Julio Cortázar
Parece una broma, pero somos
inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó
su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada
decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta
que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en
la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón
donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad
y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro
cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante,
de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba
a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París
pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada
de caspa.
Contó que en
un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato
de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía
al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que
se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los
ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una
revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable
de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando
el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que
lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó
por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico
iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una
especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía
prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía
–como ahora– explicarlo.
Resumiendo,
se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un
pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas,
un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado,
dos gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo
que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir
todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban
de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación
se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente
le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos
los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.
–Todos inmortales,
viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño
error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo,
Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio… Sin contar la fabulosa
casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie
de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las
dudas, porque en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto
con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado,
de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da
a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo
otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había
más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una
clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas
se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo
le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza,
las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de
los ocho años, las enfermedades… La buena señora no sospechaba nada, claro, y el
tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero
para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc,
bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo
del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia
de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración
se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era
yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien
una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado
una muñeca y Luc la clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el
sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión
me había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos
de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un
ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar
de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá
encontrarse nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara
a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo
a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse
es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio
en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña
de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va
a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena
que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado
por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo
de águilas. Usted se da cuenta, ¿no?
Yo me daba cuenta,
pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y
que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol.
–Ya sé, no le
he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se pareciera
a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo
verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque
tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo,
quiero decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que
empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a
jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré
de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar
en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas
convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó
un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la
ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la
casa.
Como alguien
tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son
el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo
del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para
su cumpleaños.
–Cuando se lo
di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce
años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía
una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa
sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde
la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido
y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se
veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo
eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el
avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado
mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de
siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse
al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear
que el avión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de
la ventana entreabierta. “No se lo ve más, no se lo ve más”, repetía llorando. Oímos
gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en
la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.
Después, como
yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la
suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que
modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino
ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran
por loco y lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que
todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la
humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo
la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio.
Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su
vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para
que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche,
su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían
Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la
figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el
vino triste, no había nada que hacerle.
–Ahora se ríen
de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado estúpidos
para entender que… Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió
unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a esa misma edad
yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero
la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a
veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa
que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete
de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar
los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento
especial. Terminaron por admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en
una casa como ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija
mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico… ¿Por
qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?
No, no había
dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario,
a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que
cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo
al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo,
se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
–Bueno, como
quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera
vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a
la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de
ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el
primer mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras
vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo
hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo,
pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para
repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme
tanta felicidad mientras duró.
Porque, al parecer,
no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba
una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había vivido algunos meses saboreando
cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a
los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el
Luxemburgo, vio una flor.
–Estaba al borde
de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo
y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos,
a veces… Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente
eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba
a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los
hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término
de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una
flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y
la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó
los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente
a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús.
Cuando llegamos al término, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios.
Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en
la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc,
a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez,
a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada,
casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida
fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia
otra…
Pagué.
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