Alain Robbe-Grillet
Tres niños caminan a lo
largo de una playa. Avanzan, uno al lado del otro, llevándose de la mano.
Tienen sensiblemente la misma estatura, y sin duda también la misma edad: una
docena de años. El del medio, sin embargo, es un poco más pequeño que los otros
dos.
Aparte
de estos tres niños, toda la larga playa está desierta. Es una banda de arena
bastante ancha, uniforme, desprovista de rocas aisladas como agujeros en el
agua, inclinada apenas entre el acantilado abrupto, que parece sin salida, y el
mar.
Es
un día hermoso. El sol ilumina la arena amarilla con una luz violeta, vertical.
En el cielo no hay una sola nube. Tampoco hay viento. El agua es azul, calma,
sin la menor ondulación que venga de mar adentro, aunque la playa se despliega
sobre mar abierto, hasta el horizonte.
Pero
a intervalos regulares, una ola súbita, siempre la misma, nacida a algunos
metros de la orilla, se infla bruscamente y rompe en seguida, siempre sobre la
misma línea. No se tiene la impresión de que el agua avance, y después se retire;
es, al contrario, como si cada movimiento se ejecutara en su lugar. La
hinchazón del agua produce primero una ligera depresión, del lado de la playa,
y la ola retrocede un poco, con un rumor de roce de arenisca; después estalla y
se expande, lechosa, sobre el declive, para volver a ganar el terreno perdido.
Apenas sí una subida más fuerte, aquí y allá, moja por un instante algunos
decímetros suplementarios.
Y
todo queda de nuevo inmóvil; el mar, liso y azul, exactamente detenido a la
misma altura sobre la arena amarilla de la playa, en la que caminan uno al lado
del otro los tres niños.
Son
rubios, casi del mismo color que la arena: la piel un poco más oscura, el
cabello un poco más claro. Están vestidos los tres de la misma manera, pantalón
corto y camisita, ambos de una gruesa tela de un azul deslavado. Caminan uno al
lado de otro, llevándose de la mano, en línea recta, paralelamente al mar y
paralelamente al acantilado, casi a igual distancia de ambos, aunque un poco
más cerca del agua. El sol, en el cenit, no proyecta ninguna sombra a sus pies.
Ante
ellos la arena es enteramente virgen, amarilla y lisa desde el acantilado hasta
el agua. Los niños avanzan en línea recta, a una velocidad regular, sin
producir el menor cambio en ella, tranquilos y llevándose de la mano. Detrás de
ellos la arena, apenas húmeda, marcada por tres líneas de huellas dejadas por
sus pies desnudos, tres sucesiones regulares de huellas semejantes e igualmente
espaciadas, bien cavadas, sin rebordes.
Los
niños miran derecho ante ellos. No echan siquiera una mirada hacia el alto
acantilado, sobre su izquierda, ni hacia el mar cuyas olitas rompen
periódicamente, sobre el otro lado. Menos todavía se vuelven, para contemplar
detrás de ellos la distancia recorrida. Prosiguen su camino, con un paso igual
y rápido.
Ante
ellos, una bandada de pájaros del mar zanquea en la orilla, justo en el límite
de las olas. Progresan paralelamente a la marcha de los niños, en el mismo
sentido que ellos, a un centenar de metros aproximadamente. Pero como los
pájaros van mucho menos rápido, los niños se aproximan a ellos. Y mientras el
mar borra los trazos de las patas estrelladas a medida que se imprimen, los
pasos de los niños permanecen inscriptos con nitidez en la arena apenas húmeda,
donde las tres líneas de huellas continúan alargándose.
La
profundidad de estas huellas es constante: cerca de dos centímetros. No están
deformadas ni por el hundimiento de los bordes ni por un hueco demasiado grande
del talón o de la punta. Parecen recortadas de un modo incisivo sobre una capa
superficial, más móvil, del terreno.
Su
triple línea se desarrolla así cada vez más lejos, y parece al mismo tiempo
disminuir, retardarse, fundirse en un solo trazo que separa la playa en dos
bandas, en toda su longitud, y que termina en un menudo movimiento mecánico,
allá abajo, como ejecutado siempre en el mismo lugar: el descenso y el ascenso
alternado de seis pies desnudos.
Sin
embargo a medida que los pies desnudos se alejan, se aproximan a los pájaros.
