Ernesto Cardenal
Yo soy sueco. Y hago
notar en primer lugar esta peculiaridad de que soy sueco porque a ello se debió
todo el extraño caso de mi vida, el acontecimiento verdaderamente increíble,
que hoy me propongo relatar. Yo soy sueco, pues, como iba diciendo, y me llamo
Eric Hjalmar Ossiannilsson. Sucedió que vine, aún joven, por el año 1897 a esta
pequeña república de Centroamérica (en la que aún me encuentro), con el objeto
de buscar una curiosa especie de la familia de las Iguanidae, que yo considero
descendiente muy directa del dinosaurio. Mi viaje fue, sin embargo, con tal
mala suerte, que apenas había acabado de cruzar la frontera cuando caí preso.
Por qué caí preso no se espere que lo explique; que he concentrado toda mi
mente durante años tratando de explicármelo sin ningún éxito y creo que no hay
nadie en el mundo que lo sepa. El país estaba entonces en revolución y mi
aspecto nórdico causaría suspicacias, además de que yo no podía hacerme
entender de nadie por desconocer el idioma; aunque es evidente que ninguna de
estas causas por sí solas son suficientes para caer preso. Pero, en fin, ya he
dicho que es completamente inútil tratar de explicárselo; sencillamente, caí
preso.
De
nada me sirvió el que en un idioma imperfecto tratara de hacerles ver que yo
era sueco. Mi convicción de que el representante de mi país llegaría a
rescatarme se desvaneció con el tiempo, cuando descubrí que ese representante
no solo no podía entenderse conmigo, porque no sabía sueco y jamás había tenido
la menor relación con mi país, sino que también era un anciano de más de noventa
años y enfermo y que además a menudo caía preso. Allí en la cárcel conocí a un
sinnúmero de personalidades importantes de la república, que también
acostumbraban a menudo a caer presos: expresidentes, senadores, militares,
señoras respetables y obispos, y aún una vez incluso el mismo jefe de policía.
La llegada de estas personas, que ocurría generalmente en grandes grupos,
ocasionaba toda clase de disturbios en la cárcel; visitantes, mensajes, envío
de viandas, sobornos al carcelero, motines y, a veces, hasta fugas. A causa de
esa constante afluencia de presos, la situación de nosotros, los que teníamos
ya un carácter más permanente en la cárcel, era continuamente modificada. De
una celda individual, relativamente confortable, me pasaban a una sala en la
que encerraban a cien o doscientas personas, o si no, un agujero en el que
difícilmente cabía un cuerpo. Lo que era peor, si había demasiados huéspedes en
la cárcel y todas las celdas estaban llenas, me trasladaban a la cámara de
tortura, que tal vez estaba desocupada por no tener ningún castigado. Pero digo
mal, sin embargo, cuando digo la cárcel, pues eran muchas y frecuentemente se
nos cambiaba de una a otra. Yo creo haberlas recorrido casi todas.
Así
fue que me rocé con todas las personas más importantes del país, mientras poco
a poco iba aprendiendo el idioma. Por mucho tiempo continué asegurando que yo
era sueco, ahora ya con toda claridad y corrección, hasta que por fin dejé de
hacerlo, convencido de que, si para mí era absurdo el que me encarcelaran sin
motivo, para ellos era igualmente absurdo ponerme en libertad por el solo
motivo de ser sueco.
Llevaba
yo ya cinco años en estas condiciones, habiendo abandonado ya desde hacía
tiempo mis protestas de ciudadanía y perdidas las esperanzas de que al terminar
el período del presidente mi situación se remediaría porque este se había
reelegido, cuando llegaron de pronto una mañana unos empleados del gobierno a
preguntarme, para mi sorpresa, que si yo era sueco. Al punto que dije que sí,
me hicieron bañarme y rasurarme y cortarme el pelo (cosas que nunca habían
hecho) y vestirme de etiqueta. Al comienzo creí que las relaciones con mi país
habrían mejorado de manera admirable, aunque por una extraña razón, todos esos
preparativos, y especialmente el traje de etiqueta, me hicieron sospechar
también que me fueran a matar. El temor en cierto modo se disipó, cuando
descubrí que me llevaban ante el presidente de la república. Este, que me
estaba esperando, me saludó con gran afabilidad, preguntándome repetidas veces
que “qué había hecho”, exactamente. Luego, con sumo interés, me hizo la
pregunta de que si yo era sueco, y como le respondiera firmemente que sí,
agregó: “Entonces, ¿usted sabe sueco?” Al oír mi respuesta igualmente
afirmativa, me alargó una carta escrita con suave letra de mujer en la lengua
de mi país, pidiéndome hiciera el favor de traducirla. (Tiempo después se me
informó que a la llegada de esa carta el gobierno había buscado inútilmente por
todo el país a alguien que pudiera leerla, hasta que recordó dichosamente haber
oído a un preso gritar que era sueco.) La carta era la de una muchacha que
decía llamarse Selma Borjesson, pidiendo como un favor unas cuantas de esas
bellas monedas de oro que, según había oído decir, circulaban aquí, y
expresando al mismo tiempo su admiración por el presidente de ese exótico país,
a quien enviaba también como un recuerdo su retrato: la más bella fotografía de
mujer que yo he visto en mi vida.
