Giovanni Papini
Después de dos embajadas, después de una
carta escrita a máquina en papel de hilo y de tres o cuatro sobresaltos de teléfono,
tuve que decidirme a decir que sí.
Por la tarde, a las
seis, el coche se detuvo a mi puerta y antes que yo tuviera tiempo de ponerme los
puños limpio. ¡Qué fastidio! Los gemelos no entran; el pañuelo no se encuentra;
los zapatos están sucios… Pero ¿no lo sabe también él que soy pobre y plebeyo?…
Bueno, vamos.
El coche partió, rodó
saltando melancólicamente sobre las pocas piedras que el barro no había sepultado
todavía; enfiló callejas de suburbios, recorrió con monótona lentitud anónimos paseos
de barrios nuevos; cruzó un paso a nivel, se acercó al campo. Llovía con decidida
regularidad, como si hubiera llovido siempre, desde el principio del mundo. Algunas
luces rojas entre la niebla, a través de los vidrios empañados. Conmigo, en el coche,
había dos hombres, pero yo no les hacía caso. No podía soportar el sonido de sus
palabras; prefería escuchar el chirriar de la grava que se rompía bajo las ruedas.
Sentía que se trataba de él, de su villa, de su riqueza, de su mujer, de su porvenir,
de un poema largo, eternamente, místicamente y sociamente largo…, un Mahabha–rata
americano, una Biblia del año 4000, de cuando nosotros seremos también medievo.
Pero el fastidio de la lluvia era mejor que todas las más ultraterrenas visiones.
El caballo trotaba despacio; luego se detuvo; después se puso al paso. Tenía que
remontar una subida; el hombre bajó del pescante y su sombra, con un látigo bajo
el brazo, pasaba y repasaba por delante de la portezuela. Reconocía la calle: las
cancelas negras, altas, macizas, a través de las cuales había olido las enormes
rosas y había azuzado a los perrazos blancos; muros goteantes, desconchados, remendados
de verde, con la cal mojada y los vidrios en punta en lo alto… Era mi campo: ¡paseos
solitarios de los diecisiete años, idilios con la nada, perfume de violetas apenas
abiertas, deseos que nunca fueron cantados!
Habíamos llegado. ¡Qué
fastidio! He aquí la puerta abierta de par en par: el camarero mira con ceño de
carcelero, pero si no sonríe es porque no lleva bigote. Entramos en el patio. “¡Bonito,
grande, hermosísimo! Y aquellas columnas de allí, ¿estaban antes? ¡Qué buen gusto!”
El Intérprete sugiere la admiración y da, sin ser solicitado, todas las explicaciones
posibles. Henos en el guardarropa: todo pequeño, todo mono, todo limpio. La camarera
acude: ¡También ella! “Deme el paraguas, deme el gabán.” ¿Y luego? ¡Qué maravilla
verme en americana, en simple americana! ¡Y ni siquiera es mía!
Un camarero se acerca
con un cepillo con la idea de limpiarme los zapatos. “No, amigo mío –le respondo
entre mí–, ¿no sabes que soy plebeyo como tú y que me gusta andar con mis piernas,
que son piernas de hombre, más que con las de los animales?” Pero, para no gastar
demasiadas palabras, retiro los pies y me encamino hacia la antecámara con los zapatos
enfangados y las manos más nerviosas que de costumbre.
El Intérprete nos empuja
hacia el salón. Divanes rojos, sillitas de encina, vírgenes apócrifas y doradas,
muchas luces eléctricas y alfombras de Siria. Miro a mi alrededor: ahora somos cuatro:
yo y el Apóstol, y luego el Intérprete y el Anticuario.
¿Qué he hecho para estar
aquí? ¿Por qué he venido? ¿A quién esperamos?
Para calmar mi impaciencia,
pongo las manos sobre un librazo cubierto de un cuero viejo pelado. Todavía hay
trazas de oro en la encuademación. Abro un broche de latón, pero entonces se levanta
un tapiz y entra, majestuoso, pero esbelto, nuestro huésped,mister Dayson
en persona. Es la primera vez que lo veo: tendrá unos cincuenta años; la barba gris,
la frente despejada, una corbata blanca bajo la barbilla, las manos enormes. Es
un buen muchacho: se ve en seguida. Grandes apretones de manos y muchos: How
do you do? y: I am very glad...
