Juan Carlos Onetti
Cruzó la avenida, en la
pausa del tráfico, y echó a andar por Florida. Le sacudió los hombros un estremecimiento
de frío, y de inmediato la resolución de ser más fuerte que el aire viajero quitó
las manos del refugio de los bolsillos, aumentó la curva del pecho y elevó la cabeza,
en una búsqueda divina en el cielo monótono. Podría desafiar cualquier temperatura;
podría vivir más allá abajo, más lejos de Ushuaia.
Los
labios estaban afinándose en el mismo propósito que empequeñecía los ojos y cuadriculaba
la mandíbula.
Obtuvo,
primeramente, una exagerada visión polar, sin chozas ni pingüinos: abajo, blanco
con dos manchas amarillas, y arriba, un cielo de quince minutos antes de la lluvia.
Luego,
Alaska –Jack London– las pieles espesas escamoteaban la anatomía de los hombres
barbudos –las altas botas hacían muñecos incaíbles a pesar del humo azul de los
largos revólveres del capitán de Policía Montada– al agacharse en un instintivo
agazapamiento el vapor de su respiración falsificaba una aureola para el sombrero
hirsuto y las sucias barbas castañas –Tanga’s hacía exposición de su dentadura a
orillas del Yukón– su mirada se extendía como un brazo fuerte para sostener los
troncos que viajaban río abajo –la espuma repetía: Tanga’s es de Sitka– Sitka bella
como un nombre de cortesana.
En
Rivadavia un automóvil quiso detenerlo; pero una maniobra enérgica lo dejó atrás,
junto con un ciclista cómplice. Como trofeos del fácil triunfo, llevó dos luces
del coche al desolado horizonte de Alaska. De manera que en mitad de la cuadra no
tuvo mayor trabajo para eludir el ambiente cálido que sostenían en el “affiche”
los hombros potentes de Clark Gable y las caderas de la Crawford; apenas si tuvo
un impulso de subir al entrecejo las rosas que mostraba la estrella de los ojos
grandes en medio del pecho. Tres noches o tres meses atrás había soñado con la mujer
que tenía rosas blancas en lugar de ojos. Pero el recuerdo del sueño fue apenas
un relámpago para su razón; el recuerdo resbaló rápido, con un esbozo de vuelo,
como la hoja que acaba de parir la rotativa, y se acomodó quieto debajo de las otras
imágenes que siguieron cayendo.
Instaló
las luces robadas al auto en el cielo que se copiaba en el Yukón y la marca inglesa
del coche, hizo resonar el aire seco de la noche nórdica con enérgicos What que
no estaban enterrados en la cámara con sordina sino que estallaron como tiros en
el azul frío que separaba los pinos gigantes, para subir luego como cohetes hasta
el blanco estelar de la Peñascosas.
Cuando
Brughtton se agachó, cubriendo con su cuerpo enorme la fogata, y él, Victor Suaid,
se irguió con el Coroner listo para disparar, una mujer hizo brillar sus ojos y
un crucifijo entre la piel de su abrigo, tan cerca suyo que sus codos intimaron.
En
el misterio de la espalda, el chaleco de Suaid marcó dos profundos ecuadores al
impulso de la aspiración con que quiso incrustarse en el cerebro el perfume de la
mujer y la mujer misma, mezclada al frío seco de la calle.
Entre
las dos corrientes de personas que transitaban, la mujer fue pronto una mancha que
subía y bajaba, de la sombra a la luz de los negocios y nuevamente a la sombra.
Pero quedó el perfume en Suaid, aventando suave y definitivamente el paisaje y los
hombres; y de la costa del Yukón no quedó más que la nieve, una tira de nieve del
ancho de la calzada.
–Norte
América compró Alaska a Rusia en siete millones de dólares.
Años
antes, este conocimiento hubiera suavizado la estilográfica del mayor Astin en la
clase de geografía. Pero ahora no fue más que un pretexto para un nuevo ensueño.
Hizo
crecer, a los lados de la tira de nieve, dos filas de soldados a caballo. Él, Alejandro
Iván, Gran Duque marchaba entre los soldados, al lado de Nicolás II, limpiando a
cada paso la nieve de las botas con el borde de un “úlster” de pieles.
El
Emperador caminaba balanceándose, como aquel inglés, segundo jefe de tráfico del
Central. Las pequeñas botas brillaban al paso marcial, que ya era la única expresión
posible de su movilidad.
–Stalin
suprimió la sequía en el Volga.
–¡Alegría
para los boteros, Majestad!
El
colmillo de oro del Zar lo confortó. Nada importaba nada –energía, energía– los
pectorales contraídos bajo la comba de los cordones y la gran cruz, las viajes barbas
de Verchencko el conspirador.
