John O’Hara
El sombrero, el abrigo y
la maleta del señor Winfield estaban en el vestíbulo de su piso y, cuando le telefonearon
desde abajo para decirle que el coche lo esperaba, ya estaba listo. Bajó las escaleras,
saludó a Roberto, el gigantesco chofer negro, le entregó la maleta y lo siguió al
coche. Fue entonces cuando se enteró de que no iba a hacer el viaje solo con su
nieta, porque había otras dos jóvenes con Sheila, quien procedió a presentárselas:
–Abuelo,
quiero que conozcas a mis amigas. Esta es Elena Wales y esta otra, Kay Farnsworth.
Mi abuelo, el señor Winfield.
Aquellos
nombres no le dijeron nada al señor Winfield. Lo que sí le decía era que iba a tener
que sentarse en el asiento supletorio, o si no, afuera con Roberto, lo cual no le
convenía. No es que Roberto fuese mala compañía como chofer, peco él llevaba un
gabán de mapache y el señor Winfield no tenía gabán de mapache. Así que, o se helaba
en el asiento delantero, o tenía que ocupar el pequeño asiento supletorio de dentro.
Aparentemente
a Sheila le tenía sin cuidado. Él se metió en el interior, y oyó decir a su nieta
cuando cerró la puerta:
–¿Qué
estará deteniendo a Roberto?
–Atando
mi maleta en ese trasto de atrás –le contestó el señor Winfield.
Aparentemente,
a Sheila no le hacía mucha gracia aquel retraso, pero, en uno o dos minutos, se
pusieron en marcha. El señor Winfield admiró la manera en que Sheila llevaba la
conversación con sus dos amigas, mientras, al mismo tiempo, iba indicando a Roberto
todos los vericuetos por donde tenía que meterse; de manera que estuvieron fuera
de la ciudad en poco tiempo. Para el señor Winfield, resultaba grato y era un poco
como en los viejos tiempos, el que alguien se encargase de la dirección de la ruta
y de la conducción del vehículo. No es que él condujera todavía; pero, cuando alquilaba
un automóvil, siempre tenía que ir indicando al chofer dónde tenía que dar vuelta
y por dónde tenía que seguir derecho. Sheila lo sabía.
Las
muchachas eran de la misma edad. Referíanse a los nombres: Ted, Bob, Gwen, Jean,
Mary, Liz. Prestó un poco de atención a lo que decían y se enteró de que en cambio,
mencionaban los apellidos de los conocidos y amigos del colegio con quienes tenían
menos relaciones.
Desde
donde estaba sentado, no podía ver los rostros de las jóvenes, pero fue formando
su juicio sobre las señoritas Wales y Farnsworth. La primera pronunciaba cualquier
otra palabra a cada dos palabras que pronunciaba Sheila. Era la más pequeña de las
tres y pertenecía al tipo alegre. La señorita Farnsworth se pasaba casi todo el
tiempo mirando por la ventanilla, y apenas abría la boca. El señor Winfield podía
verle mejor la cara que a las otras, y se encontró de pronto pensando:
“Yo
creo que esa joven no quiere a nadie”. Bueno, es una manera de ser. Obligar al mundo
a que le ande buscando la cara. Y, por cierto, puede dar buenos resultados esa táctica,
seguía pensando, siendo tan bonita como la señorita Farnsworth. Fueron pasando los
kilómetros y el tiempo se enfrió. El señor Winfield siguió escuchando, y no tardó
en comprender que con él no se contaba para la conversación.
–Aquí
pararemos –dijo Sheila. Estaban en Danbury, y se habían detenido a la puerta del
viejo hotel–. ¿No quieres que paremos aquí, abuelo?
Estaba
bien claro que su hija había encargado a Sheila que se detuviesen allí; así que,
dócilmente y sin dignidad, salió del vehículo. Cuando volvió, las tres muchachas
estaban terminando sus cigarrillos. Al subir otra vez al automóvil observó que la
señorita Farnsworth había estado mirándolo y continuaba haciéndolo, casi para subrayar
deliberadamente que no quería ayudarlo… aunque él no necesitaba ayuda. No era lo
que se llamaba, un hombre viejo, un viejo. Solo tenía sesenta y cinco años de edad.
