Vicente Blasco Ibáñez
Esto ocurrió a principios de septiembre,
días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia,
llegando hasta las cercanías de París.
El alumbrado empezaba
a ser escaso, por miedo a los “taubes”, que habían hecho sus primeras apariciones.
Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar
las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante
nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero a pesar de esto, la muchedumbre
seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un
extremo a otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario
están vacíos.
Varias corrientes humanas
venían a perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República.
Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del
enemigo, buscando amparo en la capital.
Llegaban los trenes
desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones,
se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos
trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían
inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso a los convoyes
militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor
y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, a media noche o al amanecer,
no sabían adónde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento
en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.
* * * * *
La una de la madrugada. Me apresuro a
sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome
a otros rivales que también lo desean.
Llevo cuatro horas de
paseo incesante en la noche caliginosa. Sobre los tejados pasan las mangas blancas
de los reflectores, regleteando de luz el ébano del cielo. Contemplo, con la satisfacción
de un privilegiado, a la muchedumbre desheredada que se desliza en la penumbra lanzando
miradas codiciosas al banco. El reposo me hace sentir todo el peso de la fatiga
anterior. Reconozco que si los hulanos apareciesen de pronto trotando por el centro
de la calle, no me movería.
Una pierna me transmite
su calor a través de una tenue faldamenta de verano. Me fijo en mi vecina, muchacha
de las que siguen viniendo al bulevar por costumbre, pero sin esperanza alguna,
pues el tiempo no está para bagatelas.
Tiene la nariz respingada,
los ojos algo oblicuos, y un hociquito gracioso coronado por un sombrero de cuatro
francos noventa. El cuerpo pequeño, ágil y flaco, va envuelto en un vestido de los
que fabrican a centenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata
a las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuñitas de terciopelo
polvoriento. Sonríe con un esfuerzo visible, frunciendo al mismo tiempo las cejas.
Se adivina que es una mujer ácida, de las que “hacen historias” a los amigos; una
especie de calamar amoroso, que esparce en torno la amarga tinta de su mal carácter.
Conversa con una respetable
matrona que vuelve llorosa de la estación de despedir a su hijo, que es soldado.
Junto a ella está una hija de catorce años, mirando a la vecina con ojos curiosos
y admirativos. Los que ocupan el resto del banco dormitan con la cabeza baja o sueñan
despiertos contemplando el cielo.
La burguesa, al hablar,
gratifica a la muchacha ácida con un solemne “Madame”. Hace un mes habría abandonado
el asiento, a pesar de su cansancio, para evitarse tal vecindad. ¡Pero ahora!… La
inquietud nos ha hecho a todos bien educados y tolerantes. París es un buque en
peligro, y sus pasajeros olvidan las preocupaciones y rencillas de los días de calma,
para buscarse fraternalmente.
Sigo su conversación
fingiéndome distraído. La madre es pesimista. ¡Maldita guerra! Parece que las cosas
marchan mal. Le van a matar al hijo; casi está segura de ello; y sus ojos se humedecen
con una desesperación prematura. Los enemigos están cerca; van a entrar en París
“como la otra vez”… Pero la joven malhumorada muestra un optimismo agresivo.
–No, no entrarán, “Madame”…
Y si entran, yo no quiero verlo, no me da la gana; no podría. Me arrojaré antes
al Sena… Pero no; mejor será que me quede en mi ventana, y al primero que entre
en la calle le enviaré…
Y enumera todos los
objetos de uso íntimo que piensa emplear como proyectiles. Vibra en ella la resolución
absurdamente heroica de los insensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar.
Algo pasa por la acera
que interrumpe estos propósitos desesperados. Avanza lentamente un matrimonio de
viejos: dos seres pequeñitos, arrugados, trémulos, que se detienen un momento, respiran
con avidez, gimen e intentan seguir adelante. Ella, vestida de negro, con una capota
de plumajes roídos por la polilla, se muestra la más animosa. Es enjuta y obscura;
sus miembros, flacos y nudosos, parecen sarmientos trenzados. Se pasa de mano a
mano una maleta que tira de ella con insufrible pesadez, encorvándola hacia el suelo.
