Ramón del Valle Inclán
I
Cercaba el
palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares
blanqueaban estatuas de dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los
laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún
tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua
temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada.
La
Condesa casi nunca salía del palacio. Contemplaba el jardín desde el balcón
plateresco de su alcoba, y con la sonrisa amable de las devotas linajudas, le
pedía a Fray Ángel, su capellán, que cortase las rosas para el altar de la
capilla. Era muy piadosa la Condesa. Vivía como una priora noble retirada en
las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia
el pasado. ¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas!
Carlota Elena, Aguiar y Bolaño, Condesa de Porta-Dei, las aprendiera cuando
niña deletreando los rancios nobiliarios. Descendía de la casa de Barbanzón,
una de las más antiguas y esclarecidas, según afirman ejecutorias de nobleza y
cartas de hidalguía signadas por el Señor Rey Don Carlos I. La Condesa guardaba
como reliquias aquellas páginas infanzonas aforradas en velludo carmesí, que de
los siglos pasados hacían gallarda remembranza con sus grandes letras floridas,
sus orlas historiadas, sus grifos heráldicos, sus emblemas caballerescos, sus
cimeras empenachadas y sus escudos de diez y seis cuarteles, miniados con
paciencia monástica, de gules y de azur, de oro y de plata, de sable y de
sinople.
La
Condesa era unigénita del célebre Marqués de Barbanzón, que tanto figuró en las
guerras carlistas. Hecha la paz después de la traición de Vergara –nunca los
leales llamaron de otra suerte al convenio–, el Marqués de Barbanzón emigró a
Roma. Y como aquellos tiempos eran los hermosos tiempos del Papa-Rey, el
caballero español fue uno de los gentiles-hombres extranjeros con cargo
palatino en el Vaticano. Durante muchos años llevó sobre sus hombros el manto
azul de los guardias nobles y lució la bizarra ropilla acuchillada de
terciopelo y raso. ¡El mismo arreo galán con que el divino Sanzio retrató al
divino César Borgia!
Los
títulos de Marqués de Barbanzón, Conde de Gondariu y Señor de Goa,
extinguiéronse con el buen caballero Don Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, que
maldijo en su testamento, con arrogancias de castellano leal, a toda su
descendencia, si entre ella había uno solo que, traidor y vanidoso, pagase
lanzas y anatas a cualquier Señor Rey que no lo fuese por la Gracia de Dios. Su
hija admiró llorosa la soberana gallardía de aquella maldición que se levantaba
del fondo de un sepulcro, y acatando la voluntad paterna, dejó perderse los
títulos que honraran veinte de sus abuelos, pero suspiró siempre por aquel
Marquesado de Barbanzón. Para consolarse solía leer, cuando sus ojos estaban
menos cansados, el nobiliario del Monje de Armentáriz, donde se cuentan los
orígenes de tan esclarecido linaje.
Si
más tarde tituló de Condesa fue por gracia pontificia.
II
La mano
atenazada y flaca del capellán levantó el blasonado cortinón de damasco
carmesí:
–¿Da
su permiso la Señora Condesa?
–Adelante,
Fray Ángel.
El
capellán entró. Era un viejo alto y seco, con el andar dominador y marcial.
Llegaba de Barbanzón, donde había estado cobrando los florales del mayorazgo.
Acababa de apearse en la puerta del palacio, y aún no se descalzara las
espuelas. Allá, en el fondo del estrado, la suave Condesa suspiraba tendida
sobre el canapé de damasco carmesí. Apenas se veía dentro del salón. Caía la
tarde adusta e invernal. La Condesa rezaba en voz baja, y sus dedos, lirios
blancos aprisionados en los mitones de encaje, pasaban lentamente las cuentas
de un rosario traído de Jerusalén. Largos y penetrantes alaridos llegaban al
salón desde el fondo misterioso del palacio: agitaban la oscuridad, palpitaban
en el silencio como las alas del murciélago Lucifer… Fray Ángel se santiguó:
–¡Válgame
Dios! ¿Sin duda el Demonio continúa martirizando a la Señorita Beatriz?
La
Condesa puso fin a su rezo, santiguándose con el crucifijo del rosario, y
suspiró: ¡Pobre hija mía! El Demonio la tiene poseída. A mí me da espanto oírla
gritar, verla retorcerse como una salamandra en el fuego… Me han hablado de una
saludadora que hay en Celtigos. Será necesario llamarla. Cuentan que hace
verdaderos milagros. Fray Ángel, indeciso, movía la tonsurada cabeza:
–Sí
que los hace, pero lleva, veinte años encamada.
