John Updike
Entran esas tres chicas
con nada más que el traje de baño puesto. Yo estoy en la tercera caja, de espaldas
a la puerta, de modo que no las veo hasta que están junto al pan. La que primero
me llamó la atención fue la del bikini verde a cuadros. Era una chica llenita, muy
morena y con nalgas grandes y encantadoras, de aspecto blando, con esas dos medialunas
blancas justo debajo, donde el sol nunca parece llegar, en la parte superior de
detrás de las piernas. Me quedé parado con un paquete de galletas HiHo en la mano,
tratando de recordar si lo había marcado o no. Vuelvo a marcarlo y la clienta empieza
a ponerme como trapo. Es una de esas vigilantes-de-cajas-registradoras, una bruja
cincuentona con carmín en los pómulos y sin cejas, y sé que le ha alegrado la vida
cogerme en una falta. Lleva cincuenta años vigilando cajas registradoras y seguramente
no ha visto una equivocación en su vida.
Para
cuando conseguí calmarla y meter su compra en una bolsa –me suelta un pequeño resoplido
al pasar; de haber nacido en el momento adecuado la habrían quemado en Salem–, para
cuando logré que siguiera su camino, las chicas ya habían rodeado el pan y regresaban,
sin carrito, en dirección a mi caja a lo largo de los mostradores, por el pasillo
que hay entre las cajas registradoras y los cubos Special. Ni siquiera iban calzadas.
Allí estaba la llenita del bikini –era de un color verde intenso, las costuras del
sujetador seguían rígidas y ella tenía la barriga todavía muy pálida, de modo que
acababa de comprárselo (el bikini)–, allí estaba ella, con una de esas caras regordetas
como fresas, los labios apretujados bajo la nariz, ella y una chica alta de pelo
negro que no se le había rizado del todo, con esas marcas de moreno debajo de los
ojos y la barbilla demasiado larga –ya sabes, la clase de chica que las otras chicas
encuentran muy “llamativa” y “atractiva” pero que no acaba de conseguirlo, como
ellas muy bien saben, lo que explica por qué les cae tan bien–, y la tercera, que
no era tan alta. Ella era la reina. En cierto modo conducía a las otras dos, que
echaban miraditas alrededor y se encorvaban. Ella no miraba alrededor, la reina
no, se limitaba a andar en línea recta y despacio sobre esas piernas largas y blancas
de prima donna. Bajaba con un poco de excesiva fuerza sobre los talones,
como si nunca anduviera tanto tiempo descalza, apoyándolos en el suelo y dejando
que el peso se desplazara hacia los dedos, como si tanteara el suelo a cada paso,
poniendo en ello un poco de movimiento extra deliberado. Nunca sabes con seguridad
cómo funciona la mente de una chica (¿crees realmente que allí dentro hay una mente
o solo un pequeño zumbido como una abeja en un tarro de cristal?), pero te dabas
cuenta de que ella era la que había convencido a las otras para que la acompañaran
allí, y ahora estaba enseñándoles a hacerlo, a andar despacio y mantenerse erguidas.
Llevaba
un traje de baño de un color rosa sucio –tal vez beige, no lo sé–, cubierto todo
él de protuberancias y, lo cual me perturbó, los tirantes bajados. Estos estaban
retirados de los hombros y le caían sueltos sobre la parte superior de los brazos,
y, supongo que como consecuencia, el bañador se le había resbalado ligeramente,
de modo que alrededor de la parte superior de la tela había un borde brillante.
De no haber estado allí, uno no habría sabido que podía existir algo más blanco
que esos hombros. Sin los tirantes, entre la parte superior del bañador y la coronilla
no había nada aparte de ella misma, ese plano limpio y desnudo de la parte superior
del pecho que descendía desde los huesos de los hombros como una lámina metálica
abollada inclinada a la luz. Me refiero a que era más que bonito.
Tenía
el pelo de un color roble decolorado por el sol y la sal, y recogido en un moño
que se deshacía, y una cara algo mojigata. Supongo que es la única cara que puedes
tener para entrar en el A & P¹ con los tirantes bajados. Iba con la cabeza tan
alta que el cuello, que se elevaba de esos hombros blancos, parecía como estirado,
pero a mí no me importaba. Cuanto más largo fuera el cuello más habría de ella.
