José Rafael Pocaterra
I
A ti que
esta noche irás a sentarte a la mesa de los tuyos, rodeado de tus hijos, sanos
y gordos, al lado de tu mujer que se siente feliz de tenerte en casa para la
cena de Navidad; a ti que tendrás a las doce de esta noche un puesto en el
banquete familiar, y un pedazo de pastel y una hallaca y una copa de excelente
vino y una taza de café y un hermoso “Hoyo de Monterrey”, regalo especial de tu
excelente vicio; a ti que eres relativamente feliz durante esta velada, bien
instalado en el almacén y en la vida, te dedico este cuento de Navidad, este
cuento feo e insignificante, de Panchito Mandefuá, granuja billetero, nacido de
cualquiera con cualquiera en plena alcabala, chiquillo astroso a quien el Niño
Dios invitó a cenar.
II
Como una
flor de callejón, por gracia de Dios no fue palúdico, ni zambo, ni triste;
abriose a correr un buen día calle abajo, calle arriba, con una desvergüenza
fuerte de nueve años, un fajo de billetes aceitosos y paltó de casimir
indefinible que le daba por las corvas y que era un magnífico macferland de
bolsillos profundos, con un bolsillito pequeño para los cigarrillos, que era su
orgullo, y que le abrigaba en las noches del enero frío y en los días de lluvia
hasta cerca de la
madrugada, cuando los puestos de los tostaderos son como faros bienhechores en
el mar de niebla, de frío y de hambre que rodea por todas partes en la soledad
de las calles, al pobre hamponcillo caraqueño. Hasta cerca de media
noche, después de hacer por la mañana la correría de San Jacinto y del Pasaje y
el lance de doce a una en las puertas de los hoteles, frente a los teatros o por
el boulevard del Capitolio, gritaba chillón, desvergonzado, optimista:
–Aquí
lo cargooo… El tres mil seiscientos setenta y cuatro, el que no falla nunca ni
fallando, ¡archipetaquiremandefuá…!
El
día bueno, de tres mil billetes y décimos, Panchito se daba una hartada de
frutas; pero cuando sonaban las doce y solo –después de soportar empellones,
palabras soeces, agrios rechazos de hombres fornidos que toman ron– contaban en
la mugre del bolsillo catorce o dieciséis centavos por pedacitos vendidos,
Panchito metíase a socialista, le ponía letra escandalosa a “La maquinita” y
aprovechaba el ruido de una carreta o el estruendo de un auto para gritar
obscenidades graciosísimas contra los transeúntes o el carruaje del general
Matos o de cualquiera de esos potentados que invaden la calle con un automóvil
enorme entre una alarido de cornetas y una hediondez de gasolina…; y terminaba
desahogándose con un tremendo “Mandefuá” donde el muy granuja encerraba como en
una fórmula anarquista todas sus protestas al ver, como él decía, las caraotas
en aeroplano.
Quiso
vender periódicos, pero no resultaba; los encargados le quitaron la venta: le
ponía el “mandefuá” a las más graves noticias de la guerra, a las necrologías,
a los pesares públicos:
–Mira
hijito –le dijeron– mejor es que no saques el periódico, tú eres muy Mandefuá.
III
Tuvo, pues,
Panchito su hermoso apellido Mandefuá, obra de él mismo, cosa esta última que
desdichadamente no todos son capaces de obtener, y él llevaba aquel Mandefuá
con tanto orgullo como Felipe, duque de Orleáns, usaba el apelativo de Igualdad
en los días un poco turbios de la Convención, cuando el exceso de apellidos
podía traer consecuencias desagradables.
Pero
Panchito era menos ambicioso que el duque y bastábale su “medio real podrido”
–como gritaba desdeñosamente tirándoles a los demás de la blusa o
pellizcándoles los fondillos en las gazaperas del Metropolitano.
–Una
grada para muchacho, bien ¡Mandefuá!