–Se
manda el coche, Fray Ángel.
–Imposible
por esos caminos, señora.
–Se
la trae en silla de manos.
–Únicamente.
¡Pero es difícil, muy difícil! La saludadora pasa del siglo… Es una reliquia…
Viendo
pensativa a la Condesa, el capellán guardó silencio: era un viejo de ojos
enfoscados y perfil aguileño, inmóvil como tallado en granito. Recordaba esos
obispos guerreros que en las catedrales duermen o rezan a la sombra de un arco
sepulcral. Fray Ángel había sido uno de aquellos cabecillas tonsurados que
robaban la plata de sus iglesias para acudir en socorro de la facción. Años
después, ya terminada la guerra, aún seguía aplicando su misa por el alma de
Zumalacárregui. La dama, con las manos en cruz, suspiraba. Los gritos de
Beatriz llegaban al salón en ráfagas de loco y rabioso ulular. El rosario
temblaba entre los dedos pálidos de la Condesa, que, sollozante, musitaba casi
sin voz:
–¡Pobre
hija! ¡Pobre hija!
Fray
Ángel preguntó:
–¿No
estará sola?
La
Condesa cerró los ojos lentamente al mismo tiempo que, con un ademán lleno de
cansancio, reclinaba la cabeza en los cojines del canapé:
–Está
con mi tía la Generala y con el Señor Penitenciario, que iba a decirle los
exorcismos.
–¡Ah!
¿Pero está aquí el Señor Penitenciario?
La
Condesa respondió tristemente:
–Mi
tía le ha traído.
Fray
Ángel habíase puesto en pie con extraño sobresalto.
–¿Qué
ha dicho el Señor Penitenciario?
–Yo
no le he visto aún.
–¿Hace
mucho que está ahí?
–Tampoco
lo sé, Fray Ángel.
–¿No
lo sabe la Señora Condesa?
–No…
He pasado toda la tarde en la capilla. Hoy comencé una novena a la Virgen de
Bradomín. Si sana mi hija, le regalaré el collar de perlas y los pendientes que
fueron de mi abuela la Marquesa de Barbanzón.
Fray
Ángel escuchaba con torva inquietud. Sus ojos, enfoscados bajo las cejas,
parecían dos alimañas monteses azoradas. Calló la dama suspirante. El capellán
permaneció en pie.
–Señora
Condesa, voy a mandar ensillar la mula, y esta noche me pongo en Celtigos. Si
se consigue traer a la saludadora, debe hacerse con un gran sigilo. Sobre la
madrugada ya podemos estar aquí.
La
Condesa volvió al cielo los ojos, que tenían un cerco amoratado.
–¡Dios
lo haga!
Y
la noble señora, arrollando el rosario entre sus dedos pálidos, levantóse para
volver al lado de su hija. Un gato que dormitaba sobre el canapé saltó al
suelo, enarcó el espinazo y la siguió maullando… Fray Ángel se adelantó: la
mano atezada y flaca del capellán sostuvo el blasonado cortinón. La Condesa
pasó con los ojos bajos y no pudo ver cómo aquella mano temblaba.
III
Beatriz
parecía una muerta: con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los
brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera,
legado a la Condesa por Fray Diego Aguiar, un Obispo de la noble casa de
Barbanzón tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala
entarimada de castaño, oscura y triste. Tenía angostas ventanas de montante
donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica
ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes. El Señor
Penitenciario y Misia Carlota, la Generala, retirados en un extremo de la
alcoba, hablaban muy bajo. El canónigo hacía pliegues al manteo. Sus sienes
calvas, su frente marfileña, brillaban en la oscuridad. Rebuscaba las palabras
como si estuviese en el confesionario, poniendo sumo cuidado en cuanto decía y
empleando largos rodeos para ello. Misia Carlota le escuchaba atenta, y entre
sus dedos, secos como los de una momia, temblaban las agujas de madera y el ligero
estambre de su calceta. Estaba pálida, y sin interrumpir al Señor
Penitenciario, de tiempo en tiempo repetía anonadada:
–¡Pobre
niña! ¡Pobre niña!
