Dino Buzzati
Arrestado en un
callejón de la ciudad y condenado solamente por contrabando –porque tuvo la
suerte de no ser reconocido– Gaspar Planetta, capitán de bandidos, permaneció
tres años en prisión.
Al
salir libre estaba muy cambiado. Consumido por la enfermedad, con una gran
barba, parecía un viejo y no el famoso capo brigante, el mejor tirador
conocido, que no sabía errar un disparo.
Con
sus cosas en una bolsa, se puso en camino hacia el Monte Fumo, su antiguo
reino, donde suponía que debían estar sus compañeros.
Era
un domingo de junio cuando se internó en el valle donde estaba su casa. Los
senderos del bosque no habían cambiado: aquí afloraba una raíz: allá una piedra
que recordaba perfectamente. Todo estaba igual que antes. Como era fiesta, la
banda debía estar reunida en su casa. Al acercarse, Planetta oyó voces y
carcajadas. La puerta, a diferencia de sus tiempos, estaba cerrada.
Golpeó
dos o tres veces. Adentro se hizo un silencio. Después preguntaron:
–¿Quién
es?
–Vengo
de la ciudad –respondió– vengo de parte de Planetta.
Tenía
pensado darles una sorpresa, pero en cuanto abrieron la puerta, se dio cuenta
de que no lo reconocían. Sólo el viejo perro, el esquelético Tromba, le saltó
encima con alegría.
Al
principio sus antiguos compañeros, Cosimo, Marco, Felpa y también tres o cuatro
desconocidos, lo rodearon, pidiéndole noticias de Planetta. Les contó que había
conocido al jefe en prisión; dijo que Planetta sería liberado un mes más tarde
y que, mientras tanto, lo había enviado a él para saber cómo marchaban las
cosas.
Al
rato, los bandoleros ya habían perdido todo interés en el recién llegado y lo
dejaban con un pretexto cualquiera. Sólo Cosimo se quedó hablando con él, pero
sin reconocerlo.
–¿Y
qué piensa hacer cuando vuelva?
–¿Cómo
qué piensa hacer? ¿Es que acaso no puede volver acá?
–Ah,
sí, sí… yo no digo nada. Sólo estaba pensando en él. Las cosas aquí han
cambiado mucho. Y él va a querer mandar todavía, se entiende… pero no sé…
–¿Qué
es lo que no sabe?
–No
sé si Andrea estará dispuesto… no va a querer. Por mí que vuelva, nosotros dos
siempre nos llevamos bien.
Así
supo Gaspare Planetta que el nuevo jefe era Andrea, uno de sus antiguos
compañeros.
En
ese momento se abrió la puerta de par en par y entró el propio Andrea, que se
paró en medio del cuarto. Planetta recordaba un tipo alto y flaco. Ahora tenía
delante una formidable estampa de forajido, con una cara dura y unos
espléndidos bigotes. Tampoco lo reconoció.
–¿Ah
sí? –dijo a propósito de Planetta– ¿Y cómo fue que no consiguió fugarse? No
debe ser demasiado difícil. También a Marco lo metieron adentro, pero no llegó
a estar ni seis días. Tampoco a Stella le resultó difícil evadirse. Y en cambio
él, que era el jefe, precisamente él, no hizo buen papel.
–Es
que ya las cosas no son como antes –repuso Planetta con una sonrisa burlona–
Hay muchos guardias ahora, cambiaron las rejas, jamás nos dejaban solos. Y
además él se enfermó.
Mientras
hablaba se iba dando cuenta que lo habían dejado afuera, comprendía que un capo
brigante no puede dejarse capturar y mucho menos permanecer encerrado tres a
cuatro años como un desgraciado cualquiera, comprendía que estaba viejo, que ya
no había lugar para él allí, que su tiempo había terminado.
–Me
dijo –prosiguió con voz cansada– Planetta me dijo que había dejado aquí su
caballo, un caballo blanco que se llama Polak, me parece, y que tiene un bulto
detrás de la rodilla.
–Tenía,
querrá decir, tenía… –dijo Andrea arrogante, comenzando a sospechar que era el
propio Planetta el que tenía delante– Si el caballo se murió, no es culpa
nuestra.
–Me
dijo– continuó con toda calma Planetta– que también dejó aquí su ropa, una
linterna y un reloj– y sonriendo sutilmente se acercó a la ventana para que
todos pudieran verlo bien.