Nos sentamos en un arcón
esculpido, negro, más alto que las demás sillas: mister Dayson, en medio; yo a un
lado, y el Apóstol al otro. Sobre nuestras cabezas cuelga, a guisa de cómico castigo,
el retrato de mister Dayson realizado por un tal Whistler que no se avergüenza de
él. ¡Hablemos! Pero ¿de qué? El señor Dayson sabe el italiano como yo sé el americano,
es decir, muy mal. Él deglute el principio de una pregunta italiana, yo balbuceo
la mitad de una respuesta inglesa. Pero ¿no está el Intérprete? Helo aquí todo sonriente,
con la cara pálida a fuerza de lavársela, con la camisa blanca, vestido de negro,
gesticulando a saltos como un autómata de sastrería, todo feliz de hacer de intermediario
entre los hombres. Así empezamos una seria conversación: los nombres de Kant, de
Nietzsche atraviesan el aire pesado del salón, que huele a radiador y a rosas. ¡Oh
aire húmedo y libre que se respira entre los olivos mojados! Han dicho a mister
Dayson que yo soy filósofo y él me tortura con su filosofía. Habla despacio, sentencia,
sonríe, mira a su alrededor, interroga con sus ojos grises, se detiene para repetir
sus argumentos; el Anticuario lo acompaña con una mueca sardónica, pero el Intérprete
sonríe extasiado como un ángel de porcelana, como un pequeño Buda. Siento que me
pasan por la cara tufaradas de revista semanal de Boston. Estamos en Schelling,
hemos llegado a Mazzini. También los mártires de barbas blancas son profanados entre
una sonrisa y otra, ante las alfombras de Esmirna. Me levanto: ya no puedo más.
¿Por qué me han llamado
a esta villa florentina enjalbegada, refaccionada, restaurada, repintada, arreglada,
alfombrada y renovada por el gusto americano? Me habían llamado para comer, y en
cambio charlamos sin libertad. Por fortuna, se oye un rumor: la señora, mistress
Dayson, aparece. El marido es el primero que sale a su encuentro, parece que la
acaricia con sus grandes ojos grises de buey. Mistress Dayson se ha puesto guapa:
¿para quién? Es una mujer, ¡ay de mí!, en los últimos límites de la juventud. Un
año más, dos y ya no podía decir que cumplió treinta y cinco el mes anterior. Es
alta, va vestida de blanco; escotada, pero no demasiado; dos hileras de perlas le
recogen los cabellos. Nos mira desde lo alto de sus ojos de turquesa como si fuera
una reina. Y yo también la miro: su piel ligeramente agrietada, hipócritamente arrugada,
me da casi piedad. Sin embargo, es preciso también inclinarse ante la reina. El
elegantísimo Intérprete se precipita para traducir los necesarios cumplidos.
Los míos se reducen
a unas simples “Buenas noches”. Entonces mister Dayson, que se ha dado cuenta tal
vez de mi triste salvajismo, me toma del brazo y me lleva a ver las maravillas de
la casa: ante todo, las del salón.
–Esa copa de mármol
es del tiempo de Fidias –afirma la vocecita eunuca del Intérprete, que nos sigue
como un perro–; estas telas son indias; estos vasos son de la Magna Grecia; estos
platos azules los he comprado en Persia; esta extraña estufa de hierro proviene
de Siberia; esta Sagrada Familia es de escuela veneciana; este mar pintado es del
célebre Serra, y aquel busto es del siglo XV, y aquel puñal…
¡Oh, el bonito puñal
damasquinado, con su vaina cubierta de terciopelo rojo, con su hoja bien afilada
y su punta bien puntiaguda! “¿Por qué –pienso– este señor Dayson no mata a su mujer
con ese puñal? ¡Una bonita muerte de estetas, en una villa de Fiésole, en una fría
noche de febrero!” Pero el señor Dayson no está satisfecho: es preciso seguirlo
hacia arriba, a las otras habitaciones. Subimos la escalera, muelle y silenciosa
por las alfombras; atravesamos salitas y salones con muebles secesionistas
e imitaciones del siglo XVI; galerías con sólidas columnas de estilo toscano, y
luego largos pasillos con aguafuertes en las paredes, y grandes despachos con libros
por todas partes, libros bien encuadernados, limpios, intactos: libros no leídos.
