que me cansan las
arbitrariedades! –gritó.
¡Vaya navidad! Sin brindis por primera vez
en mi historia y con una pastora extraviada de su obra. Empecé a sudar frío.
–Ha dormido bien y ha bebido de mi poción
–dije–, ¿no le parece que su fin es avieso e incomprensible?
Dio otro latigazo.
Ahora contra la pared.
–¡Basta de este diálogo incesante y superficial!
–Su bondad o su cordura han de estar en
sitio equivocado, señorita –dije.
De un latigazo tiró el cuadro de Toledo
que tengo en mi recámara.
–Con el arte no se meta –dije, iracundo.
Y me fui sobre ella. Los dos caímos al suelo.
–¡Suélteme, profeta del mal y engañoso filósofo
de la jarana! –gritó.
Le quité el látigo. Me puse de pie.
–Váyase a otro hogar donde sus actitudes
le sean respetadas –dije, alzando la voz.
Se levantó. Se alisó la falda. Se acomodó
el cabello.
–¡No eres digno de que te mire, Belcebú! –dijo.
La tomé del brazo y la conduje hasta la
puerta.
–Y diga que los cielos no ofrecieron
tormenta –añadí, empujándola hacia afuera.
Cerré la puerta.
Oí sus sollozos, que se iban perdiendo con
su lejanía.
Ésa es la razón de la presencia de dicho
instrumento en mi alcoba.
No tiene nada que ver con desviaciones amorosas
ni nada por el estilo. Lo que se dice es infundado. Rumores gratuitos.
La historia, ciertamente, es irrepetible,
mas no por ello debe negársele veracidad.
El látigo lo he colocado en el clavo donde
antes estaba colgado el Toledo.
Tal vez pueda necesitarlo en otra ocasión.
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