Víctor Roura
Después
del brindis, me vi difuminado ante el espejo.
Y llevaba un traje, color caqui, que me
quedaba perfectamente ajustado. La corbata, en tono neblina morada, combinaba a
la discreción.
–Te vas a ver bien en la tele –dijo Gabriela
Flores.
Me habían elegido como jurado para designar
a la señorita Dorian Grey.
–El avión sale en la tarde, nos da tiempo
de comer juntos –dijo.
Tenía razón. Llamé a mi fiel Edmundo y le
pedí que nos llevara al restaurante de costumbre.
–Le recuerdo al señor que no tenemos el
dinero suficiente porque su administrador no ha vuelto del banco –indicó Edmundo.
Gabriela hizo un gesto de fastidio.
–Tráete, pues, cualesquiera de las
tarjetas doradas –dije.
A veces me desespera el buen Edmundo. Todo
lo complica. El otro día tuve que asestarle una sonora cachetada porque se
negaba a salir en el Volare por la sencilla razón de que no tiene, aún no la he
mandado comprar, una llanta de repuesto en la cajuela. Después del golpe
comprendió su imprudencia. Guardó silencio, mas por el espejo retrovisor lo vi
derramando una lágrima. Conserva su sensibilidad
aún, para mi fortuna.
Gabriela fue a cambiarse de ropa. Esta
muchacha, si quisiera, puede convertirse en la baladista del momento. Aunque no
canta ni Las mañanitas, tiene las necesarias dotes corporales para ofrecer una
audición a Luis de Llano, quien incorporaría un elemento femenino más, sin
pensarlo, al grupo de rock pop Garibaldi. Lo hemos
platicado algunas veces.
–Calma, Luis, voy a pensarlo –le he dicho porque
por ahora no pienso deshacerme de su compañía.
Regresó Gabriela vistiendo una blusa
transparente. Edmundo no disimuló sus nervios. Miró hacia el techo.
–Prepara el carro, Ed –dije, para
disminuir la tensión.
Gabriela se me colgó del brazo. Sentí su
respiración entrecortada. Ya rumbo a la salida, en medio del jardín, nos
hallamos a Soto Gibraltar, mi administrador. Le pedí una lana, para prevenir
cualquier asunto embarazoso relacionado con la propina.
–Lo que tengas a la mano –dije.
Me dio un fajo de billetes.
–Son apenas millón y medio, señor –dijo,
mortificado.
Lo miré como si tuviera lagañas en ambos
ojos.
–No es buen gerente, deberías cambiarlo
–dijo Gabriela, al continuar la marcha.
Yo no hago esas cosas, sin embargo. Volteé
a ver al buen Gibraltar para ver su paso mortecino, mas el vivales clavaba sus
ojos en las caderas de Gabriela. Al verse sorprendido se llevó las manos a la
nuca y agachó la cabeza. Ya me las pagará.
El sol caía con fiereza sobre nosotros
cuando pasamos cerca de la alberca. Tuve una idea. Fui por Edmundo y le dije
que nos trajera unas endibias gratinadas rellenas de carne y unos calabacines
con hierba y créme fraiche (sin cebolla, por favor) y un vino tinto Valdemar.
–Para ti cómprate una pizza –dije, agradecido.
Volví con Gabriela, quien ya estaba dentro
de la piscina. Se veía divertida. Su ropa estaba sobre el césped. Toda
su ropa.
–Está rica el agua –comentó.
Comencé a quitarme el traje, pero me
detuvo una llamada. Contesté en mi celular. Era Julio Iglesias.
–Eres un inoportuno, Julio –comenté, riéndome.
Iglesias entendió. Quedó en llamar más
tarde. Seguramente quiere ocupar mi casa de nuevo en sus próximas vacaciones. O,
quién sabe, a lo mejor quiere acompañarme en el certamen de las señoritas
Dorian Grey. Quién sabe.
–¿Quieres música? –le pregunté a Gabriela.
Contestó que sí. Con mi guolqui tolqui le
pedí a doña Panchita que sacara al jardín los dos bafles, con sus 200 kilovatios
de potencia, para poder apreciar con mayor fidelidad la música. Le dije que se
buscara el nuevo compact de las Pandora. Gabriela aprobó con un grito la
selección.
Me acerqué a ella. Me metí al agua. Estaba
tibia, el agua.
–Víctor, ay, me siento como… como una Pepsi
–me dijo, con ternura.
–¡Como una qué, güey! –oí de pronto.
Era Manuélez quien me servía otra cuba.
–No te duermas, Víctor –gritó en medio del
barullo del bar.
Óscar Enrique Ornelas se acercó, entonces.
–¿Te sientes mal, maestro? –preguntó.
No. No. Estaba muy bien. Una pestañita,
nomás.
–Ya compramos otra botella, ahí viene –dijo
Gerardo Arreola.
Me levanté. Fui al baño. Me eché agua en
la cara. Regresé a la mesa. Por las bocinas se oía, distorsionadamente, a Pandora.
–Digámosle al cantinero que o le cambia de
caset o le apaga a su aparato, ¿no? –sugerí, ya con el ánimo levantado.
Todos aprobaron la decisión.
–¿Y la piscina? –interrogué.
Manuélez me señaló la cubetita con hielos.
–Ahorita que se deshagan nos ponemos a
nadar en ella –dijo.
La noche empezaba a quedarse atrás.
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