Silvina Ocampo
En esa propiedad de campo que daba sobre
el mar, cuyo jardín no tenía flores por culpa del viento, pero toda suerte de cascadas,
de grutas, de fuentes y de glorietas, vivíamos en un Edén. La señora a veces iba
a la ciudad y durante su ausencia yo aprovechaba para descansar. Bonita como nadie,
yo salía esos días y bajaba a la playa, con el kimono y las sandalias puestos; no
llevaba ninguna uña sin barniz, ninguna pierna sin depilar.
Aproveché las vacaciones,
que pasaron en un abrir y cerrar de ojos, para someterme a operaciones de cirugía
estética: empecé por la nariz, después fue el turno de los ojos y de los senos.
Los médicos no me cobraban nada. Yo no tenía inconveniente en prestarme para experimentos
de esos, porque me atendían médicos importantes y serios, verdaderos doctores y
no practicantes que la matan a una, prometiendo el oro y el moro.
No había propiedad en
el continente tan bonita como ésa. Muchos huéspedes millonarios venían a alojarse
y pasaban días, a veces semanas, a veces meses, en la casa. La señora era buena,
tanto para las visitas como para la servidumbre. Mi trabajo era agradable. No enceraba
pisos, ni limpiaba vidrios, que es tan engorroso.
Lo que más me costaba
era levantarme a las seis y media de la mañana: ni la limpieza de los baños, ni
atender el teléfono cuando me colgaban el tubo, me desagradaba tanto como ese momento
en que abandonaba mis castillos en el aire, para levantarme y servir los desayunos,
que no es trabajo de cocinera.
En aquella mansión,
en lugar de flores, peces rojos, que nadaban en sus peceras como Pedro por su casa,
adornaban los dormitorios. Ésta era una de las tantas originalidades de la patrona.
Además de ser generosa, mi señora era bonita y rubia como el trigo, “tal vez un
poquito delgada para su estatura”, decían el panadero Ruiz y Langostino, el del
muelle, que eran unos envidiosos; para mí, estaba en su peso. Pero ella nunca estaba
satisfecha. Siempre quería adelgazar más: ¡Qué pecado! El tratamiento de un especialista,
con hormonas, que valían un ojo de la cara, le hizo aumentar cuarenta kilos, que
rebajaba fácilmente, sin querer, y comiendo como un tiburón o como un pajarito.
¡Cuántas veces la sostuve en mis brazos, llorando porque no había bajado de peso
o porque había subido injustamente, con muchos sacrificios! Una vez me resfrié de
tantas lágrimas que recibí sobre los hombros. ¡Yo era su paño de lágrimas!
–Si fuera pobre como
yo no se alimentaría tan mal –le decía para consolarla–. Peor sería parecer un elefante
como la señora Macuri, o un palillo de dientes como doña Selena, o el hambre en
la India, como otras de sus invitadas –yo agregaba con el corazón en la mano. Ella
me hacía callar. Sabía que era perfecta, pero se encaprichaba con la misma retahíla:
gorda y flaca, flaca y gorda.
Desde las ocho de la
mañana, los compañeros llevaban las peceras al jardín para cambiarles el agua y
dar comida a los peces, que eran unos comilones.
Las persianas cerraban
bien, tan bien que se necesitaban maña y fuerza para abrirlas. Un día uno de los
invitados me llamó para que abriera una de ellas.
–Yo me ahogo en esta
casa. Es bonita, pero las persianas no se abren.
Se lo conté a la señora
y aprovechó para no invitar más al desagradecido, que nunca me dio propina, ni cuando
le buscaba los zapatos debajo de la cama, que no era mi trabajo.
La señora me trataba
bien, salvo cuando se enojaba y eso sucedía todos los días: por una puerta abierta,
por un sillón colocado en otro sitio, por una basurita que había caído en un rincón,
por los bichos feos que ensuciaban las sillas de la terraza. ¡Qué culpa tenía yo!
La señora era elegante.
Con verdadera pena, yo veía envejecer los trajes, los zapatos, los guantes, la ropa
interior, que iba a regalarme. No soy interesada. A veces, si caía el lápiz de rouge
al suelo, me lo regalaba; si le faltaba un solo diente al peine, aunque fuera de
carey, también me lo regalaba. No mezquinaba los perfumes: el perfume desaparecía
de a medio frasco por día: las visitas tenían todas el mismo olor relajante de algunas
flores, que no me dejan dormir de noche.
