Teresa de la Parra
Esta era una vez un gnomo
sumamente listo e ingenioso: todo él de alambre, paño y piel de guante. Su cuerpo
recordaba una papa, su cabeza una trufa blanca y sus pies a dos cucharitas. Con
un pedazo de alambre de sombrero se hizo un par de brazos y un par de piernas. Las
manos enguantadas con gamuza color crema no dejaban de prestarle cierta elegancia
británica, desmentida, quizás, por el sombrero que era de pimiento rojo. En cuanto
a los ojos, particularidad misteriosa, miraban obstinadamente hacia la derecha,
cosa que le prestaba un aire bizco sumamente extravagante.
Lo
envanecía mucho su origen irlandés, tierra clásica de hadas, sílfides y pigmeos,
pero por nada en el mundo hubiera confesado que allá en su país había modestamente
formado parte de una compañía de menestriles o cantores ambulantes: semejante detalle
no tenía por qué interesar a nadie.
Después
de sabe Dios qué viajes y aventuras extraordinarias, había llegado a obtener uno
de los más altos puestos a que pueda aspirar un gnomo de cuero.
Era
el genio de un pesacartas sobre el escritorio de un poeta. Entiéndase por ello que
instalado en la plataforma de la máquina brillante se balanceaba el día entero sonriendo
con malicia. En los primeros tiempos había sin duda comprendido el honor que se
le hacía al darle aquel puesto de confianza. Pero a fuerza de escuchar al poeta,
su dueño, que decía a cada rato: “¡Cuidado!, que nadie lo toque, que no le pasen
el plumero. Miren qué gracioso es … ¡Es él quien dirige el vaivén de billetes y
cartas! …” Había acabado por ponerse tan pretencioso que perdió por completo el
sentido de su importancia real –y esto al punto de que cuando lo quitaban un instante
de su sitio para pesar las cartas, le daban verdaderos ataques de rabia y gritaba
que nadie tenía derecho a molestarlo, que él estaba en su casa, que haría duplicar
la tarifa y demás maldades delirantes.
Pasaba
pues, los días, sentado en el pesacartas como un príncipe merovingio en su pavés.
Desde allá arriba contemplaba con desdén todo el mundo diminuto del escritorio:
un reloj de oro, un cascarón de nuez, un ramo de flores, una lámpara, un tintero,
un centímetro, un grupo de barras de lacre de vivos colores, alineados muy respetuosamente
alrededor del sello de cristal.
–Sí
–decíales desde arriba– yo soy el genio del pesacartas y todos ustedes son mis humildes
súbditos. El cascarón de nuez es mi barco para cuando yo quiera regresar a Irlanda,
el reloj está ahí para indicar la hora en que me dignaré a dormir; el ramo de flores
es mi jardín; la lámpara me alumbra si deseo velar; el centímetro es para anotar
los progresos de mi crecimiento (mido ciento setenta milímetros desde que me vino
la idea de usar calzado medieval). –No sé todavía qué haré con los lacres–. En cuanto
al tintero, está ahí, no cabe duda, para cuando yo quiera divertirme echando redondeles
de saliva.
Y
diciendo así comenzaba a escupir dentro del tintero con una desvergüenza sin nombre.
–Eres
un gran mal educado, protestaba el tintero. Si pudiera subir hasta allá, te haría
una buena mancha en la mejilla y te escribiría en las espaldas con letras muy grandes
“gnomo malvado”.
–Sí,
pero como eres más pesado que el plomo con tu agua asquerosa de cloaca, no puedes
hacerme nada. Si me inclino sobre ti, quieras que no, tendrás que reflejar mi imagen.
Y
su rostro en efecto aparecía en el fondo del brocal de cobre negro y brillante como
el de un diablillo burlón.
Cuando
su dueño se sentaba al escritorio, el gnomo tomaba un aire hipócrita y sonreía como
diciendo: “Todo marcha bien. Puedes escribir lindísimas páginas, yo estoy aquí”.
Entonces
el poeta, que era de natural bondadoso y que se engañaba fácilmente, miraba al genio
con complacencia y colocando una barrita de incienso verde en el pebetero, la ponía
a arder. El humo subía en finas volutas hacia el gnomo y le cubría la cabeza con
su dulce caricia azulada. El diminuto personaje respiraba el perfume con alegría
y se estremecía de tal modo que la balanza marcaba quince gramos en lugar de diez
que era su peso normal, por lo cual deducía que el incienso era el único alimento
digno de él, puesto que era el único que le aprovechaba.