Y
todos, en efecto, lo vieron, reconociendo en aquel viejo flaco lo que quedaba
de su famoso jefe Gaspare Planetta, el mejor tirador conocido, que no sabía
errar un solo tiro.
Sin
embargo, ninguno habló. Tampoco Cosimo se atrevió a decir nada. Todos simularon
no haberlo reconocido porque estaba presente Andrea, el nuevo jefe y lo temían.
Y
Andrea hacía como si no pasara nada.
–Nadie
ha tocado sus cosas –respondió Andrea– deben estar por ahí, en algún cajón. De
la ropa, no sé nada. Probablemente alguien la usó.
–Me
ha dicho– continuó imperturbable Planetta, aunque esta vez ya no sonreía– me ha
dicho que dejó aquí su fusil, su escopeta de precisión.
–Su
fusil está aquí –dijo Andrea– y puede venir por él cuando quiera.
–Me
decía, siempre me decía: quién sabe qué trato le han dado a mi fusil, quién
sabe en qué chatarra me lo encuentro convertido a mi regreso.
–Yo
lo usé algunas veces– admitió Andrea con cierto tono de desafío– pero no creo
que por eso se haya estropeado.
Gaspare
Planetta se sentó sobre un banco. Se sentía afiebrado, cosa que solía pasarle;
no mucho, pero lo suficiente para sentir la cabeza pesada.
–Dime
–insistió, volviéndose a Andrea– ¿Me lo podrías dejar ver?
–Adelante
–respondió Andrea, haciéndole señas a uno de los nuevos integrantes de la banda–
Ve, ve a buscarlo.
Un
momento después le entregaron el fusil a Planetta. Lo observó minuciosamente,
con aire preocupado y poco a poco, mientras acariciaba el caño, pareció
serenarse.
–Bien
–dijo después de una larga pausa–… y también me dijo que dejó aquí las
municiones. Lo recuerdo bien: seis medidas de pólvora y ochenta y cinco
proyectiles.
–Adelante–
ordenó Andrea secamente– Tráiganle todo. ¿Hay alguna otra cosa?
–Eso
–dijo Planetta acercándose a Andrea con la mayor calma y sacándole de la
cintura un puñal envainado– Todavía falta ésta. Su cuchilla de caza– y volvió a
sentarse.
Corrió
un largo y pesado silencio.
–Bien…
buenas noches– dijo por fin Andrea para hacerle comprender a Planetta que la
entrevista había terminado.
Gaspare
Planetta levantó los ojos midiendo la poderosa corpulencia del otro.
¿Habría
podido desafiarlo, enfermo y cansado como estaba? Se levantó lentamente, esperó
que le dieran el resto de sus cosas, metió todas en la bolsa y se echó el fusil
al hombro.
–Buenas
noches, señores –dijo, encaminándose hacia la puerta.
Los
hombres quedaron mudos, paralizados de estupor, porque jamás hubieran imaginado
que Gaspare Planetta, el famoso capo brigante pudiera terminar así, permitiendo
que lo mortificaran impunemente.
Sólo
Cosimo consiguió emitir una voz extrañamente ronca:
–¡Adiós,
Planetta! –exclamó, haciendo a un lado toda simulación–. ¡Adiós y buena suerte!
Planetta
se alejó por el bosque, en medio de las sombra de la noche, silbando.
*
Eso
le sucedió a Planetta, que ya no era más capo brigante sino solamente Gaspare
Planetta, de Severino, del año cuarenta y ocho, sin residencia fija. Aunque, en
realidad, dónde vivir tenía, una cabaña sobre el Monte Fumo, de troncos y
piedra, en el medio del bosque, donde se refugiara una vez que lo perseguían
los guardias.
Planetta
llegó a su cabaña, encendió el fuego, contó el dinero que tenía (podía
alcanzarle para algunos meses) y comenzó a vivir solo.
Pero
una noche, mientras estaba sentado junto al fuego, se abrió de golpe la puerta
y apareció un joven, con un fusil. Tendría unos diecisiete años.
–¿Qué
pasa? –preguntó Planetta sin siquiera levantarse.
El
muchacho tenía un aire desenfadado, se parecía a él, Planetta, una treintena de
años antes.
–¿Está
aquí la gente del Monte Fumo? Hace tres días que los busco.
El
muchacho se llamaba Pietro. Explicó sin titubeos que quería unirse a la banda.
