Robert F. Young
El letrero en el escaparate decía:
“Maestra en Venta. Baratísima”.
Y en letras
más pequeñas: “Puede cocinar, coser y sabe desenvolverse en el hogar”.
Al verla, Danby
pensó en pupitres, borradores y hojas de otoño; en libros, sueños y risas. El dueño
de aquella pequeña tienda de segunda mano la había ataviado con un vestido de alegres
colores y unas minúsculas sandalias rojas. Permanecía en una caja, colocada en posición
vertical en el escaparate, igual que una muñeca de tamaño natural, esperando que
alguien la volviera a la vida.
Danby intentó
descender de la calle hacia el estacionamiento donde tenía su Baby Buick. Probablemente
Laura tenía ya una cena automatizada dispuesta en la mesa y se pondría furiosa si
llegaba tarde. Sin embargo continuó donde se hallaba, alto y delgado, con su juventud
aún cercana, refugiada en sus pardos y ávidos ojos, mostrándose débilmente en la
suavidad de sus mejillas.
Su inercia lo
molestó. Había pasado mil veces junto a la tienda en su camino desde el estacionamiento
a la oficina y viceversa, pero aquella era la primera vez que se detuvo para mirar
el escaparate.
Pero… ¿no era
ésta la primera vez que el escaparate exhibía algo que le interesara?
Danby intentó
afrontar la pregunta. ¿Le interesaba una maestra? No mucho. Sin embargo,
Laura necesitaba alguien que la ayudara en las faenas domésticas, mientras no pudieran
hacer frente al gasto de una criada automática y Billy, sin duda, sacaría provecho
de algunas clases particulares, además de la televisión, ahora que se aproximaban
los exámenes más difíciles…
Su cabello lo
hizo pensar en la luz del sol de septiembre, y su rostro en un día de septiembre.
Una neblina otoñal lo envolvió y, de súbito, su inercia lo abandonó por completo
y empezó a caminar, pero no en la dirección que antes pensó…
–¿Cuánto vale
la maestra del escaparate? –preguntó.
Antigüedades
de toda clase se hallaban esparcidas por la tienda. El dueño era un hombre viejo
y menudo, con espeso cabello blanco y ojos del color del pan de jengibre. También
tenía aspecto de antigüedad.
–¿Le gusta,
señor? Es muy hermosa –fulguró ante la pregunta de Danby.
Danby se sonrojó.
–¿Cuánto? –repitió.
–Cuarenta y
nueve dólares con noventa y cinco centavos, más cinco dólares por la caja.
Danby apenas
podía creerlo. Ante la escasez de maestras, lo lógico sería que el precio aumentara
y no que disminuyera. Un año antes, cuando pensó comprar una maestra de tercer grado,
reconstruida, para que ayudara a Billy en su trabajo teleescolar, el precio más
bajo que pudo encontrar sobrepasó los cien dólares. Sin embargo, la habría comprado
de no haberlo disuadido Laura. Su mujer nunca fue a una verdadera escuela y no lo
comprendía.
¡Pero cuarenta
y nueve dólares con noventa y cinco centavos! ¡Y también podía cocinar y coser!
Seguro que Laura no tendría inconveniente…
No lo habría,
desde luego, a menos que él le diera oportunidad.
–¿Está… está
en buen estado?
El rostro del
dueño se oscureció.
–Ha sido completamente
restaurada, señor. Nuevas baterías, nuevos motores. Sus cintas magnetofónicas pueden
funcionar aún otros diez años y sus memorizadores, probablemente, durarán para siempre.
Pase por aquí. La traeré para mostrársela.
La caja estaba
montada sobre ruedas, pero resultaba difícil de manejar. Danby ayudó al viejo a
sacarla del escaparate. Permanecieron junto a la puerta de la tienda, donde la luz
era más clara.
El viejo retrocedió
con gesto de admiración.
–Quizá soy anticuado
–dijo–, pero aún creo que los telemaestros jamás podrán compararse con los de verdad.
Usted fue a una verdadera escuela, ¿no es cierto, señor?
Danby asintió
con la cabeza.
–Lo pensé. Es
curioso que nunca deje de notarse.
–Póngala en
funcionamiento, por favor –rogó Danby.
El activador
era un pequeño botón oculto detrás del lóbulo de la oreja izquierda. El dueño buscó
a tientas durante un momento antes de encontrarlo; luego se escuchó un pequeño “clic”,
seguido de un suave y casi inaudible ronroneo. Al punto, el rubor se insinuó en
sus mejillas, el pecho comenzó a elevarse y descender, los azules ojos se abrieron…
Las uñas de
Danby se clavaron en las palmas de sus manos.
–Hágala decir
algo.