El
vehículo estaba lleno de humo de cigarrillos, y la señorita Farnsworth preguntó
al señor Winfield si no tenía inconveniente en abrir la ventanilla. La abrió. Entonces
Sheila dijo que una sola ventanilla no lo arreglaba, que convenía abrir las dos,
aunque solo fuese el tiempo suficiente para que saliese el humo.
–¡Qué
gusto! Este aire es delicioso –exclamó la señorita Wales, añadiendo–: ¿Pero, y usted,
señor Winfield? Está ahí en medio de una corriente terrible.
Él
contestó, usando su voz por primera vez, que no le parecía mal. En ese momento,
las muchachas creyeron ver el automóvil de un joven a quien conocían, y, antes de
que la señorita Farnsworth se diera cuenta de que las ventanillas seguían abiertas
y que había una corriente terrible, ya estaban en Shefield, al otro lado de la frontera
de Massachusetts. Lo advirtió cuando se le resbaló por la pierna la manta de viaje.
Entonces le preguntó al señor Winfield si no tenía inconveniente en cerrarlas. Pero
él no pudo menear la manivela; porque le habían quedado tan ateridas las manos que
no tenía fuerza.
–Bueno,
ya no tardaremos en llegar –dijo Sheila.
Sin
embargo, subió los cristales de ambas ventanillas, sin hacer el más mínimo caso
de las disculpas avergonzadas del señor Winfield.
Fue
el primero que tuvo que apearse cuando llegaron a la casa de Lenox. Entonces fue
cuando se arrepintió de haber optado por el asiento supletorio. Empezó a salir del
vehículo; pero, cuando tocó con los pies la tierra, se le vino a la cara la helada
grava de la pista. No tuvo fuerza en las rodillas y se cayó; quedó por unos segundos
en el duro suelo, tratando de disimular con una sonrisa. El servicial Roberto –casi
demasiado servicial, porque el señor Winfield no era tan viejo– saltó del automóvil
y le metió las manos por debajo de los sobacos. Las muchachas se asustaron, y le
pareció al señor Winfield que se concentraron en la ventana de la biblioteca, como
si tuviesen miedo de que ahí estuviera la madre de Sheila y les culpara de la caída
de él. Si ellas supieran que…
–Entra,
abuelo, si no te has hecho daño –le indicó Sheila–. Yo tengo que dar órdenes a Roberto
sobre el equipaje.
–No
me ha pasado nada –dijo el señor Winfield.
Entró
en la casa y colgó su abrigo y su sombrero en el ropero que había bajo las escaleras…
Allí estaba el teléfono y, delante de él, una tarjeta amarilla con los números que
se marcaban más frecuentemente. Él no recordó más que unos cuantos de aquellos nombres,
pero supuso que la gente que iba a casa en esos días era completamente nueva. Quince
años hacían cambiar mucho las cosas, aun en un lugar como Lenox. Sí, ya habían pasado
quince años desde que vino aquí a pasar el verano. Estos viajes, estos viajes anuales
para pasar el día de Acción de Gracias no servían para percibir el carácter de aquel
lugar. Nunca se encontraba uno más que con los miembros de su familia y, en todo
caso, como ocurría hoy, con sus invitados.
Salió
al sombrío vestíbulo. Ula, la sirvienta, pegó un brinco, sobresaltada.
–¡Ay!
Oh. Es usted, señor Winfield, cómo le gusta asustarme.
–Hola,
Ula. Me alegro mucho de verla defender todavía el fuerte. ¿Dónde está la señora
Day?
–Arriba,
creo… Acá viene.
La
hija de] señor Winfield iba bajando la escalera; lo único que al principio distinguió
era la mano de ella sobre el balaustre.
–¿Eres
tú, padre? Me pareció oír el automóvil.
–Hoja,
María –la saludó él.
Cuando
llegó ella al pie de las escaleras, pasaron por el ceremonial del beso que ambos
se sabían de memoria. Él se inclinó sobre su hija de manera tal que su cabeza quedó
por encima del hombro de ella. A Ula, acendrada católica, debió parecerle como el
ósculo litúrgico de paz. Winfield tuvo ganas de decir: “Pax tibi”. Pero preguntó:
–¿Dónde
has…?
–¡Padre!
¡Estás helado!
La
señora Day hizo lo posible por quitar de su voz todo eco de exasperación.