Enseguida
que oyó mi traducción el presidente, a quien la carta, y más que todo el
retrato de la muchacha, habían producido un profundo deleite, me dictó su
respuesta en términos abiertamente galantes, accediendo al punto al envío de
las monedas, no obstante explicar que ello estaba expresamente prohibido por la
ley. Traduje con toda fidelidad a la lengua sueca su pensamiento, firmemente
convencido de que esa inesperada utilidad recién descubierta en mí, me valdría
no solo la libertad, sino hasta un pequeño nombramiento quizás, o al menos el
apoyo oficial para encontrar la ansiada Iguanidae. Pero, como una medida de
prudencia por todo lo que pudiera sobrevenir, tuve la precaución de agregar a
la carta que me dictó el presidente unas breves palabras, en las que resumía la
situación en que yo estaba, suplicándole a esa muchacha tan admirable que
intercediera por mi libertad.
No
tardé mucho en felicitarme por la ocurrencia que había tenido, porque apenas el
presidente había terminado de darme las gracias, cuando, con gran sorpresa de
mi parte, fui llevado nuevamente a la cárcel, donde se me quitó el traje de
etiqueta, volviendo otra vez exactamente a la lamentable situación de antes.
Los días desde entonces ya fueron llenos de esperanza; sin embargo, y al poco
tiempo, una nueva bañada y rasurada y el regreso del traje de etiqueta me anunciaron
que la deseada contestación había llegado.
Como
yo ya lo había previsto, esta segunda carta ahora traía un largo párrafo sobre
mí, pidiendo amablemente la libertad del compatriota; pero desgraciadamente,
como yo también ya lo había previsto, no podía hacérselo saber al presidente,
porque este creería que era de mi invención, o bien descubriría que yo había
intercalado palabras mías en su carta, castigando hasta tal vez con la muerte
mi atrevimiento. Así pues, me vi obligado a saltarme el párrafo que pedía mi
libertad, sustituyéndolo por unas frases de insinuación amorosa muy halagadoras
al presidente. Pero, en cambio, en la contestación que este me dictó, intercalé
una más completa exposición del caso en que me encontraba, aprovechando al
mismo tiempo la ocasión de desvanecer la idea romántica que ella tenía del
presidente, revelándole lo que este era en realidad.
A
partir de entonces, ya la muchacha comenzó a escribir con frecuencia,
demostrando un interés cada vez más creciente en mi asunto, con el aumento por
consiguiente de mis rasuradas y baños y las puestas del traje de etiqueta (lo
que no me dejaba de ser un poco humillante), al mismo tiempo que de mis
esperanzas de libertad.
Fui
adquiriendo así cada vez más confianza con ella a través de las contestaciones
que me dictaba el presidente. Debo confesar entonces que durante los tediosos e
insufribles intervalos habidos entre carta y carta, el pensamiento de mi
libertad, junto con el de la bella y posible libertadora, no me dejaban de día
ni de noche, obsesionantes, confundiéndose de tal modo el uno con el otro, que
yo, al fin, ya no sabía si era ella o mi libertad lo que más deseaba (ella era
realmente mi libertad, como yo tantas veces se yo dije mientras el presidente
dictaba). O sea, para decirlo en otras palabras: estaba enamorado y con la
infinita satisfacción de ver que era plenamente correspondido. Pero, para
desgracia mía, el presidente también lo estaba, y en alto grado, y lo que era
peor, yo había sido el causante y fomentador de ese amor, haciéndole creer que
era para él esa correspondencia, de la que dependía mi vida.
