Julio Ramón Ribeyro
En aquella época vivía en
un pequeño hotel cerca de Charing Cross y pasaba los días pintando y leyendo libros
de ocultismo. En realidad, siempre he sido aficionado a las ciencias ocultas, quizás
porque mi padre estuvo muchos años en la India y trajo de las orillas del Ganges,
aparte de un paludismo feroz, una colección completa de tratados de esoterismo.
En uno de estos libros leí una vez una frase que despertó mi curiosidad. No sé si
sería un proverbio o un aforismo, pero de todos modos era una fórmula cerrada que
no he podido olvidar: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo
es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario”.
Si
la frase me interesó fue porque siempre había vivido atormentado por la idea del
doble. Al respecto había tenido solamente una experiencia y fue cuando al subir
a un ómnibus tuve la desgracia de sentarme frente a un individuo extremadamente
parecido a mí. Durante un rato permanecimos mirándonos con curiosidad hasta que
al fin me sentí incómodo y tuve que bajarme varios paraderos antes de mi lugar de
destino. Si bien este encuentro no volvió a repetirse, en mi espíritu se abrió un
misterioso registro y el tema del doble se convirtió en una de mis especulaciones
favoritas.
Pensaba,
en efecto, que dado los millones de seres que pueblan el globo, no sería raro que
por un simple cálculo de probabilidades algunos rasgos tuvieran que repetirse. Después
de todo, con una nariz, una boca, un par de ojos y algunos otros detalles complementarios
no se puede hacer un número infinito de combinaciones. El caso de los “sosías” venía,
en cierta forma, a corroborar mi teoría. En esa época estaba de moda que los hombres
de Estado o los artistas de cine contrataran a personas parecidas a ellas para hacerlas
correr todos los riesgos de la celebridad. Este caso, sin embargo, no me dejaba
enteramente satisfecho. La idea que yo tenía de los dobles era más ambiciosa; yo
pensaba que a la identidad de los rasgos debería corresponder identidad de temperamento
y a la identidad de temperamento –¿por qué no?– identidad de destino. Los pocos
“sosías” que tuve la oportunidad de ver unían a una vaga semejanza física –complementada
muchas veces con la ayuda del maquillaje– una ausencia absoluta de correspondencia
espiritual. Por lo general, los “sosías” de los grandes financistas eran hombres
humildes que siempre habían sido aplazados en matemáticas. Decididamente, el doble
constituía para mí un fenómeno más completo, más apasionante. La lectura del texto
que vengo de citar contribuyó no solamente a confirmar mi idea sino a enriquecer
mis conjeturas. A veces, pensaba que en otro país, en otro continente, en las antípodas,
en suma, había un ser exactamente igual a mí, que cumplía mis actos, tenía mis defectos,
mis pasiones, mis sueños, mis manías, y esta idea me entretenía al mismo tiempo
que me irritaba.
Con
el tiempo la idea del doble se me hizo obsesiva. Durante muchas semanas no pude
trabajar y no hacía otra cosa que repetirme esa extraña fórmula esperando quizás
que, por algún sortilegio, mi doble fuera a surgir del seno de la tierra. Pronto
me di cuenta que me atormentaba inútilmente, que si bien esas líneas planteaban
un enigma, proponían también la solución: viajar a las antípodas.
Al
comienzo rechacé la idea del viaje. En aquella época tenía muchos trabajos pendientes.
Acababa de empezar una madona y había recibido, además, una propuesta para decorar
un teatro. No obstante, al pasar un día por una tienda de Soho, vi un hermoso hemisferio
exhibiéndose en una vitrina. En el acto lo compré y esa misma noche lo estudié minuciosamente.
Para gran sorpresa mía, comprobé que en las antípodas de Londres estaba la ciudad
australiana de Sidney. El hecho que esta ciudad perteneciera al Commonwealth me
pareció un magnífico augurio. Recordé, asimismo, que tenía una tía lejana en Melbourne,
a quien aprovecharía para visitar. Muchas otras razones igualmente descabelladas
fueron surgiendo –una insólita pasión por las cabras australianas– pero lo cierto
es que a los tres días, sin decirle nada a mi hotelero, para evitar sus preguntas
indiscretas, tomé el avión con destino a Sidney.
No
bien había aterrizado cuando me di cuenta de lo absurda que había sido mi determinación.
