Stephen Vincent Benet
En mis mocedades tuve siempre
por costumbre leer una enorme cantidad de libros; hoy, sin embargo, éstos me irritan.
Marian los sigue trayendo de la biblioteca y, una que otra vez, tomo alguno y leo
unos cuantos capítulos; pero, tarde o temprano, me encuentro con cosas que simplemente
me enferman. No me refiero a pasajes importantes, sino a la estupidez eterna de
los personajes que, en los libros, actúan y viven distinto de como vive la gente
de verdad. Mi mujer, por supuesto, lee de preferencia novelas de amor. A mí me parecen
sencillamente detestables y del peor gusto…
Lo que se me
antoja aún más difícil de comprender es lo que en los libros se refiere al dinero.
Es indudable que, para emborracharse, para salir de paseo con la novia, se necesitan
monedas. Por lo menos, ésta ha sido siempre mi experiencia. La gente que vive en
estos libros parece, sin embargo, haber inventado una clase de moneda especial que
sólo se gasta en viajes o en saraos. Por lo que se puede colegir, el resto del tiempo
estos personajes pagarán sus cuentas y sus gastos con conchitas de mar, como los
pieles rojas.
En miles de
ocasiones los personajes de las novelas son pobres, tan pobres que dan asco. Y en
muchas ocasiones, cuando las cosas están de lo peor, surge de cualquier parte una
pequeña herencia o legado y la vida se vuelve a abrir, nueva y gozosa, como un gran
tulipán. En mi vida no tuve más que una herencia, y la manejé de tal forma, que
por poco me arruina…
En 1924 murió
en Vermont mi tío Barnard, y cuando se arregló lo de la herencia, nos tocaron, a
mi hermana Lou y a mí, mil doscientos treinta y siete dólares sesenta y dos centavos
a cada uno. El marido de Lou invirtió su parte en terrenos en Los Ángeles –viven
todavía en California– y creo que les ha ido bien. Yo cogí mi dinero, presenté mi
renuncia en la casa de Rosemberg y Jenkins –juguetes y novedades–, donde entonces
trabajaba, y me trasladé a Brooklyn para escribir una novela.
Cuando vuelvo
la vista atrás me parece esto una cosa fuera de razón, pero en aquellos días me
hallaba totalmente “tocado” en lo que se refiere a leer y escribir. Con alguna suerte
había preparado y escrito algunos anuncios para la casa donde trabajaba y era aquel
el momento cuando todo el mundo estaba interesado “en los nuevos escritores americanos”.
Escribir era, pues, en aquel entonces, trabajo de mucho porvenir. Yo no fui a la
guerra; perdí la ocasión de ir al frente, pues cuando finalizó el conflicto tenía
yo solamente diecisiete años. Tampoco logré terminar mis estudios, debido a la muerte
de mi padre. Verdaderamente yo nunca había logrado hacer algo que satisficiera por
completo mis deseos, desde que me vi obligado a abandonar la escuela para emplearme
en la fábrica de juguetes. El trabajo era relativamente fácil; mas cuando llegó
mi esperada oportunidad, no logré refrenarme y decidí cortar por lo sano.
Hice el cálculo
de que podría vivir fácilmente un año con los mil doscientos dólares y pensé, al
principio, marcharme a Francia. Pero existía la dificultad de tener que aprender
“a hablar como rana”, sin contar el pasaje de ida y vuelta. Deseaba, además, vivir
junto a una biblioteca pública de importancia. Mi novela tendría, por tema la revolución
americana. Había leído Henry Esmond más de cien veces y quería escribir una
novela así de fuerte.
Estoy seguro
de que la mayor parte de mis antepasados –puritanos de Nueva Inglaterra– también
habrían escogido Brooklyn. Eran, éstos, atrevidos como buenos pioneers, pero
no por ello dejaban de ser precavidos y los irritaba tener que exponer algo, siempre
que no se hiciera en beneficio de alguna cosa grande. Yo soy como ellos, y cuando
tomo alguna decisión, me gusta tener la mente bien ordenada y saber lo que estoy
haciendo.
Me imaginé que
en Brooklyn estaría tan solitario como lo hubiera estado en Pisa, y con más comodidades.
Sabía con exactitud la cantidad de palabras que componían una novela –había contado
y recontado muchas de ellas–, y en ese entendimiento compré la cantidad suficiente
de papel, una máquina de escribir de segunda mano, lápices y borradores. Estos gastos,
naturalmente, acabaron con todas mis economías, pero me juré no tocar un centavo
de la herencia, hasta no comenzar mi trabajo. Me sentía satisfecho y fuerte “como
un millón de dólares” y puedo asegurar que, aquel día luminoso de otoño, cuando
tomé el metro en Nueva York y me dirigí al otro lado del Hudson, me pareció que
iba en busca de un tesoro.
Posiblemente
fueron mis antepasados los que inspiraron mi viaje a Brooklyn, mas no sé qué extraña
fuerza me hizo detenerme ante el umbral de la casa de la señora Forge. Seguramente
que, en Nueva Inglaterra, mi abuelo Wrestling Southgate –el perseguido por las brujas–,
hubiera llamado a aquella casa “una trampa risueña del maligno”. Volviendo la vista
al pasado, podría asegurar que mi abuelo no hubiera estado del todo en un error.
La señora, en
persona, me abrió la puerta –Serena había salido y no estaba nadie más en la casa–.
Un sinnúmero de veces se había discutido la posibilidad de poner un anuncio en los
periódicos, pero aún no lo habían hecho y jamás se les había ocurrido colgar un
letrero en la ventana. Si no hubiera sido porque al ver la casa me pareció del tipo
y la clase que yo buscaba, nunca se me habría ocurrido llamar a la puerta del hogar
de la señora Forge. Cuando ésta, después de repetidas llamadas, al fin abrió la
puerta, me imaginé que me había equivocado y, lo primero que hice fue excusarme.
Se hallaba la
señora Forge vestida con su traje negro de vuelillos blancos, como si fuera a salir
de visita en su calesa.