Había vivido siempre vagabundeando y hacía años que tenía ese proyecto, pero
como para ser bandolero debía contar por lo menos con un fusil, no había
tenidos más remedio que esperar un poco; ahora había robado uno bastante bueno.
–Llegaste
a buen lugar; yo soy Planetta.
–¿Planetta
el capitán, quiere decir?
–El
mismo.
–Pero,
¿no estaba en prisión?
–Allí
estuve, por así decirlo –explicó irónicamente Planetta–. Estuve tres días: no
tuvieron la suerte de retenerme por más tiempo.
El
muchacho lo miró entusiasmado.
–¿Y
ahora quieres que me quede contigo?
–¿Quedarte
conmigo? –dijo Planetta– Está bien, por esta noche duerme aquí, mañana veremos.
Los
dos vivieron juntos. Planetta no desengañó al muchacho, lo dejó creer que
seguía siendo el jefe, le explicó que prefería vivir solo y encontrarse con los
compañeros nada más que cuando era necesario.
El
muchacho lo creía poderoso y esperaba de él grandes cosas. Pero pasaban los
días y Planetta no hacía nada, a excepción de cazar un poco. El resto del
tiempo lo pasaba siempre junto al fuego.
–Jefe
–decía Pietro– ¿cuándo vamos a dar un golpe?
–Uno
de estos días– respondía Planetta– Llamaré a los compañeros y te sacarás el
gusto.
Pero
los días siguieron pasando.
–Jefe–
insistía el muchacho–. Supe que mañana pasará por el camino del valle un tal
Francisco, que debe tener los bolsillos llenos.
–¿Un
tal Francisco? –repetía Planetta sin demostrar interés– Lo conozco hace tiempo.
Es un hombre astuto, un verdadero zorro: cuando viaja no lleva un solo escudo
encima, de miedo a los ladrones.
–Jefe–
decía el muchacho–. Supe que mañana pasan dos carros de buena mercadería. Todos
cosas de comer. ¿Qué dice, jefe?
–¿De
veras? –respondía Planetta– ¿Cosas de comer? – y dejaba languidecer el asunto,
como si no fuera digno de él.
–Jefe–
decía el muchacho– mañana es la fiesta de la ciudad y habrá mucho movimiento de
gente, pasarán cantidad de carruajes y muchos regresarán de noche. ¿No
tendríamos que intentar algo?
–Cuando
hay gente –contestaba Planetta– más vale no hacer nada. Hay gendarmes por todos
lados los días de fiesta. No hay que fiarse. Precisamente fue en un día de
fiesta que me capturaron.
–Jefe
–decía después de unos días Pietro– di la verdad, a ti te pasa algo. No tienes
ganas de hacer nada. Ni siquiera de ir a cazar. No quieres ver a los
compañeros. Debes estar mal, seguramente, ayer también tuviste fiebre. Siempre
estás al lado del fuego. ¿Por qué no hablas claro?
–Puede
que no esté bien– decía Planetta sonriendo– pero no es lo que tú piensas. Si
quieres que te los diga, así por lo menos me dejas tranquilo, es una estupidez
fatigarse para embolsarse algunas pocas monedas. Si hago algo, quiero que valga
la pena. Bien: he decidido esperar al Gran Convoy.
Se
refería al Gran Convoy que una vez al año, precisamente el 12 de setiembre,
llevaba a la capital un cargamento de oro, todo lo recaudado por concepto de
impuestos en las provincias del sur. Avanzaba entre sonidos de cuernos a lo
largo del camino principal, custodiado por guardia armada. El Gran Convoy
Imperial con el gran carro de hierro, todo lleno de monedas metidas en sacos.
No había bandolero que no soñara con él en las noches tranquilas, pero desde
hacía cien años nadie había logrado asaltarlo impunemente. Trece bandidos
habían muerto, veinte estaban en prisión. Ya nadie pensaba en el Gran Convoy en
serio; año tras año la recaudación de impuestos se hacía más grande y la
escolta armada era reforzada. Iban soldados adelante y atrás, patrullas a
caballo a los lados; los cocheros, los jinetes y los servidores, todos armados.
Lo precedía una especie de avanzada con trompeta y bandera. Después venían
veinticuatro guardias a caballo, armados con fusiles, pistolas y espadones, y
enseguida el carro de hierro con la insignia imperial en relieve tirado por
dieciséis caballos. Otros veinticuatro soldados en la retaguardia, otros doce a
los lados. Cien mil ducados de oro, mil onzas de plata, destinados a la casa
imperial.
