Augusto Roa Bastos
En la puerta de entrada
tuvo que mostrar de nuevo la tarjeta. Un muchacho de nariz chata y ojos almendrados,
entre esbirro y ordenanza, tomó el trozo de cartulina sin dejar de mirar al recién
llegado. Después, en lugar de leerla pareció olerla. En el rostro cetrino, picado
de viruelas, la desconfianza apenas se mitigó.
–Creo
que sí. Me ha citado para esta hora. Lo dice ahí. Sin mostrarse aún muy convencido,
el ordenanza masculló:
–¡Humm…!
Güeno, entonces. Pasá. Por aquí. Voy a avisar a la señor minitro.
Lo
condujo primero por el ancho corredor, luego por un pasillo. Volvió a sentirse espiado.
Dos o tres rostros inmóviles, como pintados sobre arpillera terrosa. La brasa de
un cigarro. Siseos sofocados de repente. Detrás de una puerta, una voz bronca e
imperativa, desagradable, hablaba por teléfono. A medida que se acercaban, la fue
oyendo con más claridad.
Desembocaron
en una habitación amplia y atiborrada. El ordenanza lo hizo pasar con gesto poco
amistoso.
–Esperá
ahí. Podé sentarte si queré –gruñó por encima del hombro, al irse.
Las
celosías se hallaban cerradas. La luz declinante del atardecer se filtraba a través
de las tablillas y veteaba la fresca penumbra con franjas leonadas que parecían
oscilar en los rincones. En un redondel luminoso, clavado en el techo, se perfilaba
la sombra invertida de un árbol, negra y con los rebordes dorados. En alguna parte
de la habitación escuchó un crujido.
No
era el despacho del ministerio. Era la propia casa del ministro, en la zona de las
grandes quintas residenciales. No tenía aún idea de por qué lo había citado allí.
Afuera
se escuchaba piar a los pájaros entre los eucaliptos. Y más lejos, el cacareo de
las gallinas, el ladrido de algún perro, los gritos de algunas criaturas.
Una
quietud apacible, doméstica, verdaderamente rural, envolvía la casa. Tardó un poco
en acostumbrar sus ojos a la penumbra. La henchida habitación se fue aclarando.
Un gran armario emergió lentamente de la sombra verdosa; una mesa sólida y maciza
como un carro y, luego, toda la mezcolanza de muebles antiguos y modernos que parecían
disputarse, además del espacio, el fácil privilegio del mal gusto. Los libros debían
estar disimulados con prodigiosa eficacia. No se veía un pelo de letra escrita,
salvo la carga de expedientes panzudos y desvencijados sobre el alzaprima anclado
en mitad de la habitación como en una picada.
El
crujido se repitió y, casi simultáneamente, una palabreja extrañamente pronunciada
en un registro agudo y chirriante. El visitante se fijó. Era un loro posado en una
percha de bambú, cerca de un paragüero que alojaba, en lugar de paraguas, dos o
tres fusiles de distintos tamaños.
La
voz en el teléfono había cambiado de tono. Era otra comunicación. Se había oído
colgar el auricular y discar nuevamente. La conversación era ahora falsamente amable,
mechada de risitas abdominales, de frases truncas e intencionadas, machunas, sospechosas
de una renuente voluptuosidad. El señor ministro atendía ahora sin duda, después
de un trámite agitado, algún asuntito íntimo.
El
recién llegado dejó el portafolios sobre la mesa y se sentó en un sillón dispuesto
a esperar todo lo que fuera necesario. No tenía prisa, no estaba intranquilo; a
lo sumo, vagamente irritado. Pero desde el comienzo de sus gestiones había decidido
soportarlo todo, por lo menos con una perfecta calma exterior. Lo que le traía bien
valía la pena. Esta entrevista significaba mucho para el proyecto. Se podía decir
que era decisiva.