En el mismo
momento en el que comenzó a hablar, me di cuenta de que era del Sur. Todos los del
Sur poseen aquella dulce entonación tan difícil de describir. A pesar de eso no
hay nada tan inaguantable como la gente del Sur, que habla por la nariz; estos nos
dan cien y las malas a nosotros, los “yanquis” del Norte. La señora Forge, sin embargo,
como todas las personas del Sur que tienen distinción, no hablaba por la nariz;
su voz dulce y lejana hacía pensar en el sol, en tardes cadenciosas y ríos que corren
con lentitud; y en el tiempo, el tiempo, el tiempo resbalando alegremente y sin
dirección determinada.
Me pareció que
mis excusas y mi cortesía deben haberle agradado, porque inmediatamente me invitó
a entrar, y me ofreció un pedazo de pastel de frutas y un vaso de limonada. Al escuchar
la voz cálida y armoniosa de la señora Forge, sentí de pronto como si hubiera estado
congelado mucho tiempo y sólo entonces empezara a calentarme. Había siempre en la
cocina una jarra de limonada guardada en el refrigerador, a pesar de que las “niñas”
bebían, de preferencia, café helado. Muchas veces las vi llegar de la nieve y en
lo más crudo del invierno y beberse su gran vaso de café helado. Nunca pensaban
en el frío e imaginaban que éste no existía… Eran así.
***
La habitación era exactamente
lo que yo buscaba. Grande y soleada, viendo hacia el patio de la casa, donde se
advertían restos de flores y un pasto raquítico. Olvidé decir que la casa estaba
en Prospect Park, pero en verdad, el lugar donde haya estado no tiene importancia,
pues estoy seguro de que ni la calle ni la casa existen ya.
Tuve que hacer
acopio de toda mi energía para preguntarle a la señora Forge por el precio de la
habitación. Era tan distinguida, tan fina y educada que, más que como a un posible
inquilino, me trataba como a un amigo que hubiera llegado a visitarla. No sé si
ustedes podrán comprender esto, pero lo cierto es que, cuando después de mucho esfuerzo
logré pedirle el precio de la renta, no pudo contestarme porque, sencillamente,
no lo sabía.
–En estos momentos…
señor Southgate –murmuró con esa voz suave y gentil, que saltaba sin esfuerzo y
corría como el agua–, desearía con el alma que mi hija Eva estuviera aquí para recibirlo;
pero desgraciadamente mi hija Eva se ha visto obligada a aceptar una posición comercial,
desde que tuvimos que trasladarnos al Norte, con motivo de la educación artística
de mi hija Melissa. Esta misma mañana, sin ir más lejos, le indiqué: Eva querida,
suponte por un instante que Serena haya salido cuando alguien venga a inquirir por
el cuarto. Yo posiblemente tendré que dar las indicaciones consiguientes y esto
será para mí verdaderamente penoso; pero en aquel mismo momento pasaron unos chiquillos
gritando por la calle y haciendo un ruido de los mil diablos y no pude escuchar
lo que mi hija Eva respondió. De manera, señor Southgate, que si usted se encuentra
apremiado, no sé exactamente lo que podamos hacer.
–Le podría dejar
un depósito –indiqué, fijándome entonces que el traje negro de seda con vuelillos
tenía un remiendo y que las zapatillas de baile, increíblemente pequeñas, estaban
ya muy viejas. Pese a esto, la señora Forge conservaba, y lo conservó hasta el último
día que yo la vi, su aspecto de duquesa.
–Sí, señor Southgate,
me imagino que usted podría hacerlo –respondió con una falta total de interés–.
Creo que esa deberá ser la fórmula comercial. Ustedes los hombres del Norte saben
cómo hacer negocios. Yo siempre recuerdo que, algunos meses antes de morir, mi esposo,
el señor Forge, me dijo: “Milly, los yanquis serán, si tú quieres, unos réprobos
y unos ‘malditos’, pero después de todo, tenemos que convivir con ellos en un mismo
país y puedo asegurarte que, en varias ocasiones, he encontrado muchos de ellos
sin cuernos y sin rabo.” Usted comprende, el señor Forge era un sutil humorista.
Hoy nosotras, después de varios años aquí, nos vamos acostumbrando a la gente del
Norte. Y, dígame usted, señor Southgate, ¿está por casualidad emparentado con los
Southgate de Mobile? Perdone mi curiosidad, pero observándolo me pareció ver cierta
semejanza.
Sería inútil
que tratara de explicarles cómo hablaba la señora Forge. No alargaba las “aes” y
las “erres”, como la mayor parte de sus compatriotas del Sur. Su manera de hablar
era aun más cálida e insinuante y la señora Forge hablaba continuamente. No era
nerviosismo ni afán de impresionar a su auditorio. Era simplemente que hablar era
para ella tan fácil y descansado como para nosotros permanecer callados. Todas ellas
hablaban siempre. No importaba que la conversación no tuviera dirección ni motivo
o que ésta no llevara a ninguna parte. Ellas esperaban que así fuera. Su charla
era como una droga que convertía la vida en una cosa irreal… la vida que, por supuesto,
no es eso.
Fui, finalmente,
por mi equipaje y me instalé en la casa. No tenía la menor idea de cuánto me costaría
el cuarto, ni cuáles ni cómo serían las comidas a las que tenía derecho, pero dentro
de mí existía la certeza de que todas estas cosas se arreglarían satisfactoriamente
a su debido tiempo.
Éste fue el
resultado de una hora y media de charla con la señora Forge; éste, el resultado
de su voz acariciadora. Abrigaba, sin embargo, el firme propósito de tener una explicación
clara y concisa con “mi hija Eva”, quien, a juzgar por la misma señora Forge era
“el hombre de negocios” de la familia.
Cuando volví
con mi equipaje, Serena me abrió la puerta. Para congraciarme con ella le regalé
cincuenta centavos y ella me tomó una antipatía instantánea, de la cual nunca pude
deshacerme. Serena era pequeña, arrugada y negra como el carbón y con un par de
ojillos maliciosos y bailones. Nunca supe cuánto tiempo había servido a las Forge,
pero sentí que había crecido con la familia, con la casa colonial del Sur, desde
tiempo inmemorial, como una enredadera…
Cada vez que
la oía cantar en la cocina, sentía que su voz y su intención iban dirigidas a mí.
Me daba cabal cuenta de esto y, su maldición extraña, su exorcismo de esclava negra
llegaba así: “Palomita mía, nadie habrá de llevarse volando a mi dulce palomita.