–Puede responder
casi todo, señor –afirmó el viejo–. Palabras, escenas situaciones… Si decide llevarla
y no queda satisfecho, devuélvala y tendré mucho gusto en regresarle su dinero.
–Se colocó frente a la caja–. ¿Cómo se llama? –le preguntó a la maestra.
–Señorita Jones
–su voz era una brisa de septiembre.
–¿Su ocupación?
–Soy maestra
de cuarto grado, señor, pero puedo dar además los grados primero, segundo, tercero,
quinto, sexto, séptimo y octavo, y tengo amplia formación humanística. Soy también
hábil en las tareas domésticas, buena cocinera y puedo efectuar trabajos sencillos,
tales como coser botones, zurcir calcetines, remendar descosidos y rasgaduras en
la ropa.
–Pusieron muchas
mejoras a los últimos modelos –explicó el viejo–. Cuando al fin comprendieron que
la teleeducación se implantaría, empezaron a hacer todo lo posible para derrotar
a las compañías de cereales. Pero no lograron nada… Salga de su caja, señorita Jones.
Muéstrenos lo bien que sabe caminar.
Cruzó la parduzca
habitación, con sus pequeñas sandalias rojas que centelleaban sobre el polvoriento
suelo, con su vestido que era como un alegre chaparrón de colores. Permaneció en
espera junto a la puerta.
A Danby se le
hizo difícil hablar.
–Perfecto –dijo
por fin–. Póngala de nuevo en su caja; me la llevo.
–¿Algo para mí, papito? –gritó
Billy–¿Algo para mí?
–Claro –confirmó
Danby mientras empujaba la caja por el sendero de acceso para levantarla sobre el
diminuto porche–. Y también para tu madre.
–Esperemos que
valga la pena –cortó Laura, con los brazos cruzados, en la puerta–. La cena está
como una piedra.
–Puedes calentarla
–repuso Danby–. ¡Mira, Billy!
Levantó la caja
sobre el umbral, respirando con alguna dificultad, y la metió por el corto vestíbulo
hasta la sala. Ésta estaba invadida por un joven con chaqueta rosa que se había
invitado solo mediante la pantalla de 120 pulgadas, desde donde se proclamaba ruidosamente
la superioridad del nuevo Lincolnette 2061 convertible.
–¡Ten cuidado
con la alfombra! –advirtió Laura.
–No te preocupes,
no voy a estropear tu alfombra –aseguró Danby–. ¿Querría alguien, por favor, apagar
el televisor para que tengamos un momento de tranquilidad?
–Yo la apago,
papito –con sus zancadas de niño de nueve años, Billy cruzó la habitación y silenció
al joven de la chaqueta rosa.
Danby hurgó
en la tapa de la caja, notando la respiración de Laura en la nuca.
–¡Una maestra!
–murmuró la mujer con voz entrecortada al descubrir el contenido–. ¡Con todas las
cosas que un hombre adulto podría traer al hogar para su esposa y apareces con esto!
–No es una maestra
corriente –dijo Danby–. Puede cocinar, coser, puede… Puede hacerlo exactamente todo.
Siempre andas lamentándote de que necesitas una criada. Bien, ahora ya la tienes.
Y Billy tiene alguien que lo ayude en sus telelecciones.
–¿Cuánto? –Danby
se dio cuenta por primera vez de lo afilado que era el rostro de su esposa.
–¡Cuarenta y
nueve dólares con noventa y cinco centavos!
–¡Cuarenta y
nueve dólares con noventa y cinco centavos! ¿Estás loco? Estuve ahorrando para cambiar
nuestro Baby Buick por un nuevo Cadillette y tú lo malgastas en una vieja y estropeada
maestra. ¿Qué sabe de teleeducación? ¡Si está anticuada cincuenta años!
–¡No quiero
que me ayude en mis telelecciones! –gritó Billy, mirando hoscamente la caja–. Mi
telemaestro dice que esas viejas maestras de forma humana no servían para nada.
¡Y le pegaban a los niños!
–¡No es verdad!
–repuso Danby–. Sé lo que digo porque fui a una verdadera escuela todo el tiempo
hasta octavo grado. –Se volvió hacia Laura–. ¡Funciona bien, no es anticuada y sabe
más acerca de la auténtica educación de lo que jamás sabrán tus telemaestros! Puede
coser, puede cocinar…
–¡Entonces dile
que caliente nuestra cena!
–¡Lo haré!
Introdujo la
mano en la caja, bajó el pequeño interruptor de encendido y, cuando se abrieron
los ojos azules, dijo:
–Venga conmigo,
señorita Jones –y la condujo a la cocina.
Quedó muy complacido
por la forma como ella respondió a sus instrucciones. La cena fue retirada de la
mesa en un santiamén y puesta de nuevo en un abrir y cerrar de ojos, caliente, humeante
y deliciosa.
Laura se ablandó.