El
Convoy pasaba a galope cerrado. Luca Toro, cien años antes, había tenido el
coraje de asaltarlo y le había ido milagrosamente bien. Era la primera vez: la
escolta se asustó y Luca Toro pudo huir a Oriente y darse la gran vida.
Otros
bandoleros lo habían intentado: Giovanni Borro, para nombrar algunos, el
Tedesco, Sergio de Topi, el Conde y el Jefe de los treinta y ocho. Todos, a la
mañana siguiente, aparecieron al borde del camino con la cabeza partida.
–¿El
Gran Convoy? –preguntó el muchacho maravillado– ¿De veras quieres arriesgarte?
–Sí,
quiero arriesgarme. Si lo logro, estoy hecho para siempre.
Eso
dijo Gaspare Planetta, pero estaba lejos de pensarlo. Aun contando con una
veintena de hombres habría sido una locura… ¡cuánto más solo!
Lo
había dicho por bromear, pero el muchacho se lo había tomado en serio y miraba
a Planetta con admiración.
–Dime–
preguntó–… ¿y cuántos seríamos?
–Quince,
por lo menos.
–¿Y
para cuándo?
–Hay
tiempo –respondió Planetta–. Tengo que hablar con mi gente. Esto no es cosa de
juego.
Pero
los días siguieron pasando y los bosques empezaron a ponerse rojos. El muchacho
esperaba con impaciencia. Planetta no lo desengañaba y en las largas noches que
pasaban junto al fuego, discutía el gran proyecto y se divertía también él. Y
en algunos momentos él mismo llegaba a creer que era verdad.
*
El
11 de septiembre, el día de la víspera, el muchacho estuvo afuera hasta la
noche. Regresó con una cara sombría.
–¿Qué
pasa? – preguntó Planetta, sentado como de costumbre junto al fuego.
–Por
fin me encontré con tus compañeros.
Se
hizo un largo silencio y se oyó el restallar del fuego. También se escuchaba la
voz del viento que soplaba en el bosque.
–Y
bien… –preguntó Planetta con tono que quería parecer divertido– ¿Te lo dijeron
todo?
–Seguro.
Me lo contaron todo.
–Bien–
añadió Planetta y se hizo otra pausa en el cuarto iluminado tan sólo por el
fuego.
–Me
dijeron que me fuera con ellos, que hay mucho trabajo.
–Entiendo–
aprobó Planetta– Sería una tontería no ir.
–Jefe
–dijo entonces Pietro con voz casi llorosa– ¿por qué no me dijiste la verdad?
¿Por qué tantas historias?
–¿Qué
historias? –dijo Planetta, que hacía esfuerzos por mantener su habitual tono
alegre–. ¿Qué historias te he contado yo? Te dejé creer, no te quise
desengañar, eso fue todo.
–No
es verdad –repitió el muchacho–. Me retuviste aquí con falsas promesas, sólo
por atormentarme. Mañana, bien lo sabes…
–¿Qué
pasa mañana? –preguntó Planetta, otra vez tranquilo– ¿Te refieres al Gran
Convoy?
–Eso
mismo. ¡Y yo que te creí! Aunque tenía que haberme dado cuenta, enfermo como
estás… No sé como hubieras podido… –Pietro se calló por algunos segundos y
después, en voz baja, anunció:
–Mañana
me voy.
*
Pero
el otro día, Planetta fue el primero en levantarse. Se vistió de prisa sin
despertar al muchacho y tomó el fusil. Recién cuando llegaba al umbral Pietro
se despertó.
–Jefe
–dijo, llamándolo así por la fuerza de la costumbre–. ¿Adónde vas a esta hora,
se puede saber?
–Sí
señor, se puede saber –respondió Planetta sonriendo–. Voy a esperar al Gran
Convoy.
Pietro
ni siquiera se molestó en responder. Se limitó a darse vuelta en la cama, como
para hacerle ver que ya estaba cansado de aquella estúpida historia.
Pero
está vez no era sólo una historia. Para cumplir una promesa que había hecho en
broma, se disponía a asaltar el Gran Convoy. Ya lo habían fastidiado bastante
sus compañeros; por lo menos, que aquel muchacho supiera quién era Gaspare
Planetta. Pero, no… no era el muchacho lo que le importaba. En el fondo, lo
hacía por él mismo, para sentirse el de antes, aunque fuera por última vez.