Pasamos a la habitación del matrimonio; subimos más. Encontramos otro gabinete,
otra galería, luego una terraza cubierta, con sillas de mimbre, sillones inmensos,
divanes sultanescos, bustos de mármol severos e insignificantes. Este es el santuario
de mister Dayson; el último reducto de su vida, su pensador de gala. Ya que mister
Dayson no es un hombre corriente, no es simplemente uno de los muchos americanos
que vienen a Italia para hacer de señores con poco dinero. Es un hombre de letras,
un apóstol, un escritor, puedo incluso decir un poeta desde el momento que esta
palabra se ha concedido a todos los que hacen versos, e incluso a los que no los
hacen. Es preciso saber, en suma, que mister Dayson es, como todos los hombres ilustrados
de su tiempo, un socialista, pero no un socialista común o vulgar, sino uno de aquellos
que pronuncian discursos en salas bien caldeadas, que imprimen libritos con cubierta
roja y hacen a sus hermanos, no ya el sacrificio de su vida –son pacifistas incluso
dentro de sus paredes domésticas–, sino aquel bastante más pesado de algún centenar
o millar de monedas de cinco francos. Mister Dayson es, en suma, un socialista presentable,
un socialista de lujo. Si se hubiera quedado en su país sería jefe de algo, tal
vez de un ejército, de un partido, de una iglesia, pero él ha preferido, como Washington,
retirarse del campo de sus hazañas. Él sabe que el mundo espera muy otra cosa de
él y no quiere defraudar a la humanidad. Por eso ha tomado a su mujer y a sus millones
y ha venido a Italia, a curarse el corazón y a componer un poema en cincuenta cantos.
Mientras los trabajadores se fatigan con los martillos y bajo tierra, él se tumbará
en una aireada galería italiana a componer cuartetas para anunciar la futura edad
feliz. A cada uno su misión, la suya es cantar la revolución después de haber deglutido
una buena comida bajo los artesonados de un techo del siglo XVI.
Ahora yo escribo estas
cosas con cierta calma, pero cuando mister Dayson me arrastraba de cuarto en cuarto
y de galería en galería, con el frívolo Intérprete a la espalda, me encontraba tan
mal como si hubiese tenido una serpiente alrededor del pecho.
“¡Pedazo de sinvergüenza!
–decía entre mí–. ¿Tienes el valor de escribir en las revistas rojas y de querer
salvar al pueblo? ¿Y estás aquí, en una casa que te cuesta medio millón, con siete
criaturas humanas a tus órdenes y varios millones en tus cajas? Y, no contento con
esto, vienes aquí, a mi casa, sobre la más dulce colina toscana, en medio de mis
olivos, en medio de los cipreses, en una villa de mi pueblo, en una bella y sólida
casa que tú ensucias y ofendes con tus espantosas mezclas anticuarias y neoyorquinas.
¡Fuera de aquí, mala bestia, fuera en seguida!”
Creo, en serio, que
si el código no castigara el homicidio habría agarrado por el cuello a mister Dayson
y no lo hubiera dejado hasta que hubiese oído caer su cabeza sobre la alfombra.
Tal vez tuve un estremecimiento de presentimiento, porque se apresuró a volver a
bajar al salón. Desde el salón quiso por fuerza que pasara al jardín. Las galerías
de la casa se iluminaron. Fuimos a tientas bajo la lluvia hacia una gran terraza
que avanzaba como el espolón de una fortaleza en dirección al valle.
–Desde aquí –decía con
aire de triunfo mister Dayson– se ve toda la Toscana. Allí Vallombrosa, allí Pisa,
allí los montes Apuanos, y por esta parte Mugello y Vallarno, un poco de Casentino:
toda la Toscana.