En
mis largos angustiosos encierros, yo me entretenía en preparar muy bien la
próxima carta que leería al presidente (lo cual me era indispensable, pues este
no permitía que primero la leyese toda para mis adentros y después procedería a
su traducción, sino que exigía le fuese traduciendo al mismo tiempo que leía, y
además, fuese porque desconfiara de mí o por el placer que ello le
proporcionaba, me hacía leer tres y aún cuatro veces seguidas una misma carta),
como también la nueva contestación que daría a mi amada, puliendo y acicalando
cuidadosamente cada una de sus frases, esforzándome por poner en ellas toda la
poesía y belleza tradicional de la lengua sueca y aun agregando a veces
pequeñas composiciones en verso de mi invención.
Con
el objeto de prolongar aún más esas cartas, hacía responder al presidente a un
sinnúmero de preguntas sobre la historia, costumbres y situación política del
país, a lo cual él accedía siempre con sumo gusto. Así me empezaba entonces él
a dictar largas epístolas, generalmente sobre su gobierno y los problemas de
estado, llegando a adquirir cada vez más confianza con el tiempo y a aumentar
el número de sus confidencias, pidiendo continuamente el consejo y el parecer
de la amada. Sucedió entonces que yo, desde una inmunda cárcel, tenía en mis
manos los destinos del país, sin que nadie, ni aún el mismo presidente, lo
supiera, y mediante oportunas sugerencias e indicaciones, permití el regreso de
desterrados, conmuté sentencias y liberté a muchos de mis compañeros de prisión
sin que nadie pudiera agradecérmelo.
Uno
de los más grandes placeres de los días de dictado era también el de poder
mirar de nuevo el retrato de ella que el presidente sacaba, según él, para
inspirarse. Comencé a pedirle entonces que mandara más retratos con frecuencia,
pero, como es de suponer, todos iban a parar a manos del presidente. Mi
venganza consistía en cambio en los regalos de este, numerosos y de mucho
valor, que siempre eran enviados en mi nombre.
Pero
una nueva ansiedad iba creciendo al mismo tiempo que mi amor: era esa inmensa
colección de cartas que se iba depositando en el escritorio del presidente, y
en las cuales estaba escrita con todo detalle la historia de nuestro idilio;
cartas en las que ya, por último, ni siquiera lo mencionábamos a él sino muy de
vez en cuando, casi siempre para insultarle. En cada una de esas cartas de
amor, por así decirlo, estaba firmada mi sentencia de muerte.
El
tema de mi libertad –además del amor– era el que predominaba en nuestra
correspondencia, como podría comprenderse. Siempre estábamos haciendo toda
clase de planes de fuga e imaginando todas las estrategias posibles. En un
principio yo me había negado a traducir nuevas cartas, a menos que se me
pusiera en libertad; pero entonces me condenaron a pan y agua, y esto, junto
con el tormento aún mayor de no leer más cartas de ella, que ya desde entonces
me eran indispensables, quebrantó mi voluntad. Propuse, al menos como una
condición para rendirme, que la rasurada y el buen vestido y el aseo fueran
proporcionados de una manera regular y no únicamente los días de carta, lo cual
no solo resultaba impráctico, sino humillante; pero ni aún eso me fue
concedido.
Después,
mi amada propuso hacer un viaje de visita al presidente y arreglar con él que
se me pusiera en libertad (plan que tenía la ventaja de contar con el apoyo
decidido de este, quien desde hacía tiempo venía insistiendo muy enérgicamente
en ese viaje); pero yo me opuse a él terminantemente, porque ello equivalía a
perderla a ella para siempre. Yo le propuse, a mi vez, que viniera otra mujer
bellísima, haciéndose pasar por ella ante el presidente y gestionara mi
libertad; pero entonces fue ella la que se opuso, alegando que, además de muy expuesto,
era difícil encontrar a alguien que se prestara. Otra propuesta de su parte,
que estuvo verdaderamente a punto de realizarse, fue la de solicitar una
protesta enérgica de parte de mi gobierno y aún una ruptura de relaciones; pero
yo le hice ver a tiempo que con semejantes medidas no solo se suspendería
inmediatamente nuestra correspondencia, sino que esa ruptura me significaría la
pena de muerte en el acto. Yo era más bien partidario de que se mejorasen hasta
lo increíble las relaciones –entonces tan lamentables– con mi país. Pero como
ella me hizo notar, con mucha razón: “¿Cómo convencer al gobierno sueco de que
mejore sus relaciones por el motivo de que tienen a un ciudadano preso
injustamente?” Pero la más descabellada ocurrencia fue la que tuvo un abogado
amigo suyo, quien se ofreció a conseguir mi extradición alegando que yo era un
criminal, no reparando en que el presidente, sin lugar a duda, me mandaría a
matar en el momento de saberlo.