Las mallas de baño,
yo las estrenaba nuevecitas, porque el día en que la señora las compraba ya le parecían
horribles, por esto, por lo otro y por lo de más allá. Yo era muy feliz en aquella
vida de abundancia y de lujo: nunca faltó vino en mi comida, ni café, ni té, si
lo quería. Los remedios viejos y los postres que habían salido mal, me los regalaba
para mi madre enferma, que la adoraba como yo.
Todo cambió cuando llegó
Ismael Gómez. La señora ya no me regaló sus vestidos viejos, ni sus remedios, porque
Ismael Gómez pretendía que cuanto más viejo era un traje o un remedio, sentaban
mejor. Las comidas también cambiaron: me obligaron a preparar muchos postres con
crema y huevo batido, mucho merengue con dulce de leche, y yemas quemadas, que me
hacían mal al hígado. Ismael Gómez tenía una verdadera adoración por la señora pero
la respetaba, eso sí. No la dejaba mover, le alcanzaba cualquier cosita que necesitaba.
Todo el día le ofrecía algo de comer, le compraba bebidas finísimas y él no compartía
nada, como si no quisiera abusar de las riquezas de la señora. La gente decía que
era un pan de Dios, pero yo no lo tragaba.
En aquella época la
señora tomó a su servicio a un cocinero gigante, recomendado por Ismael Gómez. Me
sacaron de la cocina sin decir agua va. Las comidas cambiaron de nuevo. Enormes
postres de cuatro pisos, adornados con figuras aparentemente alegres, desfilaban
a diario por el comedor. Con el tiempo descubrí que esas figuras hechas de merengue
rosado, que en el primer momento me parecían tan bonitas, representaban calaveras,
monstruos con cuatro cabezas, diablos con guadañas, en fin, todo un mundo de cosas
horribles, que mi señora no advirtió, porque no era maliciosa; yo no me atreví a
explicarle nada. Resolví, sin embargo, vigilar las comidas, y a las horas en que
preparaban las fuentes, entraba intempestivamente en la cocina, donde me recibían
de mala gana.
Ismael Gómez redobló
sus cuidados con la señora. No permitía que se molestara ni para ir al banco. Durante
varios días, en un cuaderno con hojas cuadriculadas, como un nene que no sabe escribir,
se ejercitó en imitar la firma de la señora, hasta que nadie pudo distinguir qué
mano había escrito aquellas líneas.
Varias veces me escondí
detrás de la puerta, para oír las conversaciones entre la señora e Ismael Gómez,
al atardecer, antes de que nos fuéramos a la cama. Yo presentía que alguna desgracia
iba a suceder en la casa, pero no podía explicar en qué fundaba mis presentimientos.
Tuve que consultar a un médico, porque durante varias noches tuve pesadillas que
me dejaron afiebrada.
Mis presentimientos
se cumplieron el día en que vi a mi señora acostada con perfil de santa, entre coronas
de flores blancas, en la capilla ardiente. Yo llegaba de casa de mis tías, donde
había pasado un mes de vacaciones, y pregunté en la puerta, sujetando con la mano
mi corazón, que latía como un despertador:
–¿Dónde está la señora?
–Está en la sala, de
cuerpo presente –me respondieron.
Se me doblaron las rodillas.
En los espejos yo parecía ni más ni menos que una enana. ¿Quién es ésa?, pensé,
y era yo. Entré en la sala llorando como una Magdalena. El señor Ismael Gómez me
tomó del brazo y me dijo:
–Tengo que darte una
buena noticia. La señora te deja una pequeña fortuna, a condición de que cuides
esta casa, que ahora es mía, como la cuidaste siempre para mí y para ella, que seguirá
viviendo en nuestra memoria –y agregó, conteniendo las lágrimas:
–¡Ya ves lo que es la
vida! No quiso ser mi novia y ahora es la novia de la muerte, que es menos alegre
que yo.
Un zumbido de moscardones
llenó la sala: mujeres enlutadas rezaron. Perdí la cabeza.
Me arrojé en los brazos
que Ismael Gómez me tendía como un padre y comprendí que era un señor bondadoso.
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