Como
Beatriz lloraba suspirando, se levantó para consolarla. Después volvió al lado
del canónigo, que con las manos cruzadas y casi ocultas entre los pliegues del
manteo, parecía sumido en grave meditación. Misia Carlota, que había sido
siempre dama de gran entereza, se enjugaba los ojos y no era dueña de ocultar
su pena.
El
Señor Penitenciario le preguntó en voz baja:
–¿Cuándo
llegará ese fraile?
Tal
vez haya llegado.
–¡Pobre
Condesa! ¿Qué hará?
–¡Quién
sabe!
–¿Ella
no sospecha nada?
–¡No
podía sospechar!
Es
tan doloroso tener que decírselo.
Callaron
los dos. Beatriz seguía llorando. Poco después entró la Condesa, que procuraba
parecer serena. Llegó hasta la cabecera de Beatriz, inclinóse en silencio y
besó la frente yerta de la niña. Con las manos en cruz, semejante a una
dolorosa, y los ojos fijos, estuvo largo tiempo contemplando aquel rostro
querido. Era la Condesa todavía hermosa, prócer de estatura y muy blanca de
rostro, con los ojos azules y las pestañas rubias, de un rubio dorado que
tendía leve ala de sombra en aquellas mejillas tristes y altaneras. El Señor
Penitenciario se acercó.
–Condesa,
necesito hablar con ese Fray Ángel.
La
voz del canónigo, de ordinario acariciadora y susurrante, estaba llena de
severidad. La Condesa se volvió sorprendida.
Fray
Ángel no está en el palacio, Señor Penitenciario.
Y
sus ojos azules, aún empañados de lágrimas, interrogaban con afán, al mismo
tiempo que sobre los labios marchitos temblaba una sonrisa amable y prudente de
dama devota. Misia Carlota, que estaba a la cabecera de Beatriz, se aproximó
muy quedamente.
–No
hablen ustedes aquí… Carlota, es preciso que tengas valor.
–¡Dios
mío! ¿Qué pasa?
–¡Calla!
Al
mismo tiempo llevaba a la Condesa fuera de la estancia. El Señor Penitenciario
bendijo en silencio a Beatriz, y sin recoger sus hábitos talares salió detrás.
Misia Carlota quedó en el umbral. Inmóvil y enjugándose los ojos, contempló
desde allí cómo la Condesa y el Penitenciario se alejaban por el largo
corredor. Después, santiguándose, volvió sola al lado de Beatriz y posó su mano
de arrugas sobre la frente tersa de la niña.
–¡Hijita
mía, no tiembles!… ¡No temas!…
Cabalgó
en la nariz los quevedos con guarnición de concha, abrió un libro de oraciones,
por donde marcaba el registro de seda azul ya desvanecida, y comenzó a leer en
voz alta:
ORACIÓN
¡Oh,
Tristísima y Dolorosísima Virgen María, mi Señora, que siguiendo las huellas de
vuestro amantísimo Hijo, y mi Señor Jesucristo, llegasteis al Monte Calvario,
donde el Espíritu Santo quiso regalaros como en monte de mirra y os ungió Madre
del linaje humano! Concededme, Virgen María, con la Divina Gracia, el perdón de
los pecados y apartad de mi alma los malos espíritus que la cercan, pues sois
poderosa para arrojar a los demonios de los cuerpos y las almas. Yo espero,
Virgen María, que me concedáis lo que os pido, si ha de ser para vuestra mayor
gloria y mi salvación eterna. Amén.
Beatriz
repitió:
–¡Amén!
IV
Los ojos del
gato, que hacía centinela al pie del brasero lucían en la oscuridad. La gran
copa de cobre bermejo aún guardaba entre la ceniza algunas ascuas mortecinas.
En el fondo apenas esclarecido del salón, sobre los cortinajes de terciopelo,
brillaba el metal de los blasones bordados: la puente de plata y los nueve
róeles de oro que Don Enrique II diera por armas al Señor de Barbanzón, Pedro
Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Las rosas marchitas
perfumaban la oscuridad, deshojándose misteriosas en antiguos floreros de
porcelana que imitaban manos abiertas. Un criado encendía los candelabros de
plata que había sobre las consolas. Después la Condesa y el Penitenciario
entraban en el salón. La dama, con ademán resignado y noble, ofreció al
eclesiástico asiento en el canapé, y trémula y abatida por oscuros
presentimientos, se dejó caer en un sillón. El canónigo, con la voz ungida de
solemnidad, empezó a decir:
–Es
un terrible golpe, Condesa…
La
dama suspiró.
