Alfonso Rodríguez Castelao
Para tranquilizar la
conciencia eché mi título de médico en el fondo de la gaveta y busqué otro tipo
de trabajo para vivir. Las gentes ya no sabían que yo era dueño de tan terrible
licencia oficial; pero una noche fueron solicitados mis servicios.
Era
domingo. Melchor, el tabernero, me esperaba junto a la puerta. Me dio las “buenas
noches” y rompió a llorar, y por entre los sollozos le salían las palabras tan
estrujadas, que solamente logró decirme que tenía un hijo a punto de morir.
El
pobre padre tiraba de mí, y yo me dejaba llevar, cautivado por su dolor. ¡En
realidad, yo era médico titulado y no podía negarme! Y tuve tan fuertes ansias
de complacerlo, que sentí brotar en mis adentros una gran ciencia…
Cuando
llegamos a la casa de Melchor, conseguí desprenderme de sus manos, y con
disimulada pena le confesé que sabía poco de la carrera…
–Piensa
que hace muchos años que no visito enfermos.
Y
entonces Melchor, haciendo un esfuerzo, me dijo pausadamente:
–Mi
hijo ya no necesita médicos. Yo ya sé que el pobre no sale de esta noche. ¡Y se
me va, señor; se me va y no tengo ningún retrato suyo!
¡Ay!,
yo no había sido llamado como médico, yo había sido llamado como retratista, y
al instante sentí ganas amargas de echarme a reír.
Y
por verme libre de trabajo tan macabro le dije que una fotografía era mejor que
un dibujo, le aseguré que por la noche pueden hacerse fotografías, y echando
mano de muchos razonamientos logré que Melchor se apartase de mí en busca de un
fotógrafo.
La
cosa quedaba arreglada, y me fui a dormir con mil ideas enredadas en la cabeza.
Cuando
estaba cogiendo el sueño llamaron a mi puerta. Era Melchor.
–¡Los
fotógrafos dicen que no tienen magnesio!
Y
me lo dijo temblando de angustia. La cara muy pálida y los ojos como dos
pezones de carne roja de tanto llorar.
Jamás
vi un hombre tan deshecho por el dolor.
Suplicaba,
suplicaba, y me cogía las manos, y tiraba de mí, y el desdichado decía cosas
que me abrían las entrañas:
–Tenga
consideración, señor. Dos trazos de usted en un papel y ya podré mirar siempre
la carita de mi niño. ¡No me deje en la oscuridad, señor!
¡Quién
tendría corazón para negarse! Cogí papel y lápiz y allá me fui con Melchor
dispuesto a hacer un retrato del muchacho moribundo.
Todo
estaba en calma y todo estaba silencioso. Una luz mortecina alumbraba, en
amarillo, dos caras estremecedoras que olfateaban la muerte. El niño era el
centro de aquella pobreza de la materia.
Sin
decir nada, me senté a dibujar lo que contemplan mis ojos de tierra, y
solamente al cabo de algún tiempo conseguí acostumbrarme al drama que
presenciaba y aun olvidarlo un poco, para poder trabajar, entusiasmado, como un
artista. Y cuando el dibujo estaba ya en su punto, la voz de Melchor, agrandada
por tanto silencio, me hirió con estas palabras:
–Por
el alma de sus difuntos, no me lo retrate así. ¡No le ponga esa cara tan
cadavérica y tan triste!
Confieso
que al volver a la realidad no supe qué hacer y me puse a repasar las líneas ya
trazadas del retrato. El silencio fue roto nuevamente por Melchor:
–Usted
bien sabe cómo era mi niño. Haga memoria, señor, y dibújemelo riendo.
De
repente surgió en mí una gran idea. Rompí el trabajo, concentré mi mirada en un
nuevo papel blanco y dibujé un niño imaginario. Inventé un niño muy bonito, muy
bonito: un ángel de retablo barroco sonriendo.
Entregué
el dibujo y salí huyendo, y, en el momento de poner el pie en la calle, oí que
lloraban dentro de la casa. La muerte había llegado.
Ahora
Melchor se consuela mirando mi obra, que está colgada encima de la cómoda, y
siempre dice con la mejor fe del mundo:
–He
tenido muchos hijos, pero el más bonito de todos fue el que se me murió. Ahí
está el retrato, que no miente.
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