Julio Torri
Nos mecemos suavemente en lo alto de los
tilos de la carretera blanca. Nos mecemos levemente por sobre la caravana de los
que parten y los que retornan. Unos van riendo y festejando, otros caminan en silencio.
Peregrinos y mercaderes, juglares y leprosos, judíos y hombres de guerra: pasan
con premura y hasta nosotros llega a veces su canción.
Hablan de sus cuitas
de todos los días, y sus cuitas podrían acabarse con sólo un puñado de doblones
o un milagro de Nuestra Señora de Rocamador. No son bellas sus desventuras. Nada
saben, los afanosos, de las matinales sinfonías en rosa y perla; del sedante añil
de cielo, en el mediodía; de las tonalidades sorprendentes de las puestas del sol,
cuando los lujuriosos carmesíes y los cinabrios opulentos se disuelven en cobaltos
desvaídos y en el verde ultraterrestre en que se hastían los monstruos marinos de
Böcklin.
En la región superior,
por sobre sus trabajos y anhelos, el viento de la tarde nos mece levemente.
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