–Bien…
–¡Claro que
bien! –exclamó Danby–. Dije que podía cocinar, ¿no es cierto? Ahora ya no tendrás
que quejarte de interruptores trabados, de uñas rotas, de…
–Está bien,
George. No insistas.
Su rostro había
vuelto a la normalidad, si bien aún parecía un poco afilado, pero ello habitualmente
formaba parte de su atractivo, al igual que sus oscuros y cariñosos ojos y su boca
de forma tan exquisita. Acababa de hacerse reforzar los pechos de nuevo y, en verdad,
tenía un aspecto formidable con su nuevo negligé oro y escarlata. Le puso un dedo
bajo la barbilla y la besó.
–Bueno, comamos
–dijo.
Por alguna razón
se había olvidado de Billy. Desde la mesa vio a su hijo en el umbral, viendo fija
y tristemente a la señorita Jones, ocupada en preparar el café.
–¡No me pegará!
–afirmó Billy, sosteniendo la mirada de su padre.
Danby rio. Se
sentía mejor, ahora que la mitad de la batalla estaba ganada. La otra mitad podía
ser atendida más tarde.
–Por supuesto
que no va a pegarte –aseguró–. Ahora ven y come tu cena como un niño bueno.
–Sí –asintió
Laura–, y date prisa. Pasan Romeo y Julieta en “La Hora del Oeste” y no quiero
perdérmela.
Billy cedió.
–Bueno, está
bien –dijo.
Sin embargo,
evitó a la señorita Jones mientras entraba en la cocina y ocupaba su lugar en la
mesa.
Romeo Montesco lio un cigarro
con dedos hábiles, lo puso entre sus labios, oscurecidos por el sombrero de ala
ancha, y lo encendió. Después condujo su lustroso caballo hacia la ladera iluminada
por la luna en dirección al rancho de los Capuleto.
–Me conviene
ser prudente –se dijo–. Los altivos Capuleto, pastores y enemigos tradicionales
de mi familia, descendiente de nobles ganaderos, me abatirán de un disparo sin contemplaciones,
de presentarse la oportunidad. Pero esa muchacha que encontré esa noche en el claro
bien vale el riesgo.
Danby frunció
el ceño. Nada tenía contra las adaptaciones de los clásicos, pero a su entender,
quienes las escribían se extralimitaban con sus eternos conflictos entre ganaderos
y ovejeros. Con todo, Laura y Billy no parecían hacer el menor caso. Inclinados
hacia adelante en sus sillones especiales, miraban fija y extasiadamente la pantalla
de 120 pulgadas. Tal vez los especialistas que escribían las obras tenían razón.
Hasta la señorita
Jones parecía interesada… pero eso era imposible, recordó Danby. No podía estar
interesada. Nada significaba el hecho de que sus ojos azules estuvieran enfocados
en la pantalla, lo único que realmente hacía era estar sentada allí, consumiendo
su batería. Debería haber seguido el consejo de Laura y desconectarla…
El caso es que
no tuvieron corazón para hacerlo. Era una crueldad privarla de la vida, aun temporalmente.
Danby experimentó
una sensación de ridículo. Se movió irritado en su sillón al darse cuenta de que
había perdido el hilo de la obra. Cuando lo recuperó, Romeo había escalado el muro
del rancho Capuleto y, tras deslizarse a través del huerto, se hallaba en un florido
jardín.
Julieta Capuleto
salió al balcón tras cruzar un par de antiguas puertas francesas. Llevaba un traje
blanco de vaquera –o de ovejera–, con una falda de la longitud del muslo, y un sombrero
de ala ancha coronaba sus abundantes y descoloridos cabellos rubios. Se asomó por
la baranda del balcón y escrutó el jardín.
–¿Dónde estás,
Romeo? –dijo, arrastrando las palabras.
–¡Esto es ridículo!
–exclamó bruscamente la señorita Jones–. ¡Las palabras, los trajes, la acción, el
lugar… todo es incorrecto!
Danby quedó
atónito. Recordó entonces lo que el dueño del baratillo había dicho acerca de su
respuesta a escenas y situaciones tanto como a palabras. En realidad había entendido
que el viejo se refería a las escenas y situaciones inherentes a sus obligaciones
como maestra, no todas las escenas y situaciones.
Una molesta
prevención cruzó por la mente de Danby. Advirtió que tanto Laura como Billy se habían
apartado de su alimento visual y observaban a la señorita Jones con ojos incrédulos.
El momento era crítico.
Se aclaró la
garganta.
–La obra no
es realmente “incorrecta”, señorita Jones –explicó–. Sólo fue escrita de nuevo.
¿No lo comprende? Nadie le prestaría atención en su estado original. Sin público,
sin patrocinadores, ¿cuál sería su sentido?
–¿Pero tenían
que convertirla en un western?