El viejo gavilán ronda y bate sus alas… flap… flap… flap… mas mi hombre toma su
rifle, lo dispara y el viejo gavilán… hi… hi… hi… no tocará ya nunca a mi dulce
palomita…”
Yo me daba muy
bien cuenta de quién era el viejo gavilán. Parece muy gracioso, pero para mí nunca
lo fue. La voz de Serena siempre me infundió miedo, como si fuera la de un fantasma.
Eva se rio siempre de mis prevenciones. Serena era para ellas parte de su vida,
una molestia de la cual no podían deshacerse y que trataban como se trata a un niño
caprichoso. Nunca, aun después de tantos años, he podido comprender la manera como
la gente del Sur trata a sus sirvientes: cariñosa y adusta, al mismo tiempo severa
y paternal.
A todo esto,
parece como que yo no quisiera hablarles de Eva, la verdadera protagonista de esta
historia; mas verdaderamente no sé por qué ha pasado así y por qué todavía no se
las he presentado…
Desempaqué mis
maletas y me sentí instalado. Mi cuarto quedaba en el tercer piso, pero desde allí
pude oír el parloteo de las “niñas” que entraban exclamando todas, sin excepción:
“Linda, estoy fatigadísima”, “amor, estoy tan cansada…” En tanto que la señora Forge
respondía invariablemente: “Descansa, mi cielo, descansa…” Esta escena se repitió
tres veces. No podía imaginarme por qué razón estaban todas las “niñas” tan cansadas,
hasta que logré darme cuenta de que ésta era sólo una manera de hablar.
Tan pronto como
la señora comenzaba a hablar, ya nadie se sentía cansado y se escuchaban risas a
granel. Comencé a sentirme abandonado y solo, en mi cuarto del tercer piso; además,
tanta charla y tanta risa empezaron a irritarme. Pensé en cambiarme de casa, pero
luego decidí que si ya había rentado el cuarto, ahí permanecería hasta terminar
mi novela.
De tal manera
que cuando Eva llamó a mi puerta, mi estado de ánimo era de todos los diablos y
le respondí en el mismo tono y con la misma altanería con la que se le responde
a una sirvienta. “Adelante”, le grité, sin moverme de mi asiento.
Eva abrió y
permaneció indecisa en el marco de la puerta. Supuse que si había venido era porque
Melissa le había apostado a que no se atrevería a entrevistar al nuevo huésped…
–Es usted, si
no me equivoco, el señor Southgate –dijo al fin, vagamente, como si su voz hubiera
salido de un espejo o de uno de los cajones de la cómoda.
–Y usted será,
probablemente, el doctor Livingstone –respondí, queriendo hacer un chiste y señalando
el cartel colgado en la pared y en el cual dos ingleses se saludan formalmente en
una selva africana. Eva sonrió y me dijo:
–Posiblemente
hemos estado haciendo mucha bulla. Pero es Melissa la que hace más ruido… nunca
la pudimos educar mejor. Le pedimos a usted que nos disculpe y que nos haga el honor
de su compañía. No siempre somos tan locas… así lo parecemos pero en el fondo somos
gente formal…
Eva era morena,
de un moreno pálido y luminoso. Hay una flor que crece en el Sur y que se llama
freesia. Los pétalos de esta flor tenían el color de su tez y, aún más extraño,
el perfume, la dulzura fuerte y exótica de esa flor –esa cosa irreal que tiene algo
de fantasmagórico– porque la freesia huele a primavera, pero a una primavera espectral
cuando empieza a descender el crepúsculo y todas las cosas toman apariencias inquietantes…
Eva era radiante y extraña y la palabra que mejor me parece definirla es “seductora”…
Eva emanaba seducción…
Tenía labios
muy rojos que al entreabrirse mostraban unos dientes blancos y chiquititos. En el
nacimiento del cuello tenía una sola peca y nunca pude comprender por qué tenía
sólo una… Luisa era la belleza de la familia y Melissa la artista. Así estaban arregladas
las cosas. No me hubiera sido posible enamorarme nunca de Luisa o de Melissa; sin
embargo, me gustaba ver a las tres hermanas juntas. Hubiera querido entonces vivir
en una gran mansión colonial a la orilla de un río y allí pasarme la vida viéndolas
siempre juntas. Qué sueños y qué ideas más absurdas se le ocurren a uno cuando se
es joven. Sí, yo sería el primo del Norte que manejaría la plantación. En aquel
entonces yo me dormía soñando todas las noches, durante días y meses, en aquella
lejana e imposible casa del Sur…
La señora Forge
no vivía allí, ni Serena. El lugar era enorme y se extendía millas y millas. La
mayor parte de la tierra no estaba trabajada y todos los negros colonos eran perezosos
como ellos solos. Yo, sin embargo, los hacía trabajar. Me levantaba al rayar el
alba y todo el día recorría la propiedad a caballo, planeando nuevas siembras y
mejoras. Pero siempre regresaba en un caballo cansino, a través de la avenida floreada,
desde la cual veía a las tres hermanas esperándome en la baranda de la casa, juntas
y perfumadas como un ramillete de flores del Sur.
Todas ellas
me cuidaban y me atendían porque sabían que venía cansado y yo me dirigía a mi cuarto,
para cambiarme de ropa, tomar un baño caliente y mirar una vez más al río murmurador,
que culebreaba a espaldas de la casa. Eva entonces me enviaba con uno de los sirvientes
negros un gran vaso de mint-julep, la bebida deliciosa del Sur, hecha de whisky,
bourbon y menta. Luego de tomarme la bebida reconfortante, sorbo a sorbo, bajaba
a comer y, si después de la comida no tenía que revisar cuentas o planear alguna
innovación en el terreno, jugábamos las tres hermanas y yo juegos de prendas o juegos
de azar, con fichas de marfil antiguo…
Creo que todo
esto lo debo de haber sacado de algún libro, pero para mí esto no era un sueño sino
una realidad que yo efectivamente vivía. Muchas veces las tres hermanas y yo envejecíamos.