Con
el rabillo del ojo debía de haberse fijado en mí y, por encima de mi hombro, en
Stokesie, que observaba en la segunda caja, pero ella no se inclinó. No esta reina.
Siguió recorriendo los estantes con la mirada, luego se detuvo y se volvió tan despacio
que el vientre me rozó el interior del delantal, y llamó a las otras dos, que se
apretujaron contra ella pidiendo socorro, y entonces las tres echaron a andar por
el pasillo de comida-para-gato-y-perro-cereales-para-el-desayuno-macarrones-arroz-pasas-especias-pasta-para-untar-sobre-pan-espaguetis-refrescos-y-galletas.
Desde la tercera caja yo alcanzaba a ver ese pasillo hasta el mostrador de la carne,
y las seguí con la mirada. La llenita del bronceado jugueteó con las galletas, pero
se lo pensó mejor y volvió a dejarlas en el estante. Los borregos que empujaban
sus carritos por el pasillo –las chicas caminaban en contra del tráfico habitual
(no es que tengamos señales de dirección única ni nada parecido)– eran bastante
cómicos. Los veías dar una sacudida, pegar un brinco o hipar cuando reparaban en
los hombros blancos de la reina, pero volvían a clavar rápidamente la mirada en
sus carros y seguían empujando. Apuesto a que podrías volar con dinamita un A &
P, y la gente en general seguiría alargando el brazo, tachando los copos de avena
de sus listas y murmurando: “Veamos, había una tercera cosa, empezaba por E, espárragos,
no, ah, sí, espaguetis” o lo que sea que murmuran. Pero no había duda, eso los sacudió.
Unas cuantas esclavas domésticas con rulos hasta miraron hacia atrás después de
pasar por su lado empujando sus carritos, para asegurarse de que habían visto correctamente.
Ya
sabes, una cosa es una chica en bañador en la playa, donde con el resplandor nadie
se ve demasiado bien de todos modos, y otra en el frío del A & P, bajo los tubos
fluorescentes y contra todos esos paquetes amontonados, deslizando sus pies descalzos
por nuestro suelo de baldosas de goma a cuadros verdes y crema.
–Oh,
papi –exclamó Stokesie a mi lado–, estoy tan mareado.
–Agárrame,
querido –dije yo. Stokesie está casado y con dos bebés apuntados ya en su fuselaje,
pero que yo sepa esa es la única diferencia. Tiene veintidós años, y yo he cumplido
diecinueve este abril.
–¿No
te parece de mal gusto? –pregunta el hombre casado responsable, recuperando el habla.
He olvidado decir que cree que será gerente algún día soleado, tal vez en 1999,
cuando se llame Gran Compañía de Té de Alexandrov y Petrooshki o algo por el estilo.
Lo
que él quería decir es que nuestro pueblo está a ocho kilómetros de una playa, con
una gran colonia de veraneantes en el promontorio, pero nosotros estamos en medio
del pueblo, y las mujeres suelen ponerse una blusa, o pantalones cortos o algo antes
de bajar del coche. Y de todos modos suelen ser mujeres con seis hijos y varices
en las piernas, y a nadie, incluidas ellas mismas, podría importarles menos. Como
digo, estamos en medio del pueblo, y si te paras ante nuestras puertas principales
ves dos bancos, la iglesia congregacionalista, el puesto de periódicos, tres agencias
inmobiliarias y unas veintisiete taladradoras viejas levantando la calle Central
porque ha vuelto a estropearse la alcantarilla. No es que estemos en el cabo; estamos
al norte de Boston, y en esta ciudad hay gente que hace veinte años que no ve el
mar.
Las
chicas habían llegado al mostrador de la carne y preguntaban algo a McMahon. Él
señaló, ellas señalaron y desaparecieron tras una pirámide de melocotones Diet Delight.
Todo lo que veíamos ahora era al viejo McMahon dándose palmaditas en la boca y siguiéndolas
con la mirada midiendo sus articulaciones. Pobres chicas, empecé a compadecerme
de ellas, no podían evitarlo.
Aquí
viene la parte triste de la historia, al menos mi familia dice que lo es, aunque
a mí no me lo parece tanto. El supermercado estaba bastante vacío porque era un
jueves por la tarde, de modo que no había gran cosa que hacer aparte de apoyarse
en la caja registradora y esperar a que volvieran a aparecer las chicas. Todo el
establecimiento era como una máquina de flíper, y yo no sabía de qué túnel saldrían.
