Marcel Schwob
Sirvió al rey Carlos VII desde la edad
de doce años, como arquero, después de que gente de guerra se lo llevara consigo
del llano país de Normandía. Y se lo llevaron de esta manera. Mientras se incendiaba
las granjas, se desollaba las piernas de los labradores a cuchillazos y se volteaba
a las muchachas en catres de tijera, desvencijados, el pequeño Alain se había acurrucado
en una vieja pipa de vino desfondada a la entrada del lagar. La gente de guerra
volcó la pipa y encontró un muchachito. Se lo llevaron con sólo su camisa y su atrevido
brial. El capitán hizo que le dieran un pequeño jubón de cuero y un viejo capuchón
que provenía de la batalla de Saint Jacques. Perrin Godin le enseñó a tirar con
el arco y a clavar con limpieza su saeta en el blanco. Pasó de Bordeaux a Angouléme
y del Poitou a Bourges, vio Saint Pourcaín, donde estaba el rey, franqueó los lindes
de Lorraine, visitó a Toul, volvió a Picardie, entró en Flandres, atravesó Saint
Quentin, dobló hacia Normandie, y durante veintitrés años recorrió Francia en compañía
armada, tiempo en el cual conoció al inglés Jehan Poule-Cras, por quien supo cuál
era la manera de jurar por Godon, a Chiquerello el Lombardo, quien le enseñó a curar
el fuego de San Antonio y a la joven Ydre de Laon, de quien aprendió cómo debía
bajarse las bragas.
En Ponteau de Mer su
compañero Bernard d’Anglades lo persuadió de que se pusieran fuera de la ordenanza
real, asegurándole que los dos se darían la gran vida embaucando a los crédulos
con los dados trucados que llaman “cargados”. Lo hicieron, sin desprenderse de sus
arreos militares, y fingían que jugaban, en la linde del cementerio, junto a los
muros, en un tamboril robado. Un mal sargento del juez eclesiástico, Pierre Empongnart,
hizo que le enseñaran las sutilezas de su juego y les dijo que no tardarían en ser
prendidos, pero que entonces debían jurar con osadía que eran clérigos, para escapar
así de la gente del rey y reclamar la justicia de la Iglesia, y para ello, raparse
la coronilla y deshacerse con prontitud, en caso de necesidad, de sus gorgueras
hechas jirones y sus mangas de color. El mismo los tonsuró con las tijeras consagradas
y les hizo mascullar los siete Salmos y el versículo Dominus pars. Después,
cada uno tiró por su lado, Bernard con Bietrix la Claviére y Alain con Lorenete
la Chandeliére.
Como Lorenete quería
una sobrevesta de paño verde, Alain acechó la taberna del Cheval Blanc en Lisieux,
donde habían bebido un jarro de vino. Volvió a la noche por el jardín, hizo un agujero
en el muro con su jabalina, entró en la sala donde encontró siete escudillas de
estaño, un capuchón rojo y una sortija de oro. Jaquet le Grand, ropavejero de Lisieux,
se las cambió muy bien por una sobrevesta como la que deseaba Lorenete.
En Bayeux, Lorenete
se alojó en una pequeña casa pintada donde se decía que estaban los baños de las
mujeres, y la patrona de los baños no pudo menos que reír cuando Alain el Gentil
fue a buscarla para llevársela. Lo condujo hasta la puerta empuñando una vela y
con una gran piedra en la otra mano, en tanto le preguntaba si no tenía ganas de
que se la pasara por el hocico para hacerle ver lo rica que era. Alain huyó y en
su huida volcó la vela y arrancó del dedo a la buena mujer lo que le pareció una
sortija preciosa; pero sólo era de cobre dorado, con una gran piedra rosada de fantasía.
Después Alain anduvo
errante y en Maubusson encontró, en la hostería del Papegaut, a Karandas, su compañero
de armas, quien estaba comiendo mondongo con otro hombre llamado Jehan Petit.
Karandas llevaba aún
su corcesca y Jehan le Petit tenía una bolsa con sus agujetas colgada de su cinturón.
La hebilla del cinturón era de plata fina. Después de haber bebido, acordaron los
tres ir a Senlis por el bosque. Se pusieron en camino a la tarde y cuando estuvieron
en la espesura de la floresta, sin luz, Alain el Gentil fue quedándose atrás. Jehan
le Petit caminaba adelante. Y en la obscuridad Alain le clavó con fuerza su jabalina
entre los hombros, mientras que Karandas le hundía su corcesca en la cabeza. Cayó
de bruces y Alain, a horcajadas en él, le cortó la garganta con su daga, de lado
a lado. Después le rellenaron el pescuezo con hojas secas, para que no hubiese un
charco de sangre en el camino. La luna apareció en un claro. Alain cortó la hebilla
del cinturón y desanudó las agujetas de la bolsa, en la cual había dieciséis monedas
de oro y treinta y seis cobres. Guardó las monedas, arrojó la bolsa con los cobres
a Karandas, por el trabajo, con la jabalina en alto. Allí se separaron el uno del
otro, en medio del claro, Kararidas jurando por la sangre de Dios.
Alain el Gentil no se
atrevió a tocar Senlis y volvió dando rodeos a la ciudad de Ruán. Cuando despertaba,
ya pasada la noche, al pie de un seto florido, se vio rodeado por gente de a caballo
que le ató las manos y lo condujo a la prisión. Cerca de la portezuela se escabulló
por detrás de la grupa de un caballo y corrió a la iglesia de Saint Patrice, donde
se instaló junto al altar mayor. Los sargentos no pudieron pasar del atrio. Alain,
ya inmune, recorrió con libertad la nave y el coro, vio hermosos cálices de rico
metal y vinajeras buenas para fundir. Y la noche siguiente, tuvo como compañeros
a Denisot y Marignon, rateros como él. Marignon tenía una oreja cortada. Lo único
que sabían era comer. Envidiaban a las lauchitas que andaban por ahí y que anidaban
entre las losas y engordaban royendo mendrugos de pan sagrado. A la tercera noche
debieron salir, mordidos por el hambre. La gente de Justicia los apresó y Alain,
quien vociferaba que era clérigo, había olvidado arrancarse sus mangas verdes.
En seguida pidió ir
al retrete, descosió su jubón y hundió las mangas entre la basura; pero los hombres
de la prisión advirtieron al preboste. Vino un barbero para afeitar por completo
la cabeza de Alain el Gentil para borrarle la tonsura. Los jueces rieron del pobre
latín de sus salmos. En vano juró que un obispo lo había confirmado con una palmada
cuando tenía diez años; no pudo llegar al final de los padrenuestros. Se le hizo
dar tormento como a lego, primero en el potro pequeño, luego en el grande. Al fuego
de las cocinas de la prisión confesó sus crímenes, con los miembros descalabrados
por los tirones de las cuerdas y con la garganta deshecha. El lugarteniente del
preboste pronunció la sentencia en ese mismo lugar. Fue atado a la carreta, arrastrado
hasta la horca y colgado. Su cuerpo se tostó al sol. El verdugo se quedó con el
jubón, con sus mangas descosidas y con un hermoso capuchón de paño fino, con forro
de marta, que había robado en una buena hostería.
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