Mientras
tanto, una nueva preocupación se había venido a agregar a las otras, y era la
de ver cómo día a día yo venía siendo más peligroso a los ojos del presidente
por el tremendo secreto y todas sus demás confidencias innumerables de que era
depositario, con la consiguiente amenaza para mi vida que ello significaba. Es
cierto que su amor (cada vez en aumento) constituía mi mayor seguridad, porque
él no me mataría mientras necesitara mis servicios; pero esta seguridad me
angustiaba por otro lado, porque a causa de esos servicios también era más
difícil que me dejara ir. Hasta la misma esperanza que tuve antes de que un
compatriota mío acertara a pasar, se había convertido ahora en un nuevo temor
por la posibilidad de que leyera alguna carta y se descubriera mi fraude.
Estábamos
así, mi amada y yo, ocupados en la preparación de un nuevo plan que demostrara
ser más efectivo, cuando de pronto, aquello que más angustiosamente me
aterrorizaba y con todas las fuerzas de mi alma había tratado de evitar, llegó
a suceder: el presidente dejó de estar enamorado. No fue, para mi desdicha, su
desamoramiento gradual, sino súbito, sin que me diera tiempo de prepararme.
Sencillamente, las cartas que llegaban ya fueron desde entonces tiradas al
canasto y no se me llamó, sino de tarde en tarde, para que leyera alguna que
otra –más bien por curiosidad que por otra cosa– haciéndoseme contestarlas en
breves y apresuradas líneas para tratar de poner fin al asunto. Toda la
desesperación y mortal angustia de mi alma fueron vertidas en esas líneas y en
las pocas cartas de ella que aún tuve la suerte de leer al presidente puse a mi
vez las más tiernas, las más entrañables y apasionada súplicas de amor que haya
proferido mujer alguna; pero con tan poco éxito que aún a veces se me suspendía
la lectura a mitad de la carta. Para colmo de desdicha las que ella me escribía
eran más que todo de reproche para mí por demorar las contestaciones, y poseída
por los celos, se atrevía a poner en duda que todavía estuviera preso, llegando
aún a insinuar que tal vez nunca en mi vida había estado preso. La última vez
en la que ya ni siquiera se me hizo llegar de etiqueta a la Casa Presidencial,
sino que en la propia cárcel me fue dictada por un guardia una ruptura ya
completamente definitiva, me hizo saber que ella, mi libertad y todo, había
llegado a su fin. Las postreras y desgarradoras palabras para Selma Borjesson
fueron escritas.
Se
me había dejado aún en mi celda unas cuantas hojas de papel y una pluma, tal
vez por si acaso se ofrecía alguna carta más, supongo yo. Si el presidente no
me ha mandado a matar, porque me queda agradecido o porque puede necesitarme
después si alguna otra enamorada le escribe de Suecia, o sencillamente porque
ya se olvidó de mí, yo no lo sé. Ignoro también si mi amada, Selma Borjesson,
me ha seguido escribiendo o si ya ella tampoco se acuerda de mí (aún pienso en
el absurdo terrible de que tal vez ni siquiera ha existido sino que fue todo
tramado por algún enemigo del presidente, debido a una costumbre de pensar
absurdos que aquí en la cárcel se me ha desarrollado).
Han
transcurrido ya más de cuatro años desde entonces y ya otra vez perdí las
esperanzas en la terminación del período del presidente porque este nuevamente
se ha reelegido. En vista de lo cual, decidí ocupar la pluma y las pocas hojas
de papel que ya no tiene objeto, en relatar mi historia. Escribo en sueco para
que el presidente no lo entienda si esto llega a sus manos. En el caso remoto
de que algún compatriota mío acierte por casualidad a leer estas páginas, le
ruego se acuerde de Eric Hjalmar Ossiannilsson, si aún no me he muerto.
*
NOTA: Un amigo mío que estuvo preso
encontró este manuscrito en la cárcel, casi destruido por la humedad, debajo de
un ladrillo. Parece haber sido escrito hace ya muchos años. Y años más tarde un
representante sueco de la Compañía de Teléfonos Ericksson nos lo tradujo. No
hemos podido encontrar ningún dato referente a la persona que lo escribió. Yo
he publicado el texto como me ha sido dado, haciéndole obvias correcciones de
redacción y de gramática.
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