Giovanni Verga
Una vez, al pasar el tren
por Aci-Trezza dijiste, asomándote a la ventanilla del vagón: “¡Quisiera que estuviésemos
un mes aquí!”
Volvimos,
y pasamos no un mes sino cuarenta y ocho horas. Los campesinos, que tanto abrían
los ojos al ver tus grandes baúles, creían que ibas a quedarte allí dos años. A
la mañana del tercer día, cansada de ver eternamente aquel verde y aquel azul, y
de contar los carros que pasaban por el camino, estabas en la estación, y jugueteando
impaciente con la cadenilla de tu frasco de olor, alargabas el cuello por divisar
un tren que no llegaba nunca. En aquellas cuarenta y ocho horas hicimos todo lo
que se puede hacer en Aci-Trezza: paseamos por el polvo de la carretera y trepamos
a las rocas; con el pretexto de aprender a remar, te hiciste bajo el guante unas
ampollitas que robaban los besos; pasamos en el mar una noche lo más romántica,
echando las redes como para hacer algo que a los barqueros les pudiera parecer merecedor
de pescar una reuma, y el alba nos sorprendió en lo alto del acantilado, un alba
modesta y pálida, que aun me parece estar viendo, estriada de amplios reflejos violeta,
sobre un mar verde profundo, como una caricia sobre aquel grupito de casuchas que
dormían acurrucadas a la orilla, mientras en lo alto del promontorio destacábase
tu figulina en el cielo transparente y límpido, con las sabias líneas, obra de tu
modista, y el perfil elegante y fino, obra tuya. Llevabas un vestidito gris que
parecía hecho aposta para entonar con los colores del alba. ¡Lindo cuadro en verdad!
Y bien se adivinaba que tú lo sabías, según la manera de modelar a tu cuerpo el
chal y el modo con que sonreías con tus ojazos muy abiertos y cansados ante el extraño
espectáculo, al que se añadía lo extraño también de estar tú presente. ¿Qué pasaba
entonces por tu cabecita frente al naciente sol? ¿Le preguntaste acaso en qué hemisferio
te encontraría de allí a un mes? Dijiste tan solo ingenuamente: “No comprendo cómo
se puede vivir aquí todo la vida.”
Y,
sin embargo, ya ves: la cosa es más fácil de lo que parece. Basta, primero, con
no poseer 100 mil liras de renta y, en compensación, pasar toda clase de trabajo
entre aquellos peñascos gigantescos encuadrados en el azul que te hacían palmotear
de admiración. Con eso poco basta para que aquellos pobres diablos que nos esperaban
dormitando en la barca encuentren entre aquellas casuchas desquiciadas y pintorescas,
que vistas de lejos parecían a su vez mareadas, todo lo que te afanas en buscar
en París, Niza y Nápoles.
Es
cosa singular; mas tal vez mejor que así suceda para ti y para todos los que son
como tú. Aquel montón de casuchas está habitado por pescadores, “gente de mar” dicen
ellos, como otros dirían “gente de toga”, que tienen el pellejo más duro que el
pan que comen –cuando lo comen–; pues el mar no es siempre tan amable como cuando
besaba tus guantes… En los días negros, en que rezonga y bufa, es menester contentarse
con mirarlo desde la orilla, mano sobre mano o tumbado a la larga, que es mucho
mejor postura para el que no ha almorzado. En esos días hay mucha gente a la puerta
de la taberna; pero suenan pocos cuartos sobre la hojalata del mostrador, y los
chiquillos que pululan por el pueblo, como si la miseria los engordara, chillan
y se arañan cual si tuvieran el diablo en el cuerpo.
De
cuando en cuando, el tifus, el cólera, el mal año o la borrasca dan un buen barrido
en aquel rebullicio, que, a la verdad, parece que no debiera desear cosa mejor que
ser barrido y desaparecer; y con todo, vuelve a rebullir en el mismo sitio, no sé
decirte cómo ni por qué.
¿No
te has entretenido nunca, después de una lluvia de otoño, en desbaratar un ejército
de hormigas, trazando al descuido el nombre de tu última pareja en un baile, en
la arena del paseo? Alguna de aquellas pobres bestiezuelas se habrá quedado pegada
a la contera de tu paraguas, retorciéndose en espasmos; pero todas las demás, luego
de cinco minutos de pánico y de vaivén, habrán vuelto a aferrarse desesperadamente
a su tostado montecillo. Tú no volverías, ni yo tampoco; mas para poder comprender
semejante terquedad, heroica en algunos aspectos, es menester hacernos pequeños
también nosotros, limitar todo el horizonte entre dos peñascos y mirar al microscopio
las pequeñas causas por las que laten los corazones pequeños. ¿Quieres mirar por
esta lente, tú que miras la vida por el otro lado del anteojo? El espectáculo te
parecerá extraño, y tal vez por eso te divierta.