Al cabo de un rato salieron del pasillo del fondo rodeando las bombillas, los discos
con descuento de los Caribbean Six o canciones de Tony Martin o alguna otra porquería
en la que te asombra que la gente se gaste el dinero, paquetes de seis chocolatinas
y juguetes de plástico envueltos en celofán que se caen en pedazos en cuanto los
mira un niño. Por allá vienen, la reina todavía abriendo la marcha con un pequeño
pote gris en las manos. Están cerradas de la caja registradora tres a la siete,
y la veo titubear entre Stokes y yo, pero Stokesie, con su habitual suerte, atrae
a un viejo con pantalones grises muy holgados que se acerca dando traspiés con cuatro
latas gigantes de jugo de piña (¿qué hacen esos vagabundos con todo ese jugo de
piña?), así que las chicas se dirigen hacia mí. La reina deja el frasco y yo lo
cojo entre mis dedos helados. Arenques de Primera Calidad en Nata Agria Kingfish;
49 centavos. Pero tiene las manos vacías, sin anillos ni pulseras, desnudas como
las creó Dios, y me pregunto de dónde va a salir el dinero. Todavía con esa expresión
mojigata saca un billete doblado de un dólar del hueco que hay en el centro del
borde superior de su bañador rosa con protuberancias. El pote se volvió pesado en
mis manos. La verdad, me pareció tan encantador.
De
pronto la suerte de todos empieza a agotarse. Lengel entra después de discutir en
el estacionamiento con un camión lleno de coles, y se dispone a escabullirse por
esa puerta en la que se lee Gerente, detrás de la cual se esconde el día
entero, cuando se fija en las chicas. Lengel es un hombre bastante gris que da catequesis
a niños los domingos y demás, pero eso no se le pasa por alto. Se acerca y dice:
–Niñas,
no están en la playa.
La
reina se sonroja, aunque tal vez es una quemadura del sol que advierto por primera
vez, ahora que está tan cerca.
–Mi
madre me ha pedido que compre un pote de arenques para el aperitivo.
La
voz me sobresalta, de la forma en que lo hacen las voces cuando ves a alguien por
primera vez, brotando tan apagada e insulsa, y al mismo tiempo tan petulante, al
recalcar “compre” y “aperitivo”. De pronto me deslicé a través de su voz a su sala
de estar. Su padre y otros hombres estaban de pie, con chaquetas crema y pajarita,
y las mujeres iban con sandalias y pescaban arenques con un palillo de una gran
fuente de cristal, y todos bebían algo de color agua con una aceituna y hojas de
menta. Cuando mis padres tienen visitas compran limonada y, si es una reunión realmente
animada, Schlitz en vasos altos con una tira cómica de They’ll Do It Every Time
en cada uno.
–Eso
está muy bien –dijo Lengel–. Pero no están en la playa.
El
hecho de que lo repitiera me pareció divertido, como si se le acabara de ocurrir
y llevara todos esos años pensando que el A & P era una gran duna y él era jefe
de los socorristas. No le gustó que yo sonriera –como he dicho, no se le pasaba
nada por alto–, pero se concentró en mirar a las chicas con esa expresión de director
de la escuela dominical.
Los
colores de la reina no se deben al sol ahora, y la gordita del bikini a cuadros,
la que me gustaba más de espaldas –unas nalgas realmente encantadoras–, salta:
–No
estábamos comprando. Solo hemos venido por una cosa.
–Eso
no cambia nada –dice Lengel, y veo por la forma en que mueve los ojos que no se
había fijado antes en que iba en bikini–. Queremos que estén decentemente vestidas
cuando vengan aquí.
–Somos
decentes –replica de pronto la reina, sacando el labio inferior y picándose al recordar
de dónde viene, un lugar desde el cual la gente que lleva el A & P debe de parecer
bastante horrible. Los Arenques de Primera Calidad brillan con luz mortecina en
sus ojos muy azules.
–No
quiero discutir con ustedes, chicas. En adelante vengan con los hombros cubiertos.
Son las normas.
Lengel
se da media vuelta. Esas son las normas para usted. Normas es lo que quiere la gente
importante. Lo que los demás queremos es delincuencia juvenil.
