Mauricio Mejía
Cuando
la soltó se enamoró. Habían platicado, cada uno, sus días, sus juventudes.
Ella, sin darse cuenta, ventiló un amor lejano e inocente; infantil. Él lo
notó, pero no le dio importancia. Después de todo, la velada iba por buen
camino. Cuando sirvieron el café estaban en otro lado. El restaurante se
perdió. Eran el primer plano de una película que nunca se filmará. Un encanto;
una escena. Ella lució un vestido maravilloso: motas de rosas sobre blanco. El
carmín de sus labios eran la manzana y el predicado. Su perfecta nariz era la
suma del que Es, lo que permite que todo sea y El que viene a decir lo que será
entre el vino y el pan. Es bellísima, pensó. En tu rostro esta Dios, se dijo
para sí. Era formidable, cierto. Él llevaba un reloj. Fueron las horas, los
días, las décadas. Eres tan guapo como las rosas, se dijo –rio. Ninguna rosa es
hombre: pero tú eres todas las rosas. Y esta rosa de tu boca es todas juntas.
Sucedió el amor, como sucede el sueño. Uno, dije –lo conté, lo contaré, tengan
por seguro– es amor sólo en una mirada: amor tiene dos sílabas, como tus ojos,
linda maravilla. Dijo, además, que era yo la princesa de las estrellas, la
enviada del tiempo. Lo dijo, recuerdo, claramente. También le dije –dijo– que
en su boca abundaban las fresas y las moras. Se dijeron todo en hora y 23
minutos. Las manos contaron los segundos. Y tampoco. Porque eran tiempos
distantes; imposibles. Se lo dije, lo dijo, lo dijimos casi al mismo tiempo: el
tiempo es lo que nos separa. Yo, le dijo, vendré dentro de mucho tiempo, no
estoy todavía lista. Estás, dijo, estás aquí y ahora, dulzura, encanto. No,
dijo, en verdad dirá: no, esto sucederá pero ya sin ti, bueno, en otro ti,
dentro de –no recuerda, claro– muchos años, mi luz. Al salir del comedor ya era
el alba. Dijo, ella dijo: te veré cuando exista, pero para entonces ya no
estarás, el tiempo no nos regresa, se pierde en el tiempo. Él leyó la historia
mientras esperaba a una belleza caída del cielo. Cuando salieron de la fonda,
aquilató su mano, su guante y su aroma. Era un encanto. Tres mil años después
ella recordó París. Y un reloj que daba diez para las nueve…
Tomado
de República Imaginaria
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