Hemos
sido muy amigos, ¿te acuerdas? Y me has pedido que te dedique esta página. ¿Para
qué? A quoi bon?, como tú dices. ¡Qué puede valer lo que yo escribo para
quien te conoce? Y para quien no te conoce, ¿qué significas? El caso es que me he
acordado de tu capricho un día que he vuelto a ver a aquella pobre mujer a quien
solías dar limosna con pretexto de comprarle las naranjas que tenía puestas en fila
en un banquillo ante su puerta. Ya no existe el banquillo; han cortado el níspero
del corral, y la casa tiene una ventana nueva. Únicamente la mujer no había cambiado,
estaba un poco más allá tendiendo la mano a los carreteros, acurrucada sobre el
montón de piedras que cierren el paso al antiguo “Puesto” de la guardia nacional;
y yo, según iba con mi cigarro en la boca, pensé que también ella, en su pobreza,
te había visto pasar blanca y magnífica.
No
te enfades por haberme acordado de ti de tal suerte y con tal motivo. A más de los
gratos recuerdos que me dejaste, tengo otros cien, vagos, confusos, dispares, recogidos
aquí y allá, no sé dónde –acaso algunos son recuerdos de sueños tenidos con los
ojos abiertos–, y en el revoltiño que hacían en mi memoria, al pasar yo por aquella
calleja donde han transcurrido tantas cosas placenteras y dolorosas, la mantilla
de aquella mujeruca temblorosa, acurrucada, ponía una nota triste y me hacía pensar
en ti, en todo satisfecha, incluso de la adulación que ofrece a tus pies el periódico
de modas, citándote, frecuentemente a la cabeza de la crónica elegante, y en el
deseo de ver tu nombre en las páginas de un libro.
Cuando
escriba el libro, acaso tú ya no pienses en ello; entre tanto, mi recuerdo, en todos
sentidos tan lejos de ti, embriagado de fiestas y flores, te hará el efecto de una
brisa deliciosa en medio de las ardientes veladas de tu eterno carnaval. El día
que vuelvas allí, si es que vuelves, y nos sentemos otra vez el uno junto al otro
a rodar pedruscos con el pie y fantasías con el pensamiento, hablaremos tal vez
de las embriagueces que la vida ofrece en otras partes. Puedes también imaginar
que mi pensamiento se ha acogido a aquel ignorado rincón del mundo porque en él
se ha posado tu pie –por apartar mis ojos del brillo que por doquier te sigue, sea
de gemas o de fiebre–, o porque te he buscado inútilmente por todos los lugares
que la moda hace placenteros. Ve, pues, que aquí, como en el teatro, ¡siempre estás
en el mejor sitio!
¿Te
acuerdas del viejecillo timonel de nuestra barca? Le debes ese tributo de agradecimiento
porque ha evitado diez veces lo menos que se te mojaran tus lindas medias azules.
El pobre diablo ha muerto en el hospital, en un gran sala blanca, entre blancas
sábanas, comiendo pan blanco, servido por las blancas manos de las hermanas de la
Caridad, que no tenían más defecto que el de no comprender los míseros males que
el pobrecillo balbucía en su semibárbaro dialecto.
Pero,
de haber deseado algo, él habría querido morir en aquel rincón oscuro, junto al
fuego, donde tantos años había sido su cama, “bajo las tejas”, tanto que, cuando
se lo llevaron, lloraba quejándose mansamente, como hacen los viejos.
Había
vivido siempre entre aquellas cuatro piedras, frente a aquel mar hermoso y traidor,
con el que tuvo que luchar día tras día, para sacar con qué pasar la vida y no dejar
en él el pellejo; y, con todo, en los momentos en que tomaba el sol tranquilamente,
acurrucado en la barca, con las rodillas entre los brazos, no habría vuelto la cara
para mirarte, y habrías buscado en vano en aquellos ojos atónitos el reflejo de
tu belleza, como cuando tantas frentes altivas se inclinan a tu paso en los espléndidos
salones y te miras en los ojos envidiosos de tus mejores amigas.
La
vida es rica, como ves, en su inexhausta variedad, y puedes, por lo tanto, sin escrúpulos,
gozar a tu manera de la parte de riqueza que te ha correspondido.
Aquella
muchacha, por ejemplo, que asomaba la cabeza tras el tiesto de albahaca, cuando
el rumor de tu vestido revolucionaba la calleja, si veía en la ventana de enfrente
otro rostro para ella conocidísimo, sonreía, como si también ella estuviera vestida
de seda. ¡Quién sabe cuán pobres glorias soñaba apoyada en la barandilla, tras la
albahaca olorosa, fija la vista en aquella otra casa enguirnaldada con sarmientos
de vid! La risa de sus ojos no habría acabado en lágrimas amargas, allá en la ciudad,
lejos de las piedras que la habían visto nacer, y que la conocían, si su abuelo
no se hubiese muerto en el hospital, si su padre no se hubiese ahogado, ni toda
su familia se hubiera dispersado a un golpe de viento funesto, arrastrando a uno
de sus hermanos hasta la cárcel de Pantelleria.