En el trayecto había vuelto a la realidad, sentía la vergüenza de mis quimeras y
estuve tentado a tomar el mismo avión de regreso. Para colmo, me enteré que mi tía
de Melbourne hacía años que había muerto. Luego de un largo debate decidí que al
cabo de un viaje tan fatigoso bien valía la pena de quedarse unos días a reposar.
Estuve en realidad siete semanas.
Para
empezar, diré que la ciudad era bastante grande, mucho más de lo que había previsto,
de modo que en el acto renuncié a ponerme en la persecución de mi supuesto doble.
Además ¿cómo haría para encontrarlo? Era en verdad ridículo detener a cada transeúnte
en la calle a preguntarle si conocía a una persona igual a mí. Me tomarían por loco.
A pesar de esto, confieso que cada vez que me enfrentaba a una multitud, fuera a
la salida de un teatro o en un parque público, no dejaba de sentir cierta inquietud
y contra mi voluntad examinaba cuidadosamente los rostros. En una ocasión, estuve
siguiendo durante una hora, presa de una angustia feroz, a un sujeto de mi estatura
y mi manera de caminar. Lo que me desesperaba era la obstinación con que se negaba
a volver el semblante. Al fin, no pude más y le pasé la voz. Al volverse me enseñó
una fisonomía pálida, inofensiva, salpicada de pecas que, ¿por qué no decirlo?,
me devolvió la tranquilidad. Si permanecí en Sidney el monstruoso tiempo de siete
semanas no fue seguramente por llevar adelante estas pesquisas, sino por otras razones:
porque me enamoré. Cosa rara en un hombre que ha pasado los treinta años, sobre
todo en un inglés que se dedica al ocultismo.
Mi
enamoramiento fue fulminante. La chica se llamaba Winnie y trabajaba en un restaurante.
Sin lugar a dudas, ésta fue mi experiencia más interesante en Sidney. Ella también
pareció sentir por mí una atracción casi instantánea, lo que me extrañó, desde que
yo he tenido siempre poca fortuna con las mujeres. Desde un comienzo aceptó mis
galanterías y a los pocos días salíamos a pasear juntos por la ciudad. Inútil describir
a Winnie; solo diré que su carácter era un poco excéntrico. A veces me trataba con
enorme familiaridad; otras, en cambio, se desconcertaba ante alguno de mis gestos
o de mis palabras, cosa que lejos de enojarme me encantaba. Decidido a cultivar
esta relación con mayor comodidad, resolví abandonar el hotel, y, hablando por teléfono
con una agencia, conseguí una casita amoblada en las afueras de la ciudad.
No
puedo evitar un poderoso movimiento de romanticismo al evocar esta pequeña villa.
Su tranquilidad, el gusto con que estaba decorada, me cautivaron desde el primer
momento. Me sentía como en mi propio hogar. Las paredes estaban decoradas con una
maravillosa colección de mariposas amarillas, por las que yo cobré una repentina
afición. Pasaba los días pensando en Winnie y persiguiendo por el jardín a los bellísimos
lepidópteros. Hubo un momento en que decidí instalarme allí en forma definitiva
y ya estaba dispuesto a adquirir mis materiales de pintura, cuando ocurrió un accidente
singular, quizá explicable, pero al cual yo me obstiné en darle una significación
exagerada.
Fue
un sábado en que Winnie, luego de ofrecerme una tenaz resistencia, resolvió pasar
el fin de semana en mi casa. La tarde transcurrió animadamente, con sus habituales
remansos de ternura. Hacia el anochecer, algo en la conducta de Winnie comenzó a
inquietarme. Al principio yo no supe qué era y en vano estudié su fisonomía, tratando
de descubrir alguna mudanza que explicara mi malestar. Pronto, sin embargo, me di
cuenta que lo que me incomodaba era la familiaridad con que Winnie se desplazaba
por la casa. En varias ocasiones se había dirigido sin vacilar hacia el conmutador
de la luz. ¿Serían celos? Al principio fue una especie de cólera sombría. Yo sentía
verdadera afección por Winnie, y si nunca le había preguntado por su pasado fue
porque ya me había forjado algunos planes para su porvenir. La posibilidad que hubiera
estado con otro hombre no me lastimaba tanto como que aquello hubiera ocurrido en
mi propia casa. Presa de angustia, decidí comprobar esta sospecha. Yo recordaba
que curioseando un día por el desván, había descubierto una vieja lámpara de petróleo.
De inmediato pretexté un paseo por el jardín.
–Pero
no tenemos con qué alumbrarnos –murmuré.