–Ha
sido un viaje frío –le explicó él–. Ya sabes lo que pasa en esta época del año.
Tuvimos neviscas entre Danbury y Shefield; pero las muchachas encantadas.
–Sube
ahora mismo y tómate un baño. Te mandaré… ¿qué te gustaría? ¿Té? ¿Chocolate? ¿Café?
Estaba
divertido. Lo natural era ofrecerle licor, era tan obvio que ella, precisamente,
hablaba muy aprisa para evitar tocar el punto.
–Creo
que me sentaría muy bien un cacao, pero será mejor que prepares un trago en toda
regla para Sheila y sus amigas.
–¿Por
qué hablas en ese tono, padre? Podrías tomarte un trago si quisieras, pero has dejado
de beber, ¿no?
–Exacto,
no necesitas recordármelo.
–Bueno,
y además, el licor no te da tanto calor como algo humeante. Te mandaré una taza
de chocolate. Te he preparado tu habitación de siempre, claro está. Tendrás que
compartir el cuarto de baño con una de las amigas de Sheila, pero no he podido arreglarlo
de otro modo. Ni siquiera Sheila sabía si iba a venir hasta el último momento.
–Por
mí no te preocupes. Según parece… es que no he traído ningún traje de etiqueta.
–No
vamos a vestirnos de etiqueta.
Subió
las escaleras. Su habitación, lo que se dice la habitación en sí, era poco más o
menos la misma; pero el mobiliario había cambiado de sitio y su sillón favorito
no estaba donde a él le gustaba; pero era una buena casa. Se veía en seguida que
podía ser habitada, este año, hoy, mañana. Ligeros detalles, ceniceros, flores.
Parecía joven y blanco, fresco aunque con cierto ambiente cálido, confortable… y
absolutamente extraño para él y, sobre todo él para la casa. Cuanto tenía la casa
de recuerdos, había desaparecido. Se sentó en el sillón y encendió un cigarrillo.
Los viejos pensamientos se agolparon en su mente como una ola, como un tropel, como
una ráfaga. La mayor parte del año, estaban en receso en su cerebro; pero aquí,
el señor Winfield pasaba una especie de revista anual a los lejanos pero nunca olvidados
remordimientos.
La
casa fue suya hasta que la compró el marido de María. A buen precio, y conste que,
en 1921, le hacía falta aquel dinero. Le hacía falta todo, y hoy percibía las rentas
del dinero que recibió por la casa, y eso era casi todo con lo que contaba.
Recordaba
el día en que el marido de María se acercó a él y le dijo:
–Señor
Winfield, detesto tener que ser el que haga esto… pero María, María no cree… bueno,
piensa que usted no se portó muy bien con la señora Winfield. Yo, claro está, no
sé nada del caso, pero así es como piensa María. Yo esperaba, naturalmente, que
usted viniera con nosotros, ahora que la señora Winfield ha muerto; pero… bueno,
el caso es que sé que usted ha perdido una buena porción de dinero, y da la casualidad
de que también conozco el testamento de la señora Winfield. Por esa, estoy dispuesto
a hacerle una oferta bastante buena y rigurosamente legal, de conformidad con los
valores actuales, por la casa de Lenox. Pagaré los impuestos pendientes y le daré
ciento cincuenta mil dólares por el edificio y sus terrenos. Con eso tendrá suficiente
para pagar sus deudas y quedarse con una renta bastante buena. Y ah, por cierto,
tengo un amigo que conoce muy bien al señor Harding. De hecho, se ve informalmente
con el Presidente una noche a la semana, y estoy seguro de que tendrá sumo gusto,
si a usted le interesara…
Recordaba cómo
le había tentado aquello. Harding podría haber arreglado las cosas para que él fuese
a Londres, donde estaba Enid Walter. Pero, aun entonces, ya era demasiado tarde.
Enid se había vuelto a Londres, porque él no tuvo valor para divorciarse de su mujer;
y la razón por la cual no se divorciaba era que quería “proteger” a María, y la
posición de María y la posición del marido de María, y la posición de la pequeña
hija de María, y ahora estaba “protegiéndolos” a todos otra vez, al vender su casa
para no convertirse en una carga familiar… protegiéndolos al mismo tiempo del estorbo
de un pariente pobre.