Había
llegado hasta ella como por una escalera tambaleante, a lo largo de días, de semanas
pacientemente sufridas. Un peldaño cada vez, y en cada peldaño, antesalas agotadoras,
baldías esperas o una legión de tinterillos y secretarios que se lo transferían
uno a otro como desembarazándose de una carga molesta. Ante cada uno era preciso
recapitular minuciosamente, inútilmente, toda la cuestión. No cosechaba más que
bostezos, interrogatorios suspicaces o, en el mejor de los casos, una atención demasiado
intensa para que no fuese vacía. A veces, era necesario descender todo lo subido
y recomenzar en otra dirección. Hasta que por fin, de un modo realmente inesperado,
se había producido la cita del ministro, uno de los hombres más prestigiosos del
gobierno. Él era tal vez el único que podía resolver con una plumada la realización
del gran proyecto.
Y
allí estaba esperándolo calmosamente a que terminara de hablar por teléfono.
Por
el momento lo divertían las morisquetas del loro y sus estropajosas interjecciones,
sus diminutas iras o sus carcajadas, fielmente aprendidas. La fea impresión del
comienzo se estaba desvaneciendo. En el portón principal lo habían palpado de armas.
Mostró la tarjeta y lo dejaron pasar. Durante el trayecto del portón a la casa,
se sintió espiado entre los árboles. Detrás de una sinesia furiosamente florecida
de manchones rojos vio moverse el caño de un máuser. Más allá, detrás de los árboles
de pomarrosa, creyó distinguir algunas automáticas. En medio de la paz idílica,
la casa del ministro estaba evidentemente bien protegida. Reinaba desde hacía mucho
tiempo el orden y la tranquilidad. Pero nunca se sabía. La ciudad, el país, tenían
la costumbre de despertarse a tiros cuando uno menos lo esperaba. Las alteraciones
eran endémicas. Había que prevenirse.
No
respondió pronto al saludo porque creyó que era el loro quien había hablado. Era
el ministro. Estaba ante él y en mangas de camisa, obeso y moreno, saturado de sudor
y de una inapelable agresividad y suficiencia, tal cual lo había imaginado a través
de la voz. Chupaba ruidosamente la bombilla de un gran mate con guarniciones de
plata. El ordenanza picado de viruelas estaba detrás como una sombra servil. Le
alargó el mate vacío. Mientras se dejaba caer en una mecedora, le gritó:
–Parra,
ponga el ventilador.
Un
zumbido y un agradable chorro de aire empezaron a inundar la habitación.
–Muy
bien. ¿Usted es el ciudadano que quiere hacer esa obra en los esteros del Tebicuary?
–Sí,
señor ministro. Es una obra que puede…
La
voz bronca, más áspera aún por la yerba, se le subió encima:
–Estoy
enterado. Es un proyecto muy importante. Esa obra puede ser la salvación de los
pobladores que viven en esos bañados insalubres, aporreados por el paludismo, por
las crecientes, por las sabandijas.
–Me
alegro de que el señor ministro tenga una idea de lo que es aquello…
–¿Una
idea? Estamos muy bien informados. El gobierno está dispuesto a arreglar cada cosa
a su tiempo. Pero no podemos hacer milagros.
–La
obra es relativamente fácil y poco costosa, señor ministro. Aquí traigo…
–No
hay nada fácil ni poco costoso. Un peso que gasta el gobierno es un peso que tiene
que ser bien gastado. Nada de aventuras ni de derroches.
–Todo
está perfectamente calculado, señor ministro.
–Sí;
su proyecto me interesa. Esa obra se va a hacer. La vamos a realizar usted y yo.
Usted como autor de la idea. Yo como hombre del gobierno. Claro que si el gobierno
no se mete, no hay nada que hacer. Queremos que todas las obras de progreso que
se hagan sean fiscales, oficiales. Es nuestra preocupación constante. Por el bienestar
y la felicidad del pueblo estamos dispuestos a gastar, a sacrificar cualquier cosa.
El
loro graznó su risa estridente en la percha de bambú. Parecía la carcajada de un
enano.
El
ordenanza reapareció con el mate. Los gruesos labios volvieron a chupar sonoramente
la bombilla. La voz del ministro se tornó amable, confidencial.