Danby miró con
aprensión a su esposa. La incredulidad había sido remplazada por un furioso resentimiento.
Con precipitación se volvió hacia la señorita Jones.
–Los westerns
están ahora de moda, señorita Jones –explicó–. Es una especie de renacimiento de
los primeros días de la televisión. Como le gustan a la gente, los patrocinadores
los auspician y los escritores buscan nuevo material para ellos.
–¡Pero vestir
a Julieta con ropa de vaquera! Está por debajo del nivel de los peores espectáculos.
–George, ya
basta –la voz de Laura era glacial–. Te dije que estaba cincuenta años anticuada.
¡O la desconectas o me voy a dormir!
Danby suspiró
y se levantó. Se sintió avergonzado al aproximarse a la señorita Jones y buscar
a tientas el pequeño botón detrás de su oreja izquierda. Ella lo miró tranquilamente,
con las manos reposando inmóviles en su regazo, su respiración yendo y viniendo
rítmicamente a través de sus sintéticas fosas nasales.
Fue como cometer
un asesinato. Danby se estremeció mientras regresaba a su sillón.
–¡Tú y tus maestras!
–le reprochó Laura.
–¡Cállate! –cortó
Danby.
Miró la pantalla
e intentó interesarse en la emisión. No lo logró. El siguiente programa presentó
una historia policiaca titulada Macbeth. Tampoco le gustó. Echó una mirada
subrepticia a la señorita Jones. Su pecho ahora estaba inmóvil, sus ojos cerrados.
La estancia parecía horriblemente vacía.
Al final ya
no pudo soportarlo. Se levantó.
–Voy a dar un
paseo en coche –le informó a Laura, y salió.
Sacó el Baby
Buick de la pequeña cochera y se dirigió hacia la avenida, mientras se preguntaba
una y otra vez por qué una anticuada maestra lo había afectado de esa manera. No
se trataba simplemente de nostalgia, aunque algo también había en sus sentimientos:
nostalgia de septiembre, de la escuela, de la entrada a clases en las mañanas de
septiembre, de ver cómo la maestra salía del pequeño cuarto junto al pizarrón al
sonar la campana y decía: “Buenos días, niños. ¿No es un hermoso día para estudiar?”
Pero nunca le
gustó la escuela más que a los otros niños. Septiembre aún tenía importancia para
él por algo más que los libros y los sueños de otoño. Era algo que perdió en alguna
parte a lo largo de su vida, algo indefinible, intangible, algo que ahora necesitaba
con desesperación…
Danby condujo
el Baby Buick avenida abajo, virando entre los fugaces automóviles. Al dar vuelta
para entrar a la calle lateral que llevaba a Friendly Fred’s, vio un nuevo puesto
en la esquina, con un gran letrero que rezaba: “¡HOT DOGS GIGANTES A LAS BRASAS!
¡Pruebe un auténtico hot dog a la parrilla! ¡Próxima apertura!”
Pasó de largo
y entró al estacionamiento cercano a Friendly Fred’s. Salió del coche hacia la noche
estrellada de primavera y se acercó al local. Pese a que estaba atestado, se las
arregló para encontrar un compartimiento vacío. Introdujo una moneda de 25 centavos
en el distribuidor y pidió una cerveza.
La sorbió pensativamente
en su vaso de papel encerado. El compartimiento estaba mal ventilado y olía a su
último ocupante, un bebedor de vino, supuso Danby. Pensó en los viejos tiempos,
cuando el aislamiento en los bares era desconocido y había que permanecer mezclado
con los restantes clientes, con el desagradable resultado de que cada uno sabía
lo que los demás bebían y el grado de borrachera que alcanzaban. Su pensamiento
volvió luego a la señorita Jones.
Una pequeña
pantalla de televisión sobre el distribuidor de bebidas anunciaba: “¿Tiene problemas?
Sintonice a Friendly Fred, que escuchará sus penas (sólo 25 centavos por tres minutos).”
Danby deslizó una moneda de un cuarto de dólar en la ranura correspondiente. Se
escuchó un chasquido y la moneda repiqueteó en el recipiente de devoluciones, al
mismo tiempo que la voz grabada de Friendly Fred decía:
–Ocupado en
este momento, compañero. Estaré con usted dentro de un minuto.
Después de un
minuto y otra cerveza, Danby hizo un nuevo intento. Esta vez la pantalla se iluminó
y el rostro de Friendly Fred adquirió paulatina nitidez.
–Hola, George.
¿Cómo estás?
–No muy mal,
Fred. No demasiado mal.
–Podría ser
mejor, ¿eh?
Danby asintió
con la cabeza:
–Lo adivinó,
Fred. Lo adivinó –miró el pequeño mostrador con su solitaria cerveza –. Yo… compré
una maestra –confesó.
–¡Una maestra!