Una
noche en que dormía profundamente lo despertó una música muy suave. Eran dos pobres
menestriles vestidos más o menos como él y del mismo tamaño, que venían a darle
una serenata: uno tocaba la guitarra cantando con expresión apasionada; el otro
lo acompañaba tarareando con las dos manos sobre el corazón, como quien dice: “qué
divina música, nunca he sentido igual placer”.
–¿Qué
es esto?, ¿Qué ocurre? –preguntó el gnomo frotándose los ojos con un puño furibundo.
–¿Quién se permite tocar y cantar de noche aquí en mi mesa?
–Somos
nosotros –contestó el guitarrista con mucha dulzura–. Parece que has corrido con
mucha suerte desde el día en que te fuiste de nuestra compañía ambulante. Eres hoy
un gran personaje… y ya ves, hemos hecho el viaje. Estamos muy cansados…
–En
primer lugar, les prohíbo que me tuteen y en segundo término, ¡no los conozco!,
¡vaya broma!, yo, yo en una compañía de menestriles… ¿Están locos? ¡Largo, largo
de aquí, pedazos de vagabundos!.
–Pero,
de veras ¿no nos reconoce usted, monseñor?, insistió el músico decepcionado. Éramos
tres, acuérdese, y teníamos grandes éxitos… yo me ponía en el medio, mi compañero
a la derecha y usted a la izquierda, bizqueando para que la gente se riera. Tiene
usted siempre la misma mirada. Tome, aquí tengo la fotografía que nos sacó un aficionado
la víspera del día que usted se escapó.
Y
desmontando la guitarra sacó un rollo de papel bromuro que extendió. Se veían en
efecto los tres menestriles de cuero y alambre: el de la derecha era en efecto el
genio del pesacartas.
–¡Ah!,
esto ya es demasiado –gritó exasperado–. No me gustan las burlas. Soy el genio del
pesacartas y nada tengo que ver con mendigos como ustedes.
–Pero,
monseñor –respondió el guitarrista, a quien invadía una profunda tristeza–. Si no
pedimos gran cosa; tan solo el que nos permita vivir aquí en su hermosa propiedad.
Piense que hemos gastado en el viaje todas nuestras economías.
–Lo
que me tiene sin cuidado.
–No
lo molestaremos para nada. Tocaremos lindas romanzas.
–No
me gusta la música. Además, los veo venir: harían correr ciertos ruidos perjudiciales
a mi buen nombre, muchas gracias, mi situación es muy envidiada… Conozco cierto
tintero que se sentiría encantado si pudiera salpicarme con sus calumnias. Arréglenselas
como puedan, yo no los conozco.
–¿Es
su última palabra? –preguntaron los menestriles rendidos bajo tanta ingratitud.
–Es
mi última palabra –concluyó el genio del pesacartas.
Y
como los desgraciados músicos permanecieron aún indecisos y desesperados:
–¿Quieren
ustedes marcharse enseguida –bramó, poniéndose de pie sobre el platillo–, o llamo
a la policía?
Pero
en su exaltación, se resbaló, le faltó el pie y rodó, soltando una horrible interjección,
hasta ir a dar al fondo del tintero, que se lo tragó.
Sin
dar oídos a otros sentimientos que no fueran los del valor y la generosidad, los
dos menestriles quisieron liberar al amigo de otros tiempos. Pero por desgracia
el tintero que tenía muchas cuentas que cobrar, dejó caer su tapa con estrépito
y los menestriles no pudieron ni moverla.
Al
siguiente día cuando el poeta vio el desastre, comprendió lo ocurrido y sintió repugnancia
por la ingratitud del gnomo. Después de haberlo extraído del pozo negro y después
de haber tratado en vano de limpiarlo, no sabiendo qué hacer con él y no queriendo
tirarlo a la basura, lo metió en el fondo de una gaveta.
En
su destierro, el gnomo de cuero no ha perdido su orgullo. Continúa deslumbrando
con sus cuentos fantásticos a la gente del nuevo medio social: un pisapapeles roto,
una concha de tortuga y un rollo de viejas facturas.
–Cuando
yo reinaba en el pesacartas, era yo quien hacía llegar los telegramas. Pero un día,
un loco me arrojó en un tintero…
En
cuanto a los dos menestriles, el poeta los ha colocado sobre un gran ramo de follaje.
Parecen dos pájaros de colores en un bosque virgen y allí cantan el día entero de
un modo encantador.
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