A pesar de su cansancio,
intenta auxiliar al hombre, que es una especie de momia. Su cabeza de pelos ralos
aún parece más grande moviéndose sobre un cuello cartilaginoso, del que surgen los
ligamentos con duro relieve. Los dos son de una vejez extremada; parecen escapados
de una tumba. Les atormentan los paquetes que intentan arrastrar; caminan tambaleándose,
como la hormiga que empuja un grano superior a su estatura. En este cansancio aplastante
se adivina un nuevo suplicio, el de ir vestidos con las ropas guardadas durante
muchos años para las grandes ceremonias de la vida: ella con falda de seda dura
y crujiente; él puesto de levita y paletó de invierno.
El viejo deja caer el
fardo que lleva en los brazos, y luego se desploma sobre este asiento improvisado.
–No puedo más… Voy a
morir.
Gime como un pequeñuelo.
Su pobre cabeza de ave desplumada se agita con el hipo que precede al llanto.
–Valor, mi hombre… Tal
vez no estamos lejos. ¡Un esfuerzo!
La viejecita quiere
mostrarse enérgica y contiene sus lágrimas. Se adivina que en la casa que dejaron
a sus espaldas era ella la dirección, la voluntad, la palabra vehemente. Su diestra
escamosa, abandonando a la otra mano todo el peso de la maleta, acaricia las mejillas
del viejo. Es un gesto maternal para infundirle ánimo; tal vez es un halago amoroso
que se repite después de un paréntesis de medio siglo. ¡Quién sabe! ¡La guerra ha
despertado tantas cosas que parecían dormidas para siempre!…
Yo me imagino el infortunio
de esos dos seres que representan ciento setenta años. Son Filemón y Baucis, que
acaban de ver su apergaminado idilio roto por la invasión. Tienen el aspecto de
antiguos habitantes de la ciudad que han ido a pasar el resto de su existencia en
el campo, dejándose cubrir por las petrificaciones ásperas y saludables de la vida
rústica. Tal vez fueron pequeños tenderos; tal vez ganó él su retiro en una oficina.
Cuando no existían aún los hombres maduros del presente, se refugiaron los dos en
esta felicidad mediocre, en este aislamiento egoísta soñado durante largos años
de trabajo: una casita rodeada de flores, con algunos árboles; un gallinero para
ella, un pedazo de tierra para él, aficionado al cultivo de legumbres.
Entraron en este nirvana
burgués cuando los ferrocarriles eran menos aún que las diligencias, cuando la humanidad
soñaba a la luz del petróleo, cuando un despacho telegráfico representaba un suceso
culminante en una vida… Y de pronto, el miedo a la invasión alemana, que suprime
un pueblo en unas cuantas horas, les ha impulsado a huir de una vivienda que era
a modo de una secreción de sus organismos. Luego se han visto en París, aturdidos
por la muchedumbre y por la noche, desamparados, no sabiendo cómo seguir su camino.
–Valor, mi hombre –repite
la esposa.
Pero tiene que olvidarse
de su compañero para dar gracias, con una cortesía de otros tiempos, a alguien que
le toma la maleta e intenta levantar al viejo. Es la muchacha ácida, que da órdenes
y empuja con irresistibleautoridad. Ahora reconozco que no lo pasará bien el primer
hulano que entre en su calle. Con un simple ademán limpia de gente una parte del
banco, para que se instalen con amplitud los dos ancianos.
Queda espacio libre,
pero yo me guardo bien de volver a sentarme. No quiero recibir un bufido con acompañamiento
de varios nombres de pescados deshonrosos. Sin duda la presencia de estos viejos
ha resucitado en la memoria de la muchacha la imagen de otros viejos largamente
olvidados.
La trémula Baucis da
explicaciones. Dos días en ferrocarril. Han huido con todo lo que pudieron llevarse.