Pero no cambiamos gran cosa. En repetidas ocasiones las otras dos hermanas se casaban
con amigos míos y otras yo me casaba con Eva. Pero nunca teníamos hijos y ninguno
de nosotros dejaba la plantación ni la casa. Yo seguía trabajando duro y todos parecían
satisfechos con mis esfuerzos. Teníamos algunos vecinos, mas pronto me aburrieron
y entonces trasladamos nuestra casa y nuestra plantación a una isla a la cual se
podía llegar solamente en bote… Este ligero cambio me pareció muy satisfactorio…
Esto no era
un sueño, ni una cosa irreal o tonta. Lo había yo fabricado en mi cerebro y la visión
era real. Al fin del año me pasaba horas enteras despierto y soñando, cambiando,
arreglando, pintando mi sueño, el cual era siempre el mismo y nunca me hostigaba.
Eva nunca supo de mi sueño, ni aun cuando estuvimos comprometidos. Quizá si lo hubiese
sabido, las cosas hubieran sido diferentes, pero no lo creo.
Eva no era una
persona a la que le pudiera contar mis sueños. Ella era el sueño mismo. No quiero
decir con esto que fuera como un fantasma, pues yo la tuve en mis brazos viva y
ardiente y, como las cosas son así, Eva era una mujer que, como todas, podría casarse
y tener hijos. Pero lo importante no era eso, sino el sueño que era ella misma.
Eva ni siquiera
tenía una gran imaginación. Ninguna de ellas la tenía. Solamente vivían, vivían
como las flores, como los árboles. Nunca planeaban nada ni preparaban nada para
el futuro. Me pasé horas enteras tratando de explicarle a la señora Forge que si
usted tenía diez dólares, lo importante no eran solamente los diez dólares, sino
que éstos significaban algo que se podría poner en el banco como un depósito. Ella
me escuchaba con mucha amabilidad, pero los diez dólares para ella seguían siendo
algo que debería gastarse. A ellas les parecía magnífico tener dinero, tal como
les interesaba tener la nariz bonita. El dinero para ellas era como la lluvia –caía
o no caía– teniendo la firme convicción de que no había manera alguna de hacer lluvia…
Estoy completamente
seguro de que nunca hubieran emigrado al Norte si no hubiese sido a causa de una
tragedia o secreto familiar. Una disputa, una tragedia que ni ellas mismas comprendían.
Las oí hablar de esta rencilla más de una docena de veces, pero nunca supe exactamente
de qué se trataba y sólo pude enterarme de que tenía conexión con dos cosas: una
plantación y una prima Belle, que las había engañado. “La prima Belle se portó muy
mal con nosotros: olvidó sus buenas maneras y sus buenos principios, no nos quedó
otro recurso que irnos, no nos quedó otro recurso…”, y las tres hermanas coreaban:
“Sí, Barnard, no nos quedó otro recurso…” Supongo que vinieron al Norte malvendiendo
las propiedades que les quedaron, pero aun así no estoy seguro.
Seguían teniendo,
pese a todo, visiones doradas. Luisa iba a ser una gran actriz y Melissa una gran
artista; y Eva, no sé exactamente, nunca lo supe, lo que quería ser, pero era también
algo muy grande. Todo esto iba a suceder sin tener que trabajar de verdad. Esperaban
que todo les cayera del cielo. Es cierto que Melissa y Luisa estaban tomando clases
y Eva trabajando, pero esto no significaba más que compases de espera, cosas que
había que hacer en tanto se abría la nube que enviaría el maná del cielo.
Tengo que decir
en favor de ellas que el fracaso de sus sueños dorados no parecía perturbarlas ni
herirlas en lo más mínimo; el único que verdaderamente sufría con cada desengaño
era yo…
Esto fue posiblemente
porque al principio creí firmemente en ellas. ¿Cómo podría ayudarlas? Después de
todo, mi sueño se empezaba a hacer realidad. Estábamos viviendo en una isla, en
una isla en medio de Brooklyn, una isla que era un pedazo del Sur de donde ellas
procedían. Mucha gente visitaba la casa. Estudiantes, artistas amigos de Melissa,
etcétera, lo cierto es que siempre estaba llena de jóvenes amigos, que una vez dentro,
tenían que someterse a las leyes de la isla. Serena, por ejemplo, servía jamón frío
durante la cena y alguna ensalada y tenía uno que mirar por la ventana para asegurarse
que afuera había nieve y que no se debía abrir para dejar que la noche cálida del
Sur entrara en la habitación…
No tengo idea
de quiénes fueron sus inquilinos antes de mí, pero cuando yo llegué, sólo tenían
otro, un tal señor Budd. Era un hombre como de cincuenta años, gordo, pequeño, que
era empleado en una casa comercial y vivía en la casa sólo porque le gustaba la
comida de Serena, quien, como todas las cocineras del Sur, servía platos complicados
y caros.
Y yo creí, creí
en todo y en todos. Me hallaba como bajo la influencia de una droga, como la víctima
feliz de un encantamiento… subyugado, seducido por el ambiente. Creía firmemente
en esa irreal realidad y veía a las tres hermanas regresar a Chantry –el pueblecito
del Sur– famosas y casadas con maridos ricos y distinguidos, terminando la aventura
como los cuentos de hadas.
***
Todas las mañanas nos juntábamos,
todos los de la casa, a tomar el desayuno; pero en estas reuniones matinales el
único que abría la boca para decir algo era el señor Budd. Las Forge nunca estaban
totalmente despiertas hasta ya muy entrado el día. A la hora del desayuno sólo se
les veía como a través de un velo. Muchas veces sentí que el corazón me latía desbocadamente
al contemplar a Eva desde su lejanía, como si fuera una flor en un invernadero,
o ante la cual hubiera que guardar un largo silencio y contener la respiración esperando
que abriera sus pétalos.
Cuando al fin
las “niñas” se iban a la calle con el señor Budd, yo subía a mi cuarto a trabajar.
No quiero impresionarlos contándoles de la novela, pero, en honor a la verdad, trabajé
muy duro escribiéndola. Siguiendo mi costumbre de hacer las cosas sistemáticamente,
preparé un gran cartón que dividí en 365 partes, donde marcaba el progreso diario.
Salía después
a almorzar y a hacer un poco de ejercicio que nada me costaba. Trabajaba luego por
la tarde hasta la hora en que comenzaban a regresar las “niñas”. Después me era
imposible trabajar y toda mi vida se reducía a seguir ansioso el paso diminuto y
caprichoso de Eva.
