martes, 19 de julio de 2022

Jaque

Slawomir Mrozek

 

El día estaba nublado. A mí me daba lo mismo, pero encontré a un amigo que parecía muy preocupado.

Tengo un principio de reumatismo. Irremediable. No le concedería mucha atención si no fuera porque acabo de resfriarme. Basta que me moje hoy y estoy arreglado. Creo que es un principio de gripe. Me empiezan a doler los huesos. ¿Pero después? Nunca se sabe cuándo puede aparecer alguna complicación peligrosa.

Le respondí que no tenía por qué mojarse. Basta esperar bajo techo a que pase la lluvia. A Dios gracias, techos tenemos suficientes.

–A ti te es fácil decirlo, no tienes obligaciones al aire libre. Yo, llueva o truene, trabajo a cielo abierto. Hay que vivir de algo.

Le pregunté en qué trabajaba ahora. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Habíamos trabajado juntos como extras en un teatro y probado muchas profesiones inseguras, dependientes de las circunstancias. Abastecedores, guardaespaldas, vigilantes nocturnos, catorceavos a una mesa, consoladores de temporada, invitados profesionales.

Me explicó que ahora había encontrado un trabajo relativamente liviano y que estaría del todo satisfecho si no fuera tan sensible a los cambios de temperatura.

–¿Sabes lo que es un ajedrez vivo? Lo mismo que un ajedrez corriente, sólo que en lugar de jugarse sobre un tablero puesto en la mesa, se juega en un enorme tablero situado en alguna plaza. En lugar de las pequeñas figurillas inertes se emplea a gente disfrazada. Se entiende que los jugadores deben sentarse sobre unas tarimas a ambos lados del tablero para poder abarcar con la vista todos los campos. El ajedrez vivo se juega en las ferias al aire libre y es un espectáculo como pocos. La gente lo mira con gusto. ¿Cuántas personas pueden seguir cómodamente una partida jugada sobre un tablero pequeño? Serán a lo sumo tres o cinco, aparte de que estorban a los jugadores. En cambio, en una partida de ajedrez vivo pueden asistir todos los espectadores que quieran, mientras los jugadores están lejos de la multitud y pueden pensar tranquilamente cómo darle mate al adversario. Piensa además en el colorido de los disfraces y todo aquello y comprenderás por qué es un espectáculo tan interesante. También se puede organizar un ajedrez vivo bajo techo en algún club que disponga de una sala conveniente.

…Sí, por supuesto. A más del terreno necesario se necesita también un equipo de gente. Dieciséis personas para los blancos, dieciséis para los negros, algunos de reserva (todos son humanos) y el correspondiente vestuario. Los voluntarios no sirven. El entusiasmo que los ha llevado a participar se esfuma a los quince minutos. Se cansan rápidamente, se impacientan, después buscan cualquier pretexto (la muerte de un familiar, una plancha enchufada en casa o un dolor de cabeza) y se retiran echando a perder a veces una partida que prometía estar muy interesante. Se necesita gente alquilada, que no se interese para nada por el asunto, éstos no están expuestos a perder el interés y garantizan su participación hasta el final con un entusiasmo uniforme, sin vaivenes. Trabajan como profesionales y como tales aseguran el debido nivel de participación.

…Es un trabajo relativamente liviano, la incomodidad depende de las más diversas circunstancias. En verano, con buen tiempo, puede parecer muy agradable, siempre que uno no sea propenso a las insolaciones. En otoño, durante los días lluviosos, puede causar catarro y melancolía. Pero lo peor es en invierno. Cuando se juega durante una nevada copiosa, uno suele no ver más allá de dos cuadrados y tiene que fijarse bien para no tomar una figura propia en lugar de una contraria.

…Pero por ahora estamos en verano, sólo que nublado.