–Admito que
es extraño, pero pensé que quizás el niño necesitaría un poco de ayuda en sus clases…
los exámenes más difíciles llegarán pronto y ya sabe cómo se sienten los niños cuando
no envían las respuestas correctas y no pueden ganar un premio. Y luego creí… es
una maestra especial, ¿comprende, Fred? Pensé que ayudaría a Laura en las faenas
de la casa. Cosas así…
Su voz se apagó
poco a poco mientras levantaba la vista hacia la pantalla. Friendly Fred movía su
amistoso rostro con solemnidad. Sus mejillas temblaron ligeramente.
–George, escúcheme.
Deshágase de esa maestra. ¿Me oye, George? Deshágase de ella. Esas maestras androides
son tan perjudiciales como las auténticas… las de carne y hueso,
quiero decir. ¿Sabe por qué, George? No lo creerá, pero yo lo sé. Acostumbraban
pegarles a los niños. Es cierto, les pegan… –se oyó un zumbido y la pantalla se
hizo borrosa–. Terminó el tiempo, George. ¿Desea depositar otro cuarto de dólar?
–No, gracias
–repuso Danby. Acabó su cerveza y se marchó.
¿Odiaban todos
realmente a las maestras? Y si era así, ¿por qué no odiaban todos también a los
telemaestros?
Danby consideró
esta paradoja durante todo el día siguiente, en el trabajo. Cincuenta años antes
pareció que los maestros androides iban a resolver el problema educativo tan eficazmente
como la reducción de tamaño y precio de los automóviles había resuelto el problema
económico. Con el cambio de siglo, no obstante, aunque los androides remediaron
el déficit de maestros, sólo lograron poner de relieve el otro aspecto del problema:
el déficit de escuelas. ¿Para qué servía disponer de suficientes maestros cuando
no existía el número indispensable de aulas para la enseñanza? ¿Cómo se hallaría
el dinero para construir nuevas escuelas, cuando el país tenía la necesidad constante
de nuevas y mejores autopistas?
Era absurdo
decretar que la construcción de escuelas públicas debería tener prioridad sobre
la de carreteras ya que, de descuidarse éstas, automáticamente disminuía la tendencia
del ciudadano medio a comprar nuevos automóviles, debilitando de este modo la economía
y precipitando una depresión. Esto hacía la construcción de nuevas escuelas algo
más difícil de lo que era antes.
Aceptado esto,
había que descubrirse ante las compañías de cereales. Al introducir los telemaestros
y la teleeducación, habían salvado la situación. Un simple maestro en una habitación,
con una pizarra a un lado y una pantalla de cine al otro, era capaz de impartir
clases a cincuenta millones de alumnos. Si alguno de ellos se sentía molesto por
el sistema de enseñanza, no tenía más que cambiar de canal para sintonizar otro
de los programas teleeducativos patrocinados por las numerosas compañías de cereales.
(Por supuesto, era responsabilidad de los padres del alumno que éste no se saltara
las clases o sintonizara el grado siguiente antes de aprobar los exámenes correspondientes.)
Pero la mejor
característica de tan ingenioso sistema era el feliz hecho de que las compañías
de cereales sufragaban todos los gastos, dispensando de este modo al contribuyente
de una de sus más onerosas obligaciones y dejando sus bolsillos más preparados para
afrontar los impuestos sobre las ventas, impuestos de gasolina, peajes y pagos de
automóvil. Y todo lo que las compañías de cereales pedían, a cambio de este admirable
servicio público, era que los alumnos –y, preferiblemente, también los padres– consumieran
sus productos.
Por lo tanto,
después de todo no existía tal paradoja. Una maestra era un anatema, porque simbolizaba
gasto; una telemaestra era una respetable servidora pública, porque simbolizaba
una gran concentración económica. Aunque la diferencia, Danby lo sabía, iba mucho
más allá.
El odio hacia
las maestras era en parte atávico a consecuencia de las campañas de propaganda que
las compañías de cereales lanzaron al poner su idea en práctica. Eran responsables
del mito, ampliamente difundido, de que las maestras androides les pegaban a sus
alumnos, y con frecuencia actualizado, por si alguien lo dudaba aún.
La cuestión
radicaba en que la mayor parte de los ciudadanos eran teleeducados y, por lo tanto,
no conocían la verdad. Danby era una excepción. Nació en una pequeña ciudad cuya
localización montañosa hizo imposible la recepción de la televisión; antes de que
su familia emigrara, asistió a una verdadera escuela. Por eso sabía que las
maestras no le pegaban a sus alumnos.
A menos que
Androides Inc. hubiera distribuido por error uno o dos modelos deficientes. Y eso
no era probable. Androides Inc. era una sociedad muy eficiente. Crearon excelentes
mozos para las gasolinerías, sin contar la reconocida calidad de sus taquígrafas,
camareras y criadas.