La primera vez
que besé a Eva fue en una fiesta de Año Nuevo. Uno de los amigos de Luisa había
traído unas botellas de vino italiano y, festejando el nuevo año nos pusimos todos
a beber y a cantar. Serena tenía la noche libre y Eva y yo andábamos por la cocina
buscando vasos limpios. Ambos nos sentíamos contentos y nuestro beso fue la cosa
más natural. De tal manera que yo no volví a pensar en eso hasta el día siguiente
cuando, por la tarde, fuimos todos al cine. De momento me puse a temblar como si
me hubiera dado un enfriamiento y Eva me preguntó, tomándome cariñosamente la mano:
“¿Qué te pasa, amor, qué te pasa?”
Así fue como
empezamos, y esa misma noche inventé la plantación a orillas del río murmurador
y la casa colonial. No soy tonto y ya había conocido varias mujeres, pero durante
los meses de enero, febrero y parte de marzo me contenté con estrechar las cálidas
manos de mi novia y no pensé siquiera en besarla de nuevo. No sé cómo explicarlo,
pues Eva no se oponía ni rechazaba mis caricias; era que íbamos como en un bote
flotando en el río y era tan agradable contemplarla, tan dulce sentir su suave presencia
y estar cerca de ella, que ya no necesitaba más. Todavía no comenzaban el desengaño
ni la pena, pero durante todo aquel tiempo había algo en mi interior que luchaba
por salirse del barco luminoso, por escaparse del río murmurador. No era aquel mi
río y nunca lo fue y algo en mí lo sabía, pero cuando está usted enamorado, nunca
tiene sentido común.
Hacia el final
de marzo la mitad de la novela estaba terminada. Necesitaba como dos meses más para
darle fin, revisarla y luego hacer las diligencias necesarias con periodistas, editores,
etcétera, y una noche que hacía mucho frío, Eva y yo salimos a caminar por el parque.
Cuando volvimos, la señora Forge nos preparó chocolate caliente y cuando lo estábamos
tomando, ésta se fue quedando dormida en su mecedora. Pusimos las tazas sobre la
mesa y, como siguiendo una señal preconcebida, nos dimos un prolongado beso, un
beso que duró mucho tiempo y que en la casa silenciosa y dormida era como la continuación
del sueño mismo. A la mañana siguiente, cuando me levanté, un viento tibio de primavera
se coló por mi ventana y pude observar que en el patio los árboles mostraban un
inicio de hojas. Durante el desayuno, Eva estuvo como siempre, cerrada y misteriosa;
pero cuando subí a mi cuarto a trabajar me di el lujo de cerrar el puño a la memoria
de mi abuelo, Wrestling Southgate –el perseguido por las brujas– decidiendo mandar
al demonio toda su influencia y casarme con Eva.
Como antes he
dicho, en aquella casa no se le daba ninguna importancia al futuro ni se planeaba
nada y cuando le expliqué a la señora Forge cuál era exactamente mi estado financiero,
no me hizo el menor caso, celebrando la ocasión de mi compromiso con Eva, no como
una cosa seria en la cual estaba implicado el futuro de una hija, sino como una
fiesta. Todos se pusieron muy contentos, excepto Serena. De plano se rehusó a creerlo
y siguió desde su cocina cantando su misma tonada del gavilán. Esto me hizo sentirme
muy raro, pues aunque yo sabía que Serena me odiaba, nunca pensé que iba a tomar
la cosa de esa manera. Además, me parecía que Serena y yo nos podríamos entender;
ella estaba más cerca de la tierra que los demás miembros de la casa. A los demás
yo los quería sin comprenderlos y a veces hasta dudaba de su existencia real, tal
como si fueran tan solo los habitantes de la casa colonial junto al río murmurador.
Y así quise, intensamente, locamente a Eva, sin que tampoco ella me entendiera.
Podía besar
a Eva muchas veces, cuantas quisiera, pero muchas veces cuando yo la besaba no estaba
allí y la sentía lejana como la luna del Sur. No era frialdad ni desapego de su
parte, era simplemente que ella vivía en otro clima. Durante horas yo le hablaba
de nuestros proyectos de matrimonio y de nuestro futuro y siempre me interrumpía
diciéndome:
–Sigue, mi amor,
sigue hablando, me hace sentir tan tuya y tan a gusto tu voz…
Pero se hubiera
sentido igual de contenta si yo le cantara una canción, en vez de hablarle de matrimonio.
Dios sabe muy bien que yo no esperaba que ella pudiera interesarse en el negocio
de los juguetes y las novedades y mucho menos en mi novela, pero yo sentía, honradamente,
que no hablábamos el mismo idioma, lo cual era absurdo, siendo estadunidenses los
dos. A pesar de todo, Eva continuó siendo una bella extranjera.
Recuerdo muy
bien un día que me irrité mucho con ella cuando averigüé que le seguía escribiendo
a un amigo suyo que había sido casi su novio y que vivía en el Sur. De esto no me
había dicho nada; sin embargo, cuando le reclamé abrió mucho sus dormidos ojos y
me dijo con sincera sorpresa:
–Pero mi amor,
cómo quieres que así de pronto deje de escribirle a Furfew. Sabes que casi estuvimos
comprometidos.
–Sí –le respondí–,
pero ahora tú estás comprometida conmigo.
–Sí, mi amor,
lo sé –respondió, convencida de que tenía la razón–, y esa es la causa por la cual
no puedo dejar de escribirle. Lo heriría muchísimo que dejara de escribirle sólo
porque estoy comprometida contigo.
–Pero comprende
lo que te quiero decir –exclamé, pensando en cuál de los dos estaría loco–: ¿es
cierto o no que nos vamos a casar?
–Por supuesto,
amor.
–¿Entonces,
qué? ¿Qué tiene que ver ese Furfew con nuestro matrimonio? ¿Estás comprometida con
él o conmigo?
–No, mi amor,
estoy comprometida contigo y nos vamos a casar, pero Furfew es mi amigo y ha sido
siempre muy bueno conmigo y, además, estuvimos comprometidos muchos años. No me
parece, pues, político ni generoso romper con él de esa manera…
–No lo creo
–grité ya furioso–. No creo que exista ningún Furfew. Me parece una cosa de esas
que en los laboratorios crecen dentro de un vaso. Cómo es, a ver, explícame, cómo
es tu famoso amigo…
Se quedó pensando
mucho tiempo y finalmente me contestó:
–Es muy simpático
y muy agradable y usa un pequeño bigotito.
