Silvina Ocampo
Soy argentino. Me enganché en
un barco. Conseguí en Marsella que un médico firmara un documento certificando que
yo estaba loco. No le costó nada porque él estaba tal vez loco. De ese modo pude
abandonar el barco, pero me encerraron en un manicomio y no tengo esperanza de que
ningún ser humano pueda sacarme de aquí.
Ésta fue mi
historia: por huir de mi tierra me enganché en un barco, y por huir del barco me
encerraron en un manicomio. Al huir de mi tierra y al huir del barco pensé que huía
de mis recuerdos, pero cada día revivo la historia de mi amor, que es mi cárcel.
Dicen que por odio a las mujeres elegantes, me enamoré de Aurelia, pero no es cierto.
La amé como no amé a ninguna otra mujer en mi vida. Aurelia era una sirvienta; apenas
sabía escribir, apenas sabía leer. Sus ojos eran negros, su pelo negro y lacio como
las crines de los caballos. En cuanto terminaba de limpiar las cacerolas o los pisos
tomaba un lápiz y un papel y se iba a un rincón para dibujar caballos. Era lo único
que sabía dibujar: caballos al galope, saltando, sentados, acostados; a veces eran
rosillos, otras veces zainos, colorados, bayos, negros, azulejos, blancos; a veces
los pintaba con tiza (cuando encontraba tiza), otras veces con lápices de colores,
cuando alguien le regalaba lápices; otras veces con tinta y otras veces con tintura.
Todos tenían un nombre: el preferido era Azabache, porque era negro y arisco.
Cuando por las
mañanas me traía el desayuno, durante unos instantes oía su risa, como un relincho,
antes que entrara en mi dormitorio, dando una patada nerviosa contra la puerta.
No pude educarla, no quise educarla. Me enamoré de ella.
Tuve que irme
de la casa de mis padres y me fui a vivir con ella a Chascomús, en las afueras del
pueblo. Pensé que las paredes multiplicadas de una ciudad labran nuestra desdicha.
Con alegría vendí todas mis cosas, mi automóvil y mis muebles, para arrendar aquel
pequeñísimo campo donde viví pobremente, ilusionado por aquel amor imposible. En
un remate compré algunas vacas y una tropilla de caballos que me eran necesarios
para trabajar el campo.
Al principio
fui feliz. ¡Qué importaba no tener baño, ni luz eléctrica, ni heladera, ni ropa
limpia de cama! El amor lo reemplaza todo. Aurelia me había hechizado. ¡Qué importaba
que las plantas de sus pies fuesen ásperas, que sus manos estuvieran siempre rojas
y que sus modales no fuesen finos: yo era su esclavo!
Le gustaba comer
azúcar. En la palma de mi mano, yo colocaba terrones de azúcar, que ella tomaba
con su boca. Le gustaba que le acariciaran la cabeza: durante horas yo se la acariciaba.
A veces la buscaba
todo el día, sin encontrarla en ninguna parte. ¿Cómo podía en aquel campo tan llano
y sin árboles encontrar un escondite? Volvía descalza y con el pelo tan enmarañado,
que ningún peine podía desenredarlo. Le advertí que a lo largo de la costa, no muy
lejos, se extendían los cangrejales.
Algunas veces
la hallaba conversando con los caballos. Ella, que era tan silenciosa, hablaba incesantemente
con ellos. La rodeaban, la querían. Su preferido se llamaba Azabache. Algunas personas
hablaron de mí como de un degenerado: otros, me compadecían, pero fueron los menos.
Me vendían carne mala, y en el almacén trataban de cobrarme dos veces las mismas
cuentas, creyendo que yo era un distraído. Vivir en aquella soledad enemiga me hacía
daño.
Me casé con
Aurelia para que en la carnicería me dieran mejor carne; así lo dijeron mis enemigos,
pero yo podría asegurarles que lo hice para vivir respetablemente. Aurelia se divertía
besando la nariz de los caballos; trenzaba su pelo a las crines de los caballos.
Estos juegos denotaban su corta edad y la ternura de su corazón. Era mía, como no
había sido aquella horrible mujer elegante, con las uñas pintadas, de la cual me
había enamorado años atrás.
Una tarde encontré
a Aurelia con un vagabundo, hablando de caballos. No entendí nada de lo que hablaban.
Tomé a Aurelia del brazo y la llevé a casa, sin decirle una palabra. Aquel día cocinó
de mala gana y rompió una puerta a patadas. La encerré con llave y le dije que era
la penitencia que le infligía por hablar con extraños. Pareció no entenderme. Durmió
hasta que la perdoné.
Para que no
volviera a aventurarse lejos de la casa le conté cómo morían la gente y los animales,
que se hundían devorados por los cangrejos. No me oyó. La tomé del brazo y le grité
al oído. Se puso de pie y salió de la casa con la cabeza erguida, encaminándose
hacia la costa.
–¿Adónde vas?
–le pregunté.
Siguió caminando
sin mirarme. La retuve del vestido, forcejeó hasta que se rompió. La volteé, la
lastimé en mi desesperación. Se puso de pie y siguió caminando. Yo la seguí. Cuando
llegamos a la proximidad del río, le supliqué que no siguiera adelante porque allí
se extendían los cangrejales, con un inmundo olor a barro. Siguió caminando. Tomó
un camino angosto, entre los cangrejales. La seguí. Nuestros pies se hundían en
el barro y oíamos el grito innumerable de los pájaros. No se veía ningún árbol y
los juncos tapaban el horizonte. Llegamos a un lugar donde el camino se desviaba
y vimos a Azabache, el caballo negro, hundido hasta la panza en el cangrejal. Aurelia
se detuvo un instante sin asombro. Rápida, de un salto, entró en el cangrejal y
comenzó a hundirse. Mientras ella trataba de acercarse al caballo, yo trataba de
acercarme a ella para salvarla. Me acosté, me deslicé, como un reptil, en el cangrejal.
La tomé del brazo y comencé a hundirme con ella. Durante algunos momentos creí que
yo iba a morir. Le miré los ojos y vi esa luz extraña que tienen los ojos agonizantes:
vi el caballo reflejado en ellos. Le solté el brazo. Esperé hasta el alba, deslizándome
como un gusano sobre la superficie asquerosa del cangrejal, el final, sin fin para
mí, de Aurelia y de Azabache, que se hundieron.
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