–Es
una gran idea. Yo siempre había pensado en una cosa así. Pero la falta de tiempo,
las mil preocupaciones del ministerio…, usted sabe, todo esto me ha impedido ocuparme
hasta ahora de este problema. En fin, ahora usted ha traído el proyecto. Lo felicito,
mi amigo. Usted es un ciudadano útil. Si todos fueran como usted, el país andaría
mucho mejor. Desgraciadamente abundan los ladrones, los egoístas, los sinvergüenzas.
A esos les vamos a ir pelando poco a poco la cabeza. A mí me gustan los hombres
como usted. Por eso lo he hecho llamar. Me enteré por casualidad de su proyecto.
Lo hice llamar porque no quiero que siga perdiendo tiempo por ahí, al santo cohete.
El único que puede empujar este asunto soy yo –guiñó el ojo, socarrón–. ¿Me comprende?
La
voz ministerial recobró todo el peso de su autoridad:
–Por
eso no lo recibí en mi despacho y lo hice venir aquí. En el mismo gabinete hay colegas
egoístas que siempre quieren alzarse con la carne y el cuero cuando se trata de
hacer algo importante. No quiero que se enteren, antes de que la obra sea un hecho.
Usted tampoco va a abrir el pico. ¿Me entiende?
–Desde
luego, señor ministro…
–Nada
de andar por ahí compadreando con nuestro proyecto, ¿eh?
–No,
señor ministro. Yo lo único que quiero es que se realice la obra. No quiero nada
para mí. Lo único que me importa es la suerte de esa pobre gente.
En
la sombra verde el inmenso mate afiligranado entraba y salía como una luna de plata
en manos del ordenanza. Sus idas y venidas, los chupeteos golosos del ministro en
la bombilla de corta y gruesa cacha con puntera de oro, las pausas, las sonoras
ingurgitaciones, marcaban la suerte del diálogo, medían un tiempo ominoso que se
iba gastando. La voz del ministro se hizo de repente insidiosa:
–¿Y
por qué le interesa tanto esa gente?
–He
convivido con ellos durante cinco años. Su honradez, su ignorado heroísmo, han sido
para mí la gran lección de mi vida. Mi deuda de gratitud para con ellos es muy grande.
Estoy moralmente obligado a hacer algo por ellos, señor ministro.
–¿No
estará queriendo convertirse usted en un caciquito de esos que abundan en la campaña?
Con
fijeza de búho, los ojos del personaje escrutaron implacablemente al visitante,
relampaguearon amenazadoramente en la vivisección.
–Estamos
cansados de los agitadores profesionales. Son una plaga peligrosa. Peor que la langosta.
No dejan trabajar tranquilo al pueblo. Crean la miseria, los descontentos, para
aprovecharse de eso. Les estamos echando humo en todas partes a ver si se van y
nos dejan en paz de una vez…
Tres
chiquillos pelones irrumpieron en la habitación con una culebra muerta colgada en
un palo. En las manos de uno brillaba un machete con manchas oscuras y húmedas.
–¡Mirá,
papito, una víbora! La matamos en el patio, cerca del chiquero… ¿La enterramos,
papito, o la tiramos al patio del vecino?
–Bueno,
bueno… Váyanse para allá. Estoy hablando. No me molesten.
Los
ahuyentó con un vago gesto en el que había algo de una opaca ternura y mucho del
orgullo paternal inconscientemente avivado por la belicosidad innata de los cachorrillos.
Los
chicos se fueron, repuntados por el ordenanza. El ministro le gritó:
–Parra,
abra la ventana y dígale a la señora que mande un poco de caña y café.
El
visitante pensó en la esposa del ministro. Una mujer sin duda silenciosa, deteriorándose
lentamente en la dura sujeción conyugal, atendiendo la casa, dando de mamar a un
chico tras otro, soportando sus continuas infidelidades, sus maquinales y esporádicas
lujurias, temiendo por su suerte, sintiendo ella sola todo el odio acumulado sobre
él desde afuera.
El
ordenanza empujó las persianas hacia afuera. La luz azulada del atardecer aclaró
la pieza. Se escuchó nítido el silbo de las cigarras.