–Puedes
quedarte con la casa –contestó a Day–. Vale eso, pero no más, y te agradezco que
no me ofrezcas más. En cuanto a un puesto político, creo que podría irme a California
este invierno; me gustaría. Tengo allí amigos a quienes no veo desde hace años.
Se
enteró de que aquello era exactamente lo que estaban deseando María y su esposo,
y se fue. Sonó un toque en la puerta. Era Ula que traía una bandeja.
–¿Por
qué dos tazas, Ula? –le preguntó.
–Oh…
¿puse dos tazas? Es verdad. Estoy tan acostumbrada a poner siempre dos tazas…
Había
dejado ella la puerta abierta y, mientras preparaba las cosas sobre la mesa de mármol,
vio él a Sheila y a las otras dos muchachas de pie y moviéndose por el pasillo.
–Esta
es tu habitación, Farnie –decía Sheila–. La tuya está por aquí, Elena. Recuerda
lo que te advertí Farnie. Vámonos, Elena.
–Gracias,
Ula –dijo el señor Winfield.
Ella
salió y cerró la puerta. Él se quedó un momento, contemplando el chocolate. Luego
llenó una taza y se la tomó. Le dio un poco de sed, pero le supo bien y lo hizo
entrar en calor. Tenía razón María: era mejor que licor. Se sirvió otra taza y mordisqueó
un bizcocho. Se le ocurrió una idea: quizás le gustase también a la señorita Farnsworth.
Admiraba a aquella muchacha. Tenía fibra. Estaba seguro de que sabía lo que quería,
o parecía saberlo, y, por insignificantes que fuesen las cosas que deseaba, eran
las que deseaba, y no le importaban los demás. Tenía motivos de sobra, además, para
dar gracias a Dios porque era lo suficientemente joven para intentar lo que se le
antojaba, sin tener que esperar como él. Esa joven se iba a decidir sobre un hombre,
una fortuna o una carrera y con seguridad conseguiría lo que quisiera. Si se encontraba,
como seguramente se encontraría, con que nada era suficiente, por lo menos lo averiguaría
a tiempo, y un desengaño temprano producía siempre, como compensación, una actitud
filosófica, la cual no arrebataría nada de su encanto a una mujer dura como aquella.
El señor Winfield había sentido su encanto, y empezó a considerarla como la persona
más interesante que había conocido en muchos años aburridos. Sería interesante hablar
con ella, sondearla y ver cuán lejos había penetrado en el campo, digamos, de la
ambición o de la desilusión. Le resultaría divertido hacerlo; por otra parte, sería
una amabi-lidad suya, como antiguo jefe de esta casa, invitarla a saborear una taza
de cacao con él. Buen cacao.
Estuvo
pensando si debería salir al pasillo y llamar a su puerta, o llamarla por la que
iba a dar al cuarto de baño. Se decidió por lo último, porque no quería que nadie
lo viese tocando a su puerta. Entró en el cuarto de baño y golpeó con los nudillos
la alcoba de ella.
–Un
momento –creyó haberle oído contestar. Pero estaba seguro de que se había equivocado.
Tenía que haberse equivocado. Sonó más bien como:
–Pase.
Aborrecía
a la gente que llamaba a las puertas y necesitaba que se le repitiese dos o tres
veces que podían entrar; produciría mala impresión a la joven empezar de aquella
manera su amistad.
Abrió
la puerta e inmediatamente comprendió cuánta razón tuvo al creer que había dicho:
“Un momento”. Porque la señorita Farnswort estaba de pie, en medio de la habitación,
casi desnuda. El señor Winfield comprendió inmediatamente que aquello era el mentís
de toda la vida digna que había llevado. En los ojos de la muchacha había una fría
chispa asesina, y una expresión de repugnancia, desprecio y anticipo de la idea
que para siempre iba a evocar en ella su nombre. Esto fue lo que le dijo:
–¡Salga
de aquí, viejo asqueroso!
El
hombre volvió a su cuarto y a su sillón. Lentamente sacó un cigarrillo de su petaca,
pero no lo encendió. Todo lo hizo despacio. Le sobraba tiempo, demasiado ya para
él. Sabía que habían de pasar horas antes de empezar a detestarse a sí mismo. Lo
mejor que podía hacer durante un rato era seguir sentado y proyectar sus propios
terrores.
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