Naturalmente
no estaban al alcance del negociante medio ni del padre de familia tipo… Pero, ¿no
constituía todo eso una razón más por la cual Laura debería sentirse satisfecha
con una sirvienta eficiente?
Pero no se sentía
satisfecha. Cuando Danby llegó a casa aquella noche y la miró a la cara supo, sin
asomo de duda, que no se sentía satisfecha.
Jamás había
visto sus mejillas tan contraídas, sus labios tan delgados.
–¿Dónde está
la señorita Jones? –pregunté.
–En su caja
–respondió Laura–. ¡Y mañana por la mañana se la devolverás a quien se la compraste
y harás que te restituyan nuestros cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco
centavos!
–¡No me pegará
otra vez! –gritó Billy, acuclillado frente a la pantalla del televisor.
Danby palideció.
–¿Le pegó?
–Bueno, no exactamente
–dijo Laura.
–¿Lo hizo o
no lo hizo? –insistió Danby.
–¡Explícale
lo que dijo de mi telemaestra! –gritó Billy.
–Dijo que la
maestra de Billy no estaba capacitada para enseñar ni a caballos.
–¡Y cuéntale
lo que dijo de Héctor y Aquiles!
–Dijo que era
una vergüenza sacar un melodrama de vaqueros e indios de una obra clásica como la
Ilíada y llamarlo educación.
La historia
salió gradualmente. La señorita Jones mostró, al parecer, una gran inquietud intelectual
desde el momento mismo en el que Laura la conectó por la mañana. Según la señorita
Jones, todo en la casa de Danby era malo, desde los programas de teleeducación que
Billy miraba en el pequeño televisor rojo de su habitación, y los programas matutinos
y vespertinos que Laura veía en el gran televisor de la sala, hasta el diseño del
tapiz del vestíbulo (pequeños Cadillettes rojos, retozando a lo largo de entrelazadas
cintas asfálticas), la ventana en forma de parabrisas de la cocina y la escasez
de libros.
–¿Te das cuenta?
–dijo Laura– ¡Cree que aún se editan libros!
–Todo lo que
quiero saber –manifestó Danby–, es si le pegó.
–Te lo estoy
explicando.
Alrededor de
las tres, la señorita Jones sacudía el cuarto de Billy, quien miraba obedientemente
sus clases, sentado en su pequeño pupitre, absorto en los esfuerzos de los vaqueros
por conquistar el poblado indio de Troya. De repente, la señorita Jones cruzó la
habitación como loca, enunció sacrílegos comentarios acerca de la alteración de
la Ilíada, y apagó el aparato justamente en medio de la clase. Entonces fue
cuando Billy comenzó a gritar; al irrumpir Laura en la habitación, encontró a la
señorita Jones asiendo su brazo con una mano y levantando la otra para dar el golpe.
–Llegué a tiempo
–concluyó Laura–. No sabes lo que pudo haber hecho. ¡Pudo haberlo matado!
–Lo dudo –cortó
Danby–. ¿Qué sucedió luego?
–Tomé a Billy
para apartarlo de ella y le ordené que se retirara a su caja. Después cerré la tapa.
¡Y te juro, George Danby, que permanecerá cerrada! ¡Mañana por la mañana la devolverás,
si quieres que Billy y yo continuemos viviendo en esta casa!
Danby se sintió
mal toda la noche. Apenas probó la cena y languideció durante “La Hora del Oeste”,
echando vistazos fugaces, cuando Laura no lo miraba, hacia la caja que permanecía
silenciosa junto a la puerta. La heroína de “La Hora del Oeste” era una bailarina,
una rubia que medía 98-60-95, llamada Antígona. Por lo visto, sus dos hermanos se
habían matado el uno al otro en un tiroteo y el sheriff del lugar, un personaje
llamado Creón, sólo permitió a uno de ellos un entierro decente en Boot Hill, insistiendo
de modo ilógico en que el otro fuera abandonado en el desierto como pasto para los
buitres. Antígona mantenía otro punto de vista ante su hermana Ismenia; si un hermano
merecía una tumba respetable, el otro también. Antígona iba a remediar esta situación.
¿Querría Ismenia ayudarla? Pero Ismenia era cobarde, por lo que Antígona decidió
solucionar el problema por sí misma. Luego, un viejo explorador llamado Tiresias
se dirigía hacia el pueblo y…
Danby se levantó
sin ruido, se deslizó a la cocina y salió por la puerta trasera. Subió al automóvil
y condujo hacia la avenida, con las ventanillas abiertas y el aire cálido golpeando
su rostro.