–¡Terrible,
Señor Penitenciario!
Quedaron
silenciosos. La Condesa se enjugaba las lágrimas que humedecían el fondo azul
de sus pupilas. Al cabo de un momento murmuró, cubierta la voz por un anhelo
que apenas podía ocultar:
–¡Temo
tanto lo que usted va a decirme!
El
canónigo inclinó con lentitud su frente pálida y desnuda, que parecía macerada
por las graves meditaciones teológicas.
–¡Es
preciso acatar la voluntad de Dios!
–¡Es
preciso!… ¿Pero qué hice yo para merecer una prueba tan dura?
–¡Quién
sabe hasta dónde llegan sus culpas! Y los designios de Dios nosotros no los
conocemos.
La
Condesa cruzó las manos dolorida.
–Ver
a mi Beatriz privada de la gracia, poseída de Satanás.
El
canónigo la interrumpió:
–¡No,
esa niña no está poseída!… Hace veinte años que soy Penitenciario en nuestra
Catedral, y un caso de conciencia tan doloroso, tan extraño, no lo había visto.
¡La confesión de esa niña enferma todavía me estremece!…
La
Condesa levantó los ojos al cielo.
–¡Se
ha confesado! Sin duda Dios Nuestro Señor quiere volverle su gracia. ¡He
sufrido tanto viendo a mi pobre hija aborrecer de todas las cosas santas!
Porque antes estuvo poseída, Señor Penitenciario.
–No,
Condesa; no lo estuvo jamás.
La
Condesa sonrió tristemente, inclinándose para buscar su pañuelo, que acababa de
perdérsele. El Señor Penitenciario lo recogió de la alfombra. Era menudo,
mundano y tibio, perfumado de incienso y estoraque, como los corporales de un
cáliz.
–Aquí
está, Condesa.
–Gracias,
Señor Penitenciario.
El
canónigo sonrió levemente. La llama de las bujías brillaba en sus anteojos de
oro. Era alto y encorvado, con manos de obispo y rostro de jesuita. Tenía la
frente desguarnecida, las mejillas tristes, el mirar amable, la boca sumida,
llena de sagacidad. Recordaba el retrato del cardenal Cosme de Ferrara que
pintó el Perugino. Tras leve pausa continuó:
–En
este palacio, señora, se hospeda un sacerdote impuro, hijo de Satanás…
La
Condesa le miró horrorizada.
–¿Fray
Ángel?
El
Penitenciario afirmó inclinando tristemente la cabeza, cubierta por el solideo
rojo, privilegio de aquel Cabildo.
–Esa
ha sido la confesión de Beatriz. ¡Por el terror y por la fuerza han abusado de
ella!…
La
Condesa se cubrió el rostro con las manos, que parecían de cera. Sus labios no
exhalaron un grito. El Penitenciario la contemplaba en silencio. Después
continuó:
–Beatriz
ha querido que fuese yo quien advirtiese a su madre. Mi deber era cumplir su
ruego. ¡Triste deber, Condesa! La pobre criatura, de pena y de vergüenza, jamás
se hubiera atrevido. Su desesperación al confesarme su falta era tan grande que
llegó a infundirme miedo. ¡Ella creía su alma condenada, perdida para siempre!
La
Condesa, sin descubrir el rostro, con la voz ronca por el llanto, exclamó:
–¡Yo
haré matar al capellán! ¡Le haré matar! ¡Y a mi hija no la veré más!
El
canónigo se puso en pie lleno de severidad.
–Condesa,
el castigo debe dejarse a Dios. Y en cuanto a esa niña, ni una palabra que
pueda herirla, ni una mirada que pueda avergonzarla.
Agobiada,
yerta, la Condesa sollozaba como una madre ante la sepultura abierta de sus
hijos. Allá afuera las campanas de un convento volteaban alegremente anunciando
la novena que todos los años hacían las monjas a la seráfica fundadora. En el
salón, las bujías lloraban sobre las arandelas doradas, y en el borde del
brasero apagado dormía, roncando, el gato.