Probablemente
nadie lo vería y hasta quizá, si lo mataban enseguida, nadie lo supiera jamás,
pero es no tenía importancia. Era un asunto personal con el poderoso Planetta
de antes. Una especie de apuesta a favor de una empresa desesperada.
Pietro
dejó que Planetta se fuera. Pero después le asaltó una duda. ¿No se propondría
de veras Planetta llevar a cabo el asalto? A pesar de que le parecía una idea
absurda, Pietro se levantó y salió a averiguar. Muchas veces Planetta le había
mostrado el sitio ideal para esperar al Gran Convoy, y hacia allí se dirigió.
El
día ya había amanecido pero el cielo estaba cubierto por largas nubes de
tormenta. La luz era clara y grisácea. De tanto en tanto se oía el canto de un
pájaro. En los intervalos, se escuchaba el silencio.
Pietro
corrió por el bosque hacia el fondo del valle, donde pasaba el camino
principal. Avanzaba con prudencia entre los matorrales en dirección a un grupo
de castaños, donde seguramente se encontraba Planetta.
Allí
estaba, en efecto, escondido detrás de un tronco y se había hecho un pequeño
parapeto de ramas para que no lo pudieran ver. Se había apostado sobre una
especie de colina que dominaba una brusca vuelta del camino: una fuerte subida
que obligaba a los caballos a andar más despacio. Todo lo que pasara por allí
se convertía en un blanco fácil.
El
muchacho miró la llanura del sur que se perdía en el infinito, cortada en dos
por el camino. Allá, en el fondo, vio una polvareda que se movía, avanzaba por
el camino: era el polvo que levantaba el Gran Convoy.
Planetta
estaba colocando el fusil con la mayor calma, cuando oyó que algo se agitaba
cerca de él. Se volvió y vio a Pietro con su fusil en el árbol vecino.
–Jefe–
dijo Pietro jadeando– Planetta, tienes que salir de aquí. ¿Te has vuelto loco?
–Chitón–
respondió sonriendo Planetta–. Que yo sepa, no estoy loco. Vete de aquí
enseguida.
–Estás
loco, te digo. Crees que van a venir tus compañeros, pero no vendrán, me lo han
dicho, nunca pensaron venir.
–Vendrán,
por Dios que vendrán, sólo es cuestión de esperar un poco. Tienen la manía de
llegar siempre tarde.
–Planetta
–suplicó el muchacho–. Hazme el gusto, sal de ahí. Era sólo una broma, nunca he
pensado dejarte.
–Lo
sé, lo sé –rio bonachonamente Planetta–. Pero ahora basta, vete, te digo. Este
no es lugar para ti.
–Planetta–
insistió el muchacho–. ¿No ves que es una locura? ¿Qué puedes hacer tú solo?
–Por
Dios, vete de una vez –gritó con voz ahogada Planetta, que ya no razonaba–. ¿No
te das cuenta de que vas a echarlo todo a perder?
En
ese momento se comenzaba a distinguir, en el fondo del camino principal, los
soldados que escoltaban el Gran Convoy, el carro, la bandera.
–¡Por
última vez, vete! –repitió, furioso, Planetta. El muchacho, reaccionando por
fin, empezó a arrastrarse entre el pastizal hasta que desapareció.
Planetta
escuchó los cascos de los caballos, dio una ojeada a las grandes nubes de
plomo, vio tres o cuatro cuervos en el cielo. El Gran Convoy ahora avanzaba
despacio, iniciando la subida.
Planetta
tenía ya el dedo en el gatillo cuando advirtió que el muchacho regresaba,
arrastrándose, y se apostaba otra vez detrás del árbol.
–¿Viste?
–susurró Pietro–. ¿Viste cómo no vinieron?
–Canallas
–murmuró Planetta sin mover ni siquiera la cabeza y esbozando una sonrisa–.
¡Canallas! Es demasiado tarde para retroceder. ¡Atención, muchacho, que ahora
comienza lo bueno!
Trescientos.
Doscientos metros. El Gran Convoy se acercaba. Ya se distinguía la gran
insignia en relieve sobre los lados del carro, se oían las voces de los
soldados que conversaban entre ellos.
Sólo
entonces el muchacho tuvo miedo. Comprendió que estaba embarcado en una empresa
disparatada, de la que no se podía escapar.