No se veía nada –sólo
densos perfiles negros a través de la niebla y de la oscuridad–, pero yo lo veía
todo: veía mi tierra divina con sus ríos de plata y sus casas color de sol y sus
montes azules encipresadosr toda mi tierra a los pies de este intruso filántropo
barbudo. No, no y no: decía mi corazón. Pero a mi alrededor todo estaba oscuro y
frío. Ninguna voz respondía a mi rabia. ¿Dónde estaban los dueños de este país?
¿Nadie gritaba?
Una mujer nos llama
a través de la niebla, desde el límite rojo de la luz. Entramos de nuevo en la casa.
¡Valor!
Gracias a Dios, anuncian
que la cena está servida. Mister Dayson me da el brazo; el Anticuario se pone a
disposición de la señora; el Intérprete menea la cola, y el Apóstol viene el último,
más ceñudo y neurasténico que nunca. Me encuentro sentado ante una gran mesa dispuesta;
delante de mí hay cinco vasos, dos platos, dos tenedores a un lado y dos cuchillos
a otro. Pienso en cuando como en el campo, solo, con dos lonjas de jamón en un papel
amarillo, un pedazo de pan; diez dedos como manteles y el cielo y los pájaros sobre
mi cabeza.
A mi lado hay una mujer
que hasta ahora no había visto: es una dama de compañía de la falsa reina, la secretaria
del señor, tal vez la maestra del chico. Es una señorita prusiana que habla siempre
inglés y alguna vez italiano. Tal como está, bastante descotada y con dos valientes
ojos meridionales, es la mujer más mirable de la casa.
Mientras tragaba con
alguna incertidumbre una pasta harinosa que recubría apenas el fondo de un gran
plato sopero con flores seudocampesinas, mister Dayson reanudó la conversación.
Los nombres de Fichte y de Engels resonaron una vez más en medio del gorgoteo y
del chirriar de las palabras transatlánticas. La corbata blanca ondulaba y se hinchaba
bajo la barbilla del elocuente anfitrión. La señora callaba y admiraba; el Intérprete
reía, asentía y traducía; el Anticuario comía con su lustrosa cabeza inclinada;
el Apóstol confiaba al oído de la prusiana los nombres difíciles de poetas mal traducidos.
La rabia me hacía más silencioso que nunca. Contestaba que sí y que no y, contra
mi costumbre, comía poquísimo. Pero los cinco vasos pequeños y grandes puestos delante
de mí no me intimidaban: bebí vino blanco y vino tinto, vino alemán y champaña francés,
con la firme intención de calentarme y dar un escándalo. La conversación seguía.
Mister Dayson correteaba como una liebre por la historia americana. El pobre Emerson
fue sacrificado en pocas frases; el gran Walt Whitman apareció un momento y sufrió
su tirón de orejas; Lincoln y Thoreau salieron de la sombra y aparecieron bajo su
verdadera luz de precursores de mister Dayson. Y dado que yo bebía, bebía también
él. Iban pasando pedazos de asado, montañas de zanahorias, papas sin aliñar, panecillos
sepultados en cándidas salsas compactas, apios crudos, pajaritos transfigurados,
aceitunas en vinagre y almendras saladas; pero el señor Dayson no les hacía caso.
Él bebía y hablaba, y la revolución social espumeaba en sus palabras como en una
copa de champaña. Yo lo entendía a medias, pero sudaba lo mismo que si lo hubiese
entendido. Una frase ingeniosa del anticuario desvió por un momento la conversación,
y hasta la reina se dignó decir algunas palabras entre el Intérprete y el Apóstol.
Pero el señor Dayson volvió a tomar la palabra y ya no la soltó.
Bordeamos la más alta
metafísica: ni siquiera la llegada de un gran dulce de chocolate interrumpió una
inconveniente comparación entre Platón y Longfellow. Improvisamente, sin embargo,
mister Dayson dejó la filosofía. Estábamos al final de la comida y de las botellas:
en el momento orgiástico del bajo optimismo filisteo.
–Hay tres cosas –anunció
mister Dayson en voz alta y satisfecha en medio del silencio de todos– que me hacen
confiar en el mundo. La primera es ésta: que no existe en el mundo una criatura
tan perfecta como la señora Dayson; la segunda es que los derechos de las masas
proletarias son reconocidos por aquellos mismos que deberían negarlos; y la tercera
es que no veo por ninguna parte a nadie que se me parezca.