No solamente ganan terreno rápidamente, sino que la distancia relativa que
separa a los dos grupos disminuye todavía mucho más rápido, en comparación al
camino ya recorrido. Pronto no hay más que algunos pasos entre ellos…
Pero
cuando los niños parecen estar al fin por alcanzar a los pájaros, estos sacuden
de pronto las alas y vuelan, uno primero, después dos, después diez… Y toda la
bandada, blanca y gris, describe una curva por encima del mar para regresar a
asentarse sobre la arena y volver a zanquear, siempre en el mismo sentido, sobre
el límite de las olas, aproximadamente a una centena de metros.
A
esta distancia, los movimientos del agua son casi imperceptibles, a no ser por
un cambio súbito de color, cada diez segundos, en el momento en que la espuma
destellante brilla al sol.
Sin
ocuparse de las huellas que continúan trazando, con precisión, en la arena
virgen, ni de las olitas a su derecha, ni de los pájaros, que por momentos
vuelan y por momentos caminan, precediéndolos, los niños rubios avanzan uno al
lado del otro, con un paso igual y rápido, llevándose de la mano.
Sus
tres rostros bronceados, más oscurecidos que sus cabellos, se parecen. La
expresión es la misma: seria, reflexiva, posiblemente preocupada. Sus rasgos
son también idénticos, aunque, visiblemente, dos de los niños son varones y la
tercera una niña. Los cabellos de la niña son apenas un poco más largos, un
poco más ondeados, y sus miembros apenas un poco más gráciles. Pero la ropa es
enteramente la misma: pantalón corto y camisita, uno y otra de una gruesa tela de
azul deslavado.
La
niña se encuentra en el extremo derecho; del lado del mar, a su izquierda,
camina el varón que es ligeramente más pequeño. El otro varón, el más próximo
al acantilado, tiene la misma estatura que la niña.
Ante
ellos se extiende la arena amarilla y lisa hasta perderse de vista. Sobre su
izquierda se levanta la pared de piedra parda, casi vertical, en la que no se
ve ninguna salida. Sobre su derecha, inmóvil y azul desde el horizonte, la
superficie lisa del agua es bordeada por un ribete súbito, que rompe en seguida
para expandirse en espuma blanca.
Después,
diez segundos más tarde, la onda que se infla cava de nuevo la misma depresión,
del lado de la playa, con un rumor de roce de arenisca.
La
olita rompe; la espuma lechosa trepa de nuevo la pendiente, volviendo a ganar
algunos centímetros de terreno perdido. En el silencio que sigue, tres
campanadas lejanas resuenan en el aire calmo.
–Ahí
está la campana –dice el más chico de los varones, el que camina en el medio.
Pero
el ruido de la arenisca que el mar aspira cubre el demasiado débil tintineo. Es
necesario esperar el fin del ciclo para percibir de nuevo algunos sonidos,
desformados por la distancia.
–Es
la primera campana –dice el más grande.
La
olita rompe a su derecha.
Cuando
la calma regresa, no escuchan más nada. Los tres niños rubios caminan siempre
con la misma cadencia regular, llevándose los tres de la mano. Ante ellos la
bandada de pájaros que no está más que a unas zancadas, ganada por un brusco
contagio, sacude las alas y se echa a volar.
Describen
la misma curva encima del agua, para venir a posarse otra vez sobre la arena y
volver a zanquear, siempre en el mismo sentido, justo sobre el límite de las
olas, aproximadamente a una centena de metros.
–Puede
ser la primera –continúa el más pequeño– si no se ha oído la otra, antes…
–La
habríamos oído igual –responde su vecino.
Pero
no han, por esto, modificado su paso; y las mismas huellas, detrás de ellos,
continúan naciendo, a medida que las imprimen sus seis pies desnudos.
–Dentro
de un rato no estaremos tan cerca –dice la niña.
Después
de un momento, el más grande de los varones, el que se halla del lado del
acantilado, dice:
–Estamos
todavía lejos.
Y
caminan a continuación los tres en silencio.
Se
callan hasta que la campana, siempre indistinta, resuena de nuevo en el aire
calmo. El más grande de los varones dice entonces: “Ahí está la campana.” Los
otros no responden.
Los
pájaros que están a punto de alcanzar sacuden las alas y vuelan, uno primero,
después dos, después diez…
Después
toda la bandada está de nuevo posada sobre la arena, progresando a lo largo de
la orilla alrededor de cien metros delante de los niños.
El
mar borra los rastros estrellados de sus patas a medida que las imprimen. Los
niños, por el contrario, que caminan más cerca del acantilado, uno al lado del
otro, llevándose de la mano, deja detrás de ellos huellas profundas, cuya
triple línea se alarga paralelamente en los bordes, a través de la larguísima
playa.
A
la derecha, del lado del agua inmóvil y lisa, rompe, siempre en el mismo lugar,
la misma pequeña ola.
No hay comentarios:
Publicar un comentario