V
Los gritos
de Beatriz resonaron en todo el Palacio… La Condesa estremecióse oyendo aquel
plañir, que hacía miedo en el silencio de la noche, y acudió presurosa. La
niña, con los ojos extraviados y el cabello destrenzándose sobre los hombros,
se retorcía. Su rubia y magdalénica cabeza golpeaba contra el entarimado, y de
la frente, yerta y angustiada, manaba un hilo de sangre. Retorcíase bajo la
mirada muerta e intensa del Cristo: un Cristo de ébano y marfil, con cabellera
humana, los divinos pies iluminados por agonizante lamparilla de plata. Beatriz
evocaba el recuerdo de aquellas blancas y legendarias princesas, santas de
trece años ya tentadas por Satanás. Al entrar la Condesa, se incorporó con
extravío, la faz lívida, los labios trémulos como rosas que van a deshojarse.
Su cabellera apenas cubría la candidez de los senos.
–¡Mamá!
¡Mamá! ¡Perdóname!
Y
le tendía las manos, que parecían dos blancas palomas azoradas. La Condesa
quiso alzarla en los brazos.
–¡Sí,
hija, sí! Acuéstate ahora.
Beatriz
retrocedió con los ojos horrorizados, fijos en el revuelto lecho.
–¡Ahí
está Satanás! ¡Ahí duerme Satanás! Viene todas las noches. Ahora vino y se
llevó mi escapulario. Me ha mordido en el pecho. ¡Yo grité, grité! Pero nadie
me oía. Me muerde siempre en los pechos y me los quema.
Y
Beatriz mostrábale a su madre el seno de blancura lívida, donde se veía la
huella negra que dejan los labios de Lucifer cuando besan. La Condesa, pálida
como la muerte, descolgó el crucifijo y le puso sobre las almohadas.
–¡No
temas, hija mía! ¡Nuestro Señor Jesucristo vela ahora por ti!
–¡No!
¡No!
Y
Beatriz se estrechaba al cuello de su madre. La Condesa arrodillóse en el
suelo. Entre sus manos guardó los pies descalzos de la niña, como si fuesen dos
pájaros enfermos y ateridos. Beatriz, ocultando la frente en el hombro de su
madre, sollozó:
–Mamá
querida, fue una tarde que bajé a la capilla para confesarme… Yo te llamé
gritando.. Tú no me oíste… Después quería venir todas las noches, y yo estaba
condenada…
–¡Calla,
hija mía! ¡No recuerdes!…
Y
las dos lloraron juntas, en silencio, mientras sobre la puerta, de arcaica
ensambladura y floreados herrajes, arrullaban dos tórtolas que Fray Ángel había
criado para Beatriz… La niña, con la cabeza apoyada en el hombro de su madre,
trémula y suspirante, adormecióse poco a poco. La luna de invierno brillaba en
el montante de las ventanas y su luz blanca se difundía por la estancia. Fuera
se oía el viento, que sacudía los árboles del jardín, y el rumor de una fuente.
La
Condesa acostó a Beatriz en el canapé, y silenciosa, llena de amoroso cuidado,
la cubrió con una colcha de damasco carmesí, ese damasco antiguo que parece
tener algo de litúrgico. Beatriz suspiró sin abrir los ojos. Sus manos quedaron
sobre la colcha: eran pálidas, blancas, ideales, transparentes a la luz; las
venas, azules, dibujaban una flor de ensueño. Con los ojos llenos de lágrimas,
la Condesa ocupó un sillón que había cercano. Estaba tan abrumada que casi no
podía pensar, y rezaba confusamente, adormeciéndose con el resplandor de la luz
que ardía a los pies del Cristo en un vaso de plata. Ya muy tarde entró Misia
Carlota, apoyada en su muleta, con los quevedos temblantes sobre la corva
nariz. La Condesa se llevó un dedo a los labios indicándole que Beatriz dormía,
y la anciana se acercó sin ruido, andando con trabajosa lentitud.
–¡Al
fin descansa!
–Sí.
–¡Pobre
alma blanca!
Sentóse
y arrimó la muleta a uno de los brazos del sillón. Las dos damas guardaron
silencio. Sobre el montante de la puerta la pareja de tórtolas seguía
arrullando.
VI
A medianoche
llegó la saludadora de Celtigos. La conducían dos nietos ya viejos, en un carro
de bueyes, tendida sobre paja. La Condesa dispuso que dos criados la subiesen.