Todo
el tiempo habían seguido llegando clientes con carros pero, como puedes imaginarte,
los borregos, al ver la escena, se habían amontonado frente a Stokesie, quien abrió
una bolsa de compras con tanta delicadeza como si pelara un melocotón, sin querer
perderse una sílaba. Yo notaba en el silencio que todo el mundo se estaba poniendo
nervioso, sobre todo Lengel, quien me preguntó:
–¿Has
marcado su compra, Sammy?
Pensé
antes de responder.
–No.
Pero
no era en eso en lo que pensaba yo. Busco las teclas, 4, 9, COM, TOT… es más complicado
de lo que te piensas, y después de hacerlo lo bastante a menudo empieza a componer
una cancioncilla que oyes con letra, en mi caso: “¡Hola (bing), gente (gung) feliz
(plaf)!”, siendo el plaf el cajón al abrirse de golpe. Aliso el billete, con ternura
como puedes imaginarte, acaba de salir de entre las dos cucharadas de vainilla más
cremosa que sabía que podían existir, pongo medio dólar y un centavo en su mano
estrecha y rosada, acurruco los arenques en una bolsa, le retuerzo el cuello y se
la doy, sin dejar de pensar.
Las
chicas, y lo comprendo perfectamente, tienen prisa por largarse, de modo que digo
a Lengel:
–Yo
renuncio –lo bastante rápido para que ellas me oigan, esperando que se detengan
y me miren, su insospechado héroe.
Ellas
siguen andando, pasan por la célula fotoeléctrica, las puertas se abren de golpe
y ellas cruzan temblorosas el estacionamiento hasta el carro, la Reina, la de Cuadros
y la Tonta Alta (no estaba tan mal como materia prima), dejándome con Lengel y el
tic nervioso de su ceja.
–¿Has
dicho algo, Sammy?
–He
dicho que renuncio.
–Eso
me ha parecido oír.
–No
tenía por qué avergonzarlas de ese modo.
–Eran
ellas las que estaban avergonzándonos.
Empecé
a decir algo que salió como “Tonteces”. Es una expresión típica de mi abuela y sé
que se habría puesto contenta.
–No
creo que sepas lo que estás diciendo –dijo Lengel.
–Sé
que no lo cree –dije–. Pero yo sí lo creo.
Tiré
del lazo de detrás de mi delantal y empecé a quitármelo por los hombros. Un par
de clientes que se habían acercado a mi caja chocaron entre sí, como cerdos asustados
en un tobogán.
Lengel
suspira y se vuelve muy paciente, viejo y gris. Hace años que es amigo de mis padres.
–Sammy,
no quieres hacerles esto a tus padres –me dice.
Es
cierto, no quiero. Pero creo que una vez que empiezas un gesto es fatal no llevarlo
hasta el final. Doblo el delantal, con “Sammy” cosido en rojo en el bolsillo, lo
dejo en el mostrador y pongo la pajarita encima. La pajarita es de ellos, por si
te interesa.
–Lo
lamentarás el resto de tu vida –dice Lengel, y sé que eso también es cierto, pero
el recuerdo de cómo ha hecho sonrojar a esa bonita chica me deja tan crujiente por
dentro que aprieto la tecla de “Sin Venta”, la máquina runrunea “gente” y el cajón
se abre con un plaf. Una ventaja de que esta escena tenga lugar en verano es que
puedo finalizarla con una salida elegante, no he de ir por el abrigo y los chanclos
de goma, me limito a cruzar despacio la célula fotoeléctrica con la camisa blanca
que mi madre me planchó anoche, la puerta se abre sola y fuera el sol patina sobre
el asfalto.
Busqué
a mis chicas con la mirada, pero habían desaparecido, por supuesto. No había nadie
aparte de un matrimonio joven gritando a sus hijos por un dulce que no habían cogido,
junto a la portezuela de una furgoneta Falcon azul claro. Al volver la vista hacia
los grandes escaparates, por encima de las bolsas de musgo de turba y los muebles
de jardín de aluminio amontonados en la acera, alcancé a ver a Lengel en mi puesto
en la caja, cobrando a los borregos que desfilaban ante él. Tenía la cara gris y
la espalda rígida, como si le acabaran de inyectar hierro, y se me encogió el estómago
al comprender lo hostil que iba a ser el mundo para mí en el futuro.
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