Silvina Ocampo
Era un día patrio. Su marido había ido
a ver el desfile. Las calles estaban embanderadas y en todas las casas se oían músicas
marciales. Era también un día sin horas. Para no perder el espectáculo habían almorzado
a las once y media. El cielo estaba tormentoso.
–Pobres soldados, tener
que marchar con este día –repetía Ermelina de Ríos encendiendo la luz.
Por más que levantara
las cortinitas de la ventana, el cuarto quedaba en tinieblas. Afuera caía una lluvia
finísima.
Los días de fiesta,
siempre Ermelina cosía frente a la ventana. Remendaba las camisas, zurcía las medias.
Esta vez, Ermelina cosía un vestido, para cuando estuviese más delgada. El cuarto
estaba en desorden, había retazos de género en el suelo, alfileres, papeles recortados.
La puerta que comunicaba con la pieza vecina estaba abierta. Ermelina alzó los ojos
y miró la cama de matrimonio que era de bronce dorado; un ramo de flores en el centro
de la cabecera entrelazaba los barrotes con una cinta. Esa cama era el testimonio
de su felicidad. Se la mostraba siempre a sus amigas y a las amigas de sus vecinas.
Era el regalo de bodas que le había hecho Paula Hodl, la dueña de la casa de sombreros
donde ella trabajaba. Hacía quince años que trabajaba en esa casa, y era sin duda
la mejor ofíciala. Las alas de los sombreros bajo sus manos se plegaban mágicamente;
las cintas, las plumas, los moños y las flores eran dóciles a sus dedos, que formaban,
con idéntica facilidad, el sombrero de fieltro, el panamá de papel, el verdadero
panamá o el sombrero de paja de Italia. Paula Hodl la adoraba. Cuando algún admirador
mandaba flores para Paula, ésta, infaliblemente, le daba dos o tres de las más lindas.
Pero Paula no la quería a ella, sino a su habilidad, no la quería a ella, sino a
los sombreros que salían de sus manos como pájaros recién nacidos. Desde que se
había casado, Paula le hablaba de mal modo, los sombreros estaban mal planchados,
las clientas se quejaban. Paula movía una mano amenazadora.
–Ya te dije, Ermelina,
ya te dije que no te casaras. Ahora estás triste. Has perdido hasta la habilidad
que tenías para adornar sombreros –y sacudiendo un sombrero adornado con cintas,
añadía con una pequeñísima risa, que parecía una carraspera–: ¿Qué significa este
moño? ¿Qué significa esta costura?
Ermelina sabía que el
sombrero era un cachivache, pero quedaba en silencio (era su manera de contestar).
No estaba triste. Hasta entonces había tratado los sombreros como a recién nacidos,
frágiles e importantes. Ahora le inspiraban un gran cansancio, que se traducía en
moños mal hechos y pegados con grandes puntadas, que martirizaban la frescura de
las cintas.
–Cuando sienta los primeros
dolores venga en seguida a la maternidad –le había dicho el médico–. Me parece que
le faltan pocos días.
Ermelina sentía su hijo
moverse dentro de ella. Sentía que se encogía, que se estiraba caprichosamente,
como en una cuna recién estrenada. Creía ver la forma de los pies desnudos y de
las manos de muñeca.
No estaba sola en ese
cuarto frío.
Alguien golpeaba la
puerta, alguien venía siempre a interrumpir las largas conversaciones que tenía
con su hijo que era a veces un muchacho de veinte años con un traje gris rayado,
a veces de doce años y otras veces un recién nacido. Veía al hombre, al niño, al
bebé; no el rostro. Ermelina dejó la costura, hizo pasar a la vecina que llegaba
con sus dos hijos. Le pidió que se sentara en la mecedora que era su preferida,
mientras ella volvió a la pequeña silla de costura. Los chicos se arrastraban por
el suelo. Eran chiquitos y morenos, con las mejillas paspadas.
–Cumplo con mi promesa;
aquí le traigo los cuadernos de mis hijos. Pobrecitos, es el primer año que van
al colegio –dijo la vecina, abriendo los cuadernos y dándoselos a Ermelina.
Entre cada página de
palotes había figuritas pegadas, ramos de rosas y nomeolvides, manos entrelazadas,
palomas, niños, animales, banderas. Ermelina hojeaba el cuaderno.
–Qué bien. Qué estudiosos
son sus hijos, señora –repetía dando vuelta las páginas, hasta que se detuvo frente
a una, donde había la cara de un chico muy rosado, pegada entre un ramo de lilas–.
Así quisiera que fuese. Así quisiera que fuese mi hijo –repetía Ermelina indicando
con la mano la imagen brillante–. Me ha dicho mi tía que en los meses de preñez,
si se mira mucho un rostro o una imagen, el hijo sale idéntico a ese rostro o a
esa imagen.