Su última comida fue en la tarde del día anterior; pero esto no les aflige: los
viejos comen poco. Lo que les aterra es el cansancio. Llegaron a las diez: ni un
carruaje, ni un hombre en la estación que quisiera cargar con sus paquetes. Todos
están en la guerra. Llevan tres horas buscando su camino.
–Tenemos en París unos
sobrinos –continúa la anciana.
Pero se interrumpe al
ver que Filemón se ha desmayado, precisamente ahora que descansa. Los curiosos del
bulevar, que esperan siempre un suceso, se aglomeran en torno del banco. La protectora
empuja e insulta, sin dejar de ocuparse de los viejos.
–¿Y viven cerca los
parientes?
–Plaza de la Bastilla
–contesta Baucis, que no sabe dónde está la plaza.
Un murmullo de tristeza;
un gesto de lástima. Todos miran el extremo del bulevar, que se pierde en la noche.
¡Tan lejos!… ¡No llegarán nunca! Circulan pocos automóviles; solo de vez en cuando
pasa alguno.
Los brazos de la bienhechora
trazan imperiosos manoteos; su voz intenta detener a los vehículos que se deslizan
veloces. Carcajadas o palabras de menosprecio contestan a sus llamamientos, y ella,
indignada contra los chófers insolentes, da suelta al léxico de su cólera, intercalando
con frecuencia la frase más célebre de Waterloo.
Cuando transcurren algunos
minutos sin que pasen vehículos, vuelve al lado de los viejos para animarlos con
su energía. Ella los instalará en un carruaje; pueden descansar tranquilos.
De pronto salta en medio
del bulevar. Viene mugiendo un automóvil del ejército, desocupado y enorme, a toda
fuerza de su motor. El soldado que lo guía cambia de dirección para no aplastar
a esta desesperada que permanece inmóvil, con los brazos en alto.
Su prudencia resulta
inútil, pues la mujer, moviéndose en igual sentido, marcha a su encuentro. La multitud
grita de angustia. Con un violento tirón de frenos, el automóvil se detiene cuando
su parte delantera empuja ya a esta suicida. Debe haber recibido un fuerte golpe.
El chófer, un artillero
de pelo rojo y aspecto campesino, que lleva sobre el uniforme un chaquetón de caucho,
increpa a la muchacha, la insulta por el sobresalto que le ha hecho sufrir. Ella,
como si no le oyese, le dice con autoridad, tuteándole:
–Vas a llevar a estos
dos viajeros. Es ahí cerca, a la Bastilla.
La sorpresa deja estupefacto
al soldado. Luego ríe ante lo absurdo de la proposición. Va de prisa, tiene que
entrar en el cuartel cuanto antes. Le grita que se aleje, que salga de entre las
ruedas. Ella afirma que no se moverá, e intenta tenderse en el suelo para que el
vehículo la aplaste al ponerse en marcha.
El artillero jura indignado,
tomando por testigos a los curiosos. Esto no es serio; le van a castigar; el cuartel…
los oficiales… Pero ella está ya en el pescante, inclinando hacia el conductor su
rostro ceñudo, esforzándose por encontrar un gesto de graciosa seducción.
–Yo te recompensaré.
Llévalos y te daré un beso.
Sonríe el soldado débilmente,
mirándola a la cara para apreciar el valor del ofrecimiento. No es gran cosa, pero
¡qué diablo! un beso siempre resulta agradable.
La gente ríe y palmotea,
y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha de esta situación para instalar a los
viejos en el vehículo con todos sus paquetes.
El chófer pone en movimiento
su motor.
–Gracias, Madame –dice
lloriqueando Baucis, mientras Filemón articula gemidos de gratitud.
Pero “Madame” no les
oye, ocupada en depositar dos besos sonoros en las mejillas del artillero, brillantes
y ennegrecidas por la grasa de los engranajes. “Toma…toma.”
Se aleja el automóvil
y se deshacen los grupos. Las pezuñitas de terciopelo vuelven hacia el banco. Una
de ellas cojea dolorosamente. Siento la tentación de besar también, de besar a la
muchacha ácida; pero me inspira miedo.
Temo que interprete
torcidamente mis intenciones.
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