El puesto de
hot dogs de la esquina estaba por cerrar. Le echó una perezosa ojeada mientras giraba
por la calle lateral. Había cierto número de compartimientos vacíos en Friendly
Fred’s y escogió uno al azar. Tomó varias cervezas, de pie en el pequeño mostrador
solitario y pensó durante largo rato. Seguro que su esposa e hijo se habían ido
a dormir, volvió a su hogar, abrió la caja de la señorita Jones y la conectó.
–¿Le iba a pegar
a Billy esta tarde? –preguntó.
Los ojos azules
lo miraron con firmeza, mientras las pestañas temblaban a rítmicos intervalos y
las pupilas se ajustaban gradualmente a la lámpara de la sala, que Laura dejó encendida.
–Soy incapaz
de golpear a un ser humano, señor. Creo que la cláusula está en mi garantía.
–Me temo que
su garantía caducó hace algún tiempo, señorita Jones –repuso Danby. Su voz era espesa
y sus palabras se confundían–. Pero no importa. Lo tomó del brazo de todas formas,
¿no es cierto?
–Tuve que hacerlo,
señor.
Danby frunció
el ceño. Volvió a la sala, caminando como si sus piernas fueran de hule.
–Venga y siéntese.
Explíquemelo todo, señ… señorita Jones –dijo.
La vio salir
de su caja y cruzar la habitación. Había algo extraño en su modo de andar. Su paso
ya no era ligero, su cuerpo ya no parecía delicadamente equilibrado. Con sobresalto
se dio cuenta de que cojeaba.
Se sentó en
el sofá y se acomodó junto a ella.
–La pateó, ¿verdad?
–inquirió.
–Sí, señor.
Tuve que detenerlo o hubiera continuado.
Una luz rojiza
llenó la estancia. Luego, sutilmente, ésta se disipó ante la naciente comprensión
de que en sus manos se hallaba el arma psicológica con la cual podría reprimir en
lo sucesivo toda objeción a la señorita Jones.
–Lo siento mucho,
señorita Jones. Me temo que Billy es muy agresivo.
–Lo extraño
sería lo contrario, señor. Quedé horrorizada hoy cuando supe que esos horribles
programas constituyen todo su alimento educativo. Su telemaestro es poco más que
un viajante encargado de vender la particular marca de palomitas de maíz de su compañía.
Ahora comprendo por qué sus escritores deben volver a los clásicos para conseguir
ideas. Su facultad creadora fue sofocada por los tópicos, ya desde su etapa embrionaria.
Danby estaba
encantado. Jamás había oído a nadie hablar de ese modo. No eran las palabras. Era
la manera con que las decía, la convicción que mostraba su voz, pese a tratarse
de un altavoz hábilmente construido, conectado a unas cintas magnetofónicas, conectadas
a su vez a inimaginablemente intrincados memorizadores.
Sentado allí
junto a ella, viendo moverse sus labios, descender sus pestañas, siempre tan suavemente
sobre aquellos ojos tan azules, era como si septiembre hubiera entrado a la habitación.
De súbito, un sentimiento de paz lo envolvió. Los dulces y suaves días de septiembre
desfilaron otra vez ante su mirada y comprendió por qué eran distintos a los demás
días. Eran diferentes porque tenían profundidad, belleza y quietud; porque sus cielos
azules contenían promesas de días más dulces y suaves por venir…
Eran diferentes
porque tenían significado…
Aquel momento
se hacía grato de modo tan intenso que Danby deseó que jamás terminara. El mero
hecho de pensar en ello lo torturaba con insoportable agonía e, instintivamente,
efectuó el único gesto físico a su alcance para prolongarlo.
Pasó un brazo
alrededor de los hombros de la señorita Jones.
Ella no se movió.
Seguía allí sosegadamente, con su pecho que se alzaba y descendía a intervalos regulares,
sus largas pestañas que se movían hacia abajo de vez en cuando como oscuros y apacibles
pájaros aleteando sobre azules y límpidas aguas…
–El programa
que vimos la noche pasada –dijo Danby–. Romeo y Julieta. ¿Por qué no le gustó?
–Era más bien
horrible, señor. Una parodia barata y despreciable, la belleza de los versos corrompida
y oscurecida…
–¿Conoce usted
los versos?
–Algunos de
ellos.
–Dígalos, por
favor.
–Sí, señor.
Al terminar la escena del balcón, cuando los dos enamorados están despidiéndose,
dice Julieta: “¡Buenas noches, buenas noches! Despedirse es tan dulce aflicción,
que diré buenas noches hasta que sea mañana”. Y contesta Romeo: “¡El sueño more
sobre tus ojos, la paz en tu pecho! ¡Quisiera yo fuesen el sueño y la paz, tan dulces
para descansar!” ¿Por qué omitieron eso, señor? ¿Por qué?
–Porque vivimos
en un mundo despreciable –dijo Danby, sorprendido ante su súbita percepción–, y
en un mundo despreciable las cosas preciosas son inútiles. Dig… Diga los versos
de nuevo, por favor, señorita Jones.