Más tarde pude
averiguar que el tal Furfew era nada menos que el Rockefeller de Chantry, dueño
de una gran fábrica de aguarrás. Estaba tan acostumbrado a que nadie tuviera dinero
en Chantry, que este descubrimiento me causó una desagradable sorpresa. Después
de esto, Furfew comenzó a visitar nuestra plantación y nuestra casa colonial a orillas
del río murmurador. Se acercaba a nuestra isla en una lancha de motor, pintada de
rojo y adornada con velas blancas y rojas… Siempre le salí al paso, amenazándolo
con una escopeta vieja.
Para colmo de
males, comenzaron a inquietarme los problemas de dinero. Cuando usted está enamorado
le gusta regalarle cosas a su novia y le gusta hacer bien las cosas. Dios sabe que
Eva no era interesada y que igual le contentaba que le ofreciera un refresco que
un par de guantes importados. Por cierto, siempre pensé que le gustarían más los
guantes…
No me había
desviado ni un ápice de mi programa de trabajo, pero no había podido hacer lo mismo
con el dinero. Cada semana me extralimitaba, pasándome de la cantidad que tenía
presupuestada. Y repito lo que dije al principio, que la gente que escribe libros
no sabe nada de dinero. Acaso algunos autores puedan escribir lo que es estar sin
plata; pero no he encontrado todavía ninguno que sepa lo que es tener suficientes
trajes y la comida asegurada y, sin embargo, saber que su novia depende de un dinero
que usted no tiene.
Yo podía, naturalmente,
volver al negocio de los juguetes y las novedades y Eva podía haber seguido trabajando.
Esto es lo que hubieran decidido nueve de cada diez personas. Pero yo no podía hacer
eso con Eva. Sencillamente no podía suceder así.
Yo quería llegar
a ella como un salvador o como un príncipe. Ser el primo del Norte que rescata la
plantación; yo quería todo o nada, lo mejor de lo mejor, y ante la sonrisa seductora
de Eva yo me sentía valeroso y capaz de las mayores proezas.
Además había
trabajado cerca de ocho meses, ocho meses de trabajo constante en mi novela y no
me parecía inteligente abandonarla. Ésta sería, quizás, el peldaño para el éxito,
mi iniciación en el mundo literario y luego el dinero y la gloria.
Eva nunca se
quejaba, aceptaba la situación tal cual era, pero nunca la comprendió. Como salida
final, me decía siempre que podíamos todos regresar a Chantry y vivir sin preocupaciones.
Pero yo no pertenezco a esa clase de individuos: si siquiera hubiesen en verdad
existido mi plantación y la casa colonial junto al río, pero yo sabía que en Chantry
–lugar que ya conocía como mis manos– no tendría yo nada que hacer, excepto aceptar
un empleo en la fábrica de aguarrás de Furfew, idea que no me agradaba lo más mínimo.
Poco a poco
me fui dando cuenta de que las Forge estaban ya gastando su último centavo y que
éste era el final de todas sus economías. Lo supe de casualidad, porque esta gente
nunca hablaba de dinero. Mas cuando está usted gastando y gastando todo lo que tiene,
llega un momento en que ya no tiene nada. Esto, sin embargo, parecía sorprender
mucho a las Forge. En aquellos momentos angustiosos yo hubiera deseado ser tan inconsciente
como ellas.
Eran más o menos
mediados de julio y un sábado por la tarde llegó Eva con la noticia de que la habían
despedido de su empleo, por un recorte. Acababa yo de revisar mis cuentas y cuando
ella me espetó la feliz noticia, comencé a reírme, a reírme de tal forma que no
podía callar.
Eva me miró
al principio con gran sorpresa, y luego ella también se puso a reír.
–Mi amor –me
dijo entre risa y risa–, eres lo más raro que he visto. Tú, que siempre tomas las
cosas tan en serio, ahora te ríes y no le das a mi despido ninguna importancia…
–Es una antigua
costumbre del Norte –respondí amargamente–. Ríe, payaso, ríe… En nombre del cielo,
Eva, ¿qué vamos a hacer?
–Creo que podría
conseguirme otro empleo, pero, mi amor, ¿tú crees que debo hacerlo? ¡Le he tomado
un odio espantoso a esas oficinas tan aburridas y tristes! Mi amor, ¿en serio crees
que deba sacrificarme y buscar otro trabajo?
–No importa,
mi amor, no importa –le contesté, todavía riendo–. Nosotros somos los únicos que
importamos…
–¡Qué lindo
y qué bueno eres, mi dulce amor! –respondió, notándose en su expresión una sensación
de descanso–. Así es exactamente como yo me siento. Y luego, cuando nos casemos,
nos preocuparemos de que Melissa y Luisa tengan todo lo que necesitan, así como
también nos haremos cargo de mamá… Sabes bien, mi amor, que ellas no podrían jamás
regresar sin mí a Chantry y, además, sería injusto que tuvieran que aguantar las
necesidades de mi prima Bella, con la que, como sabes, no nos llevamos…
–Por supuesto,
por supuesto –le dije–, cuando nos casemos todo se arreglará–. Y salimos al jardín
para empaparnos en aquella maravillosa luna de verano y para sentir las flores que
bajo la caricia lunar eran luminosas, misteriosas y pálidas como la tez de mi amada.
Sin embargo, aquella noche me di cuenta de que Furfew había acercado su canoa y
anclado frente a nuestra isla. Desde las ventanas de nuestra casa colonial pude
divisar su insignia.
No puedo describir
con precisión los dos meses siguientes. Fueron una verdadera barahúnda, en la que
estaban mezclados, unidos en íntimo consorcio, el sueño y la realidad. Melissa y
Luisa tuvieron que suspender sus clases, de manera que, la mayor parte del tiempo
estábamos todos en la casa. Muchísima gente llegaba. Unos eran visitantes, otros
cobradores, lo cierto es que, fueran quienes fueran, por lo general se quedaban
todos a comer. A Serena no le importaba, por el contrario, le encantaba que hubiera
invitados que celebraran su comida. Me acuerdo muy bien que casi con el último de
mis centavos pagué una cuenta de ocho jamones y no sé cuántas latas y kilos de café.