…No tendría de qué quejarme –finalizó mi amigo– si no fuera por estas nubes y mis delicadas amígdalas. Si hoy no voy a trabajar, me pueden echar. Estoy de alfil. Llegué a ese puesto con no poco esfuerzo y con la envidia de mis colegas. Reemplázame hoy, te lo ruego. Mañana puede ser que el tiempo mejore. Te llevas todo el jornal de hoy. A los alfiles les pagan mejor porque corren más. A todas las figuras les pagan más, por orden de antigüedad. Puede ser que a fines del verano llegue a rey.

–No puedo –le respondí– me siento muy mal en público. ¿Recuerdas que tenía dificultades en el teatro? La multitud aumenta mi timidez y eso, por reacción, me lleva a portarme de una manera demasiado abierta y desenfadada. Por otro lado, me parece que ya que han venido para verme, sería una falta de honradez no mostrarles todo. Por eso me echaron del teatro, cuando en un estreno, bajo la influencia de tantas miradas, le mostré al público un forúnculo. Y como tú mismo has dicho, el ajedrez vivo también es un espectáculo.

–Oh, no te preocupes –me tranquilizó mi amigo–. En este caso no se trata de ningún espectáculo. Trabajo para dos caballeros de edad a quienes el médico ha recomendado ejercicio al aire libre. Abandonaron, pues, el ajedrez casero para dedicarse al ajedrez vivo. Es un juego privado. Aparte del personal no encontrarás ningún mirón.

Cavilé un momento. En fin de cuentas ese día no tenía nada que hacer y no veía ningún motivo por el cual no hacerle un servicio a un amigo y ganar de paso un poco de dinero.

–Arreglado –le dije–. ¿Pero estás seguro de que podré hacerlo?

–Es muy sencillo y las indicaciones que hagan falta te las puede dar el caballo. Soy de los blancos y él está junto a mí a la izquierda. Así que antes de que comience cada partida tenemos tiempo para conversar un poco.

–Voy, pues.

–Está bien. Yo me voy a dormir.

Nos despedimos.

La partida se disputaba en un patio cerrado, rodeado por todos lados por una galería de dos pisos. Era el patio interior de un viejo palacio. Pasé por una puerta tan profunda que parecía más bien un túnel que una puerta. Un rectángulo de cielo gris cubría este enorme cajón, tan amplio que el tamaño del tablero de ajedrez pintado en el fondo, no causaba la menor impresión. Aquí y allá trepaban por los muros grandes manchas de hiedra que cubrían de un color verde parte de los balcones. Todo el patio estaba sumergido en una penumbra de color esmeralda cuyas tonalidades cambiaban con el pasar de las nubes en lo alto. En medio vi unas figuras que se movían, extrañamente pequeñas, debido a nuestra costumbre de que las figuras vistas en un interior nos parecen siempre bastante grandes a causa de la corta distancia. Aquí me encontré, sin embargo, a cielo abierto, pero al mismo tiempo en un interior, la arquitectura había conjugado muy hábilmente el espacio abierto con los planos que lo cerraban.

En realidad, algunas de estas figuras habían adquirido dimensiones descomunales gracias a sus disfraces. Los peones vivos eran los que menos se diferenciaban en tamaño de un hombre corriente. Pero los alfiles, las torres y los caballos eran enormes. Sólo los pies que salían por debajo de esos fantásticos andamios, conservaban su aspecto normal, calzados con una profusión de zapatos viejos y raídos. Por arriba se veían las crines de los caballos y las bocas que descubrían unos dientes del tamaño de baldosas, los muros austeros y regulares de las torres almenadas, las gorgueras de los alfiles.

Involuntariamente me detuve atemorizado al borde de la superficie que debía atravesar a la salida del umbral, que por un momento me había parecido tan familiar y acogedora, pero que ahora se mostraba dispuesta a repetir en un eco sombrío el susurro más leve. No advertí que detrás de mí se había parado una torre negra.

–No se puede –dijo una voz en su interior. De cerca vi las rayas blancas pintadas sobre fondo negro que remedaban las uniones entre los ladrillos. Instintivamente miré hacia arriba, hacia las almenas, aunque sabía que la cabeza del que hablaba debía hallarse más o menos a la altura de la mía.