–¿Viste
que no vinieron? Por caridad, no dispares.
Pero
Planetta no se conmovió.
–¡Atención!
–murmuró alegremente, como si no lo hubiera oído–. ¡Señores, la función va a
comenzar!
Planetta
ajustó la mira, su formidable mira que no podía fallar. Pero en aquel instante
sonó un disparo del otro lado del valle.
–¡Cazadores!
–comentó el capo brigante, divertido, mientras resonaba un terrible eco–. No
son más que cazadores. ¡Nada de miedo, eh! Cuánto más confusión, mejor.
Pero
no eran cazadores. Gaspare Planetta oyó un gemido. Volvió la cabeza y vio al
muchacho que soltaba el fusil y se desplomaba sobre la tierra.
–¡Me
hirieron, Planetta! ¡Oh, mama!
No
habían sido cazadores los que habían disparado, sino los soldados de la escolta
encargados de adelantarse al Convoy para evitar una emboscada. Eran todos
expertos tiradores, seleccionados en los combates. Tenían fusiles de precisión.
Uno
de ellos, mientras escrutaba el bosque, había visto al muchacho moverse entre
los árboles y tenderse después al lado del viejo bandolero.
Planetta
lanzó una blasfemia. Se fue levantando con precaución hasta quedar de rodillas,
disponiéndose a socorrer al compañero. Sonó un segundo disparo. El proyectil
atravesó el valle bajo las nubes tormentosas y después empezó a descender de
acuerdo a las leyes de la balística. Había sido dirigido a la cabeza, pero en
cambio entró en el pecho, cerca del corazón.
Planetta
cayó de golpe. Se hizo un gran silencio, como jamás había oído. El Gran Convoy
se había detenido. El temporal no terminaba de desatarse. Los cuervos estaban
allá, en el cielo. Todos se mantenían expectantes.
El
muchacho volvió la cabeza y sonrió:
–Tenía
razón –balbuceó–. Al final vinieron, los compañeros. ¿Los viste, jefe?
Planetta
no respondió, pero haciendo un supremo esfuerzo, miró en la dirección indicada.
Detrás
de ellos, en un claro del bosque, habían aparecido una treintena de jinetes con
el fusil en bandolera. Parecían diáfanos como una nube y sin embargo se
distinguían netamente sobre el fondo oscuro de la floresta. Por sus divisas
absurdas y sus caras bravías, se hubiera dicho que eran bandidos.
En
efecto, Planetta los reconoció enseguida. Eran sus antiguos compañeros, los
bandoleros muertos que venían por él. Rastros curtidos por el sol y atravesados
por largas cicatrices, horribles mostachos, barbas sacudidas por el viento,
ojos duros y clarísimos, espuelas inverosímiles, grandes botones dorados, caras
simpáticas, polvorientas de tanto combatir.
Ahí
estaba el buen Paolo, lento de entendederas el pobre, muerto en el asalto del
Mulino; Pietro del Ferro, que jamás había conseguido aprender a cabalgar;
Giorgio Pertica; Frediano, muerto de frío… todos los buenos y viejos
compañeros, que había visto morir uno a uno.
¿Y
ese facineroso de grandes bigotes y un fusil casi tan largo como él, montado en
el caballo blanco y flaco, no era el Conde, el famoso bandolero también caído
por causa del Gran Convoy? Sí, era él, el Conde, con el rostro iluminado de
cordialidad y satisfacción. ¿Y acaso se equivocaba Planetta o el último de la
izquierda que se mantenía erguido y orgulloso, era el propio Marco Grande en
persona, ahorcado en la capital en presencia del Emperador y de cuatro
regimientos de soldados? Marco Grande, cuyo nombre, cincuenta años después
todavía se pronunciaba en voz baja… Sí, también había venido para honrar a
Planetta, el último valiente y desafortunado capitán.
Los
bandidos muertos estaban silenciosos, evidentemente conmovidos, pero llenos de
una común felicidad. Esperaban que Planetta hiciera algo.
Y
Planetta (lo mismo que el muchacho) se levantó, ya no de carne y hueso como
antes sino transparente como los otros y, sin embargo, idéntico a sí mismo.
Lanzando
una mirada sobre su pobre cuerpo que yacía en el suelo, Planetta se encogió de
hombros, como para convencerse de que ya no importaba nada de eso y se dirigió
al claro, indiferente a los posibles disparos. Avanzó hacia los viejos
compañeros, feliz.