Se
detuvo en la Diagonal, donde dormía el Boston Building bajo el cielo gris, frente
a la playa de automóviles.
Naturalmente,
María Eugenia se puso en primer plano con el vuelo de sus faldas blancas.
Sólo
una vez la había visto de blanco; hacía años. Tan bien disfrazada de colegiala,
que los dos puñetazos simultáneos que daban los senos en la tela, al chocar con
la pureza de la gran moña negra, hacían de la niña una mujer madura, escéptica y
cansada.
Tuvo
miedo. La angustia comenzó a subir en su pecho, en golpes cortos, hasta las cercanías
de la garganta. Encendió un cigarrillo y se apoyó en la pared.
Tenía
las piernas engrilladas de indiferencia y su atención se iba replegando, como el
velamen del barco que ancló. Con el silencio del cinematógrafo de la infancia, las
letras de luz navegaban en los carriles del anunciador: AYER EN BASILEA – SE CALCULAN
EN MÁS DE DOS MIL LAS VÍCTIMAS.
Volvió
la cabeza con rabia.
–¡Que
revienten todos!
Sabía
que María Eugenia venía. Sabía que algo tendría que hacer y su corazón perdía tontamente
el compás. Lo desazonaba tener que inclinarse sobre aquel pensamiento; saber que,
por más que aturdiera su cerebro en todos los laberintos, mucho antes de echarse
a descansar encontraría a María Eugenia en una encrucijada. Sin embargo, hizo automáticamente
un intento de fuga:
–Por
un cigarrillo… iría hasta el fin del mundo…
Veinte
mil “affiches” proclamaron su plagio en la ciudad. El hombre de peinado y dientes
perfectos daba a las gentes su mano roja, con el paquete mostrando –1/4 y 3/4– dos
cigarrillos, como dos cañones de destructor apuntando al aburrimiento de los transeúntes.
–…
hasta el fin del mundo.
María
Eugenia venía con su traje blanco. Antes de que hicieran fisonomía los planos de
la cara, entre las vertientes de cabello negro, quiso parar el ataque. El nivel
de miedo roncó junto a las amígdalas:
–¡Hembra!
Desesperado,
trepó hasta las letras de luz que iban saliendo una a una, con suavidad de burbujas,
de la pared negra: EL CORREDOR MC CORMICK BATIÓ EL RÉCORD MUNDIAL DE VELOCIDAD EN
AUTOMÓVIL.
La
esperanza le dio fuerzas para desalojar de un solo golpe el humo, uniendo la o de
la boca con el paisaje.
DAD
EN AUTOMÓVIL – HOY EN MIAMI.
El
chorro de humo escondió en oportuno “camouflage” el perfil que comenzaba a cuajar.
Haciendo triángulo con el cutis áspero de la pared y el suelo cuadriculado, el cuerpo
quedó allí. El cigarrillo entre los dedos, anunciaba, el suicidio con un hilo lento
de humo.
HOY
EN MIAMI ALCANZANDO UNA VELOCIDAD MEDIA.
Sobre
la arena de oro, entre gritos enérgicos, Jack Ligett, el manager, pulía y repulía
las piezas brillantes del motor. El coche, con nombre de ave de cetrería, semejaba
una langosta gigante y negra, sosteniendo incansable, con dos patitas adicionales,
la hoja de afeitar de la proa.
Los
retorcidos tubos de órgano, a babor y estribor, dieron veinte y veinte detonaciones
simultáneas una a una, que se fueron en nubecillas lentas. Con el filo de las ruedas
a la altura de las orejas se inició la carrera. Cada estampido tenía resonancias
de júbilo dentro de su cráneo y la velocidad era el espacio entre las dos huellas,
convertido en una viborilla que danzaba en el vientre.
Miró
el rostro de Mc Cormick, piel oscura ajustada sobre huesos finos. Bajo el yelmo
de cuero, tras las antiparras grotescas estaban duros de coraje los ojos y en la
sonrisa sedienta de kilómetros que apenas le estiraba la boca, se filtró la orden
breve, condensada en un verbo en infinitivo.
Suaid
se inclinó sobre la bomba y empujó el coche a golpes. Golpeó hasta que el viento
se hizo rugido, y en la navegación las ruedas tocaban suavemente el suelo, que las
despedía rápido, como la ruleta, a la bola de marfil. Golpeó hasta que sintió dolerle
la viborilla del vientre, fina y rígida como una aguja.
Pero
la imagen era forzada, y la inutilidad de este esfuerzo se patentizó, cierta, sin
subterfugios posibles.
La
fuga se apagó como bajo un golpe de agua y Suaid quedó con la cara semihundida en
el suelo, los brazos accionando en movimientos precisos de semáforo.