Le expliqué cortésmente que no había venido a mirar sino en reemplazo de un amigo enfermo. La torre estaba parada junto a mí, callando, hasta que se dejó oír en su profundidad algo parecido a una escupida y se alejó rechinando sobre la grava con sus zapatos de suelas gruesas. Entré en el patio.

En el ala izquierda de los blancos vi el caballo que me había recomendado mi amigo. Lo saludé y él volvió hacia mí su musculoso pecho de cartón y sus crines en pintoresco y rígido desorden, de manera que las narices se encontraron justo sobre mi cabeza.

–Está bien –dijo– te ayudaré a ponerte el disfraz. ¿Tienes un cigarro? Durante el trabajo no se puede fumar, así que hay que aprovechar antes de que empiece. Hay que aprender a que el humo no vaya para arriba porque el viejo se enoja si lo ve. El humo hay que soltarlo por los pantalones para que salga por la bocamanga, así no se ve. Son cosas que tienes que aprender.

Siguiendo las indicaciones del caballo entré al interior del alfil, un interior asfixiante y oscuro. Por los orificios para mirar vi el borde de mi gorguera y parte del patio sumergido en una penumbra verdosa.

–Así es, amigo –decía el caballo–, aquí también hay que saber cómo hacer las cosas. Ahora, por ejemplo, puedes encenderte un cigarrillo, siempre que lo hagas con cuidado, o puedes comerte una merienda, pero sin tirar el papel al suelo. Lo difícil empieza más tarde.

A mi derecha se paró la dama. Instintivamente miré las piernas de la reina. Vi las deshilachadas perneras de unos pantalones y unos botines andrajosos. Más allá se erguía el majestuoso contorno de la silueta del rey. Por debajo se veían unos pies en tenis.

–El rey es al que más le pagan –decía el caballo– porque es la figura más pesada, pero en cambio camina poco, cosa muy importante a una edad avanzada. Siempre es bueno tener unos céntimos más cuando se es viejo. Si ves que le llega el tumo y él no se mueve, dale unos golpes en la pared si estás al lado de él. Con frecuencia se duerme parado allí dentro. Es un trato que tenemos con él.

Por sobre la creciente fila de los negros veía los balcones. El aire saturado de humedad había perdido transparencia, la niebla había apagado los contornos, un ancho saliente del techo echaba sombra sobre las paredes. Gracias a ello las columnas, los arcos y la balaustrada con sus borrones de hiedra daban la impresión de estar dibujados con descuidados trazos de vapor, sobre un solo plano.

–¡Ja! –dijo el peón delante de mí. El alfil derecho de los negros llegó de nuevo borracho.

–Hace muy mal –advirtió el caballo– ya que el alfil debe caminar en línea recta. Vaya y pase cuando se está de caballo, sabido es que los caballos suelen caminar saltando a los costados y la diferencia no se nota mucho.

–¡Cuidado, empezamos! –anunció el peón.

En mis tiempos había jugado bastante bien el ajedrez pero no había que saber mucho para advertir de inmediato la mediocridad de este juego en el cual me tocaba participar. Teníamos que esperar tanto cada movimiento que en los intermedios se podía sospechar que los jugadores se habían dormido o se habían ido sin avisarnos. Escondidos en los balcones tardaban una eternidad en decidirse, mientras a nosotros se nos acalambraban las piernas. El fruto de tanto pensar eran unos movimientos sin ton ni son que no demostraban ninguna táctica general de ninguno de los jugadores.

Como a otros, me trasladaron de aquí para allá un par de veces sin mayor sentido, hasta que comencé a inquietarme.

–¿Qué pasa? –le pregunté en voz baja al caballo cuando volvimos a estar cerca.

Es la chochera –susurró–. Hasta hace poco sabían jugar la partida en unas cinco o seis horas, por lo visto se les está agravando.

–¿Cuál es mejor?

–Ambos iguales. Eso es lo malo. Suele ocurrir que no llegan a jugar la partida hasta el anochecer y así nos dejan parados toda la noche para terminar al día siguiente. Mucho me temo que hoy ocurra lo mismo. Se ve que no les va bien y el tiempo está bastante variable.