Winnie
se levantó y quedó un momento indecisa en medio de la habitación. Luego la vi dirigirse
hacia la escalera y subir resueltamente sus peldaños. Cinco minutos después apareció
con la lámpara encendida.
La
escena siguiente fue tan violenta, tan penosa, que me resulta difícil revivirla.
Lo cierto es que monté en cólera, perdí mi sangre fría y me conduje de una manera
brutal. De un golpe derribé la lámpara, con riesgo de provocar un incendio, y precipitándome
sobre Winnie, traté de arrancarle a viva fuerza una imaginaria confesión. Torciéndole
las muñecas, le pregunté con quién y cuándo había estado en otra ocasión en esa
casa. Solo recuerdo su rostro increíblemente pálido, sus ojos desorbitados, mirándome
como a un enloquecido. Su turbación le impedía pronunciar palabra, lo que no hacía
sino redoblar mi furor. Al final, terminé insultándola y ordenándole que se retirara
del lugar. Winnie recogió su abrigo y atravesó a la carrera el umbral.
Durante
toda la noche no hice otra cosa que recriminarme mi conducta. Nunca creí que fuera
tan fácilmente excitable y en parte atribuía esto a mi poca experiencia con las
mujeres. Los actos que en Winnie me habían sublevado me parecían a la luz de la
reflexión completamente normales. Todas esas casas de campo se parecen unas a otras
y lo más natural era que en una casa de campo hubiera una lámpara y que esta lámpara
se encontrara en el desván. Mi explosión había sido infundada, peor aún, de mal
gusto. Buscar a Winnie y presentarle mis excusas me pareció la única solución decente.
Fue inútil: jamás pude entrevistarme con ella. Se había ausentado del restaurante
y cuando fui a buscarla a su casa, se negó a recibirme. A fuerza de insistir salió
un día su madre y me dijo de mala manera que Winnie no quería saber absolutamente
nada con locos.
¿Con
locos? No hay nada que aterrorice más a un inglés que el apóstrofe de loco. Estuve
tres días en la casa de campo tratando de ordenar mis sentimientos. Luego de una
paciente reflexión, comencé a darme cuenta que toda esa historia era trivial, ridícula,
despreciable. El origen mismo de mi viaje a Sidney era disparatado. ¿Un doble? ¡Qué
insensatez! ¿Qué hacía yo ahí, perdido, angustiado, pensando en una mujer excéntrica
a la que quizá no amaba, dilapidando mi tiempo, coleccionando mariposas amarillas?
¿Cómo podía haber abandonado mis pinceles, mi té, mi pipa, mis paseos por Hyde Park,
mi adorable bruma del Támesis? Mi cordura renació; en un abrir y cerrar de ojos
hice mi equipaje, y al día siguiente estaba retornando a Londres.
Llegué
entrada la noche y del aeródromo fui directamente a mi hotel. Estaba realmente fatigado,
con unos enormes deseos de dormir y de recuperar energías para mis trabajos pendientes.
¡Qué alegría sentirme nuevamente en mi habitación! Por momentos me parecía que nunca
me había movido de allí. Largo rato permanecí apoltronado en mi sillón, saboreando
el placer de encontrarme nuevamente entre mis cosas. Mi mirada recorría cada uno
de mis objetos familiares y los acariciaba con gratitud. Partir es una gran cosa,
me decía, pero lo maravilloso es regresar.
¿Qué
fue lo que de pronto me llamó la atención? Todo estaba en orden, tal como lo dejara.
Sin embargo, comencé a sentir una viva molestia. En vano traté de indagar la causa.
Levantándome, inspeccioné los cuatro rincones de mi habitación. No había nada extraño
pero se sentía, se olfateaba una presencia, un rastro a punto de desvanecerse…
Unos
golpes sonaron en la puerta. Al entreabrirla, el botones asomó la cabeza.
–Lo
han llamado del Mandrake Club. Dicen que ayer ha olvidado usted su paraguas en el
bar. ¿Quiere que se lo envíen o pasará a recogerlo?
–Que
lo envíen –respondí maquinalmente.
En
el acto me di cuenta de lo absurdo de mi respuesta. El día anterior yo estaba volando
probablemente sobre Singapur. Al mirar mis pinceles sentí un estremecimiento: estaban
frescos de pintura. Precipitándome hacia el caballete, desgarré la funda: la madona
que dejara en bosquejo estaba terminada con la destreza de un maestro y su rostro,
cosa extraña, su rostro era de Winnie.
Abatido
caí en mi sillón. Alrededor de la lámpara revoloteaba una mariposa amarilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario