Ricardo Palma
Posible es que algunos de
mis lectores hayan olvidado que el área en que hoy está situada la estación del
ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no remotos la iglesia, convento
y hospital de las padres juandedianos.
En
los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho
convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo
con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que
en su rostro hiciera la viruela.
Gozaba
el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a
él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes.
Aunque
los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan
calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de su celda, cinco mil pesos en onzas
de oro.
Era
tertulio del convento un mozalbete, de aquellos que usaban arito de oro en
la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta,
que hablaban ceceando, y que eran los dompreciso en las jaranas de mediopelo,
que chupaban más que esponja y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir
maravillas a las cuerdas de la guitarra.
Sus
barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las
reglas de su instituto lo exigían; y diose tal maña, que el padre Carapulcra
llegó a confesarle en confianza que, realmente, tenía algunos maravedíes en lugar
seguro.
–Pues
ya son míos –dijo para sí el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra
con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente dechispa, arranque y traquido.
Estas
últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma.
El
bautismo de un mozo de tumbo y trueno se hacía delante de una botija de aguardiente,
cubierta de cintas y flores. El aspirante la rompía de una pedrada, que lanzaba
a tres varas de distancia, y el mérito estribaba en que no excediese de un litro
la cantidad de licor que caía al suelo; en seguida el padrino servía a todos los
asistentes, mancebos y damiselas; y antes de apurar la primera copa, pronunciaba
un speach, aplicando al candidato el apodo con que, desde ese instante, quedaba
inscripto en la cofradía de los legítimos chuchumecos. Concluída esta ceremonia,
empezaba una crápula de esas de hacer temblar el mundo y sus alrededores.
Entre
esos bohemios del vicio era mucha honra poder decir:
–Yo
soy chuchumeco legítimo y recibido, no como quiera, sino por el mismo Pablo
Tello en persona, con botija abierta, arpa, guitarra y cajón.
Largo
podríamos escribir sobre este tema y sobre el tecnicismo o jerigonza que hablaban
los afiliados; pero ello es comprometedor y peliagudo, y será mejor que lo dejemos
para otro rato, que no se ganó Zamora en una hora.
Una
tarde en que, con motivo de no sé qué fiesta, hubo mantel largo en el refectorio
de los juandedianos, se agarraron a trago va y trago viene el lego y el chuchumeco,
y cuando aquél estaba ya medio chispo, hubo de parecerle a éste propicia la oportunidad
para venturar el golpe de gracia.
–Si
su paternidad me confiara parte de esos realejos que tiene ociosos y criando moho,
permita Dios que el piscolabis que he bebido se me vuelva en el buche rejalgar
o agua de estanque con sapos y sabandijas, si antes de un año no se los he triplicado.
El
demonio de la codicia dio un mordisco en el corazón del lego.
–Mire
su paternidad –prosiguió el niño–. Yo he sido mancebo de la botica de don Silverio,
y tengo la farmacopea en la punta de la uña. Con dos mil pesos ponemos una botica
que le eche la pata encima a la del Gato.
–¡Con
tan poco, hombre! –balbuceó el juandediano.
–Y
hasta con menos; pero me fijo en suma redonda porque me gusta hacer las cosas en
grande y sin miseria. Un almirez, un morterito de piedra, una retorta, un alambique,
un tarro de sanguijuelas, unas cuantas onzas de goma, linaza, achicoria y raíz de
altea, unos frascos vistosos, vacíos los más y pocos con droga, y pare de contar…
Es cuanto necesitamos. Créame su paternidad. Con cuatro simples, en un verbo
le pongo yo la primera botica de Lima.
Y
prosiguió, con variaciones sobre el mismo tema, excitando la codicia del hospitalario
y halagando su vanidad con llamarlo a roso y velloso su paternidad. Parece
que el muy tunante guardaba en la memoria este pareado:
para surgir, con adularte basta;
la lisonja es jabón que no se gasta.
Mucho
alcanza un adulador, sobre todo cuando sabe exagerar la lisonja. A propósito de
adulaciones, no recuerdo en qué cronicón he leído que uno de los virreyes del Perú
fue hombre que se pagaba infinito que lo creyesen omnipotente. Discurríase una noche
en la tertulia palaciega sobre el Apocalipsis y el juicio final; y el virrey, volviéndose
a un garnacha, mozo limeño y decidor, que hasta ese momento no había despegado los
labios para hablar en la cuestión, le dijo:
–Y
usted, señor doctor, ¿cuándo cree que se acabará el mundo?
–Es
claro –contestó el interpelado–, cuando vuecelencia mande que se acabe.
Agrega
el cronista que el virrey tomó por lisonja fina la picante y epigramática respuesta.
¡Si viviría el hombre convencido de su omnipotencia!
A
la postre, el buen lego mordió el anzuelo y empezó por desenterrar cien peluconas.
Y
la botica se puso, luciendo en el mostrador cuatro redomas con aguas de colores
y una garrafa con pececitos del río. En los escaparates se ostentaban también algunos
elegantes frascos de drogas; pero con el pretexto de que hoy se necesita tal bálsamo
y mañana cual menjurje, llegó el boticario a arrancarle a su socio todas las muelas
que tenía bajo tierra.
Y
pasaron meses; y el mocito, que entendía de picardías más que una culebra, le hacía
cuentas alegres, hasta que aburrido Carapulcra, le dijo:
–Pues,
señor, es preciso que demos un balance, y cuanto más pronto mejor.
–Convenido
–contestó impávido Cututeo–: mañana mismo nos ocuparemos de eso.
Y
aquella tarde vendió a otros del oficio, por la mitad de precio, cuanto había en
los escaparates, y la botica quedó limpia sin necesidad de escoba.
Cuando
al día siguiente fue Carapulcra en busca del compañero para dar principio
al balance, se encontró con que el pájaro había volado, y por única existencia la
garrafa de los peces.
Púsose
el lego furioso, y en su arrebato cogió la garrafa y la arrojó a la acequia diciendo:
–¡A
nadar, peces!
Y
he aquí, por si ustedes lo ignoran, el origen de esta frase.
Y
luego el padre Carapulcra, tomándose la cabeza entre las manos, se dejó caer
en un sillón de vaqueta murmurando:
–¡Ah
pícaro! Con cuatro simples me dijo que se ponía una botica… ¡Embustero! Él
la puso con sólo un simple… ¡y ése fui yo!
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