Y dicho esto, otra copa
de champaña. La reina sacudió con aire compasivo su cabellera amarilla emperlada,
pero se veía que estaba en el colmo de la felicidad; el intérprete rió con aquella
risa suya a saltos, con aquella risa mecánica made in Germany. Los otros
contemplaron el gran jarro lleno de muguetes que había en medio de la mesa y no
tuvieron el valor de reírse. Yo ya no podía más.
Me levanté en medio
de la sorpresa general: sentía que la cara me ardía. Miré a mister Dayson a los
ojos: él abrió la boca, tal vez para preguntarme qué me pasaba, pero en aquel momento
se oyó ladrar un perro. El señor Dayson agarró la ocasión por los pelos y exclamó:
–¡Mis pobres perros!
Esta noche no los he hecho entrar. ¿Quiere ver mis perros?
Y así diciendo se levantó
también él y corrió a la puerta. Yo me dejé caer en la silla, humillado y molesto
por el estúpido contratiempo. Las señoras empezaron a asustarse. La prusiana me
juró en voz baja que los perros eran malcriados y feroces y que saltaban de tal
modo, para hacer fiestas, que solían destrozar los vestidos de sus dueños. Oí un
gran estrépito de sillas en la habitación de al lado y un confuso galopar. Cuatro
perrazos entraron corriendo, meneando las colas, golpeando con ellas las sillas
y las mesas, jadeando ruidosamente, saltando, como fieras puestas en libertad. Eran
cuatro hermosos perros de las marismas, altos, fuertes y jóvenes. Estaban la perra
madre y el perro padre y dos vigorosos hijos, tan altos y musculados como sus progenitores.
Mister Dayson, en pie en medio de ellos, parecía querer calmarlos con los gestos
de su mano e hinchaba el pecho con orgullo, como un domador novato en medio de los
leones. Los perros corrían por la habitación, resoplaban, ponían las patas encima
de todos, arrugaban el morro enseñando los dientes.
Entonces un recuerdo
se me presentó y de repente vi la certidumbre de la venganza. En la montaña, estando
con los pastores, había aprendido el silbido que llama a los perros marismeños y
los lanza al asalto de los lobos y de los ladrones. Entonces, ante el asombro de
todos, silbé: silbé con todo el aliento de mis pulmones y toda la fuerza de mi rabia.
Las bestias comprendieron,
se acordaron y obedecieron –aunque habituadas a la esclavitud– al antiguo instinto.
Sin escuchar nada, asaltaron a todos, mordieron las piernas de las señoras, desgarraron
el blanco vestido de la dueña, derribaron al suelo a la pequeña prusiana con su
silla, saltaron a los ojos del Intérprete, derribaron la mesa con todas las cosas,
todas las flores, todos los cristales, todos los platos pintados, ladraron y aullaron
como si estuvieran enfurecidos y, saltando por todas partes, rompían, derribaban,
destrozaban y lo trastornaban todo. El bonito comedor, con sus blancos manteles
y su alegre lámpara y sus ramos olorosos y sus sillas talladas, parecía un infierno
en el que cuatro demonios peludos persiguieran y martirizaran a siete condenados.
Volví a silbar y los
ladridos furiosos me respondieron dominando los gritos y quejidos de los asaltados.
La venganza que los hombres ni siquiera se atrevían a imaginar, las generosas bestias
de la Marisma la habían realizado con todo el ímpetu de su raza robusta.
No escondo que me sentí
de repente libre y satisfecho. También yo tenía un desgarrón en los pantalones,
un mordisco en la mano y la chaqueta inundada de vino, pero no me importaba: mis
ojos debían de chispear como los de un Mefistófeles de buen humor.
Ahora ya no tenía nada
que hacer allí. Los criados habían acudido para atar a los perros y la voz de mister
Dayson había cambiado. Yo, aprovechando la confusión, me deslicé fuera de la habitación,
corrí a recoger el sombrero y el gabán y salí, mientras los perros seguían aullando
entre los gritos enronquecidos de los hombres. Regresé a casa a pie, bajo la lluvia,
y cuando me desnudé para meterme en la cama me di cuenta de que tenía los zapatos
más enfangados que de costumbre.
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