Deambulábamos por el tablero ocupando las posiciones más increíbles. Mataron algunos peones, a los que mirábamos con envidia cuando se iban.

Entre tanto comenzó a llover. Al principio era una pequeña llovizna, de ésas que no pasan tan rápido. Empiezan con pausada gravedad, dándose algunos días de plazo, y sin apurarse se convierten en una lluvia torrencial. Por ahora me protegía mi disfraz de cartón, pero estaba muy preocupado por mis zapatos.

–¿Ves esa torre con botas? –me preguntó el caballo, indicando una de las torres negras. –Ten cuidado con ese. Cuando mata, le gusta patear en los tobillos, además corre a denunciarte cuando estás cansado y quieres sentarte un poco. Es un patriota. Dios quiera que no pierdan los negros porque se convierte en un energúmeno, a veces hasta llora.

–¿Es dueño del ajedrez o qué?

–No, pero es un apasionado del juego.

Algo comenzó a gotearme detrás del cuello. La cúpula de cartón que tenía sobre mi cabeza se despegó en un sitio y dejaba pasar agua. Las gotas eran desagradablemente frías.

Las pausas entre las jugadas se volvieron increíblemente largas, como si los jugadores no tuvieran una idea clara de la situación. Allá en lo alto las gárgolas de los canalones iniciaron un tímido canto que fue cobrando fuerza a medida que arreciaba la lluvia. En todas partes se oía ahora el susurro constante de las goteras que caían desde las más diversas alturas. El alfil negro que había llegado en estado de euforia alcohólica se encontraba ahora decididamente alicaído y se balanceaba triste a dos cuadrados de distancia. A mi caballo se lo volvieron a llevar a otro lado.

Comencé a sentir rabia. Los más viejos empleados del ajedrez ya se habían acostumbrado a esas incomodidades, pero yo sentí que mis zapatos se estaban empapando y no sabía tomarlo con calma. Y nada indicaba que la partida fuera a terminar rápido.

–¿Quizás me mate alguien? –se me ocurrió–. Me iría a mi casa. Sería una casualidad demasiado feliz, mejor ni pensar en ello. ¿Qué me queda? Esperar. ¿Y si nos dejan aquí toda la noche? El caballo dijo que suele ocurrir.

Había visto tantas posibilidades de apurar el juego que ellos ni habían tomado en cuenta… Las ocasiones más evidentes eran desperdiciadas meticulosamente por ambas partes. La idea de que esta inmovilidad podía costarme una pulmonía me hacía rabiar aún más. No pudiendo soportarlo más tiempo decidí apresurar el resultado por mi propia cuenta.

Un engaño insignificante, un pequeño salto de uno o dos campos no debería ofrecer mayores dificultades. En derredor reinaba un hastío general. Era de suponer que los viejos no iban a notar nada. Comencé a desplazarme imperceptiblemente al campo adyacente. Lo importante era no exagerar, conservar un poco de decencia y no cambiar impertinentemente el color del campo, ya que es sabido que el alfil se mantiene durante todo el juego en el mismo color. El éxito era casi seguro.

Ahora había llegado el momento de dar el paso decisivo. Tenía que reunir el valor necesario para matar por mi cuenta al alfil negro que se encontraba en la misma diagonal que yo. Corrí el riesgo de que aun cuando no notaran mi movimiento fuera de turno, al jugador de las piezas negras podría ocurrírsele matarme a mí con dicho alfil negro, por supuesto si se percataba de que estábamos en la misma línea. Pero no había más remedio que esperar, pues no quería moverme con demasiada frecuencia por el tablero. Los minutos pasaban sin que sucediera nada. Conté hasta cien y jugándome el todo por el todo, pasé decididamente por el cuadrado que nos separaba y me acerqué al negro.

–Estás muerto, amigo –le dije–. Puedes ir a casa.

Lo había elegido como primera víctima considerando que aún no le habría pasado la borrachera y que sería el que menos se daría cuenta de lo que ocurre en el tablero. Se balanceó un poco, del interior del disfraz salió un sordo carraspeo. No ocultó su alegría.

–¡Pues me voy! –gritó–. ¿Acaso no me merezco una cerveza? –agregó en tono agresivo y escapó. Yo ocupé su sitio como si no hubiera pasado nada.

Mis cálculos demostraron ser exactos. La indiferencia y el aburrimiento eran tan grandes que a nadie se le ocurrió pensar si les tocaba moverse a los blancos o a los negros. En cuanto a los jugadores, era de suponer que sufrían temporales pérdidas de lucidez; también me ayudaban la lluvia y la penumbra.

Quedé al acecho hasta recobrar mi aplomo. Luego maté dos peones negros, uno detrás de otro. No dijeron nada, salieron corriendo del tablero con evidente alivio. Obrando de la manera más conveniente para mí, también les prestaba un buen servicio a mis compañeros.

La victoria de los blancos, a la que de este modo contribuía, no me interesaba en lo más mínimo. Lo único que quería era apurar el final de la partida. Tenía la esperanza de que cuando acabara con todas las figuras negras, el cretino más sublime sabría darle jaque mate al rey solitario. Poco a poco me fui envalentonando y comencé a matar todo lo que se pusiera en mi camino, haciendo pausas cada vez menores. Cuidaba únicamente de mantenerme alejado de la torre negra de los zapatones, para que no percibiera nada.

Me disponía a matar a uno de los caballos negros, cuando caí en la cuenta de que algo andaba mal.

He aquí que a pesar de mis esfuerzos la relación cuantitativa entre ambas partes seguía siendo la misma. En el tablero había ahora mucho espacio, pero habían desaparecido tantas piezas blancas como negras. ¿No sería que el jugador de las negras se había despertado con un inesperado espíritu de empresa? Comencé a mirar atentamente lo que ocurría y descubrí que la torre negra, la de los zapatos gruesos, también trampeaba.

Ahora comprendí por qué no me había denunciado, aun si sospechaba algo. Ella misma tenía la conciencia un poco sucia. Exactamente lo mismo que yo, pero por otros motivos, era el único patriota en el tablero. Mis esfuerzos eran así vanos. El equilibrio entre las partes siguió inalterado y el final de la partida no se había acercado en absoluto. La torre negra se mostraba cada vez más insolente. Llegué a ver cómo se acercó de un salto a nuestra dama y con premeditada brutalidad, sin guardar siquiera las apariencias, la pateó sin misericordia con sus suelas claveteadas en los pobres zapatos de ella. No podía permitirme dejarle tanta ventaja y, sin demora, maté a la dama negra. No cabía duda de que la torre negra estaba al tanto de mi acción, pero podía estar seguro de que ella también se daba cuenta de que yo estaba enterado de qué hacía. Ella también evitaba un encuentro directo conmigo. Yo sabía, además, que me odiaba.

De los nuestros habían quedado en el campo, aparte de mí mismo y del rey, sólo mi amigo el caballo y unos pocos peones. Los blancos estaban igual.

–Yo no me meto –dijo el caballo– pero te aconsejo tener cuidado. Te ayudaría si no fuera empleado fijo, pero si me llegan a descubrir me echan. No quiero perder el empleo. A ti no te pasaría nada porque igual has venido por un solo día.

–¡Au! –gritó dolorido porque en ese mismo instante la torre negra se había acercado subrepticiamente, pateándolo según era su costumbre.

¡Adiós! –me gritó yéndose del tablero. Era el único que sabía lo que pasaba. No pude despedirme de él porque ya corría a matar al caballo negro. Luego le llegó el tumo a los peones, los liquidamos rápidamente y casi sin disimulo. Sobre el tablero habían quedado los dos reyes, la torre negra y yo. En un espacio tan abierto y vacío no había cómo engañar.