Hacía ya meses que la cuenta no se pagaba.
Muchas veces
nos apiñábamos en un Ford viejo de uno de los artistas amigos de Luisa y nos íbamos
todos a la playa. A Eva no le gustaba mucho nadar, pero en cambio le encantaba tenderse
en la arena. ¡Visión maravillosa que nunca se borrará de mi corazón! Cómo estaba
Eva de inquietante y de hermosa entre los colores verdes del mar y el ocre de la
playa, cómo se transparentaba su piel alabastrina bajo el sol fuerte del verano.
Y sin embargo, Eva se veía igual de arrobadora y bella cuando estaba sentada en
la mecedora de su casa, bajo la lámpara verde que le daba una apariencia de irrealidad.
Cuentan que
la época más alegre en Charleston fue durante lo más cruento de la guerra civil,
cuando la batalla de Sunter. Todos los charlestonianos estaban reunidos y, con la
amenaza de muerte encima, se divertían de lo lindo. Pude yo en aquel entonces, en
la casa de las Forge, darme cuenta de que esto era muy posible y muy humano. Habíamos
llegado al borde del precipicio y el destino ya no nos pertenecía.
***
Todo estaba enredado: mi corazón,
mis sueños y la realidad. Muchas veces, sentado en la playa con Eva, recorría, al
mismo tiempo, la plantación junto al río, recogiendo datos y dando órdenes a mi
capataz y planeando cosechas venideras. Llegué a idolatrar nuestra casa colonial
imaginaria y aún hoy la recuerdo con nostalgia. Furfew, por supuesto, comenzó a
darnos guerra, se acercaba cada vez más a las orillas de nuestro río… y empezaba
a inquietar a nuestros colonos… Entretanto, terminé la novela y comencé a revisarla.
Muchas veces Eva me preguntaba por qué no nos casábamos inmediatamente, asentando
que las cosas se arreglarían en el camino y que ésta sería la mejor solución. Pero
yo sabía que esto sencillamente no podía ser, no se puede usted casar sin tener
algún futuro. Empezamos, pues, a tener discusiones y esto vino a agriar nuestras
relaciones…
Adoraba a Eva
y, sin embargo, no me sentía capaz de algo grande. ¿Por qué no la seducía, como
lo hacen los protagonistas de las grandes novelas de amor? Esto quizás hubiera sido
para ambos la mejor solución. No me detenían prejuicios de orden moral, ni nunca
he sido pusilánime con las mujeres, pero esto era imposible, porque es imposible
seducir a un sueño.
Supe que Eva
y Furfew se habían continuado escribiendo y esto me irritaba de tal manera, que
no quise saber más del asunto. Sabía que el dinero de la herencia, el que me dejara
mi tío Barnard, se acababa y que todos mis ahorros estaban corriendo el mismo riesgo
y ya no importaba, sólo quería que las cosas siguieran como estaban, sentir la presencia
de Eva todos los días, escuchar su voz y contemplar su piel de flor extraña del
Sur…
Finalmente,
un día me enteré de que Furfew venía al Norte. Al principio la noticia casi no tuvo
importancia, por lo menos yo no comprendí su alcance. Andaba como sonámbulo y no
comprendía bien las cosas. Pero luego me di cuenta, luego me di cuenta…
Estábamos un
día Eva y yo sentados en el patio, una tarde llena de misterio, en la que mi amor
se transparentaba en algo reverente y hondo. Eva, como siempre, muy cerca y muy
lejos de mí. Serena, desde la cocina, cantaba: “El viejo gavilán se irá muy lejos…
se irá ahora muy lejos el viejo gavilán…” La voz de Serena aquella tarde me pareció
profética, yo sabía quién era el viejo gavilán… La cabeza de Eva reposaba sobre
mi hombro y mis brazos se enlazaban alrededor de su talle, pero estábamos tan lejos
como Brooklyn y Nueva York, bajados todos los puentes que los comunican. Alguien
estaba haciendo el amor, alguien sintiendo cosas hondas, pero no éramos Eva ni yo.
–¿Cuándo llega?
–pregunté.
–Salió ayer
en su automóvil –me contestó fríamente.
–Llega el feliz
caballero, el moderno Lochinvar trayendo en vez de escudo el parabrisas. ¿Tendrá,
por supuesto, una gran máquina…?
–Sí, tiene un
auto muy potente…
–¡Oh, Eva… Eva!
¿No se te destroza la vida? ¿No se te rompe el corazón?
–¿Por qué… por
qué, amor mío? –respondió, atrayéndome hasta ella. Estuvimos abrazados mucho tiempo…
mucho tiempo. Eva fue extremadamente gentil. Recuerdo bien aquel atardecer en que
nuestro amor se ocultaba como el sol.
Yo me pasé la
noche despierto, revisando mi novela. Y antes de que me durmiera llegó Furfew, llegó
como el amo hasta la puerta de nuestra plantación y penetró en nuestro refugio.
Se abrieron las puertas de la casa colonial junto al río murmurador y me di cuenta
exacta de lo que iba a pasar.
En su flamante
Packard llegó al día siguiente. No era antipático, viejo ni feo. Era un poco mayor
que yo, con cabello muy negro, ojos soñadores, trajeado muy elegantemente y con
una voz suave y lejana, del Sur. En el momento en el que lo vi cerca de Eva, supe
que todo había terminado para mí. Bastaba verlos un instante para saber que pertenecían
a una misma casta.
Furfew era un
hombre de negocios, me di cuenta de ello inmediatamente; pero debajo de todas estas
cosas externas, Eva y él eran lo mismo. Esto nada tenía que ver con fidelidad, amor
o crueldad; ambos eran gatos del mismo tejado. Y si usted es un perro y se enamora
de un gato, no es culpa del gato. Eso había pasado: ellos eran iguales y yo era
diferente…
Furfew trajo
unas botellas de licor de maíz elaborado en el Sur. Él y yo bebimos hasta entrada
la noche. Ambos tratábamos de ser generosos y nobles y arreglamos todo en esa forma.