Estaban
por comenzar los saludos particulares, cuando en primera fila advirtió un
caballo ensillado a la perfección y sin jinete. Instintivamente se acercó
sonriendo.
–Por
casualidad –dijo, maravillado por el tono extrañísimo de su nueva voz– ¿no será
Polak este caballo?
Era
Polak, de verdad, su caballo. Al reconocer a su dueño lanzó una especie de
relincho (es necesario definirlo así, porque la voz de los caballos muertos es
mucho más dulce que la que conocemos). Planetta le dio dos o tres palmadas
afectuosas y desde ya empezó a saborear la delicia de la próxima cabalgata,
junto a sus fieles amigos, hacia el reino de los bandoleros muertos que si bien
no conocía, era legítimo imaginar lleno de sol, acariciado por un aire de
primavera, con largos caminos blancos y sin polvo, que seguramente conducían a
milagrosas aventuras. Apoyando la mano izquierda sobre la silla, como si se
dispusiera a montar, Gaspar Planetta habló.
–Gracias,
muchachos –dijo, tratando de no dejarse dominar por la emoción–. Les juro que… –y
se interrumpió al recordar a Pietro, que también transformado en sombra se
mantenía apartado, con el embarazo que produce estar entre personas que recién
se conoce. –Perdona– le dijo Planetta– Este es un bravo compañero– agregó
dirigiéndose a los bandoleros muertos–. Tenía tan sólo diecisiete años. Hubiera
sido todo un hombre.
Los
bandidos muertos sonrieron y bajaron levemente la cabeza en señal de
bienvenida.
Planetta
calló y miró a su alrededor, indeciso. ¿Qué debía hacer? ¿Irse con sus
compañeros, dejando al muchacho solo? Volvió a dar dos o tres palmadas al
caballo, hizo como que tosía y le dijo a Pietro.
–Bien,
¡adelante! ¡Monta en mi caballo! Es justo que te diviertas. ¡Vamos, vamos, nada
de historias! –agregó con fingida severidad, viendo que el muchacho no se
animaba a aceptar.
–Si
realmente quieres… –exclamó Pietro por fin, evidentemente halagado. Y con una
agilidad que jamás hubiera supuesto, dada la poca práctica que tenía en materia
de equitación, el muchacho saltó sobre la silla.
Los
bandoleros agitaron los sombreros, saludando a Gaspare Planetta. Alguno guiñó
un ojo, como diciendo hasta la vista. Todos espolearon los caballos y partieron
al galope.
Se
alejaron como disparados entre los árboles. Era maravilloso ver cómo se
lanzaban en lo más intrincado del bosque y lo atravesaban sin que su marcha se
viera entorpecida en ningún momento. Los caballos tenían un galope suave y
hermoso de ver. El muchacho y algunos de los bandidos todavía agitaban el
sombrero.
Planetta,
que había quedado solo, dio una ojeada en torno. Su inútil cuerpo seguía al pie
del árbol. Parecía seguir mirando hacia el camino.
El
Gran Convoy estaba todavía detenido más allá de la curva y por eso no era
visible. En el camino sólo se veían seis o siete soldados de la escolta que
miraban en dirección a Planetta. Aunque parezca increíble, habían visto toda la
escena: las sombras de los bandidos muertos, los saludos, la cabalgata. Nunca se
sabe lo que puede pasar en ciertos días de septiembre, bajo las nubes de
tormenta.
Cuando
Planetta, que había quedado solo, se volvió, el capitán del pequeño
destacamento se dio cuenta que era observado. Entonces se irguió y saludó
militarmente, como se saluda entre soldados.
Planetta
le devolvió el saludo tocándose el sombrero, con un gesto de familiaridad pero
lleno de hidalguía y sonrió. Después se encogió de hombros, por segunda vez en
el día. Se apoyó en la pierna izquierda, dio la espalda a los soldados, hundió
las manos en los bolsillos y se alejó silbando, sí señor, una marchita militar,
en la misma dirección por la que habían desaparecido sus compañeros.
Iba
hacia el mundo de los bandoleros muertos, que si bien no conocía, era lícito
suponer mejor que éste. Los soldados lo vieron hacerse cada vez más pequeño y
diáfano; su aspecto de viejo contrastaba con su paso ágil y rápido, el mismo
paso alegre y despreocupado que tienen los muchachos de veinte años, cuando son
felices.
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