–“¡Buenas noches,
buenas noches! Despedirse es tan dulce aflicción, que diré buenas noches hasta que
sea mañana…”
–Déjeme terminar
–Danby se concentró–. “El sueño more sobre tus ojos, la paz…”
–“…en tu pecho…”
–“Quisiera yo
fuesen el sueño y la paz, tan…”
–“…dulces…”
–“¡…tan dulces
para descansar!”
Bruscamente
la señorita Jones se puso de pie.
–Buenas noches,
señora –dijo.
Danby no se
molestó en levantarse. No habría servido de nada. De cualquier modo, podía ver bastante
bien a Laura desde donde se hallaba. Su mujer permanecía en el umbral de la sala
con su nueva piyama “Cadillette” y los pies desnudos, silenciosos en su subrepticio
descenso de la escalera. Los automóviles bidimensionales que adornaban la piyama
eran de un vivo bermellón y parecían correr sobre su cuerpo, rampando por encima
de sus pechos, su vientre, sus piernas…
Vio su afilado
rostro y sus fríos y despiadados ojos y supo que serían inútiles las explicaciones,
que no comprendería, no podría comprender. Y descubrió con súbita y horrible claridad
que en el mundo en el cual vivía, septiembre estuvo muerto durante décadas, y se
vio a sí mismo cargando la caja por la mañana en el Baby Buick y descendiendo las
relucientes calles de la ciudad en dirección al pequeño almacén de objetos para
pedir al dueño que le devolviera el dinero. Miró a la señorita Jones que permanecía,
incongruentemente, en la poco acogedora sala y le oyó decir una y otra vez, como
disco rayado:
–¿Algo está
mal, señora? ¿Algo está mal?
Transcurrieron varias semanas
antes de que Danby se sintiera lo suficientemente bien para volver a Friendly Fred’s
en busca de una cerveza. Para entonces, Laura había empezado a hablarle otra vez
y el mundo, aun cuando no fuera el mismo de antes, recuperó algunos de sus aspectos
anteriores. Hizo salir al Baby Buick de la pequeña calzada y se introdujo calle
abajo en el multicolor tráfico de la avenida. Era una clara noche de junio y las
estrellas aparecían como puntas de alfileres de cristal sobre el fuego fluorescente
de la ciudad. El puesto de hot dogs de la esquina estaba terminado y abierto al
público. Varios clientes junto al resplandeciente mostrador cromado miraban cómo
una camarera volteaba unos panecillos vieneses sobre una también cromada parrilla.
Había algo familiar en el alegre centelleo de su vestido, el modo en que se movía,
la forma en que el suave nacimiento de su cabello enmarcaba su dulce rostro… El
nuevo propietario se apoyaba en el mostrador a cierta distancia, charlando con un
cliente.
Había una tensión
en el pecho de Danby mientras estacionaba el Baby Buick, salía y se encaminaba a
través del batiente hacia el mostrador; una tensión en su pecho y un constante latido
en las sienes.
Había llegado
a la parte del mostrador donde estaba el propietario y, cuando iba a inclinarse
para abofetear su presumido y grueso rostro, vio un pequeño letrero de cartón apoyado
en un tarro de mostaza, letrero que decía: “SE NECESITA MOZO”
Un puesto de
hot dogs estaba muy lejos de ser un aula de septiembre, y una maestra distribuyendo
hot dogs jamás se podría comparar con una maestra dispensadora de sueños. Pero cuando
se necesitaba algo con urgencia había que tomarlo como fuera y dar, además, las
gracias…
–Podría trabajar
por las noches –dijo Danby al propietario–. Es decir, desde las seis hasta las doce…
–Sería estupendo
–manifestó el dueño–. Aunque me temo que no podré pagarle mucho al principio. Comprenda,
acabo de empezar y…
–No importa
–replicó Danby–. ¿Cuándo empiezo?
–Cuanto antes,
mejor.
Danby se acercó
hasta donde una parte del mostrador se levantaba sobre ocultos goznes, entró y se
quitó el saco. Si a Laura no le gustaba la idea, podía irse al infierno, pero sabía
que no le importaría, porque el dinero adicional que ganara haría realidad el sueño
de su mujer, el Cadillette.
Se puso el delantal
que le entregó el dueño y se unió a la señorita Jones frente a la parrilla.
–Buenas noches,
señorita Jones –dijo.
Ella volteó
y sus ojos azules parecieron iluminarse y su cabello era como el sol surgiendo en
una brumosa mañana de septiembre.
–Buenas noches,
señor –respondió, y un aire de septiembre se levantó en la noche de junio y sopló
a través del puesto y fue como volver a la escuela, después de un interminable y
vacío verano.
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