–Dicen tantas cosas
–suspiró la vecina, y agregó–: No es porque sean míos, pero mis hijos son bien lindos
y durante los nueve meses del embarazo se puede decir que no he visto a nadie, ni
mirado a nadie, ni siquiera en revistas, ni siquiera en figuras. En aquella estancia
en La Pampa no teníamos radio. No teníamos otra música que la música de los eucaliptos.
Yo estaba recluida en las habitaciones todo el santo día, haciendo solitarios. ¡Qué
vacaciones fueron aquellas! No me las olvidaré nunca –y diciendo esto tomó el cuaderno
que Ermelina le tendía, para mostrarle el rostro del niño rosado.
De repente Ermelina
vio que el menor de los hijos de la vecina se parecía extrañamente a la sota de
espadas; era una suerte de hombrecito pequeño aplastado contra el suelo, vestido
de verde y rojo. El otro parecía un rey muy cabezón con una copa en la mano, donde
bebía una cantidad incalculable de agua. Habían sembrado el suelo con los útiles
de colegio, y jugaban a la guerra con unos sacapuntas en forma de cañoncitos.
La vecina, mirando la
figura, comentó:
–Tiene la nariz demasiado
respingada, y además tiene mota, como un negro.
Ermelina sacudió la
cabeza:
–Es un niño precioso
–alzó los ojos triunfantes–. Así quiero que sea mi hijo.
Hasta entonces no sabía
cómo tenía que ser su hijo, rubio o moreno, de ojos azules, verdes o negros. ¿Parecido
a quién? No lo sabía, y ahora había encontrado la imagen.
–¿Me presta este cuaderno,
señora? Solamente hasta esta noche.
La vecina consintió,
y se despidió de Ermelina, dejándole un beso pegajoso en cada mejilla. Los dos niños
salieron del cuarto arrastrando los pies.
Ermelina volvió a sentarse
con el cuaderno entre las manos; estudió la imagen minuciosamente, luego la dejó
sobre la mesa y tomó la costura. Pero no había cosido cuatro puntadas, cuando empezó
a sentir un dolor y después otro, como relámpagos espaciados, pero puntuales. Se
levantó de la silla. Seguramente era el niño que estaba por nacer; lo sentía en
su vientre, como en un cuarto oscuro, golpeando contra la puerta, con insistencia.
Se puso un abrigo y ató un pañuelo alrededor del cuello. Tomó un lápiz y un papel
donde escribió en letras temblorosas: El niño está por nacer, me voy a la maternidad,
la sopa está lista, no hay más que calentarla para la hora de la comida, la figura
que está en la hoja abierta de este cuaderno es igual a nuestro hijo, en cuanto
la mires llévale el cuaderno a la señora Lucía que me lo ha prestado. Prendió el
papelito con un alfiler sobre la colcha de la cama, puso al lado el cuaderno abierto,
apagó la luz y salió del cuarto.
Atravesó los corredores
oscuros, lentamente. Bajó las escaleras empinadas, con miedo de caerse; se aferraba
a la baranda. En la esquina esperó el ómnibus. Llevaba apretada en su mano la recomendación
para el médico. El trayecto era largo. Parecía que el conductor del ómnibus no tenía
apuro como otras veces; parecía esperar a una novia, en todas las esquinas; miraba
de izquierda a derecha y hablaba solo. Ermelina pensó que iba a tener el hijo allí
mismo, tan fuerte seguían los golpes y con tanta impaciencia. El tránsito estaba
interrumpido; los dolores se sucedían como cuentas de un rosario interminable. Por
fin se detuvo el ómnibus. Para llegar a la maternidad, no había que caminar más
que unos cuantos metros. Ermelina se bajó trabajosamente; caminaba con rapidez y,
por el esfuerzo que hacía para no separar demasiado las piernas, con una extraña
cadencia de baile. Subió los escalones larguísimos y blancos de la maternidad; había
una luz constante, de amanecer. Las enfermeras la rodearon, la llevaron de sala
en sala, luego la estiraron sobre una cama. Vio muchas estrellas rojas y azules,
adornando gigantescos sombreros; rompió con los dientes cintas de seda, que eran
ásperas sábanas de algodón, que le hicieron sangrar las encías. La negrura del cuarto
se llenaba de filamentos deslumbrantes y de gritos. Y después perdió la conciencia.
Nadaba en un lago sin agua y sin orillas, hasta que llegó a la ausencia del dolor,
que fue una gran desnudez pura y diáfana. Se había sentido como una casa muy grande
y muy cerrada, que hubieran de pronto abierto, para un solo niño que quería ver
el mundo.
Despertó en la camita
blanca, repetida como en un cuarto de espejos, un cuarto larguísimo, repleto de
camitas blancas, alineadas. La enfermera se inclinó sobre la cama:
–Señora, mire lo que
le traigo.
Entre envoltorios de
llantos y pañales Ermelina reconoció la cara rosada pegada contra las lilas del
cuaderno. La cara era quizá demasiado colorada, pero ella pensó que tenía el mismo
color chillón que tienen los juguetes nuevos, para que no se decoloren de mano en
mano.
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