–Esconderme…
Pero
se puso debajo de sí mismo, como si el suelo fuera un espejo y su último yo la imagen
reflejada.
Miraba
los ojos velados y la tierra húmeda en la cuenca del izquierdo. La nariz apenas
aplastada en la punta, como la de los niños que miran tras las vidrieras, y los
maxilares tascando la lámina dura y lisa de la angustia. El escaso pelo rubio rayaba
la frente y la mancha de la barba en el cuello se iba haciendo violeta.
Cerró
los ojos fuertemente, y trató de hundirse; pero las uñas resbalaron en el espejo.
Vencido aflojó el cuerpo, entregándose, solo, en la esquina de la Diagonal.
Era
el centro de un círculo de serenidad que se dilataba borrando los edificios y las
gentes.
Entonces
se vio, pequeño y solo, en medio de aquella quietud infinita que continuaba extendiéndose.
Dulcemente, recordó a Franck, el último de los soldados de pasta que rompiera; en
el recuerdo, el muñeco solo tenía una pierna y la renegrida U de los bigotes se
destacaba bajo la mirada lejana.
Se
miraba desde montones de metros de altura, observando con simpatía el corte familiar
de los hombros, el hueco de la nuca y la oreja izquierda aplastada por el sombrero.
Lentamente,
desabrochóse el saco, estiró las puntas del chaleco y volvió a deslizar los botones
en los tajos de los ojales. Terminada la despaciosa operación, se quedó triste y
sereno, con María Eugenia metida en el pecho.
Ahora
caían las costras de indiferencia que protegieran su inquietud y el mundo exterior
comenzaba a llegar hasta él.
Sin
necesidad de pensarlo inició el retroceso por Florida. La calle, desierta de ensueños,
había perdido la dentadura de Tanga’s y la barba rubia de Su Majestad Imperial.
La
claridad de los escaparates y las grandes luces colgadas en las esquinas daban ambiente
de intimidad a la estrecha calzada. Se le antojó un salón del siglo anterior, tan
exquisito, que los hombres no necesitaban quitarse el sombrero.
Apuró
el paso y quiso borrar un sentimiento indefinido, con algo de debilidad y ternura,
que sentía insinuarse.
Con
una ametralladora en cada bocacalle se barría toda esta morralla.
Era
la hora del anochecer en todo el mundo.
En
la Puerta del Sol, en Regent Street, en el Boulevard Montmartre, en Broadway, en
Unter den Linden, en todos los sitios más concurridos de todas las ciudades, las
multitudes se apretaban, iguales a las de ayer y a las de mañana. ¡Mañana! Suaid
sonrió, con aire de misterio.
Las
ametralladoras se disimulaban en las terrazas, en los puestos de periódicos, en
las canastas de flores, en las azoteas. Las había de todos los tamaños y todas estaban
limpias, con una raya de luz fría y alegre en los cañones pulidos.
Owen
fumaba echado en el sillón. La ventana hacía pasar por debajo del ángulo que formaban
sus piernas los guiños de los primeros avisos luminosos, los ruidos amortiguados
de la ciudad que se aquietaba y la lividez del cielo.
Suaid,
junto al transmisor telegráfico, acechaba el paso de los segundos con una sonrisa
maligna. Más que las detonaciones de las ametralladoras, esperaba que el momento
decisivo, agitara los músculos de Owen, transparentándose emociones tras la córnea
de los ojos claros.
El
inglés siguió fumando, hasta que un chasquido del reloj anunció que el pequeño martillo
se levantaba para dar el primer golpe de aquella serie de siete, que se iban a multiplicar,
en forma inesperada y millonaria, bajo las campanas de todos los cielos de Occidente.
Owen
se incorporó y tiró el cigarrillo.
–Ya.
Suaid
caminaba, estremecido de alegría nerviosa. Nadie sabía en Florida lo extrañamente
literaria que era su emoción. Las altas mujeres y el portero del Grand ignoraban
igualmente la polifurcación que tomaba en su cerebro el “Ya” de Owen. Porque “Ya”
podía ser español o alemán; y de aquí surgían caminos impensados, caminos donde
la incomprensible figura de Owen se partía en mil formas distintas, muchas de ellas
antagónicas.
Ante
el tráfico de la avenida, quiso que las ametralladoras cantaran velozmente, entre
pelotas de humo, su rosario de cuentas alargadas.
Pero
no lo consiguió y volviose a contemplar Florida. Se encontraba cansado y calmo,
como si hubiera llorado mucho tiempo. Mansamente, con una sonrisa agradecida para
María Eugenia, se fue hacia los cristales y las luces policromas que techaban la
calle con su pulsar rítmico.
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