Entró salmodiando saludos y oraciones. Era vieja, muy vieja, con el rostro
desgastado como las medallas antiguas, y los ojos verdes, del verde maléfico
que tienen las fuentes abandonadas, donde se reúnen las brujas. La noble señora
salió a recibirla hasta la puerta, y temblándole la voz preguntó a los criados:
–¿Visteis
si ha venido también Fray Ángel?
En
vez de los criados respondió la saludadora con el rendimiento de las viejas que
acuerdan el tiempo de los mayorazgos:
–Señora
mi Condesa, yo sola he venido, sin más compaña que la de Dios.
–¿Pero
no fue a Celtigos un fraile con el aviso?…
–Estos
tristes ojos a nadie vieron.
Los
criados dejaron a la saludadora en un sillón. Beatriz la contemplaba. Los ojos,
sombríos, abiertos como sobre un abismo de terror y de esperanza. La saludadora
sonrió con la sonrisa yerta de su boca desdentada.
–¡Miren
con cuánta atención está la blanca rosa! No me aparta la vista.
La
Condesa, que permanecía en pie en medio de la estancia, interrogó:
–¿Pero
no vio a un fraile?
–A
nadie, mi señora.
–¿Quién
llevó el aviso?
–No
fue persona de este mundo. Ayer de tarde quedéme dormida, y en el sueño tuve
una revelación. Me llamaba la buena Condesa moviendo su pañuelo blanco, que era
después una paloma volando, volando para el Cielo.
La
dama preguntó temblando:
–¿Es
buen agüero eso?…
–¡No
hay otro mejor, mi Condesa! Díjeme entonces entre mí: vamos al palacio de tan
gran señora.
La
Condesa callaba. Después de algún tiempo, la saludadora, que tenía los ojos
clavados en Beatriz, pronunció lentamente:
–A
esta rosa galana le han hecho mal de ojo. En un espejo puede verse, si a mano
lo tiene, mi señora.
La
Condesa le entregó un espejo guarnecido de plata antigua. Levantóle en alto la
saludadora, igual que hace el sacerdote con la hostia consagrada, lo empañó
echándole el aliento, y con un dedo tembloroso trazó el círculo del Rey
Salomón. Hasta que se borró por completo tuvo los ojos fijos en el cristal.
–La
Condesita está embrujada. Para ser bien roto el embrujo han de decirse las doce
palabras que tiene la oración del Beato Electus al dar las doce campanadas del
mediodía, que es cuando el Padre Santo se sienta a la mesa y bendice a toda la
Cristiandad.
La
Condesa se acercó a la saludadora. El rostro de la dama parecía el de una
muerta y sus ojos azules tenían el venenoso color de las turquesas.
–¿Sabe
hacer condenaciones?
–¡Ay,
mi Condesa, es muy grande pecado!
–¿Sabe
hacerlas? Yo mandaré decir misas y Dios se lo perdonará.
La
saludadora meditó un momento.
–Sé
hacerlas, mi Condesa.
–Pues
hágalas…
–¿A
quién, mi Señora?
–A
un capellán de mi casa.
La
saludadora inclinó la cabeza.
–Para
eso hace menester del breviario.
La
Condesa salió y trajo el breviario de Fray Ángel. La saludadora arrancó siete
hojas y las puso sobre el espejo. Después, con las manos juntas, como para un
rezo, salmodió:
–¡Satanás!
¡Satanás! Te conjuro por mis malos pensamientos, por mis malas obras, por todos
mis pecados. Te conjuro por el aliento de la culebra, por la ponzoña de los
alacranes, por el ojo de la salamantiga. Te conjuro para que vengas sin
tardanza y en la gravedad de aqueste círculo del Rey Salomón te encierres y en
él te estés sin un momento te partir, hasta poder llevarte a las cárceles
tristes y oscuras del infierno el alma que en este espejo agora vieres. Te
conjuro por este rosario que yo sé profanado por ti y mordido en cada una de
sus cuentas. ¡Satanás! ¡Satanás! Una y otra vez te conjuro.
Entonces
el espejo se rompió con triste gemido de alma encarcelada. Las tres mujeres,
mirándose silenciosas, con miedo de hablar, con miedo de moverse, esperan el
día, puestas las manos en cruz. Amanecía cuando sonaron grandes golpes en la
puerta del palacio. Unos aldeanos de Celtigos traían a hombros el cuerpo de
Fray Ángel, que al claro de luna descubrieran flotando en el río… ¡La cabeza
yerta, tonsurada, pendía fuera de las andas!
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