Lo más chistoso es que Furfew me cayó muy bien. El caballero feliz, el triunfador,
el Lochinvar que me traía la muerte y la destrucción, no fue para mí un hombre odioso
y me simpatizó, a pesar mío Yo le permití la entrada a mi casa colonial, donde Eva
y yo vivíamos juntos, casados, y él fue nuestro amigo y huésped… ¡Qué loco… qué
loco estaba yo…!
Al día siguiente
todos se fueron a un día de campo en el carro de Furfew y yo preferí permanecer
en casa releyendo mi novela. La leí, la leí muchas veces y la encontré detestable.
Quise hacer una heroína como Eva y fallé, fallé miserablemente. La novela no servía
para nada. A veces pasa eso también en las fábricas de juguetes y novedades; cree
usted que ha fabricado una maravilla y al final resulta que el juguete no pega y
hay que destruirlo.
Así que cogí
mi famosa novela y la eché al fuego. Una a una vi quemarse sus páginas y con ellas,
todos mis sueños de autor. Esperé largo tiempo, porque quemar cuatrocientas páginas
toma mucho tiempo…
Cuando terminé,
pasé por la cocina y vi a Serena, que estaban cortando pan. Al pasar, me le quedé
viendo y todo mi rencor me salió a los labios.
–Serena –le
dije–, ojalá que te quemes en los infiernos…
Siempre, desde
el primer día en que vine a casa de las Forge, le había querido decir eso. La negra
se me quedó viendo y luego siguió cortando el pan, moviendo el cuchillo amenazadoramente.
Subí enseguida a mi habitación, y sentí que el cuchillo de Serena me tocaba la espalda.
Cuando al fin
me metí a la cama, permanecí mucho tiempo pensando que algo muy mío se había terminado,
que se había muerto lo que yo más quería y que no resucitaría jamás. No era solamente
el final de Eva y el final de mis ilusiones de autor, era algo más trágico, era
el final de mi juventud. Esa cosa que todos, tarde o temprano, tenemos que perder,
sólo que en otros se va desvaneciendo poco a poco y a mí se me terminó de golpe.
Permanecí despierto
casi toda la noche y los oí regresar de su día de campo. Sentí que al poco rato
Eva abría la puerta de mi cuarto muy despacio, pero me hice el dormido y no dije
nada…
Ya no hay, después
de esto, mucho que contar. Furfew arregló todo, y no me digan que los del Sur no
se mueven rápido cuando quieren, lo cierto es que vinieron los empacadores y empacaron
todo, muebles, etc., en un momento y, cuatro días después se fueron todos a Chantry
en el automóvil de Furfew. Aparentemente, Furfew no quería por ningún motivo perder
a Eva, pero a mí ya no me importaba, ya nada de ellos me importaba, ni siquiera
saber que la prima Belle y la señora Forge habían hecho las paces.
Eva me dio un
beso de adiós; todas me besaron, la madre y las dos hermanas. Se sentían tristes
y alegres pensando en que regresaban al Sur, y quizás recordando algo de sus amigos
de Brooklyn. Al verlas otra vez tan compuestas, nadie hubiera imaginado que habían
visto en su vida a un cobrador. Pero así eran ellas…
–No me escribas
–le dije a Eva–. No me escribas, señora Lochinvar…
Enarcó sus bellas
cejas en un gesto de sorpresa:
–¿Por qué, amor
mío? ¿Por qué no voy a escribirte?
Estoy casi seguro
de que me escribió; puedo imaginarme el perfume de sus cartas y todo lo que decían,
pero nunca las recibí, porque cuando salí de Brooklyn no dejé dirección alguna.
Quien estaba
verdaderamente apesadumbrado era el señor Budd. Ambos permanecimos en la casa poco
más de una semana, preparando nuestras propias comidas y durmiendo cubiertos con
nuestros abrigos. El contrato no vencía hasta el primero del mes y Furfew arregló
con el dueño de la casa que estuviéramos allí hasta el fin de mes.
Todos los días
el señor Budd suspiraba:
–Siempre supe
que esta gente estaba loca, pero qué comidas. Nunca volveré a encontrar otra parte
donde se coma tan bien. Usted es joven y puede comer cualquier cosa, pero cuando
uno ya está viejo, tiene que cuidarse…
El señor Budd
estaba equivocado. Yo ya no era joven. Si lo hubiera sido, no me hubiera pasado
toda la semana concibiendo, planeando dos o tres novedades y unos cuantos juguetes.
Uno de estos era una muñequita que bailaba charleston, le puse Jiggetty Jane, y
con ese nombre le dio la vuelta a Estados Unidos. Hice otra que tenía la cara de
Serena, pero era tan parecida que se la cambié. Los que me compraron estos juguetes
se enriquecieron y yo pude establecer mi negocio propio.
Ya nadie me
pudo detener y hoy soy rico. Cuando se deshace uno de su juventud ya nada ni nadie
lo puede parar.
Aquel mismo
otoño conocí a Marian y nos casamos un año después. Ella tiene mucho sentido común
y nos hemos entendido a las mil maravillas. Tuvimos hijos, quizás un poco temprano,
pero Marian siempre quiso tenerlos. Me satisface que tenga niños y que le guste
la vida del hogar; allí puede hacer lo que quiera, incluso leer novelas de amor.
Nunca, en ningún
diario o revista, he visto el nombre de Eva o el de Furfew. Me imagino que Chantry,
el pueblecito del Sur, nunca sale en los periódicos. Creo que seguirán allí, pues
no puedo imaginarme que alguno de ellos se haya muerto. Me parece que vivirán eternamente.
Pese a todo,
me daría gusto volver a ver a Furfew. El hombre me simpatizaba; lo único que tengo
que reprocharle es que se haya llevado a Eva tan pronto, antes de que se terminara
el contrato de la casa. Con el contrato se terminaba el año, y Eva y yo hubiéramos
cumplido un año de conocernos.
Ahora me acuesto
y siento que Marian está a mi lado y ya no pienso en Brooklyn ni en la novela ni
en la casa colonial junto al río murmurador. Sólo una vez que fui a Chicago a una
convención y tomé más de la cuenta, pensé que estaba del otro lado del río, desde
donde podía ver la plantación y la casa colonial; pero que en la casa no vivía nadie
y que ni Eva ni nadie salió a la ventana ni abrió la puerta.
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