Llovía a cántaros. Mi disfraz se había ablandado y los pies me chapoteaban dentro de los zapatos. Las almenas de la torre estaban a punto de caerse, empapadas, y los reyes comenzaron a desteñirse. La refinada orquestación de gotas y chorros de las gárgolas se había perdido en el monótono murmullo que llenaba el patio. Los jugadores hicieron aún algunas jugadas imbéciles, jaqueándose mutuamente los reyes, lo que no podía dar ningún resultado. Luego sobrevino una nueva pausa y no se sabía ya si los jugadores seguían ahí o se habían ido. Estábamos parados los cuatro absorbiendo agua, mientras mi desesperación iba creciendo. Llegue a temer que había ocurrido lo peor, de lo que había hablado el caballo, y que los jugadores nos habían dejado ahí con la ilusión de terminar la partida al día siguiente. La oscuridad se estaba haciendo impenetrable y el chapoteo cada vez más fuerte.

Ya observaba atentamente a la torre, decidido a darle una buena patada antes de que me la diera ella a mí. Mis intenciones debían ser bastante manifiestas porque se mantenía alejada. Durante un tiempo nos observamos sin movernos, hasta que no resistió más y se dirigió al rey blanco con un ronco:

–¡Jaque!

Era tiempo de acabar con ello.

–Oye, amigo –le dije– no nos engañemos más. Es de noche y está lloviendo. Los jugadores seguramente se han ido. Comprendo que eres patriota y quieres ganar pero, como tú mismo ves, esta partida queda en tablas. Mejor vayamos a casa.

–He dicho jaque –respondió sombríamente.

Comprendí que no había para qué seguir discutiendo. Mi rey no se movió, se había dormido a pesar de la lluvia. Tenía miedo de que la torre negra se enfureciera por ello y le hiciera algún daño, así que golpeé su disfraz.

–¿Ah, qué pasa? –preguntó el viejo despertándose.

–¡Jaque, abuelo! ¿No has oído?

–Ah, sí, ya voy, ya voy –caminó cansadamente al cuadrado contiguo. La torre volvió a jaquearlo de inmediato. Cuidando de no acercarme mucho a ella, fui empujando delicadamente al rey hacia el borde del tablero. El silencio de la noche lluviosa era interrumpido a cada rato por un ronco “jaque”.

–Vamos a casa –le dije en voz baja al rey negro cuando pasé junto a él. Bostezó, dijo “hasta mañana” y se fue. Estaba tan oscuro que la enfurecida torre no se dio cuenta de nada.

Cuando llegamos al borde del tablero le di un empujón al viejo y comencé a correr con él hacia el balcón. Nos escondimos jadeantes detrás de una columna. Le ordené al rey que estuviera callado y escuché atentamente.

Llovía a cántaros, el negro patio seguía cantando monótonamente. Esperaba oír el rechinar de la grava bajo las pisadas de los zapatones pero no oí nada. Esperamos un buen rato.

–Terminó –le dije. –Vamos.

–¡Jaque! –rugió en la oscuridad a nuestras espaldas.

Comenzamos a correr hacia la puerta. Mientras corría me di cuenta que se nos había acercado por la galería, quitándose los zapatos para que no lo oyéramos.

Yo había llegado ya al profundo umbral de la puerta. Cuando llegué a la salida vi que el viejo, agobiado por el disfraz empapado de agua, se había quedado atrás. En la bóveda del umbral resonaba su jadeo y el chapoteo de sus tenis. Me di cuenta de que así no íbamos a escapar. Creo que fue el miedo el que me dictó repentinamente una idea brillante. Me despojé de mi disfraz, volví y comencé a sacar febrilmente al viejo de su cascarón de rey. Arrojé el disfraz lo más lejos que pude y nos largamos. El disfraz cayó con ruido sobre el pavimento.

Aquél tropezó con lo que buscaba y se detuvo. Ahora el negro eco de la bóveda hacía llegar las triunfales cuchilladas que le asestaba al maniquí, a la vacía mortaja real de cartón empapado.

Nos alejamos lentamente. Ya no había motivo para apurarse.

 

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