En
el espejo del paragüero, el visitante vio reflejada parte de su magra y demacrada
figura, entre los mosquetones. La voz volvió a hacerse socarrona, contemporizadora.
–Usted
parece un buen tipo. Yo tengo un ojo clínico para descubrir a los embaucadores e
indeseables. No he fallado ni una vez.
Sorbió
el mate con una larga chupada poniendo un poco los ojos en blanco como bajo los
efectos de un deleite que ya estaba agotado.
–Su
proyecto me interesa mucho. Pero si habla, no vamos a poder hacer nada.
–No
hablaré, señor ministro.
–Deje
el asunto en mis manos.
–Perfectamente.
Aquí están los proyectos, el plano general del relevamiento y de la obra de canalización.
El
visitante sacó del portafolio unos legajos y los fue entregando al ministro. La
mano regordeta y oscura se tendió ávidamente.
–¿Y
este plano, quién lo hizo?
–Yo
mismo. Soy casi ingeniero. No pude terminar la carrera, pero sé algo de esas cosas.
–¡Caramba,
aquí está todo listo!
–Una
parte de esos trabajos está hecho. Hemos desecado ya cerca de cinco kilómetros cuadrados.
Pero nos hacen falta maquinarias, implementos.
–Mejor
todavía. Eso facilita mucho. Ya tenemos como quien dice el señuelo.
–También
he preparado un plan de loteo y otro de crédito agrario que permitiría a esos pobladores
poseer en propiedad las tierras que trabajan, no depender de los arrendatarios.
También los estimularía a ampliar y mejorar sus cultivos.
–Pero
amigo; usted solo es toda una oficina. Lo felicito, lo felicito.
Y
el ministro recibía los papeles como acciones de una mina de oro.
**
Parra empezó
a servir la caña y el café. El ministro dejó sobre la mesa el mate opulento y se
enfrascó en el examen de los legajos y planos.
De
ese hombre dependía en ese momento la suerte de centenares de familias que vivían
una vida salvaje y miserable en los cañaverales del Sur.
La
contera dorada de la bombilla, aún húmeda, resplandecía como la llama sólida de
un fósforo en la claridad violeta.
Los
ojos del visitante fueron hasta el rostro duro y abotagado y de allí bajó a sus
propias manos. Se las miró con disimulo. Ahora estaban quietas y domadas sobre sus
rodillas. Cinco años atrás, esas manos habían llegado a hacerle insoportable la
vida. Lo recordó con un escalofrío.
La
cosa venía desde su niñez. Esas manos parecían dotadas de una voluntad independiente
de la suya, de una autonomía maléfica, irreprimible. Los objetos pequeños y brillantes
las fascinaban; iban detrás de ellos al menor descuido, con una habilidad y una
destreza de las que él mismo se sentía aún horrorizado. Nunca había podido explicarse
cómo sucedía. Él ponía todo su empeño en controlarlas, en dominarlas, en hacerlas
“decentes” y normales. Pero en un momento dado, este desesperado esfuerzo de concentración
parecía entrar en crisis, y entonces sobrevenía una interrupción repentina del estado
de alerta; algo así como un fugaz sueño de la conciencia. Y entonces las manos actuaban
por su cuenta. Cuando volvía en sí de estos estados crepusculares, veía a sus manos
de nuevo quietas y tranquilas. Pero él sabía entonces que ya habían hecho de las
suyas; sabía que en sus bolsillos había algo que él no había puesto allí: una joya,
una estilográfica, un objeto pequeño cualquiera.
Acabó
por odiar sus manos como a sus peores enemigos. Las castigaba sin piedad. Las mordía,
las quemaba con el cigarrillo o apretaba con ellas trozos de hielo hasta que se
quedaban violáceas. Pero las manos no cedían. Obraban bajo una voluntad más fuerte
que la suya. Pensó seriamente en cortárselas, en inutilizarlas de alguna manera.
Casi enloquecido consultó a un médico amigo.
–Es
necesario que abandones la vida sedentaria de la ciudad –le había aconsejado éste–.