De
sus placeres más refinados era el irse a la una del día, rasero con la estrecha
sombra de las fachadas, y situarse perfectamente bajo la oreja de un transeúnte
gordo, acompasado, pacífico; uno de esos directores de ministerio que llevan
muchos paqueticos, un aguacate y que bajan a almorzar en el sopor bovino del
aperitivo:
–El
mil setecientos cuarenta y siete ¡mandefuá!
–Granuja
¡atrevido!
Y
Panchito, escapando por la próxima bocacalle, impertérrito:
–Ese
es premiado, ¡no se caliente mayoral!
El
título de mayoral lo empleaba ora en estilo epigramático, ora en estilo
elevado, ora como honrosa designación para los doctores y generales del
interior a quienes les metía su numeroso archipetaquiremandefuá.
Y
con su vocablo favorito, que era panegírico, ironía, apelativo –todo a su
tiempo–, una locha de frito y un centavo de cigarros de a puño comprado en los
kioscos del mercado, Panchito iba a terminar la velada en el Metro con “Los
misterios de Nueva York”, chillando como un condenado cuando la banda apresaba
a Gamesson advirtiéndole a un descuidado personaje que por detrás le estaba
apuntando un apache con una pistola o que el leal perro del comandante Patouche
tenía el documento escondido en el collar. Indudablemente era una autoridad en
materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo entre sus compañeros,
los otros granujas:
–Mira,
vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy crema.
IV
Panchito iba
una tarde calle arriba pregonando un número “premiado” como si lo estuviese
viendo en la bolita… Detúvose en una rueda de chicos después de haber tirado de
la pata a un oso de dril que estaba en una tienda del pasaje y contemplando una
vidriera donde se exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, algunos
diávolos, un automóvil y un velocípedo de “ir parado”… Y, de paso rayó con el
dedo y se lo chupó, un cristal de la India a través del cual se exhibían
pirámides de bombones, pastelillos y unos higos abrillantados como unas
estrellas.
En
medio del corro malvado, vio una muchachita sucia que lloraba mientras
contemplaba regada por la acera una bandeja de dulces; y como moscas, cinco o
seis granujas, se habían lanzado a la provocación de los ponqués y de los
fragmentos de quesillo llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, temiendo
el castigo.
Panchito
estaba de humor; cinco números enteros y seis décimos ¡ochenta y seis centavos!
La sola tarde después de haber comido y “chuchado”… Poderoso. Iría al Circo que
daba un estreno, comería hallacas y podría fumarse hasta una cajetilla. Todavía
le quedaban dos bolívares con que irse por ahí, del Maderero abajo para él
sabía qué… ¡Una noche buena crema!
Seguía
llorando la chiquilla y seguían los granujas mojando en el suelo y chupándose
los dedos…
Llegó
un agente. Todos corrieron, menos ellos dos.
–¿Qué
fue? ¿Qué pasó?
Y
ella sollozando:
Que
yo llevaba para la casa donde sirvo esta bandeja, que hay cena para esta noche
y me tropecé y se me cayó y me van a echar látigo…
Todo
esto rompiendo a sollozar.
Algunos
transeúntes detenidos encogiéronse de hombros y continuaron.
–Sigan,
pues –les ordenó el gendarme.
Panchito
siguió detrás de la llorosa.
–Oye,
¿cómo te llamas tú?
La
niña se detuvo a su vez, secándose el llanto.
–¿Yo?
Margarita
–¿Y
ese dulce era de tu mamá?
–Yo
no tengo mamá.
–¿Y
papá?
–Tampoco
–¿Con
quién vives tú?
–Vivía
con una tía que me “concertó” en la casa en que estoy.
–¿Te
pagan?
–¿Me
pagan qué?
Panchito
sonrió con ironía, con superioridad:
–Guá,
tu trabajo: al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías?
Margarita
entonces protestó vivamente:
–Me
dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy brava.
–¿Qué
te enseña?
–A
leer… Yo sé leer, ¿tú no sabes?
Y
Panchito, embustero y grave:
–¡Puah!
Como un clavo… Y sé vender billetes, y gano para ir al cine y comer frutas y
fumar de a caja…
Dicho
y hecho, encendió un cigarrillo… Luego, sosegado:
–¿Y
ahora qué dices allá?
–Diga
lo que diga, me pegan… –repuso con tristeza, bajando la cabecita enmarañada.
–¿Y
cuánto botaste?
–Seis
y cuartillo, aquí está la lista –y le alargó un papelito sucio.
–¡Espérate,
espérate! –le quitó la bandeja y echó a correr.
Un
cuarto de hora después volvió:
–Mira,
eso era lo que se te cayó, ¿nojerdá?
Feliz,
sus ojillos brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia.
–Sí…
eso.
Fue
a tomarla, pero él la detuvo:
–¡No,
yo tengo más fuerza, yo te la llevo!
–Es
que es lejos –expuso tímida.
–¡No
importa!
Por
el camino él le contó también que no tenía familia, que las mejores películas
eran en las que trabajaba Gamesson y que podían comerse un gofio…
–Yo
tengo plata, ¿sabes? –y sacudió el bolsillo de su chaquetón tintineante de
centavos.
Y
los dos granujas echaron a andar.
Los
hociquillos llenos de borona, seguían charlando de todo. Apenas si se dieron
cuenta que llegaban.
–Aquí
es… dame.
Y
le entregó la bandeja.
Quedáronse
viendo ambos los ojos:
–¿Cómo
te pago yo? –le preguntó con tristeza tímida.
Panchito
se puso colorado y balbuceó:
–Si
me das un beso.
–¡No,
no! ¡Es malo!
–¿Por
qué…?
–Guá,
porque sí…
Pero
no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones como esta; y la
sujetó por los hombros y le pegó un par de besos llenos de gofio y de travesura.
–Grito…
que grito…
Estaba
como una amapola y por poco tira otra vez la dichosa dulcera.
–Ya
está, pues, ya está.
De
repente se abrió el ante portón. Un rostro de garduña, de solterona fea y vieja
apareció:
–¡Muy
bonito el par de vagabunditos estos! –gritó.
El
chico echó a correr. Le pareció escuchar a la vieja mientras metía dentro a la
chica de un empellón.
–Pero,
Dios mío, ¡qué criaturas tan corrompidas estas desde que no tienen edad! ¡Qué
horror!
V
¡Era un
botarate! No le quedaban sino veintiséis centavos, día de Noche Buena… Quién lo
mandaba a estar protegiendo a nadie…
Y
sentía en su desconsuelo de chiquillo una especie de loca alegría interior… No
olvidaba en medio de su desastre financiero, los dos ojos, mansos y tristes de
Margarita. ¡Qué diablos! El día de gastar se gasta “archipetaquiremandefuá…
A
las once salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas de “a medio”, un
guarapo, café con leche, tostadas de chicharrón y dos “pavos rellenos” de
postre. ¡Su cena famosa! Cuando cruzaba hacia San Pablo, un cornetazo brusco,
un soplo poderoso y Panchito Mandefuá apenas quedó, contra la acera de la
calzada, entre los rieles del eléctrico, un harapo sangriento, un cuerpecito
destrozado, cubierto con un paltó de hombre, arrollado, desgarrado, lleno de
tierra y de sangre.
Se
arremolinó la gente, los gendarmes abriéndose paso…
–¿Qué
es? ¿Qué sucede allí?
–¡Nada
hombre! Que un auto mató a un muchacho “de la calle”.
–¿Quién…?
¿Cómo se llama…?
–¡No
se sabe! Un muchacho billetero, un granuja de esos que están bailándole a uno
delante de los parafangos… –informó, indignado, el dueño del auto que guiaba un
“trueno”.
VI
Y así fue a
cenar en el Cielo, invitado por el Niño Jesús esa Noche Buena, Panchito
Mandefuá…
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