Mejor
suerte les cupo a los que se murieron en la batalla de Lissa el uno, el mayor, aquel
que parecía un David de cobre, erguido, guadaña en mano, e iluminado bruscamente
por la llama de la yedra. Alto y robusto, encendíase en brasas cuando le miraste
a la cara con tus ojos ardientes; murió como buen marinero, sobre la verga del trinquete,
firme en la cuerda, agitando la gorra y saludando por última vez a la bandera, con
su viril y salvaje grito de isleño; el otro, aquel hombre que en el islote no se
atrevía a tocarte el pie para librarlo del lazo tendido a los conejos, y en el que
te habías prendido de aturdida que eres, se perdió una tosca noche de invierno,
solo, entre las olas desencadenadas separada su barca de la playa, donde le esperaban
los suyos corriendo como locos de un lado a otro, en sesenta millas de tinieblas
y tempestad. Tú no habrías podido imaginarte el desesperado y tétrico valor de que
era capaz para luchar contra muerte tal el hombre que se atemorizaba ante la obra
maestra de tu zapatero.
Mejor
para los que se han muerto y no “comen el pan del rey”, como el pobrecillo que está
en la cárcel, ni ese otro pan que come su hermana; ni andar como la mujer de las
naranjas, viviendo de la gracia de Dios, una gracia harto exigua en Aci-Trezza.
¡Esos,
al menos, no han ya menester nada! Así lo dijo también el chico de la tabernera
la última vez que fue al hospital a preguntar por el viejo y llevarle a hurtadillas
esos caracoles estofados, que son tan buenos de chupar para quien ya no tiene dientes,
y halló la cama vacía, con la colcha extendida y muy limpia, hasta que husmeando
por el patio dio con una puerta toda llena de pedazos de papel, y atisbó por el
ojo de la cerradura una sala muy grande y sonora, y fría en verano, y el extremo
de una mesa de mármol, sobre la cual había una sábana densa y rígida.
Y
pensando que aquellos al menos ya no habían menester nada, se puso a chupar uno
por uno, por pasar el tiempo, los caracoles que ya no servían.
Apretando
contra tu pecho el manguito de zorro azul, te acordarás con gusto de haberle dado
cien liras al pobre viejo.
Quedan
los chiquillos que te escoltaban como chacales y asediaban las naranjas; siguen
revoloteando en torno a la mendiga, levantándole las sayas, como si tuviese pan
escondido, atrapando tronchos de coliflor, cáscaras de naranja y puntas de cigarro,
todo lo que se tira, en fin, pero que aun debe tener algún valor, puesto que hay
gente que de ello vive; vive tan bien, que aquellos desharrapadillos, gordos y hambrientos,
crecerán entre el barro y el polvo de los caminos, y, fuertes y robustos como su
padre y su abuelo, poblarán Aci-Trezza de otros tantos pilluelos; pasarán la vida
alegremente, echando las muelas todo el tiempo que pueden, como el abuelo, sin desear
más, rogando a Dios tan solo que les permita cerrar los ojos donde los abrieron,
en manos del médico del pueblo, que llega todos los días en su borriquillo, como
Jesús, para ayudar a la buena gente que se va.
–¡El
ideal de la ostra! –dirás tú–. ¡El ideal de la ostra precisamente, y no tenemos
más motivo para encontrarlo ridículo que el no haber nacido ostras a nuestra vez.
Por
lo demás, el tenaz aferramiento de esa pobre gente al peñasco en que la fortuna
los ha dejado caer, mientras sembraba príncipes aquí y duquesas allá, esa valiente
resignación a una vida trabajosa, esa religión de la familia, que se refleja en
el oficio, en la casa, en las piedras que las circundan, me parecen –al menos en
este cuarto de hora– cosas muy serias y respetables.
Me
parece que las inquietudes del pensamiento vagabundo se adormecerían dulcemente
en la serena paz de aquellos sentimientos suaves y simples, que se sucedan inalterados,
en calma, de generación en generación. Me parece que podría verte pasar al trote
de tus caballos, con el alegre tintineo de sus cascabeles, y saludarte tan tranquilo.
Acaso
porque he intentado ser demasiado en el torbellino que te rodea y te sigue, me ha
parecido ahora leer una necesidad fatal en las tenaces afecciones de los débiles,
en el instinto que tienen los pequeños de estrecharse unos con otros para resistir
a las tempestades de la vida, y he intentado descifrar el drama modesto e ignorado
que ha destrozado a los plebeyos actores que juntos conocimos. Un drama que tal
vez algún día te contaré, y cuyo nudo me parece que ha de consistir en esto: que
cuando uno de aquellos seres, más débil, más incauto, o más egoísta que los otros,
quiso separarse de los suyos por deseo de lo ignorado, o por curiosidad de conocer
el mundo, pez voraz se lo tragó, y con él a los suyos. Verás que bajo ese aspecto
no le falta interés al drama. Para las ostras, el argumento más interesante debe
ser el que trata de las insidias del cámbaro, o del cuchillo del buzo que las arranca
de la roca.
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