Tal vez los trabajos rudos del campo, darle algún sentido a tu vida, sean lo único
indicado.
Siguió
los consejos al pie de la letra. El heredero decadente y arruinado, despreciado
por todos, tema de bromas y burlas ridículas en los salones “de arriba” lo abandonó
todo sin pena y arrastró sus manos a los lugares donde éstas no tuvieran nada que
robar. Así conoció un mundo simple, puro y desgraciado que lo deslumbró y transformó
su vida. Las manos viciosas (“manos de prestidigitador loco”) se purificaron en
la ruda fraternidad con los humildes. Estaban derrengadas y torpes, deformes por
fuera. ¡Pero estaban sanas por dentro! Y eso era el mayor bien que él había podido
lograr, la paz mental, la aceptación plena de la vida. Todavía le parecía un sueño
haberlo podido conquistar.
El
timbre del teléfono lo volvió al presente sin cambiar su estado de difusa y activa
placidez interior.
El
ordenanza entró:
–Señor
ministro, el presidente del Cámara de Comercio queré hablar con usté.
–Ya
voy. Que espere un momento.
El
ministro salió pesadamente. El visitante lo oyó increpar al presidente de la Cámara.
Lo trató con copiosa desconsideración, como hubiera podido tratar a un peón. Después
se fue calmando. Al final reía a carcajadas, igual que el loro. No se podía decir
quién había copado al otro. Fue en este momento cuando ocurrió lo terrible. Cuando
el ministro volvió, el visitante bebía a sorbos lentos el resto del café frío.
–Bueno,
amigo. Déjeme todo esto. Yo le avisaré oportunamente. Voy a dedicar a nuestro asunto
preferente atención. Esto se hace, créame. ¡Sin falta!
La
sonrisa, los gestos, la actitud del ministro, se habían puesto confianzudos. Por
la manera como pronunció la palabra “nuestro” insinuaba de hecho un pacto de amistad
y sociedad. Lo acompañó hasta la puerta poniéndole amistosamente una mano sobre
el hombro.
–Bueno,
amigo; ésta es su casa. Yo lo voy a llamar muy pronto.
El
visitante se dejó conducir con una expresión ausente en el rostro. Tenía una mano
puesta en el bolsillo del pantalón. Cuando la sacó bruscamente para tomar la mano
que le tendía el ministro, la bombilla gruesa y cortona del mate saltó del bolsillo
tras la mano y cayó junto a los pies del dueño de casa. El visitante se quedó contemplando
con ojos extraviados el brillante utensilio caído sobre las baldosas. La miraba
con el mismo terror con que había descubierto entre el espartillo a la ñandurié
que lo picara una vez en el bañado.
La
sonrisa se heló en los labios del ministro. Su voz resonó como un pistoletazo.
–¡Parra!
–Mande,
señor…
–¡Dos
números de guardia, enseguida!
–¡Muy
bien, señor!
El
ordenanza desapareció con el brinco de un mono, sofocado por la felicidad. Al fin
ocurría algo nuevo, picante. Él lo había previsto. Solo que había tardado un poco
en producirse.
Se
oyó en el patio su voz de alerta a los guardias. Hubo entre las plantas un revuelo
de gorras, de caras oscuras, de armas. Ante el ministro se cuadraron dos soldados
con fuerte estampido de sus talones sumisos.
–¡Llévense
inmediatamente al Central a este individuo! Yo le hablaré al jefe, por teléfono.
Ya me parecía que este sabandija era un agitador peligroso. Listo. ¡Fuera, pues…!
Se
lo llevaron como un paquete. Desgarbado, consumido, sin huesos. Los cachorros del
ministro lo siguieron hasta el portón alborotando el parque con sus gritos y burlas,
blandiendo uno de ellos el manchado machete.
Lo
alzaron a un camión. El vehículo resopló y partió. Un momento después el ministro
seguía leyendo atentamente los legajos, como si nada hubiera pasado. La quietud
idílica, doméstica, se había restablecido del todo en torno al enorme caserón que
las sombras iban tragando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario